Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Prólogo. A los que van a morir
El día corriente
Muriel
Mujeres después de una esquina
La hermana de Muriel
Niebla
Palabras como piedras
En la sala de máquinas
Visitación
Preparativos para el dolor futuro
Cena y fuga para tres
Alfredo Munguía
Justicia contra consuelo
Sunt lacrimae rerum
Plenitud negativa
Parole...
Este cuento no es chino
Viaje con Alfredo, despedida
Los que viajaron y regresaron
Aprender es recordar
El desahuciado hace shopping
Otra niebla
Océano
Lo que no fue no será
Despedidas
Alfredo se vuelve
La muñeca en el jardín
De un país a otro
La máquina del cielo
Sin gloria y sin vencidos
Una muerte inmortal
Iris, mensajera, casada con el viento
En el lugar de reunión
Halcón dorado, cabeza de Fénix
Julia, al pie de una escalera
Motas de polvo, tropa de ángeles
Epílogo. A los que van a vivir
Agradecimientos
Sobre el autor
Créditos
A Iris, para quien su madre pidió este libro.
Veo las puertas del día y de la noche con sus goznes, en torno de ellas dintel y umbral de piedra, infinitos, etéreas ellas mismas, y a cal y canto como un cofre cerradas por Diké, la diosa de múltiples castigos.
Poema, PARMÉNIDES
Prólogo
A los que van a morir
Estamos aquí, en este mundo, para saber por qué estamos aquí. No cabe otra razón. No hay mejor razón. Sentido de la vida y objeto de la existencia: nacemos para conocer. Y vamos creciendo. La flecha del tiempo es la flecha del conocimiento. Flecha: lo que atraviesa. Pero no es lo que se sabe, no es lo que se puede aprender, ni lo que decimos, ni lo que creemos. Es lo que sentimos. Es el sentido que sentimos: sentimiento. Lo que nos atraviesa.
Nos preguntamos para qué sirve conocer. ¿Y quiénes somos nosotros, los que se preguntan? Nosotros somos los que van a morir. Los que van a morir en un universo que permanecerá cuando nos hayamos ido y que nunca entenderemos del todo. De modo que hay una respuesta: el conocimiento sirve para aprender a morir y el conocimiento sirve para distinguir lo que podemos llegar a saber de aquello que no sabremos nunca. Lo primero nos quita miedo. Lo segundo ahorra dolor.
Pero no es más que una búsqueda.
Búsqueda: la flecha siempre está en el aire. Parte de muy atrás, es anterior a nosotros. Y se hunde en la oscuridad mucho antes de caer. Cruza el espacio (sólo ahí la divisamos) igual que nosotros recorremos el camino que llamamos vida.
El conocimiento es pues un camino. Que no tiene principio, que no tiene final. No dice de dónde venimos, no dice adónde vamos. Sí, él ni va ni viene de parte alguna, pero si no lo emprendemos somos nosotros los que no vamos a ninguna parte.
Hay cosas que aprender: el camino no lo hacemos solos, en el camino no estamos solos. Hay que fijarse, mirar afuera. Mirar al lado.
Canto y camino tienen una raíz antigua y común (oimos, oimê). Aunque no son la misma palabra, sólo se reúnen. ¿Cantar es el camino?
El canto sale de nosotros, pero no es nuestro: son palabras aprendidas, notas ya inventadas, memoria. Una voz que es de todo y de todos.
Todos necesitamos una confirmación exterior de que merecemos existir. Por eso nos cantan al nacer, al morir, al amar.
El arte del camino no es el de llegar. Es el de confiar en que el camino nos alcance allí donde no llegaremos nunca.
A veces no entendemos. Quizá entonces no haya nada que entender. Escucha esas palabras que son música. Muévete.
Aparecerán imágenes. Vienen de dentro, pero nos asaltan como fieras. Somos sus creadores, pero también sus criaturas. Su alimento.
Por este sendero se alcanza el cielo o el infierno. Y de esa forma comienzas a llevar contigo el cielo y el infierno. Verás ambos.
Algunas imágenes se esfuman deprisa. Otras permanecen y nos vemos andando por ellas. Las primeras son fantasmas; las segundas, ideas.