La pasarela de mi vida

Jacky Bracamontes

Fragmento

La pasarela de mi vida
images

Infancia es destino

Dicen que pocas personas conservan memorias de sus primeros cinco años de vida, esos días en los que si un padre presta mucha atención, notará los primeros rasgos de la personalidad de un hijo, los cuales, con el tiempo, empezarán quizás a adquirir un sentido premonitorio. Pienso que, de alguna manera, esos primeros recuerdos encierran un secreto fascinante capaz de ayudarnos a descifrar quiénes somos. Yo recurrentemente intento adentrarme ahí, en ese misterioso archivo místico que es la memoria. Tal vez por ello me gusta tanto preguntarle a la gente: “¿Cuál es tu primer recuerdo?” Me intriga y me atrae todo aquello que guardamos con especial cuidado en el fondo de nuestra mente, casi como un tesoro sagrado.

En mi caso, mi primer recuerdo es la pequeña alegría infantil que sentía en el alma apenas a los cuatro años, cuando veía un vestido de Blancanieves. Estaba fascinada con el mundo de las princesas de Disney, ese universo de magia, ilusiones y fantasía donde precisamente ella, Blancanieves, era mi heroína absoluta.

Si bien Walt Disney sabía mucho de sueños, el experto en cumplírmelos era mi papá. De joven fue jugador profesional de futbol, y después, cuando se casó con mi mamá, se convirtió en entrenador de varios equipos, las Chivas uno de ellos. Gracias a su trabajo y a que es un hombre ahorrador, pudimos hacer un viaje los tres a Disney sin mis hermanos (Alina estaba recién nacida y se quedó con mis abuelos maternos, Mamayoya y Pilil; Jesús no había llegado al mundo, ni siquiera entraba todavía en los planes de mis padres). Para mí, ese paseo fue como estar en una película llena de encanto y príncipes, donde todo era posible y yo podía ser cualquier princesa que eligiera: Blancanieves, por supuesto. Contemplar con mis propios ojos y tocar cada rincón de aquella aldea fantástica, con sus casitas y pasajes coloridos, comprobar que el sueño en verdad existía fue maravilloso. Jamás lo olvidaré.

Levantaba la mirada y veía a la Bella Durmiente o a Cenicienta doblando la esquina, y de noche, el desfile: tantos cuentos de hadas convertidos en una realidad resplandeciente, el parque iluminado por árboles con estrellas diminutas y los pensamientos de tanta gente envueltos en luces y fuegos pirotécnicos. Aquél era el mejor lugar del universo. Y ahí, justo en la tierra de las princesas y los príncipes azules de a de veras, mi papá me compró el anhelado disfraz de Blancanieves.

Claro que para mí no era un disfraz, sino el traje verdadero, el único, confeccionado especialmente para mí. Lo curioso es que, a pesar de que se tratara de un simple disfraz, a mi papá le costó como si fuera el vestido auténtico, pedrería preciosa incluida. Cualquiera diría que por eso tuvimos que comer hot dogs y nuggets el resto del viaje.

Amaba tanto el famoso traje que todavía lo lucí con orgullo, aunque ya un poco pequeño y percudido, en mi quinto cumpleaños en el salón de fiestas Polichinela, en Guadalajara, mi tierra. Fue la primera vez que me sentí realizada, la primera vez que me convertí en reina del mundo. La única, ja.

Fui una niña bastante feliz, en mi casa me divertía como cualquiera de mi edad. Mi hermana y yo jugábamos a hacer casas de campaña con sábanas y, cuando estaban mis primos, jugábamos al cine. Yo ponía una taquilla y les vendía boletos y palomitas, luego apagábamos las luces y nos sentábamos a ver La Cenicienta, La dama y el vagabundo o, claro, Blancanieves. También me gustaba salir a dar la vuelta en esa preciosa bicicleta rosa que me había traído Santa Claus.

Además de las princesas de Disney, amaba el ballet y, desde entonces, el futbol, del que por obvias razones todo el tiempo se hablaba en casa. También bailaba, jugaba a la cocinita, a la escuela y a disfrazarme todo el santo día de princesa. Aunque tenía una gran colección de muñecas, no me gustaba jugar con ellas, más bien amaba sacarlas de su caja y acomodarlas en una repisa a un lado de mi cama para mirarlas embobada por horas, con sus hermosos vestidos, sus peinados, las diminutas zapatillas y los sombreros. Debo decir que algunas personas me consideran por eso un poco rarita.

Cada vez que salía una nueva Barbie, yo debía tenerla. Eran mi obsesión. Las deseaba todas, desde la más sencilla –que venía guapísima en su caja, con un bikini de colores y un par de faldas de hawaiana o una tabla de surf– hasta las de edición especial de fin de año, con alucinantes vestidos de gala, hechos de satín y tul color rojo cereza, llenos de brillantes y dos pares de tacones. Me interesaba tanto la que venía con disfraz de vaquerita como la rockera, la Barbie disco, la soñadora, la bailarina de ballet, la cumpleañera, la buza, la sirena, la chef, la atleta. Me sentía contenta con sólo mirarlas.

Los domingos, lo que más me gustaba era ponerme desde las siete de la mañana a ver Chabelo para saber qué Barbie y demás juguetes iba a pedir en Navidad o en mi cumpleaños. Conviene señalar que el asunto de los regalos siempre ha sido muy particular en mi familia, porque mi cumpleaños es el 23 de diciembre y mis papás siempre me lo festejaron como Dios manda, a pesar de que al día siguiente fuera Navidad y hubiera más regalos. Así que me tocaban, y a la fecha me tocan, regalos por partida doble –no soy la única, pues el cumpleaños de mi papá es el 24 y así como él lo hacía conmigo, yo le doy doble regalo, uno de cumpleaños en la mañana y otro de Navidad a medianoche–, por lo cual tenía motivos de sobra para hacer mi lista de deseos cuando veía lo que se ganaban los “cuates” que iban a concursar con el amigo de todos los niños.

Después de recetarme el programa desde el principio hasta las mismísimas catafixias, iba al mercado con mi mamá a ver ropa y accesorios para mis muñecas, que permanecían sentadas muy quietecitas en su repisa, esperando un nuevo traje de gala, unas zapatillas de cristal o unos lentes de sol de última moda. Las compras dominicales terminaban con un tejuino y un pozole en compañía de mi mamá. Después, volvíamos a la casa y veíamos en la sala el partido del equipo al que papá estuviera dirigiendo en ese momento y gritábamos como si estuviéramos en el estadio. Si él estaba en casa, entonces el futbol era en su cuarto y a veces, cuando había varios partidos simultáneos importantes para él, se llevaba a la recámara la televisión de la sala y la de la cocina para juntar los tres aparatos y ver todos los juegos al mismo tiempo. Después compró una televisión que permitía sintonizar dos o tres canales a la vez y ¡oh, santo remedio! Esos domingos eran perfectos.

También recuerdo bien el Instituto de la Vera-Cruz, en Guadalajara, una escuela para niñas dirigida por las Mercedarias Misioneras de Bérriz –mejor conocidas como Las Meches– donde transcurrió mi niñez y parte de mi adolescencia: el enorme patio que no era más que una inmensa plancha de cemento con canchas de básquet y de volibol, los muros y los tres pisos que encerraban esa algarabía tan característica de las escuelas, un

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos