Las memorias de Javier Limón: un universo de oro
Javier Limón es probablemente el productor musical español más importante de los últimos veinte años. Ganador de ocho premios Grammy, ha producido casi cien discos de artistas como Diego el Cigala, Bebo Valdés, Paco de Lucía, Andrés Calamaro, Buika, Ana Belén, Antonio Orozco, Estopa, Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, entre muchísimos otros. «Limón. Memorias de un productor musical» (Debate) es un libro fascinante y divertido, en el que recorre tanto éxitos como fracasos, y que se lee por momentos como una clase magistral, y por otros como una sobremesa llena de anécdotas y carcajadas. LENGUA ofrece a continuación una selección tanto de unas como de otras, extraídas de un libro que es un viaje por el tiempo y por el mundo de la música.
Por Javier Limón

Javier Limón. Crédito: Eva Marqués.
LÁGRIMAS NEGRAS: EN ESTADO DE GRACIA
Lágrimas negras es, qué duda cabe, uno de los trabajos más importantes de mi carrera. Empezó como algo muy pequeño; el objetivo era vender veinticinco mil copias y acabamos rebasando los dos millones. El origen de aquel éxito se larvó en el trabajo anterior, Corren tiempos de alegría, en el que no pocos han querido ver una suerte de preludio del siguiente, pero no fue así. Para mí, ese fue el primer gran encuentro entre Bebo y el Cigala. La razón de por qué este disco, previo a Lágrimas negras, no disfrutó del mismo impacto, no es artística. Quiero pensar que fue más bien por razones prosaicas que tuvieron que ver con el marketing inicial, el apoyo mediático y el modo de enfocar el branding. No pocas veces ha sonado en mi casa Amar y vivir confundiendo a todo el mundo, pues muchos piensan que lo que suena es Lágrimas negras.
El alma de Lágrimas negras es Bebo Valdés. El Cigala canta maravillosamente bien, sobre todo porque al no saberse los temas, en estudio tenía que ir leyendo la letra casi a tiempo real, y eso le confería una inocencia y una ternura a la hora de acercarse a las canciones que producía, por un lado, un reverencial respeto a la melodía superior al que habitualmente los cantaores suelen profesar y, por otro, otorgaba también a la interpretación una fragilidad que se supo grabar y transmitir. El trabajo fue muy importante a nivel de producción, y aunque mucha gente se empeña en discutir si el verdadero productor fue Fernando Trueba o Javier Limón, creo que no hay que darle tantas vueltas al asunto. En primer lugar, Fernando Trueba ya era por entonces un mito en su arte y el genio descubridor de belleza que viene siendo desde entonces, y yo no era más que un jovenzuelo aprendiz de productor flamenco. Revisando la discografía de Trueba como productor y la mía está claro que somos muy compatibles y queda clara cuál es la aportación de cada uno. Fernando hizo la selección de repertorio, facilitó una colaboración con Mariscal para el diseño gráfico y la puesta en escena, tomó decisiones estratégicas y emocionales maravillosas, como el propio orden del disco, e hizo una aportación tremenda a nivel de marketing. Creo que mi influencia tuvo más que ver con lo relativo al oficio de productor musical, focalizándome más en las técnicas, en la grabación y en las tomas. No fue el único disco que coproduje con Fernando, y estoy seguro de que viviremos más aventuras juntos. Es único, y subrayaría que el mejor coproductor con el que he tenido la suerte de trabajar en un proyecto discográfico.
Probablemente este disco haya pasado a la historia como el mejor de la década. Aunque con las calificaciones siempre hay que ser muy cuidadoso. Soy de la opinión de que hay trabajos que, además de ser grandes obras maestras en términos estrictamente musicales y contar con un apoyo de marketing y un despliegue mediático extraordinarios, tienen la suerte de caer en gracia y de que el boca a boca los lleve a muchas casas. Este fue, sin duda, el caso paradigmático de Lágrimas negras. No fue solo una cuestión musical. Si volviéramos a grabarlo con las mismas canciones a lo mejor no pasaría nada; de hecho, creo que ha sido el disco más versionado y conceptualmente emulado desde ese año. He visto a muchos artistas intentar repetir el experimento con un piano, un contrabajo, unos boleros y un poquito de flamenco. En mi opinión, no ha vuelto a funcionar porque sin Bebo no se puede hacer algo parecido. Lo que sí es cierto es que nació de pie, bendecido. Cuando veía a gente en las tiendas comprando montañas de discos para regalar a sus amigos lo único que sentía era una profunda emoción. En cualquier caso, para mí, sí es uno de los mejores discos de mi carrera y de la carrera de todos los que participamos en las apenas cincuenta horas de grabación que duró la aventura.
Mil vidas en una sola
JULIO IGLESIAS: MI RAMÓN Y YO
Durante una época de mi vida estuve produciendo muchos discos para Sony. Ellos habían sido los primeros en darme una oportunidad como productor, y a través de Lágrimas negras y los discos del Cigala habíamos encontrado una fórmula de éxito. En aquellos tiempos me había convertido en una especie de talismán de la producción, aunque yo creo que era más una cuestión personal que musical; es de todos sabido que los empleados de esta industria no brillan precisamente por su conocimiento del arte. La cuestión es que el presidente me invitó a una cena con la estrella más grande de la compañía, el mismísimo Julio Iglesias. La idea era que nos hiciéramos amigos y de ahí surgiera una colaboración con el fin de animar a Julio a grabar un remake, sin contemplaciones, de Lágrimas negras.
Me sentaron a su derecha, en un restaurante llamado Alboroque, que estaba situado en la madrileña calle de Atocha. El dueño, Carlos Sotos, famoso por sus antiguas aventuras con la UGT y Felipe González, nos atendió como príncipes. Durante la cena, Julio hizo un alarde extraordinario de amabilidad y simpatía. Conocía por su nombre y apellidos a todos los miembros de la compañía. En una mesa en la que éramos más de veinte comensales le preguntó a cada uno por pequeños asuntos personales. A todos menos a mí.
A mí no me dirigía la palabra. Justo al final de la velada llamó al sommelier para preguntarle si tenían otros vinos por el mismo precio de la botella que nos estábamos bebiendo. El sommelier le ofreció un par de opciones y Julio le respondió: “Hombre, los precios que estás dando varían un poco, sobre todo teniendo en cuenta que el dueño de esa bodega la vendió hace tres años para irse a vivir a no sé dónde”. La conclusión es que Julio sabía más de vinos que el tipo que inventó el vino, y estaba regalándose un alarde, a lo pavo real, para desplegar sus encantos. Fue en ese preciso momento cuando se giró hacia mí y me preguntó directamente: «Y tú (no sabía mi nombre), ¿qué disco me harías?». Visiblemente incómodo, apañé una respuesta de repertorio, deslizando que podría destilar una pócima con músicas de raíz, con sabor latino. Recuerdo que mencioné a Alicia Keys, que en ese momento estaba muy de moda y había vendido quince millones de copias de su último trabajo; como habíamos hecho un tema con ella y Bebo Valdés, me parecía una buena referencia. Julio me miró antes de hablar: «Alicia Keys no es nadie, solo ha vendido diez o quince millones de copias, eso no es nada. Mi pregunta es más concreta: quería saber qué tipos de acordes vas a usar con mi voz, ¿novenas, sextas?». «Bueno, la verdad es que aún no sabemos ni las canciones, por lo tanto no he pensado en las armonías ni en sus tensiones». «Pues deberías pensar en ellas. Te voy a contar una historia: hace muchos años yo estaba con mi amigo Frank [Sinatra] en mi casa, escuchando algunos de los temas que iba grabar. En el piano estaba mi amigo y productor Ramón Arcusa [del Dúo Dinámico]. En un momento dado, Frank se acercó al piano y empezó a tocar la canción en otro tono, aconsejando cambiar la tonalidad para mi voz. Ramón le dijo que él solo sabía tocar en do mayor, con las teclas blancas, y que no podía cambiar el tono. Entonces Frank me dijo que mi productor no era demasiado bueno, pero que él conocía a un tal Quincy [Jones] que me iba hacer un trabajo fenomenal. Al principio dudé un poco, pero luego me animé y montamos una entrevista en el estudio con Quincy. Al cabo de dos horas me di cuenta de que no valía un duro y me libré de él, llamé a Frank y le dije: "Frank, quédate tú con Quincy, que yo me quedo con mi Ramón". Recuerdo que vendí cuarenta millones de discos y Frank con su disco y Quincy solo un millón, un gran fracaso para él. Al final me tuvo que dar la razón». Después de esta impresionante anécdota, de la que me creo alrededor de un tercio, me soltó en la cara: «Así que vete pensando en las tensiones y en las armonías si quieres algún día trabajar conmigo». Él se despidió diciendo que se iba de vacaciones con Bill y Hillary a República Dominicana, donde tiene una de sus mansiones, y que estaría perdido durante una época. Por supuesto, no hice el disco, y aunque musicalmente Julio Iglesias no me parece demasiado interesante, he de reconocer que me hubiera encantado trabajar con él porque, como personaje y como director de marketing, me parece un genio.
«Frank (Sinatra) me dijo que mi productor no era demasiado bueno, pero que él conocía a un tal Quincy (Jones) que me iba hacer un trabajo fenomenal. Dudé un poco, pero montamos una entrevista en el estudio con Quincy. Al cabo de dos horas me di cuenta de que no valía un duro y me libré de él, llamé a Frank y le dije: "Frank, quédate tú con Quincy, que yo me quedo con mi Ramón". Recuerdo que vendí cuarenta millones de discos y Frank con su disco y Quincy solo un millón, un gran fracaso para él. Al final me tuvo que dar la razón». Julio Iglesias
PACO DE LUCÍA: EL PRECIO DEL ARTE
Cositas buenas es quizá el disco de flamenco más importante de la década del 2000. El análisis musical de este trabajo ha de hacerse desde el punto de vista de la composición. Paco de Lucía había escuchado algunas de mis producciones, especialmente Entre vareta y canasta del Cigala, y le llamaban la atención algunos de los trucos de edición empleados en ese álbum. Creía haber dado con el modo de compensar el hecho de no saber escribir música. Hasta Cositas buenas, nuestro guitarrista más internacional lo grababa todo en una cinta de casete, falseta a falseta, y luego imaginaba una estructura. Con esta nueva fórmula podía por fin componer libremente sin preocuparse de la estructura de la obra hasta casi el final. Fue un disco revolucionario, y sobre todo, por fin, su autor, después de media vida, se liberó del yugo de la técnica.
Paco me llamó porque quería el Pro Tools. Me acerqué a la casa del barrio de Aluche donde vivía su madre. Fuimos juntos a comprar un ordenador y una tarjeta de sonido y le instalé el programa. Le escribí en una hoja de papel cómo se abría una sesión, una pista y un poco cómo se trabajaba en el programa. Luego se fue de gira durante seis meses y no volví a saber nada de él durante ese tiempo; pensé que había acabado en Cancún y que se había cansado del Pro Tools. Cuando volvió, me llamó y vi que había estado trabajando en el programa, él solo, y que lo manejaba perfectamente. Paco, que era un genio (no uso este adjetivo con facilidad), había aprendido de manera intuitiva todo el funcionamiento e incluso fórmulas nuevas de programación. Todo a su manera, claro; por ejemplo, cuando el ordenador fallaba le daba dos golpetazos y le insultaba, y debo decir que, para mi sorpresa, funcionaba. Sostenía que las máquinas respondían de buen grado a un bofetón propinado a tiempo.
Cobrarle a Paco de Lucía es algo que normalmente nadie hacía. Se entendía que tocar o trabajar con él suponía un orgullo y un placer que no necesitaba ningún tipo de retribución. Son muchos los músicos que hoy pasan por genios que han tenido el privilegio de acompañar a Paco en sus grabaciones solamente por disfrutar de la experiencia. Después de grabar Cositas buenas, Paco me preguntó por mi salario. Obviamente le contesté que ya me daba por pagado por haber participado en esa maravillosa obra maestra, pero él, argumentando que no era lo mismo venir a colaborar un día o dos que estar durante años trabajando en un proyecto, me quería hacer un regalo. Acabó comprándome una cama india que le gustaba mucho y que aún conservo en mi casa de San Bartolomé de la Torre. De igual modo, él no solía cobrar nada a los amigos o a los músicos que empezaban y le pedían una colaboración. Cuenta, por ejemplo, Alejandro Sanz, que después de tocar en uno de sus discos le dijo a Paco que le gustaría hacerle un buen regalo. Papá Paco contestó que no quería nada, que había ido por el placer de compartir unos días con Alejandro y que estaba muy contento con la grabación. Tras la insistencia de Sanz, Paco le acabó diciendo que en su casa de México se había roto un pequeño termostato y que le era imposible encontrar un recambio cerca de la zona. Era un pequeño aparatito de dos o tres dólares. Nunca sabremos si se trató de una broma, pero lo cierto es que Alejandro acabó mandándole una bolsa con quinientos termostatos. Difícil ponerle precio al arte. Imposible valorar la genialidad.

Javier Limón y Paco de Lucía. Imagen cedida por Casa Limón.
ENRIQUE MORENTE: EL ARTE DE CONTROLAR LA INSPIRACIÓN
Enrique Morente es uno de los cantaores más importantes de la historia. La búsqueda insaciable de la belleza lo llevó a una constante evolución desde sus primeros tientos profesionales. Tal vez el cambio más importante, me refiero a la congregación de las esencias que concurren en el sustrato musical del que se alimentara a tan temprana edad, tuvo lugar en México, donde pasó gran parte de su juventud. Durante aquellos años en los que llegó a conocer a León Felipe, contaba que descubrió su capacidad para «controlar la inspiración». He intentado buscar otras palabras, incluso en su presencia, para tratar de ejemplificar lo que encerraba semejante afirmación, pero es imposible. El control de la inspiración. Es lo que permite que un ser humano pueda dedicarse profesionalmente a la interpretación. En cualquier boda, bautizo o fiesta gitana, en cualquier celebración donde la música o el arte tengan cabida, siempre puede manifestarse la inspiración e iluminar a cualquiera que reúna las aptitudes necesarias para el cante, el baile, etc., pero solo algunos elegidos son capaces de aprehender esa inspiración y guardarla para el momento apropiado, controlarla y liberarla en el preciso instante en que se levanta el telón. Pero quizá lo más llamativo de Enrique como persona, al margen de su arte, era su sentido del humor. Jamás me he reído tanto como con Enrique y Pepe Habichuela en el Candela. Los dos juntos eran una ametralladora de ocurrencias e ingenio comparable solo a la de Sabina y Serrat en sus mejores tiempos. Enrique poseía un sentido del humor refinado e irónico y totalmente fuera de lo común. Tenías que conocerle bien para constatar cuán mordaz y sarcástico podía llegar a ser. Cuentan, por ejemplo, que una vez lo encontraron en el restaurante del hotel donde se alojaba antes de un concierto comiéndose una tostada, y que en la mesa de al lado había otra tostada pero nadie daba cuenta de ella. Al preguntarle, extrañados, Enrique contestó que la había pedido para la mosca. Por lo visto, uno de esos insectos lo había estado incordiando y, a fin de no llamar la atención al camarero a propósito de tamaña inconveniencia le pidió una para la mosca. Así era Enrique, capaz de bajar de su casa al coche con el mando de la tele en la mano. Un genio arriba y abajo del escenario.
Con Andrés, la disciplina llegó a ser una herramienta humorística; recuerdo que en una tienda de Buenos Aires llegamos a comprarnos dos torres de polos Lacoste de todos los colores y nos poníamos de acuerdo para ir uniformados todos los días.
ANDRÉS CALAMARO: ME APLASTÓ VER AL GIGANTE
La relación con Andrés Calamaro empezó en el camerino de la madrileña sala Clamores tras un concierto de Jerry González. Estaba con su novia Manuela y fue el principio de una gran amistad. Por esa época Andrés vivía en la calle Hermosilla y se pasaba noches y noches creando de manera compulsiva. Había lanzado El salmón, con ciento tres canciones en cinco CD, y por entonces tenía incluso más grabaciones listas. Componía sin parar, y cuando no componía hacía algún arreglo o versión de otra canción clásica.
Andrés es un tipo como Keith Richards: combina una actitud roquera ante la vida y un estatus de ídolo de masas con una afición desmedida por la música y un conocimiento enciclopédico del jazz, el hip hop, el flamenco y las músicas de raíz. Con él la conversación se elevaba de nivel y llegaba a momentos emocionantes al hablar de la zamba argentina, de la chacarera, del chamamé, de Gardel, del polaco Goyeneche y de Juanjo Domínguez. Fueron muchos los secretos de la música argentina que me reveló. De ahí nació una gran amistad que dura hasta el presente. Fui a su casa en Buenos Aires, en el barrio de Recoleta, donde íbamos al cementerio a ver los edificios donde algunas parejas indiscretas pasaban veladas, o a comer carne al Múnich. Me enseñó el lado más cosmopolita de la capital, que es, por supuesto, una estación inevitable en la vida de cualquier músico.
Pasado un tiempo flirteando con la posibilidad de grabar juntos llegó una época en la que Andrés se tomó la vida con mucha más tranquilidad y entró en una etapa extremadamente saludable. Decidió irse a vivir al campo, se compró un burrito llamado Morenito y me propuso grabar un disco de versiones. Nos metimos en el estudio con horario fijo, de las diez de la mañana a las cuatro de la tarde, con disciplina militar y férreas rutinas. Comíamos patatas, huevos, kétchup y pan en el mismo sitio y a la misma hora. Ese fue nuestro menú diario. Para un tipo que, hasta entonces, dormía una de cada cuatro noches era una manera de controlar la situación. La disciplina llegó a ser una herramienta humorística; recuerdo que en una tienda de Buenos Aires llegamos a comprarnos dos torres de polos Lacoste de todos los colores y nos poníamos de acuerdo para ir uniformados todos los días.
Grabamos las canciones con Niño Josele siempre con la tonalidad original, fuera de hombre o de mujer, de Los Panchos o de quien fuera. Había temas que le quedaban un poco altos o bajos, pero esa era la gracia, disciplina hasta el máximo nivel. Fueron muchas las grandes canciones que hicimos, como Malena, La distancia, Sus ojos se cerraron, Algo contigo o El cantante de Héctor Lavoe, que da título al disco. En fin, grandes temas del cancionero latinoamericano.
Hay tres excepciones en el disco, que son canciones originales que Calamaro quiso incluir. Dos de ellas, La libertad y Las oportunidades, son grandes temas que quedaron como parte del repertorio. Otro tema, Estadio Azteca, inspirado en el estadio de fútbol de Ciudad de México, para muchos forma parte de las canciones más grandes de Andrés. En la música siempre hay una parte de talento, otra de trabajo y una dosis nada despreciable de suerte. Con ese tema debo admitir que tropezamos con algo de esta; los solos del final, el groove o la estructura fueron sencillamente afortunados. Andrés tocó la acústica de manera brutal y nos salió una obra maestra. Si tuviera que salvar diez temas de Casa Limón, este sería uno de ellos.

Javier Limón y Bebo Valdés. Imagen cedida por Casa Limón.
JOAN MANUEL SERRAT: UN DÍA PARA TODO
Serrat pertenece a esa clase de personas que ha vivido de todo y a la que pocas cosas le sorprenden. Por lo general, en las épocas en que hemos trabajado, las comidas suelen ser momentos de tranquilidad en los que se suele hablar de cosas rutinarias, sencillas y de andar por casa, y a las que no les damos demasiada importancia. Por ejemplo, durante una época íbamos todos los días a comer rodaballo a la Casa de Campo; charlábamos con Juanito en el restaurante El Currito, un camarero venido a menos cuyo pasado en Londres le hacía insólitamente divertido a la hora de contar anécdotas; otros días íbamos al Samm a comer arroz, una de las especialidades del lugar. Entonces el nivel de la conversación sí solía elevarse; cosa gastronómica, supongo.
Serrat siempre actúa como un tipo normal, de esos que te hacen sentir muy cómodo. Las conversaciones discurrían habitualmente con tranquilidad y serenidad, pero si alguien dispone de paciencia y se siente capaz de aguardar, como quien espera pescando que la presa muerda el anzuelo, en algún momento dejará el mundanal ruido y se desmarcará con una de esas historias que solo un genio de la canción y de la vida puede contar. Ahora, si en algún momento de la comida, sobre todo al aproximarse la sobremesa, Joan Manuel de pronto se convierte en Serrat, te encuentras sentado con un sabio, un poco como me pasaba con Paco de Lucía. Esos momentos en que Serrat habla de sus aventuras infantiles, de cuando vivía en un apartamento con el Dúo Dinámico en los años setenta, de su relación con Lola Flores... Sería tremendo escribir un anecdotario sobre todas esas cosas. Era como pasar de oír unas sevillanas a escuchar la mejor soleá por bulerías de Tomás Pavón. Eso a mí me impresionaba.
Recuerdo el día que me contó sobre su encuentro con Fidel Castro. Le invitó a cenar, y durante horas solo habló el Comandante. Nada raro en él, por otro lado. La política en la isla, la historia, la educación... Habló de todo, pero solo largaba él. Ya entrada la madrugada, Serrat le preguntó por el Día de la Juventud, que justo se celebraba entonces en La Habana. Ahí le ganó el corazón. Fidel cambió la cara, ya agotado: «Aquí tenemos un día para todo...». En ese momento se hizo un silencio: «Amigo, estoy tan cansado...». Su cara reflejaba el agotamiento de un intelectual venido a dictador que no podía más. Parecía harto hasta de sí mismo. Era la viva imagen de un hombre agotado pero, por fin, humano y cercano.
BUIKA: FRONTERA Y RAÍZ
Diríase que los músicos, en general, forman parte de una rara secta. La necesidad de libertad para crear hace que muchos de ellos, específicamente aquellos pertenecientes a las llamadas músicas, digamos, de raíz, se muevan siempre en la frontera de la ilegalidad. Los tangueros, flamencos y demás raras aves del panorama musical siempre han sentido una especial atracción por todo lo prohibido. Al margen de que, durante cierta época las drogas, decían, ayudaban a pensar, recuerdo una frase de Buika en una conversación que tuvimos en el festival de North Sea, en Rotterdam, que define esto perfectamente: «En mi vida, más o menos una cuarta parte de lo que hago o digo es mentira o ilegal; los músicos probablemente deberíamos estar todos entre rejas».
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