El origen de la ansiedad

Fragmento

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Introducción

He trabajado durante treinta años con pacientes cuyos cuerpos expresaban mediante dolores y otros síntomas sus respectivas historias, largas y difíciles, de una vida en sociedad. Esta experiencia me ha permitido llegar a la conclusión de que la mayor dificultad a la que se enfrentan muchos individuos en las sociedades actuales es aprender a transmitir sus necesidades de afecto y cariño, producto de sus sentimientos y emociones.

Hoy en día, la principal relación de un individuo con sus semejantes pasa por la percepción del éxito social, la productividad y la recompensa que esta conlleva. Ello no viene determinado por el amor al prójimo, ni por el buen hacer en la vida, ni por el hecho de aportar algo a la sociedad; tampoco interviene la capacidad de agradecer el afecto genuino que se haya recibido. Aunque la persona sea capaz de manifestar todas o casi todas estas hermosas conductas humanas, solo aspira a recibir recompensa social a cambio de vivir sometida a la presión constante de rendir según las exigencias sociales, y ello sobre todo para no ser excluida o reemplazada.

Esta circunstancia produce un miedo que se expresa en el cuerpo con un difuso, aunque muy incómodo, estado de inquietud física de cuyo origen no se es consciente y que en general suele llamarse «ansiedad».

Cuando ello se produce, el individuo busca refugio en la razón, pero cuantas más razones creemos tener, más lejos se encuentra la explicación de la verdadera causa del malestar. De esta forma, las razones del rendimiento social terminan ocultando la verdad de los sentimientos y emociones hasta lograr ocultarla por completo.

El vacío es un espacio destinado a ser llenado. Somos un vacío que de forma permanente almacena emociones y sentimientos, deseos posibles e imposibles, estos últimos disfrazados de proyectos y figuraciones. Sin embargo, el vacío existencial no es la nada, porque en realidad esta constituye el principio de todo. Cuando la nada explota, comienza la vida; los vacíos se llenan de hechos virtuosos o de fracasos, de alegrías o de tristezas, de placeres o de sufrimientos; cada momento vivido es único e irrepetible, nos ofrece una posibilidad de que la nada se convierta en un todo que llene el vacío existencial con plenitud. Si no se aprovecha el momento, el contenido que ocupará nuestro vacío será muy distinto: una fantasía absurda llenará nuestro cuerpo de hipocondría y los sentimientos de amargura darán paso a una serie de síntomas físicos que acabarán convirtiéndose en una tiranía. Ese será el peso que habrán de llevar nuestro organismo y nuestro espíritu, el mismo que generó ese mínimo de miedo permanente llamado «ansiedad», del que no se es consciente y con el que se convive.

El cuerpo, sometido a la ansiedad, sufre las consecuencias del olvido. Sin embargo, aunque logremos rescatar de lo más profundo de la memoria aquello tan doloroso que ya parecía inexistente, eso no bastará para aliviarnos. Si esa realidad que nos hemos empeñado en olvidar hasta casi conseguir que, al menos en apariencia, deje de existir choca brutalmente contra nuestros propios prejuicios, basados en la falacia del qué dirán, no nos sentiremos mejor. Al contrario, nuestro cuerpo sufrirá un malestar que despertará como una tempestad, apoyado en las indecisiones de tantas ambigüedades y contradicciones íntimas.

Solo soportando la verdad de uno mismo tal como es vendrá la tolerancia, ese valor que calma el cuerpo y aporta fortaleza vital y claridad de pensamiento para enfrentarse a los miedos propios y no contagiarse de los ajenos.

Hoy hay miedo a vivir en plenitud, miedo a crecer, miedo al conocimiento y, sobre todo, miedo a las propias capacidades. Esta es la razón de que muchos prefieran sobrevivir en la penumbra de la queja permanente, que nunca exige mirar hacia el interior de la persona y se limita a verlo todo en los otros.

En el cuerpo habita nuestra esencia y el hecho de comprenderla es el primer paso para creer en uno mismo. De esa comprensión nacerá el saber individual y, con él, la fuerza necesaria para emprender el duro camino de soportar la presión social o cultural, sin perder la dirección de nuestras propias vidas, inevitablemente sometidas a avatares e imprevistos.

Siempre habrá caídas y derrotas, pero al final lo único que cuenta es haberse levantado una, solo una vez más, tras todas las caídas sufridas.

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¿Existe el estrés?

Sí, por supuesto, pero desde hace décadas se habla mucho, tal vez demasiado, acerca de él. Esta palabra anglosajona se ha difundido hasta resultarnos sumamente familiar, cuando no trillado, cosa que nos ha hecho olvidar su verdadero significado: presión.

El estrés, esa presión sobre un ser humano en todas sus facetas —mental, espiritual y, por supuesto, física— tiene una consecuencia. Se trata de la ansiedad, una sensación molesta y llamativamente contagiosa, una inquietud del cuerpo cuya procedencia y finalidad se ignoran, pero que se instala en la persona y provoca una sensación generalizada de gran incomodidad. La ansiedad es la expresión de ese pequeño miedo que suele acompañarnos a diario en nuestras vidas. Por desgracia, uno no siempre es consciente de que las presiones sociales y la falta de conciencia del propio cuerpo provocan la aparición espontánea de inquietud física, que con el tiempo deriva en síntomas muy variados en el organismo. Cuando ello ocurre, la persona entra en un círculo vicioso de presión-ansiedad-síntoma.

Un disgusto puede dar lugar a un fuerte dolor de cuello o espalda, o también provocar vértigos, mareos o malestares digestivos, que desviarán nuestra atención del motivo original causante del disgusto. El pequeño miedo hecho ansiedad ahora ha pasado a ser un mero síntoma, de forma que se demorará la resolución del disgusto que lo desencadenó todo, sencillamente porque estamos acostumbrados a no pensar en la causa original de los problemas de nuestras relaciones sociales.

Los disgustos surgen de los conflictos afectivos con nuestros seres más cercanos y queridos, o con nuestra propia soledad, que puede ser tanto fuente de paz como de sufrimiento. Tampoco cabe olvidar la influencia de la actividad laboral y el sentimiento que nos inspira, que puede ser fuente de sentimientos de culpa, sentido del ridículo, intolerancia a la crítica propia y ajena, y emociones de humillación.

El miedo que invade el cuerpo adopta la forma de síntoma físico y suplanta al disgusto y la causa de este, los conflictos afectivos. Por ello es un gran error pensar que las molestas tensiones musculares son únicamente una simple contracción sostenida del músculo como respuesta a un esfuerzo o u

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