Para mi hijo Ulises,
porque no hay nada malo en él.
Y a mis padres, que me regalaron un magnetofón.
Nota para Ulises
Querido Ulises:
Ahora mismo, mientras escribo, tú tienes dos años y medio y eres magnífico. A tu edad actual, es científicamente imposible que estés leyendo esto, pero te harás mayor y lo podrás hacer.
Las personas somos bastante vanidosas. Incluso los que en apariencia son más humildes presumen de no presumir. Yo he escrito este libro para entretenerte cuando crezcas, claro está, pero también con la secreta esperanza de parecer más listo. Las personas somos así y difícilmente podemos evitarlo. Hasta hace muy poco, no obstante, yo quería que me admiraran todos, sin importarme quién lo hiciera. Ahora, sin embargo, sólo me interesa parecerte listo a ti. Y eso, lejos de lo que pueda suponerse, no me convierte en más humilde, sino en muchísimo más ambicioso.
Tu madre y yo hemos trabajado bastante para que este libro exista. Ella haciendo las ilustraciones y yo escribiendo las historias. Por tanto, si cuando lo leas no te gusta nada, no seas demasiado bestia y háznoslo saber con un poco de tacto.
Verás que casi todos los cuentos que te he escrito transcurren en un país lejano. Se trata de una vieja técnica que se inventaron ciertos narradores hace muchísimo tiempo con el fin de situar los hechos en un ambiente remoto e irreal, donde las cosas más disparatadas parecen un poquito más posibles.
Sé que soy algo raro, y tal vez por ello te haya dado la impresión en muchísimas ocasiones de vivir también yo en un país lejano. Pero te aseguro que no es así. Vivo muy cerca de ti. En realidad, vivo exactamente en tus manos, y continuaré viviendo ahí para siempre, aunque yo ya no esté y tú tengas noventa años.
Cuentos para Ulises
El talento
Había una vez, en un país muy lejano, un hombre llamado Ernesto que envidiaba profundamente el talento ajeno.
Durante su juventud deseó escribir, pero nunca se le dio bien. Más tarde quiso dirigir películas, hasta que comprobó que no tenía habilidad para ello. También lo intentó con la pintura, la escultura y la música, y siempre con resultados catastróficos. Simplemente, no estaba dotado para la creación artística.
Su vida era triste y pasaba la mayor parte del tiempo refunfuñando. Le dolía la inventiva de los demás y se esforzaba continuamente por resaltar los errores de los grandes creadores.
—Woody Allen se repite —se le escuchó decir en cierta ocasión en un bar de copas.
Siempre que encontraba un pequeño fallo en una gran obra literaria no podía evitar agrandarlo y señalarlo públicamente.
—Los hermanos Karamazov —solía decir— flojea un poco en la página doscientos treinta, y hacía el final del capítulo noveno hay una frase lamentable.
Así era la vida de Ernesto, siempre criticando, siempre agigantando las diminutas imperfecciones que encontraba en la genialidad de los demás.
Una mañana de lunes se levantó muy entusiasmado. Había tenido un sueño magnífico que le había dado una idea estupenda para calmar un poco su profunda envidia.
—¡Ya lo tengo! —gritó desde la cama.
La idea que tuvo era muy simple, pero de una eficacia tremenda. Para amortiguar su envidia decidió recortar todos los momentos flojos de las grandes novelas y unirlos después para leerlos seguidos.
—¡Cómo no se me había ocurrido antes! —exclamó feliz mientras sujetaba unas tijeras con la mano derecha.
Empezó recortando, directamente del libro, las únicas seis líneas flojas que pudo encontrar en La divina comedia de Dante. Luego hizo algo similar con varios libros de Chesterton y con todo el teatro de Molière.
Cada día madrugaba para continuar con su delirante propósito: tener unidos en varios volúmenes todos los errores de los genios y así deleitarse contemplándolos.
El suelo de su casa terminó llenándose de papeles recortados. En diez años consiguió su objetivo: construir la Gran Biblioteca de los Errores.
Cientos de volúmenes repletos de frases huecas y de momentos desafortunados adornaban las paredes de su piso.
—La vida es hermosa —dijo con una sonrisa estúpida.
Y sentado en un sofá leía aquellos libros construidos por su resentimiento.
—¡Qué mala es esta frase de Nabokov! ¡Para que luego digan que era un genio! —y se reía.
Años después decidió hacer algo similar con el cine. Gracias a una máquina para editar vídeo, seleccionó los peores momentos de las grandes películas y los unió hasta formar ciento veinte minutos de cine espantoso filmados por los mejores directores del mundo.
Apenas salía