Una orquesta desafinada: las células y el demonio de la depresión
Como otros tantos en la historia, el descubrimiento de la célula vino casi por casualidad. Esa serendipia marcó el inicio de una investigación que hoy sigue planteando desafíos apasionantes, entre ellos dar respuesta a uno de los males de nuestro tiempo: la depresión. El oncólogo estadounidense Siddharta Mukherjee, autor de «La armonía de las células» (Debate), invita a imaginarlas como una orquesta: todas y cada una de ellas cumplen distintas funciones y presentan variadas formas; del mismo modo, si alguna de estas falla en su cometido, el conjunto se resiente y la sinfonía empieza a malsonar.
Por Carlos Hortelano

Crédito: Getty Images.
Venecia, 1609: Galileo Galilei, a la sazón en la cuarentena, pasea por la serenísima ciudad con una lista de la compra anotada en el envés de una carta. Arroz, azúcar, uvas pasas, clavo, lentejas, naranjas, vino, zapatos: hasta aquí todo normal, lo que Galileo precisa para su subsistencia. Pero si uno continúa leyendo, la lista se enrarece: un tubo de órgano, piedras de cañón, arena de Trípoli, espejos o un tipo de resina llamado colofonia. ¿Para qué demonios quiere el de Pisa todo esto? ¿Pretende montarse, acaso, un gabinete de curiosidades como los que empezaban a proliferar por toda Europa en ese tiempo?
Nada de eso. Con estos peculiares productos que Galileo trajo de Venecia dio forma al primer telescopio: un tubo de estaño con lentes encastradas y pulidas por la arena libia que cambió nuestra concepción del universo, puesto que a partir de ese momento pudo observarse con ―al menos― ocho aumentos lo que antes apenas se columbraba.
Medio siglo después un inglés y un holandés no dirigen su atención al cielo, sino a aquello que tienen al alcance de su mano pero cuya verdadera naturaleza no se puede percibir a simple vista. El primero, Robert Hooke, encarna el arquetipo de polímata: las matemáticas, la física, la geología, el dibujo e incluso los principios de la relojería quedan dentro de los contornos de su conocimiento. El segundo, Anton van Leeuwenhoek, es un diligente comerciante de telas que desde joven ha tenido que comprobar la calidad de sus urdimbres valiéndose de lupas y, de tanto utilizarlas, ha querido perfeccionarlas. Es así como ha asimilado la técnica del soplado y pulido del vidrio y fabricado, como Galileo, sus propias lentes. Y es que, en el siglo XVII, la destreza con el vidrio sazonada con un espíritu curioso presagiaba que uno estaba destinado a grandes cosas en la vida ―no en vano el filósofo Spinoza también tallaba lentes―.
Hacer «zoom» sobre nuestro cerebro
Fue Hooke quien durante uno de sus experimentos reparó en que las láminas del corcho estaban formadas por pequeños hexágonos que recordaban a las celdas de un panal de abejas. Casi en los mismos años el vendedor Leeuwenhoek, perito ya en óptica, construyó decenas de refinadas lupas de doscientos aumentos (esto es, 25 veces más que los espejos de Galileo) con las que pudo distinguir unos animálculos en gotas de agua estancada y unas estructuras filamentosas flotando en su semen ―y aquí se impone un inciso: es llamativa la querencia de las mentes inquietas masculinas por la observación de su propio semen a poco que tengan el instrumental para ello. Así, en Prometeo americano, la biografía de Robert Oppenheimer, se cuenta que el hermano de este, Peter, se puso a estudiar al microscopio su simiente. Esto supuso para él, que nunca había oído hablar del esperma, una experiencia iniciática a fuer de maravillosa―.
Pero volvamos a lo que nos ocupa: si el siglo XVII había empezado con un astrónomo atisbando enormes planetas remotos gracias a telescopios hechos a partir de tubos de órgano, la centuria se finiquitó con dos hombres que, desconocidos el uno para el otro, se enfocaron en lo cercano y diminuto y descubrieron así, de forma casual, el meollo de la vida: la célula.
Más de trescientos años después de las revelaciones de Leeuwenhoek y Hooke, las células siguen planteando retos acordes a su importancia. Todo lo que ocurre en nuestro organismo puede reducirse, al final, a una cuestión celular: desde una depresión a un cáncer, pasando por una inmunodeficiencia o una fractura ósea, las células —como el manido dinosaurio de Monterroso— están ahí. Precisamente por ello, comprenderlas es condición indispensable para vivir más y mejor. El oncólogo estadounidense Siddharta Mukherjee, autor de La armonía de las células, invita a imaginar las células como una orquesta: igual que esta tiene las secciones de viento, cuerdas, metales y percusión, todas coordinadas y con una posición fija en el escenario, las células cumplen distintas funciones y presentan variadas formas. Y si alguna de estas falla en su cometido, el conjunto se resiente, esto es: la sinfonía empieza a malsonar.
Esto fue lo que le ocurrió a Mukherjee un día de 2017. O mejor dicho, esto es de lo que se apercibió Mukherjee en 2017: «Cuando por fin rompió dentro de mí, después de haberse arrastrado con lentitud durante meses, me sentí como si me ahogara en una marea de tristeza que no podía superar ni atravesar nadando. En la superficie, parecía que mi vida estaba perfectamente controlada, pero por dentro me sentía lleno de dolor». Es un proceso que nunca se da de un día para otro. Recogiendo la expresión de Andrew Solomon, el demonio de la depresión va permeando en la mente como el agua en una esponja, ocupando todos sus recovecos mientras se enseñorea de ello. Fue así como Mukherjee se percató de que la orquesta había empezado a emitir un ruido horrísono, pero no raro: según la OMS, aproximadamente un 4% de la población mundial está familiarizado con él.
Cuenta el oncólogo que en una conversación con su colega Paul Greengard este le definió la depresión como «un problema cerebral lento» que, en última instancia, se reducía a reacciones químicas. Este aserto se apoyaba en la experiencia que vivieron los médicos de un hospital neoyorquino a principios de los años cincuenta: allí, varios pacientes tuberculosos mejoraron sensiblemente su humor después de que les administraran una sustancia llamada iproniazida. Como se supo después, la iproniazida utilizada para tratar la tuberculosis tenía, entre sus insospechados efectos, el de incrementar la presencia en nuestro cerebro de serotonina, un neurotransmisor que estimula las conexiones entre nuestras células nerviosas o, como son más conocidas, neuronas.
En Despertares el médico y escritor Oliver Sacks narró la historia de un grupo de pacientes aquejados de encefalitis letárgica, una enfermedad que diezmó la población del planeta a principios del siglo pasado. Los que sobrevivieron a ella lo hicieron con graves secuelas: insensibilizados y ajenos a la realidad. Sacks descubrió entonces que otra sustancia, la levodopa, conseguía sacar a sus pacientes de esa situación de extrañamiento y enajenación en la que llevaban inmersos decenas de años. La recuperación, no obstante, resultó transitoria, y todos fueron volviendo a su situación inicial. Con la serotonina hubo, también, un cierto desengaño. Si bien en muchos casos el incremento de serotonina propició una remisión de los síntomas, en otros —entre ellos el del propio Mukherjee—, este no resultaba suficiente para aliviarlos, siquiera temporalmente.
Igual que Leeuwenhoek —el inquieto comerciante de telas— perfeccionó sus microscopios incrementando sus aumentos y amplió de este modo el campo de visión de nuestro entendimiento, en los últimos años nuevas técnicas médicas como la estimulación cerebral profunda pretenden hacer un zoom sobre nuestro cerebro, todavía un gran desconocido, y llegar a sus circuitos celulares más recónditos, allí donde están las unidades básicas de la vida, para conseguir que la orquesta vuelva a sonar, esta vez grácil y armoniosa.