A favor del amor

Cristina Nehring

Fragmento

Introducción. Mujeres enamoradas

Introducción

Mujeres enamoradas

Apenas se había enfriado su cadáver cuando empezaron a apedrearla. La autora, de treinta y ocho años, fue tildada de «puta», de «hiena con enaguas». Algunos poetas venerables insinuaron que había sentido deseos de aparearse con un elefante. Las defensoras de los derechos de la mujer criticaron su «imprudencia e inadecuación». Las sufragistas del siglo XIX la despreciaron por considerarla una bobalicona «presa de sus pasiones» y se esforzaron por separar su causa de la de ella. Las feministas del siglo XXI todavía la acusan de «misógina» o sencillamente obvian su existencia con un silencio incómodo.[1]

A pesar de todo, Mary Wollstonecraft es la madre del feminismo moderno. Su Vindicación de los derechos de la mujer (1792) fue el primer tratado de su género publicado en inglés y provocó más admiración que oposición, incluso en el siglo XVIII. Tal admiración no hizo más que aumentar cuando el mundo occidental aceptó (e incluso interiorizó) el argumento de Wollstonecraft. Las reticencias que despierta la autora en muchas feministas modernas no tienen que ver con lo que escribió, sino con cómo vivió; o, mejor dicho, con cómo amó.[2] Apasionada a la vez que profundamente fiel, Wollstonecraft amó sin restricciones, sin prudencia ni reservas y, con frecuencia, sin suerte.

«Hay pocos crímenes que tengan peor castigo que esta falta generosa: entregarse totalmente a unas manos ajenas»,[3] escribió Simone de Beauvoir en El segundo sexo, y así ocurrió con Wollstonecraft. Al igual que su vida estuvo a punto de agotarse por culpa del elegante empresario estadounidense que le rompió el corazón, su reputación estuvo a punto de ser enterrada por culpa de unos lectores internacionales excesivamente censores. Y no nos referimos solo (ni en su mayor parte) a los defensores del patriarcado, sino también a los defensores de la emancipación femenina. «Su propio sexo, sus propias hermanas la condenaron sin piedad», exclama un crítico.[4] Hasta cierto punto, es comprensible: es lógico que no quisieran tomar como modelo a una mujer que, a la par que escribía sobre la independencia femenina, intentó suicidarse dos veces por culpa de un hombre. Sin embargo, la cuestión es todavía más polémica, pues durante décadas las feministas no han condenado únicamente a aquellas de sus compañeras y predecesoras que eran desgraciadas en amores, sino también a quienes eran afortunadas.

Pensemos, por ejemplo, en Edna St. Vincent Millay. Además de ser una innegable mujer de bandera, Millay defendía a ultranza la igualdad de géneros, fumaba puros, ganó el premio Pulitzer de poesía (el primero entregado a una mujer hasta entonces), procuraba sustento para varios de sus familiares y para sí misma gracias a sus creaciones literarias, se entretenía con alguna esporádica amante lesbiana, reservaba las tareas del hogar a su marido y hacía bailar al son que ella tocaba a un buen número de hombres importantes. El problema es el siguiente: le gustaban, los hombres, queremos decir. Le gustaban mucho, tanto que compuso numerosos poemas dedicados a ellos e invirtió una buena parte de sus esfuerzos en cultivar y alimentar su faceta sexual. Triunfó en ambos frentes: el crítico literario más influyente de su época aseguró que Millay era una de las poetas estadounidenses más importantes de todos los tiempos.[5] Los hombres la adoraban, la obedecían y le proporcionaban gran diversión. Es probable que su vida amorosa sea la más satisfactoria que la historia de la literatura nos ha permitido vislumbrar. Y, con todo, tras su muerte fue castigada por ello.[6]

El ataque fue más sutil que el perpetrado contra Wollstonecraft. Un crítico hacía un comentario sobre su porte atractivo, su voz sensual, y daba a entender que sin ellos su poesía quedaría bastante desmejorada. Otro se preguntaba si, de haber carecido de todos esos hombres que la idolatraban, habría entrado igualmente en el canon literario (obviando, muy a conciencia, que la abrumadora mayoría de los jueces y admiradores de su poesía nunca le habían puesto el ojo encima). Al cabo de poco tiempo, la vida amorosa de Millay había eclipsado sus logros literarios de forma tan eficaz (y desastrosa) como los amours de Wollstonecraft habían eclipsado su Vindicación de los derechos de la mujer ciento cincuenta años antes. La poesía de Millay —que desde el principio se había considerado magistral e irónica— fue despreciada por superficial y frívola, tan intrascendente como su preciosa autora, coqueta y con una vida sexual extremadamente activa.[7]

Da la impresión de que existe una dinámica insidiosa contra las escritoras. Para las mujeres autoras en general, el amor (ya sea recíproco o no correspondido, ya sea feliz o desgraciado, casto o promiscuo) parece ser una traba para las relaciones sociales, un golpe mortal para su credibilidad como pensadoras. No importa si la vida amorosa de la mujer en cuestión fue un desastre o un modelo envidiable, el hecho de que «tuviera» vida amorosa (y que asignara una importancia evidente a sus asuntos emocionales) basta para hacer saltar por los aires su credibilidad intelectual. Es como si diéramos por hecho que si experimentó una pasión profunda no pudo experimentar pensamientos profundos.

Para ser respetada como pensadora en nuestro mundo, una mujer debe dejar de ser amante. Para ser considerada como intelectual de cierto peso es preciso que renuncie por completo al amor romántico o, por lo menos, que lo encapsule en una parcela tan pequeña de su vida que no llame la atención. Si un hombre, como afirmaba William Butler Yeats, «está en la disyuntiva: o la vida perfecta, o la perfecta obra», con frecuencia una mujer está en la disyuntiva entre el corazón perfecto o la cabeza perfecta.[8] Si elige seguir los dictados de su corazón, no hace falta que se moleste en ocupar su cabeza con la filosofía o el feminismo, porque el mundo se burlará de sus esfuerzos. Hemos llegado a pensar que una mente fuerte excluye un corazón fuerte. Por lo menos, ese es el mantra que se repetían durante siglos las artistas femeninas mientras se dedicaban a sus creaciones, un mantra que, hasta cierto punto, siguen repitiéndose hoy en día.

Curiosamente, nunca ha sido el mantra de los hombres artistas. A decir verdad, a lo largo de los siglos descubrimos que se aplican unos supuestos casi contrarios cuando se trata de evaluar a los escritores masculinos. Desde Ovidio, Petrarca y Dante hasta Hemingway, Henry Miller, Norman Mailer y Michel Houellebecq, los literatos han sido admirados y no castigados por sus activas vidas amorosas; tanto si sus aventuras terminaron coronadas por el éxito como si no fue así. No hace menguar nuestro respeto por Petrarca el saber que se pasó la vida suspirando en vano por una muchacha casada que no le daba ni los buenos días. No lo consideramos una persona humillada por ese motivo, tal como hacemos con Wollstonecraft. Sus credenciales artísticas y filosóficas no se ven manchadas por la turbulencia de su biografía erótica; e

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