In crescendo

Amy E. Weiss

Fragmento

In crescendo

LECCIÓN 1

Preludio

Hacer música es un arte. este libro te guiará en el proceso.

Repasaremos 16 conceptos básicos de teoría, técnica y forma con una variedad de ejercicios y composiciones originales. Cuando domines una, podrás pasar a la siguiente. O puedes decidir quedarte un poco más en la que te encuentres.

Repasa cada sección y practica cada pieza con tanta frecuencia como sea necesario, hasta dominarla lo suficiente. Algunas habilidades se adquieren en cuestión de instantes, mientras que otras pueden requerir más tiempo. Avanza a un paso cómodo. No hay un calendario definido para completar este curso.

Transcribe las piezas para adaptarlas a tu instrumento particular y deja de lado cualquiera que resulte disonante.

Comencemos.

La mujer sacude el polvo de la partitura que espera a ser interpretada. Los pentagramas son delgados, dibujados a mano, como lo son también las notas que los atraviesan. Ella les da una existencia tentativa con un tarareo; sus dedos rasgan el aire. Ella, que necesitará su arpa para convertirlas en música, alcanza a oír ya la riqueza de su sonido.

La yegua está a su lado, paseando un cubo de azúcar en el hocico y mirando a la mujer con curiosidad. La mujer también tiene curiosidad. ¿Qué es ese pequeño libro escondido en el heno? ¿Cuántas veces se había hincado para curar la pata herida del animal sin haberlo visto? Le hace estas preguntas a la yegua, quien sin duda ha visto a alguien leyendo dentro de su caballeriza, pero sus ojos no conceden nada.

Una melodía se abre camino hasta ella. No proviene del libro, sino de su esposo. Parece hecha de luz; dicho esto, él también parece hecho de luz, sentado sobre un fardo de heno bajo el sol, rasgando su guitarra, haciendo vibrar sus cuerdas con canciones doradas.

Ella camina hacia él y se sienta a sus pies. La guitarra reposa sobre una de sus rodillas; la cabeza de ella sobre la otra.

—¿Es tuyo? —pregunta ella mientras le muestra el libro—. Lo encontré en la caballeriza.

Él mira la portada —Lecciones musicales, autor anónimo—, abre el libro y toca con los dedos la pieza que se muestra frente a él.

—No, pajarita. Nunca lo había visto —contesta.

Y ella tampoco; sin embargo, al cerrar los ojos y escucharlo tocar, tiene la extraña sensación de que quizá es mentira. La melodía se torna entonces lúgubre y poco familiar, la escala se convierte en menor —como si un pesar así pudiera ser considerado algo menor—, y la sensación se desvanece junto con la canción. El esposo ha asentado el libro en el suelo. Sus brazos, antes llenos de guitarra, están llenos sólo de ella.

—Eso es demasiado triste —dice él—. Mejor cántame una canción de amor.

Como si todas las palabras que salen de sus labios no fueran una canción de amor. Como si no hubiera una canción de amor en la forma en que lo mira, en sus manos que le rizan el cabello, en el roce de sus mejillas. Una canción de amor que ha comenzado a formarse en su vientre y que, con el tiempo, crecerá en su interior. Como si, cada vez que él la mira, no solfeara la música en su rostro. Así es como se comunican: en ese idioma de silencio y sonido. En las tardes tocan juntos en el granero, donde el arpa habla de las cosas calladas y desnudas que se esconden en su corazón, y la guitarra revela secretos que él no sabía que guardaba. Hablan hasta bien entrada la noche; sus conversaciones se convierten en canciones de cuna que llevan a la yegua, dormida cerca de ellos, a tener sueños cargados de deseos, de sementales y de Dios.

La intensidad de la voz del esposo, de su mirada, del hijo que lleva adentro basta para que su alma se salga un poco de su cuerpo, donde también está él, esperándola. El amor puede tener esa fuerza; casi demasiada como para que el cuerpo lo contenga, aunque en esa presión resida un gran placer.

—Cántame una canción de amor —dice él de nuevo, acercándose para besarla, su cabeza cerca de la de su hijo, y la mujer tiene que reír, pues canciones de amor son las únicas que conoce.

***

Ella cree que no puede contener más alegría, y entonces el esposo le coloca lirios en las manos y una violeta en la sien. Las flores silvestres crecen en los pastizales que colindan con la casa. Para su boda, ella se había trenzado a sus ancestros en el cabello. Ese día, ambos se conjugaron en uno solo: él ahora era ella, ella ahora era él, un plural que de alguna manera era un singular también. Un acertijo embriagador.

Ella entra a la cocina de la casa, se dirige al lavabo para conseguir agua y saciar la sed del lirio. Él se le acerca por la espalda. Le pone los brazos alrededor de la cintura y el aliento sobre la nuca. Al darse vuelta para besarlo, hay una repentina descarga, una chispa que deviene fuego y, luego, nada en absoluto. Todo está oscuro y quieto. La mujer se pregunta si acaba de morir y la causa fue una explosión de júbilo, de beso. Pero no, ella está llena; es su casa la que ha muerto, las luces se han extinguido, el zumbido de la electricidad se ha callado. El calor del verano ya no se mueve con la voluntad de quien así lo desea; flota entonces, sólido y rancio, en el espacio entre donde empieza el cuerpo del niño y termina el del esposo.

Sin lámparas que la mantengan a raya, la noche se cierne sobre ellos. Se apodera de su casa, de su vista. Está en todas partes.

También lo está el esposo. La mujer no puede ver más allá de su propio rostro, pero alcanza a sentir el de él. Sus manos buscan en la oscuridad y lo encuentran en toda dirección a su alrededor. Cercanía: es la promesa del amor, su poder.

La violeta cae de su oreja. Nadie lo ve, salvo el hijo, quien mira desde una dimensión propia, igualmente oscura, y escucha la música de las sombras que se deslizan por las ventanas y se extienden por la habitación.

***

El relincho de la yegua viaja por el aire inmóvil.

—Su pata —dice la mujer.

—Ve —le dice el esposo—. Te alcanzaré en unos minutos. Primero revisaré los fusibles.

Hay urgencia; ella debe atender a la yegua, y él, la casa. Sin embargo, ninguno se mueve; eligen permanecer ahí, un segundo más, suspendidos en el silencio. La mujer reposa la cabeza en la de su esposo y escucha, sin querer, el latir de su corazón. El sonido debería ser reconfortante, con su ritmo preciso y perfecto, su reafirmación de vida. ¿No es eso lo que dicen que su hijo debe pensar del suyo? Pero eso sería confundir un metrónomo con música. Para la mujer no es consuelo; es un lento y continuo avance hacia la muerte, un ineludible recordatorio de que todo aquello que tiene vida e impulso habrá de perderlos algún día. Se lleva la mano al vientre para combatir el pensamiento, para reafirmarse que su familia está comenzando y no acercándose al final.

Tras separarse de él, se estira hacia el mostrador y abre el cajón que está por debajo; busca las velas y los cerillos ahí guardados. Aunque fue difícil en

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