California según Joan Didion: el lado oscuro del sueño americano
Gran cronista de la contracultura norteamericana, leída y venerada por generaciones de escritoras, Joan Didion diseccionó a lo largo de su vida un conjunto de temas y territorios que dibujan un mapa histórico y personal de Estados Unidos. En «De dónde soy» (Literatura Random House), las memorias sobre su California natal editadas en español luego de su muerte en diciembre de 2021, Didion regresa al lugar donde creció y a las contradicciones de esa tierra prometida que formaron parte de su propia identidad como escritora: desde la fascinación californiana con la tierra, el agua y el dinero fácil hasta la dependencia vital de los ferrocarriles, la industria aeroespacial y el gobierno central, pasando por el culto al individualismo y el fetiche por las cárceles y los manicomios. Publicamos a continuación una selección de estos textos en los que la historia de un país convertido en imperio se proyecta sobre la intimidad familiar de la autora.
Por Joan Didion
Joan Didion en su casa de Mailbu, California, en 1976, junto con su marido, el crítico John Gregory Dunne, y la hija de ambos, Quintana, que murieron en 2003 y 2005. Crédito: Getty Images.
1
A los doce o trece años, saqué de la biblioteca de Sacramento Middletown y Middletown in Transition de Lynds y le pregunté a mi madre a qué «clase» pertenecíamos.
–Nosotros no usamos esa palabra –me dijo–. No pensamos así.
Por un lado aquello me pareció una interpretación intencionadamente errónea de la que hasta una niña de doce años podía ver que era la situación, pero por otro lado entendí que era verdad: en California no pensábamos así. Creíamos en hacer borrón y cuenta nueva. Creíamos en la buena suerte. Creíamos en el buscador de oro que reunía lo justo para un último pedazo de tierra y encontraba la veta Comstock. Creíamos en el buscador de petróleo que alquilaba una tierra árida a seis centavos y cuarto por hectárea y acababa fundando Kettleman Hills, que daría catorce millones de barriles de crudo en sus tres primeros años. Creíamos en todas las maneras en que unas posibilidades en apariencia agotadas podían volverse verdes y doradas mientras dormíamos. «Por una California verde y dorada» era el lema antiincendios del Oso Smokey por la época en que yo estaba leyendo los libros de Lynds. Apaga la fogata de tu campamento, mata a la serpiente de cascabel y mira cómo entra el dinero a espuertas.
Y entraba.
Por mucho que fuera dinero de otros.
Tierra familiar
Sería difícil sobrestimar hasta qué punto los años del boom de la posguerra confirmaron este giro en la imaginación de California. Se suponía que la prosperidad de hoy y la prosperidad todavía mayor de mañana se daban de forma natural, que llegaban con la misma regularidad que las olas a lo que antaño había sido la costa del Rancho Irvine y luego se había convertido en Newport Beach, Balboa y la isla Lido. La prosperidad era la creencia fundamental del lugar, y fue su aparente ausencia gradual, a principios de la década de 1990, lo que empezó a inquietar a California de una forma que nadie quería dilucidar. La conciencia de que la tendencia ya no era firmemente al alza llegó a California tarde y con dureza. El crac del mercado de 1987 fue visto de forma generalizada aunque no consciente por sus ciudadanos simplemente como uno más de los problemas que azotaban a la América que ellos habían dejado atrás, como simple evidencia de aquella negatividad cansina de la Costa Este que a ellos no les iba a llegar. Aun cuando empezaron a cerrar las plantas dedicadas a Defensa por toda la autopista de San Diego y empezaron a aparecer letreros de se alquila por todo el condado de Orange, muy poca gente quiso ver una conexión con la forma en que se iba a vivir en aquella California que ya no era inmediatamente identificable como un «cohete».
«La prosperidad era la creencia fundamental del lugar, y fue su aparente ausencia gradual, a principios de la década de 1990, lo que empezó a inquietar a California de una forma que nadie quería dilucidar».
De hecho, era un estado en el que prácticamente no había condado que no dependiera en alguna medida de los contratos del Departamento de Defensa, desde los miles y miles de millones de dólares federales que entraban a espuertas en el condado de Los Ángeles hasta los contratos de cinco dígitos de condados como Plumas, Tehama y Tuolomne, y sin embargo el aislamiento geográfico de distintas partes del estado tendía a ocultar el hecho elemental de que todo estaba interrelacionado. Incluso dentro del condado de Los Ángeles no parecía haberse llegado a la evidente conclusión de que si la General Motors cerraba su planta de montaje de Van Nuys, por ejemplo, como de hecho haría en 1992, provocando la pérdida de veintiséis mil puestos de trabajo, la ola llegaría a Bel Air, donde vivía la gente que concedía los préstamos a la gente que concedía las hipotecas en Van Nuys. Recuerdo que en junio de 1988 le pregunté a una corredora inmobiliaria del West Side de Los Ángeles qué efecto tendrían unos posibles recortes del Departamento de Defensa en el boom de los inmuebles residenciales que había entonces. Ella me dijo que los recortes no tendrían ningún efecto en el West Side de Los Ángeles, porque la gente que trabajaba para la Hughes y la Douglas no vivía en Pacific Palisades ni en Santa Mónica ni en Malibú ni en Beverly Hills ni en Bel Air ni en Brentwood ni en Holmby Hills. «Viven en Torrance quizá, o en Canoga Park o algún sitio así.»
«En 1992 la idea de que quizá fuera imposible vender una casa en Los Ángeles por el hecho de que el dinero se había marchado todavía iba tan en contra de la mentalidad del lugar que la mayoría seguía rechazando».
Torrance está junto a la autopista de San Diego, al oeste de Lakewood y al sur de El Segundo y Hawthorne y Lawndale y Gardena. Canoga Park está en el valle de San Fernando. La gente que trabajaba para la Hughes en 1988 sí que vivía en Torrance y en Canoga Park. Cinco años más tarde, después de que la cámara legislativa de Arizona aprobara una ley de incentivos fiscales conocida localmente como la «Ley Hughes», la Hughes empezó a trasladar buena parte de sus actividades de El Segundo y Canoga Park a Tucson, y un corredor de inmuebles residenciales bastante conocido en el West Side de Los Ángeles empezó a informar a sus clientes de que el mercado de Beverly Hills había bajado un 47,5 por ciento. Recuerdo que, en los primeros meses después de los disturbios de 1992, todo el mundo con quien hablaba en Los Ángeles me contaba cuánto habían «cambiado» la ciudad los disturbios. La mayoría de quienes decían esto habían vivido en Los Ángeles, igual que yo, durante los disturbios de Watts de 1965, pero 1992, me aseguraban, había sido «distinto», 1992 lo «había cambiado todo». Las palabras que usaban parecían muy negativas y vagamente inquietantes, palabras como «triste» y «malo». Como se trataba en su mayoría de gente que había necesitado los disturbios para entender que existía una diferencia potencialmente explosiva de circunstancias y de percepción entre los ricos y los pobres de la ciudad, lo que me decían me dejaba perpleja, e insistí para que me describieran de forma más detallada cómo había cambiado la ciudad. Después de los disturbios, me contaron, era imposible vender una casa en Los Ángeles. En 1992 la idea de que quizá fuera imposible vender una casa en Los Ángeles por una razón más simple –por el hecho de que el dinero se había marchado– todavía iba tan en contra de la mentalidad del lugar que la mayoría la seguía rechazando.
Crédito: Getty Images.
2
Desde la década de 1870 hasta la de 1920, según el estudio de 1978 de Richard W. Fox So Far Disordered in Mind: Insanity in California 1870-1930, California tuvo una tasa más alta de reclusiones por locura que ningún otro estado de la nación, una desproporción que se podía explicar de manera muy razonable, sugiere Fox, «por el celo con que los funcionarios del estado de California se dedicaban a localizar, detener y tratar no solo a quienes consideraban “enfermos mentales”, sino también a una amplia gama de otros anormales, entre ellos, citando a los médicos de los hospitales estatales, “imbéciles, seniles, idiotas, borrachos, cortos de luces, simples” y también “ancianos, vagabundos y desamparados”». No solo tenía California aquella tasa notablemente más elevada de reclusiones, sino que además las instituciones en las que internaba a sus ciudadanos diferían fundamentalmente de las del Este, donde la estrategia para tratar con la locura había estado desde el principio medicalizada, basada en regímenes –por poco que se cumplieran– de tratamiento y terapia. La idea de cómo tratar con la locura en California empezaba y terminaba con la detención.
Tan amplios eran los criterios para la reclusión, y tan generalizada era la inclinación a dejar que el estado se hiciera cargo de lo que en otra cultura se habría interpretado como una carga familiar, que incluso muchos de los médicos que dirigían el sistema se sentían incómodos. Ya en 1862, según So Far Disordered in Mind, el médico residente del Manicomio Estatal de Stockton se quejaba de que recibía pacientes «que, si tienen las mentes afectadas por algo, es por la debilidad de la edad anciana, o por los excesos, o quizá de forma más habitual por ambas cosas». En 1870, el censo federal clasificaba a uno de cada 489 californianos como demente. Llegado 1880, la proporción se había elevado a uno de cada 345. Después de 1903, cuando la tasa se había elevado a uno de cada 260 y los manicomios habían rebasado su capacidad, ganó aceptación la idea de esterilizar a los reclusos, pensando que de esa forma se podría poner en libertad a cierto número de ellos sin peligro de que se reprodujeran. La esterilización de los reclusos, o su «asexualización», que ya se había legalizado en otros estados en 1907, se legalizó en California en 1909. En 1917, el derecho del estado a esterilizar se había ampliado dos veces, primero para abarcar los casos en que el paciente no aceptaba el procedimiento y después los casos en los que al paciente ni siquiera le habían diagnosticado un trastorno hereditario o incurable, sino solo «perversión o desviaciones pronunciadas de la mentalidad normal». A finales de 1920, de las 3.233 esterilizaciones por demencia o debilidad mental que se habían realizado hasta la fecha en Estados Unidos, 2.558, o el setenta y nueve por ciento, habían tenido lugar en California.
«En el Este, la estrategia para tratar con la locura había estado desde el principio medicalizada, basada en regímenes de tratamiento y terapia. La idea de cómo tratar con la locura en California empezaba y terminaba con la detención».
Lo llamativo de esta dinámica de reclusiones era hasta qué punto se alejaba de la idea que tenía California de sí misma como lugar libre, menos rígido socialmente que el resto del país, más adaptable y más tolerante con las diferencias. Cuando Fox analizó los registros de reclusiones de San Francisco correspondientes a los años entre 1906 y 1929, descubrió que la mayoría de los hospitalizados, el cincuenta y nueve por ciento, no habían sido encerrados por violentos, ni porque supusieran una amenaza para los demás ni para sí mismos, sino simplemente porque alguien, a veces un agente de policía pero a menudo un vecino o pariente, había denunciado que exhibían «conductas extrañas o peculiares». En 1914, por ejemplo, los médicos forenses de San Francisco concedieron a una mujer su deseo de recluir a su hermana soltera de treinta y siete años, basándose en el hecho de que la hermana, a pesar de su apariencia «callada y amistosa» durante la detención, había empezado a «hacer tonterías, había perdido interés en todas las cosas que interesan a las mujeres, ya no podía hacer ganchillo tan bien como antes y no le interesaba nada del presente». En 1915 se internó a un oficinista de cuarenta y un años porque «se ha pasado tres semanas molestando al director del registro municipal, llamándolo a diario e insistiendo en que es el subdirector». En 1922 se recluyó a una divorciada de veintitrés años después de que una vecina denunciara que era «perezosa, desaliñada, desatiende su aspecto, se pasa días fuera de casa, descuidándose y juntándose con hombres». El mismo año se recluyó a una pianista de cuarenta y ocho años bajo el argumento de que «lleva años siendo una irresponsable; ha sido causa de enormes molestias a muchas instituciones como la Asociación Cristiana de Mujeres Jóvenes, iglesias, etcétera».
«Lo llamativo de esta dinámica de reclusiones era hasta qué punto se alejaba de la idea que tenía California de sí misma como lugar libre, menos rígido socialmente que el resto del país, más adaptable y más tolerante con las diferencias».
No da la impresión de que esta necesidad en apariencia imperiosa de detener a ciudadanos californianos que en muchísimos casos solo estaban trastornados de forma muy marginal y someterlos a una privación de libertad indefinida fuera interpretada por el resto de la ciudadanía como un ansia excesiva de control social. Tampoco parece que aquellos conciudadanos vieran su propia tendencia a deshacerse de parientes y vecinos molestos como un posible defecto de su propia socialización. Muy pronto resultó conveniente creer que la locura era algo propio del lugar, igual que los terremotos. El primer Manicomio Estatal de California, el de Stockton, se fundó en 1853 de manera específica para tratar a quienes se creía que habían enloquecido en los yacimientos de oro. Según un informe del Consejo Sanitario Estatal de 1873, esta locura endémica tenía que ver con «el espíritu especulador y fullero» del asentamiento de California. Tenía que ver con los «elementos heterogéneos», tenía que ver con el «cambio de clima, hábitos y modos de vida», tenía que ver con verse «aislado, despojado de compasión y de todas las influencias del hogar». California en sí, por tanto, según su propio Consejo Sanitario, era un lugar «diseñado para romper algún eslabón en la cadena de la razón e inducir confusión incluso en las propiedades mentales más equilibradas».
Didion visitó Alcatraz en 1967: la prisión había sido cerrada en 1963 y era administrada como una atracción turística del Área Nacional de Recreación del Golden Gate. Crédito: Getty Images.
En mi mesa tengo un ejemplar del California Blue Book, or State Roster [Libro Azul de California, o Directorio Estatal], del año 1895, un desecho de familia, rescatado de una caja de la organización benéfica Good Will durante una mudanza de mi madre. En la época en que me cayó en las manos di por sentado que el ejemplar había pertenecido a mi abuelo, pero ahora veo que el ex libris dice: «Propiedad de Chas F. Johnson, Bakersfield, Calif. n.º 230», en otras palabras, es el desecho de otra familia. El libro está ilustrado con grabados y fotografías, y en una cantidad sorprendente de estos aparecen los que en 1895 eran los cinco manicomios del estado, enormes estructuras victorianas que parecían haber brotado de los desiertos y campos de los condados rurales de California en medio de una soledad más punitiva que terapéutica. Entre las ilustraciones figuran los datos, desplegados en pulcras columnas: en el Manicomio Estatal de Napa había treinta y cinco «enfermeros», cada uno de los cuales recibía un salario anual de 540 dólares. Todos estaban identificados por su nombre. Debajo de los «enfermeros», y también identificados por su nombre, estaba la lista de los «auxiliares de enfermería», trece de los cuales cobraban 480 dólares al año y el resto 420. En la plantilla del Manicomio Estatal de Agnews, en el condado de Santa Clara, al parecer había más «cocineros», «ayudantes de cocina», «panaderos» y «ayudantes de panadero» que médicos (los únicos médicos que constaban eran el «director médico», que cobraba 3.500 dólares, y dos «ayudantes de médico», con sueldos respectivos de 2.500 y 2.100 dólares), pero la plantilla también incluye –un detalle que da escalofríos por el lúgubre entretenimiento que sugiere– a un «músico y ayudante de enfermería», que recibía sesenta dólares más del presupuesto que los demás ayudantes de enfermería, presumiblemente no músicos.
Estos lugares sobrevivieron durante mi infancia y adolescencia y hasta entrada mi vida adulta, y producían un miedo todavía peor que el de ahogarse en los ríos (ahogarse significaba que habías malinterpretado al río, ahogarse era algo que se entendía, ahogarse era aceptable): el miedo a que te llevaran –no, peor, a que «te encerraran». Cerca de Sacramento había un manicomio al que íbamos periódicamente nuestra tropa de girl scouts para exhibir ante los internos nuestra firme jovialidad mientras cantábamos, niñas de nueve años con insignias al mérito en la manga a las que ponían a trabajar como músicas y ayudantes de enfermería. «White coral bells upon a slender stalk –cantábamos en la galería, evitando mirar a nadie a los ojos–, lilies of the valley line your garden walk». A los nueve años no podría haber sabido que la hermana de mi abuela, que había venido a vivir con nosotros sumida en la melancolía tras la muerte de su marido, terminaría falleciendo en el manicomio de Napa, pero la posibilidad de que aquel destino te tocara era el pan nuestro de cada día.
«Los manicomios sobrevivieron durante mi infancia y adolescencia y hasta entrada mi vida adulta, y producían un miedo todavía peor que el de ahogarse en los ríos: el miedo a que te llevaran –no, peor: a que te encerraran».
«Oh don’t you wish that you could hear them ring –cantábamos, mientras nos iba fallando la voz a una tras otra, y es que solo las más fuertes o las menos perceptivas eran capaces de seguir cantando en presencia de aquella gente encerrada, ya irremediablemente perdida, abandonada–, that will happen only when the angels sing». Si era cuestión de elegir entre nosotras y ellas, ¿quiénes de las que estábamos en esa galería no habrían incurrido en aquellos «nuevos niveles de desatención» y en aquella «ceguera inédita a nuestros deberes sociales»? ¿Quiénes de las que estábamos en esa galería no habrían abandonado a la huérfana señorita Gilmore y a su hermano junto al Little Sandy? ¿Quiénes de las que estábamos en aquella galería no compartían en algún nivel el convencimiento avergonzado pero arraigado de que si eras débil o molestabas te acabarían abandonando? ¿Quiénes de las que estábamos en aquella galería no veríamos la serpiente de cascabel y la dejaríamos vivir? ¿Quiénes de las que estábamos en aquella galería no vendería el cementerio? ¿Acaso aquellos abandonos no constituían el espíritu mismo de la crónica de la travesía? ¿Deshacerse de lastres? ¿Seguir avanzando? ¿Enterrar a los muertos en el camino y hacer pasar los carromatos por encima? No te detengas a pensar en lo que dejaste atrás, no mires atrás para nada. «Acuérdate –nos había avisado Virginia Reed a los atentos hijos de California, aquellos que habíamos sido aleccionados prácticamente desde la infancia con los horrores a los que ella había sobrevivido–, no cojáis ningún atajo y apresuraos tanto como podáis.»
Una vez, durante un trayecto en coche al lago Tahoe, me sentí impulsada a impartirles a los hijos pequeños de mi hermano la siniestra lección de la expedición Donner [pioneros americanos que migraron a California en tren], por si acaso a él se le había ocurrido ahorrársela. «No te preocupes –recordaba haberse dicho a sí misma otra hija atenta de California, Patricia Hearst, en la época en que sus secuestradores la tenían encerrada en un trastero–. No examines tus sentimientos. Nunca examines tus sentimientos, no te van a ayudar en nada.»
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