La pequeña filosofía de los pájaros

Philippe J. Dubois
Élise Rousseau

Fragmento

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Introducción

Ahí tenemos, posado sobre un pequeño muro, a un mirlo de color negro, con el pico amarillo y los ojos brillantes. Observadlo atentamente. ¿No os parece que está contento de ser un mirlo? Y cuando da esos saltitos sobre la hierba, al acecho de una lombriz, ¿no se le ve encantado con su existencia? Si nos sintiéramos tan bien con nosotros mismos y satisfechos de nuestra vida como él, nuestro día a día sería seguramente mucho más llevadero.

En los cuentos y leyendas, a los pájaros se les otorga un papel instructor, iniciador o portador de mensajes. El pájaro azul de Maeterlinck representa la felicidad. En El lenguaje de los pájaros, recopilación de poemas medievales persas que cuenta el viaje iniciático de treinta pájaros peregrinos en busca de su rey, cada ave simboliza un comportamiento humano. Los gansos de Selma Lagerlöf acompañan al joven Nils Holgersson en un viaje fabuloso e iniciático del que regresará totalmente cambiado.

El emblema de la diosa griega de la sabiduría, Atenea, era un ave, la lechuza, una rapaz pequeña de cuerpo redondeado y de ojos dorados. Y qué decir de las cigüeñas, tan hermosas y tan queridas por los padres, porque llenaban los hogares de bebés. Y también está la palo­­ma blanca, que lleva en el pico el ramo de olivo, el símbolo bíblico de la paz; o de las ágiles golondrinas, cuyo regreso indica, en Europa, el inicio de la primavera.

En pleno siglo XXI, ¿qué podemos aprender de los pájaros?

A través de estas breves reflexiones ornitológicas, veremos que estos seres vivos son auténticos maestros del pensamiento, que nos enseñan a reflexionar sobre nosotros mismos, si nos molestamos en observarlos, claro está. Sí, a nosotros, que pensábamos estar en lo más alto de la evolución, que nos proclamamos «dueños del mundo». En efecto, si indagamos un poco en los numerosos estudios científicos, sociológicos y conductuales, así como en los símbolos literarios y mitológicos que encarnan las aves desde la noche de los tiempos, ¿acaso no son un espejo sin concesiones del Homo sapiens? ¿Y si nos parásemos a pensar qué pueden enseñarnos estos animales alados? ¿Cómo interactúan entre ellos? ¿Cómo despliegan sus dotes de seducción? ¿Cómo crían a sus hijos?, incluso ¿cómo se lavan?

¿Cómo conciben el amor los pájaros? ¿Son fieles o polígamos? ¿Tranquilos o impetuosos? ¿Por qué algunos son viajeros impenitentes, mientras que otros permanecen en el hogar? ¿Qué es mejor, alargar la crianza de los pequeños o enseñarles a que se las apañen ellos solos lo más pronto posible? ¿Por qué las tórtolas cargan con la mayor parte de las tareas domésticas, mientras que los combatientes[1] son unos machistas terribles? ¿Cómo afrontan los pájaros su vida cotidiana, desafiando la lluvia, el viento y la noche, observando la salida de la luna y los crepúsculos estrellados? ¿Será cierto que se esconden para morir?

Estas reflexiones, basadas en los resultados de las investigaciones más recientes, pero también en las muchas horas de observación a lo largo de los ríos, en los bosques tropicales o en las dunas ventosas de los desiertos del mundo entero, nos han convencido de que podemos extraer numerosas enseñanzas del mundo alado. Los pájaros, discretos maestros de vida, en su espontaneidad y su ligereza, tienen mucho que decirnos, siempre y cuando les escuchemos.

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En la vida de los pájaros, como en la nuestra, se producen todo tipo de acontecimientos que constituyen pequeñas muertes y renacimientos. La muda, por ejemplo. Perder el plumaje para adquirir uno más bonito es un poco como aprender a renovarnos todos los años, aunque debamos pasar por una fase difícil para conseguirlo. Aunque con el tiempo se nos cae algo de pelo y desaparece parte del vello, nosotros, los seres humanos, no pasamos por estas etapas de muda; sin embargo, a veces, nos iría bien mudar. Es cierto que en algunos momentos clave de la vida —problemas sentimentales, duelo, pérdida del trabajo, mudanzas—, nos renovamos, cambiamos de guardarropa, de peinado o de estilo de vida, pero no es frecuente.

Para poder renacer, es necesario que dejemos morir una pequeña parte de nosotros mismos. Es lo que hace el pájaro cuando cambia su plumaje raído por plumas nuevas, resplandecientes de salud. Para él es vital, ya que no podría volar sin un plumaje en perfecto estado. Y también lo es para nosotros; nuestra incapacidad de mutar, de librarnos del pasado, con demasiada frecuencia nos impide avanzar.

En el ave, la época del cambio de plumaje es un período muy delicado. A veces, momentáneamente, no puede volar, como les ocurre a algunos patos. Entonces decimos que tienen un plumaje de eclipse. Una bonita expresión para designar el momento en que el ave se queda un poco apartada de las demás, esperando que ciertas plumas, que son esenciales para ella y que se le han caído, vuelvan a crecer. Sabe que es frágil, se vuelve discreta, no emprende nada de importancia. Tiene paciencia. Espera a que se produzca la renovación, para recuperar toda su fuerza, toda su belleza.

Así deberíamos actuar nosotros, a veces.

En una sociedad que nos empuja sin descanso a ser más eficientes, ya no sabemos eclipsarnos, perder el tiempo que necesitamos —durante los períodos más frágiles de nuestra vida— para recuperarnos, para reunir de nuevo nuestras fuerzas. ¿Cuántas veces hemos oído durante un período de duelo «La vida continúa»? Y después de una ruptura amorosa, «Hay muchos peces en el mar». Y tras la pérdida de un animal de compañía, «Bueno, no era más que un animal…». Como si no tuviéramos derecho a retirarnos del mundo durante un tiempo, a estar tristes. Pues no, después de un duelo, la vida no continúa igual. Y no, el amor que hemos perdido no regresará. La vida nos aportará nuevas alegrías, nuevos encuentros, es cierto, pero ¿por qué no podemos aceptar plenamente esa pérdida? No se nos concede ni el derecho al tiempo, a ese tiempo largo que necesita la tristeza para desaparecer, para que podamos mudar, como los pájaros.

Entonces ¿por qué nos sorprendemos de que no sepamos volar, si nos cortan las alas tan a menudo? Cuando no nos las recortamos nosotros mismos…

Ace

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