En la provincia de San Juan, Guillermina Nievas y José Adrián Vargas fueron padres de una niña el 21 de enero de 1910, que tenía una hermana que había nacido el 21 de enero de 1908, que tenía una hermana que había nacido el 21 de enero de 1906.
Estamos frente a un caso de precisión envidiable que arrancó comentarios periodísticos hace cien años. Sin embargo, la historia que vamos a contar revelará que nuestros abuelos no fueron tan puntuales, ordenados y prolijos en aquellos días, cuando intentaron mostrar al mundo cómo era la remozada Buenos Aires y qué posibilidades brindaba la pujante república.
El año 1910 fue muy especial para los argentinos. Era el hijo deseado, el esperado por todos. Tan esperado, que se reunieron a esperarlo. Por eso, nuestra historia comienza un día antes, en la víspera: el 31 de diciembre de 1909 a las ocho de la noche, en la Avenida del Libertador entre Tagle y Austria, en el límite de los barrios de Palermo y Recoleta.
Allí se encontraba el Pabellón de las Rosas —centro social de moda— y esa noche, para recibir el año y reunir fondos para edificar un asilo, las Damas de Caridad realizaron un festival histórico con nombre poco telúrico: dinner-concert.
Para poder asistir al evento era requisito ir disfrazado con ropa de los tiempos de la Revolución. Las señoras se habían ocupado de armar una escenografía que imitara la Plaza de Mayo de 1810, aunque con algunos agregados. Un estanque en los jardines simulaba un lago surcado por dos góndolas que transportaban a los músicos encargados de darle un marco de cuerdas a la comida.
Convengamos en que la recreación de la Plaza de la Victoria, sumada a los disfraces, el lago artificial y la orquesta flotante, era más bien un cambalache. Además, como había espacio de sobra, se realizó una exposición retrospectiva de moda femenina (vestidos, peinados y zapatos) que recorría los cien años de la Patria.
En los jardines del Pabellón de las Rosas se colocaron quioscos de venta atendidos por las integrantes de la asociación. Por ejemplo, el quiosco de flores y juguetes, en el cual los caballeros compraban rosas y claveles para el vestido o el peinado de su pareja, o muñecas y soldados para los pequeños. Entre quienes atendían este quiosco figuraban las señoritas Mercedes Saavedra Zelaya y María Jacinta Moreno Carabassa, lo que demuestra que Moreno y Saavedra podían unirse —cien años después— por una causa noble.
Otro de los quioscos era el de los bombones. Las vendedoras eran Leonor Piñero Stegmann, de dieciséis años, y su madre, Leonor Stegmann de Piñero. En realidad, su nombre completo era Leonor Ezequiela Pompeya Stegmann de Piñero.
Había, además, un quiosco de perfumes y un bazar que más bien parecía una pulpería, por el gran surtido de mercadería; también, carretas que ofrecían diversos productos, siempre atendidas por las paisanas de la alta sociedad argentina. Todo este montaje no se hizo para esa noche únicamente: la exposición duraría una semana.
Cuando terminó la exquisita comida, algunos asistentes se repartieron en los jardines y muchos bailaron el ya entonces anticuado minué en un impecable salón de tertulias. Allí se comentó con tristeza el accidente de la joven Rosa López, quien se dirigía al Pabellón de las Rosas junto a su padre, Cecilio López, y a la señora Delfina del Sar de Peacan. No muy lejos del pabellón, se desbocaron los caballos; el cochero no lograba dominarlos y Rosita saltó del carruaje. Por las contusiones que recibió, debió ser trasladada al Hospital Rivadavia, ubicado a pocas cuadras.
Como se ve, algunos empezaron bien el año y otros, no tanto. Esa noche se registraron varios casos de heridos —leves, graves y mortales— por balas perdidas. De la enumeración de las víctimas consignada en el diario La Nación, recuperamos el incidente que se originó en Nueva Pompeya: “En momentos en que el anciano Celso Bondieri se hallaba en el w.c. de su casa, en Rivera 855, recibió un balazo en el muslo izquierdo”. Increíble, ¿no? ¿Acaso no hay lugar a salvo de balas perdidas?
Mientras tanto, en el Pabellón de las Rosas los señores estaban atentos a sus relojes —de bolsillo— y la medianoche surgió en medio de campanadas, trompetas y platillos. Luego de un par de minutos de abrazos, alborozo y alboroto, la banda interpretó el Himno Nacional, que fue entonado con gran energía por el heterogéneo coro de disfrazados. La bienvenida al año del Centenario fue emotiva.
Por la mañana, en otra ciudad, un grupo de argentinos saludaba la llegada de 1910. A las nueve en punto, en el teatro Cibils de Montevideo, entonaban el himno Alfredo Palacios, Juan B. Justo, Enrique Dickmann, Francisco Cúneo, Mario Bravo, Antonio de Tomasso y decenas de socialistas que, con el fin de esquivar el estado de sitio decretado en el territorio argentino, cruzaron a debatir el futuro del partido, con vistas a las elecciones presidenciales que se llevarían a cabo en marzo de ese año. Esa misma tarde fueron agasajados por sus colegas socialistas uruguayos, pertenecientes al Centro Carlos Marx de Montevideo. Al día siguiente continuaron las sesiones, pero no avanzaron porque no se hallaban cómodos para debatir, por la presencia de la policía. Las autoridades uruguayas les habían advertido que ante cualquier manifestación en contra del gobierno argentino clausurarían la reunión. La crónica periodística explica qué ocurrió: “Para que no se interrumpiera la sesión, se habló de bueyes perdidos, dándose luego por cerrado el congreso”.
El presidente de la Nación argentina era José Figueroa Alcorta, sucesor de Manuel Quintana. Ambos habían integrado la fórmula vencedora en los comicios de 1904. Sin embargo, poco después de que Quintana iniciara su mandato, la relación con el vice se deterioró y alcanzó un punto sin retorno. Poco después, Quintana se convertía en el primer mandatario de la Argentina que moría en ejercicio de sus funciones.
Figueroa Alcorta ocupó su lugar y debió soportar la hostilidad del oficialismo en la Legislatura. Fue el tercer presidente oriundo de Córdoba, luego de Santiago Derqui y Miguel Juárez Celman.
Se decía que Figueroa Alcorta era yeta o “Jettatore”, de acuerdo con el uso de la palabra en aquel tiempo. Esto se debió principalmente a que durante su gobierno murieron cinco ex presidentes: Quintana, Bartolomé Mitre, Miguel Juárez Celman, Carlos Pellegrini y Luis Sáenz Peña, además del ex gobernador bonaerense Bernardo de Irigoyen. Y algunas publicaciones repetían con insistencia maléfica que adonde Figueroa Alcorta fuera, surgían los problemas, los accidentes y las tragedias.
No es posible afirmar que una cosa tenga relación con la otra, pero vale la pena rescatar un aviso publicado en el primer ejemplar del año de la revista PBT: “Se vende medalla contra la Jetta, es la medalla Strega, sólo se consigue en la joyería La Porteña, de Miguel Pineda, en Santa Fe 2276, entre Andes y Azcuénaga”. El slogan del aviso era: “Todos deberían poseerla para 1910”. La imagen era la de una mujer haciendo los cuernitos antimufa. Costaba quince pesos la común y ochenta pesos la dorada.
Mientras que en los círculos periodísticos y políticos algunos señalaban la supuesta energía negativa del presidente, en ciertos ámbitos de inmigrantes era convocado para romper maleficios. Este hecho se dio en octubre de 1907, cuando Enrique Brost y Apolonia Holmann, un matrimonio de inmigrantes de origen alemán provenientes de Rusia, solicitaron que apadrinara a su séptimo hijo. En su tierra era costumbre que el zar tomara como ahijado al séptimo hijo varón, pues existía la creencia de que sin su protección se transformaría en lobo. Así, la tradición protectora del padrinazgo del séptimo hijo, que terminó siendo amparada por una ley, se inició con Figueroa Alcorta.
Entre los integrantes de su gabinete figuraba Victorino de la Plaza como ministro de las importantísimas Relaciones Exteriores, quien pronto iría a convertirse también en presidente de la Nación, de la misma manera que Figueroa Alcorta, es decir, desde la vicepresidencia. Por otra parte, el intendente de la ciudad de Buenos Aires en 1910 era Manuel Güiraldes —padre de Ricardo, el autor de Don Segundo Sombra—, gran protagonista de la historia del Centenario.
Las autoridades del gobierno nacional y municipal no participaron de ninguna celebración pública para recibir el año. Prefirieron comenzar a transitar el Centenario en la intimidad de sus casas. Por supuesto que tanto el presidente como el intendente recibieron varias notas con saludos. Hace cien años no existían los mensajes de texto. Pero sí el telégrafo. El 1° de enero se enviaron desde Buenos Aires, al resto del país y al exterior, 20.145 telegramas; y se recibieron un total de 22.230.
La población de la Argentina allá por 1910 alcanzaba los seis millones y medio de habitantes y Buenos Aires tenía un millón trescientos mil. Crecía la población y también la edificación. Había construcciones recientes y empezaba a cambiar la fisonomía de la capital de la República con obras tales como el Teatro Colón, de 1908; el Palacio Anchorena (futuro Palacio San Martín), que mandó construir Mercedes Castellanos de Anchorena en 1909; y el Palacio Fernández Anchorena, también concluido en 1909 (luego nos ocuparemos de él). Como se presume, el exquisito aporte edilicio de los Álzaga, los Alvear y los Anchorena fue enorme.
De 1910 es también el Palacio de Justicia, frente a la Plaza Lavalle (hoy llamamos Tribunales a sus alrededores). La obra se inauguró a las apuradas porque era el año en que había que exhibirlo. Sin embargo, apenas se trató de un acto virtual; no fue posible habilitarlo de inmediato, aunque un sector, el Salón de los Pasos Perdidos, se empleó para albergar a los científicos que participaron ese año en el Congreso de Americanistas.
El edificio había empezado a construirse en el año 1904. Se había esperado concluirlo en tres años, pero a los seis sólo habían llegado a completar una parte. Casi en forma simbólica, un par de juzgados se instalaron en 1910. La mayoría de los restantes funcionaban desde el Palacio Sarmiento, actual Ministerio de Educación, que se había creado por instrucción testamentaria de la adinerada Petronila Rodríguez. Ella deseaba dotar a la ciudad de una enorme escuela de mujeres que llevara su nombre, pero su voluntad no se cumplió y no parece haber nadie interesado en enmendar esa situación: ni es escuela, ni lleva su nombre.
En cuanto a la participación de las mujeres en el ámbito de la justicia, en 1910 había en Buenos Aires cerca de mil doscientos abogados y una letrada. Porque ese año se recibió la primera abogada porteña, Celia Tapias. Los bonaerenses también tenían la suya: fue la pionera María Angélica Barreda, que se graduó en La Plata, en 1909, y prestó juramento en mayo de 1910, en el mismo salón del Cabildo donde lo hicieron los miembros de la Primera Junta.
Volviendo al Palacio de Justicia, inaugurado en 1910, empezó a funcionar como corresponde en 1919. Lo que no significa que se hubiera terminado en esa fecha. La obra recién fue concluida en la década de 1940 (ya más cerca del sesquicentenario), acompañada de un enorme juicio entre el Estado y la constructora. ¿Dónde estaba el juzgado que llevaba esa causa? Ahí adentro, en el Palacio.
Algo similar ocurrió con la sede de otro de los poderes soberanos de la Nación. Nos referimos al ámbito de los legisladores. Se corría para terminar el frente del Palacio del Congreso —no su interior—, porque necesitábamos que desde la Avenida de Mayo luciera lo más majestuoso posible. Pero, sobre todo, porque en medio de los festejos se inauguraría la Plaza del Congreso y no quedaba bien que en el fondo de la escena se vieran andamios, fratachos y obreros gritando.
En todo caso, a diferencia del de Justicia, que estaba casi desocupado, el del Congreso ya se hallaba habitado por los legisladores. Aun estando en obra. ¿Cuál fue el primer presidente que inauguró las sesiones parlamentarias desde ese edificio? Figueroa Alcorta, el 12 de mayo de 1906. Arrancó a las tres menos veinte con estas palabras: “Llamado a regir desde la primera magistratura los destinos de la República…”.
De aquel discurso se recuerda que fue muy largo. Demasiado largo. Excesivamente largo. Insoportablemente largo. Quizás, aquel histórico 12 de mayo fue la primera vez que un legislador se durmió en su banca. ¡Para colmo, el discurso tuvo lugar a la hora de la siesta! ¿Habrá superado el trance el senador santiagueño Dámaso Palacio?
El punto es que la extensión del discurso no sólo agotó a los senadores y diputados, sino también a las cuerdas vocales del presidente Figueroa Alcorta. Vencido por la disfonía, debió cederle su lugar al secretario del Senado, Adolfo Labougle, para que continuara la lectura.
A partir de octubre de 1909 se trabajó a destajo para tener la fachada del Congreso en condiciones y que una plaza surgiera de los escombros. Debe tenerse en cuenta que el terreno que corresponde a la Plaza Lorea, donde termina la Avenida de Mayo, era ocupado por un mercado municipal que de inmediato se desarmó. En cambio, el espacio de la hoy gran plaza contenía ochenta y nueve edificaciones, entre casas de diversos tamaños, galpones y un centro de espectáculos de ciclismo y patín llamado Buckingham Palace, regenteado por Domingo Pace, quien a pesar de no ser propietario del terreno intentó que le pagaran el galpón al precio de una mansión.
No logró que le dieran un solo centavo, ya que por contrato estaba obligado a desmantelar en veinticuatro horas lo que hubiera edificado, si la Municipalidad le pedía la devolución del terreno. Pace tuvo que buscar un nuevo lugar donde emplazar el negocio de entretenimiento. Alquiló un baldío en Corrientes al 1000, nada menos que la actual Plaza de la República donde cinco lustros más tarde se plantaría el Obelisco porteño.
Bautizó el nuevo centro de diversiones con un nombre muy utilizado en las ciudades europeas para estos espacios lúdicos: Luna Park. Años más tarde, debido al ensanche de Corrientes, una vez más fue desplazado: al bajo de Corrientes, entre Bouchard y Madero, donde por fin se asentaría. Como vemos, a Pace lo perseguían los cambios en Buenos Aires.
Los doctores Arturo Z. Paz (tesorero de la Comisión Nacional del Centenario) y Luis Ortiz Basualdo (vocal de la Junta Ejecutiva de dicha Comisión) fueron los encargados de acelerar los trámites de expropiación en la futura Plaza del Congreso. A pesar de que era una misión complicada, ya que las partes no se ponían de acuerdo en los valores (como ocurrió con Pace y su galpón), se logró que en diciembre de 1909 todo fuera escombros. A partir de allí, el paisajista francés Carlos Thays quedó a cargo de enverdecer esos veintidós mil metros cuadrados y que surgiera la postal viva de la plaza más la fachada del Palacio del Congreso, que había inaugurado oficialmente Figueroa Alcorta en 1906 y que se terminaría en 1946, con el revestimiento de la pared posterior, que da a la calle Combate de los Pozos.
El imponente edificio de la Aduana, que ocupa la manzana de Azopardo, Moreno, Huergo y Belgrano (terreno ganado al río durante las obras del Puerto Madero), también es de 1910; se inauguró en los primeros días de octubre.
Enfrente, sobre la vereda oeste de Paseo Colón, se halla aún en pie el primer rascacielos (o skyscraper) de la historia argentina. También fue realizado en el año del Centenario y lo denominaron Railway Building o Edificio de Ferrocarriles, pues albergó oficinas de las compañías ferroviarias.
Fue la primera construcción en todo el país que tuvo más de diez plantas, requisito indispensable para entrar en la categoría de rascacielos. Y sobrepasó la marca con creces, ya que contaba con catorce niveles. Tenía seis ascensores jaula, es decir, de hierro forjado. Era una maravilla arquitectónica a los ojos de los porteños y se convirtió en un paseo obligado de los vecinos, que concurrían a admirarlo.
El edificio no pudo utilizarse durante un tiempo porque a un periodista se le ocurrió decir que se caía hacia adelante, como la Torre de Pisa. Hay que tener en cuenta que todas las manzanas en el margen oeste de esa avenida, desde Plaza de Mayo hasta Parque Lezama, son inclinadas porque están en una barranca. Una mole de planta baja más trece pisos apoyada en un terreno con desniveles despertaba más de una fantasía. Tras la denuncia periodística nadie se animaba a habitarlo o a trabajar en esas oficinas, hasta que finalmente se comprendió que las sospechas eran infundadas y que podía ocuparse sin peligro.
Mencionamos que el Railway Building contaba con seis ascensores, lo que nos permite evocar una inauguración previa.
En 1909 se había terminado aquel que fuera, durante algunos meses, el edificio más alto de la ciudad. Nos referimos al Plaza Hotel construido por Enrique Tornquist enfrente de Plaza San Martín (y enfrente de su casa, ya que vivía en Florida y Charcas). Tenía un par de ascensores —marca Otis— con capacidad para veinte personas, más un montacargas.
Recordemos que el estadounidense Elisha Graves Otis fue quien encontró un sistema de seguridad para los montacargas y a partir de allí pudieron empezar a utilizarse para transportar personas. El propio Otis, en una exposición en Nueva York en 1857, se subió a un ascensor y, mientras bajaba, un empleado de la firma cortó con un hacha la cuerda que sujetaba el elevador. El aparato frenó de golpe y la experiencia fue un éxito total. El invento de don Otis posibilitó crecer hacia arriba y tener edificios de muchos pisos, que podían emplear este tipo de ascensores. Hasta entonces, lo habitual era no superar los cinco pisos, conectados por escaleras.
La Buenos Aires del Centenario rebosaba de hoteles. Ya mencionamos el Plaza. Otro de los importantes de aquel tiempo era el Grand Hotel, de cinco plantas, en la esquina de Florida y Rivadavia. Aunque tenía un pequeño problema: los baños se compartían cada dos suites, y a muchos turistas no les convencía esta falta de privacidad.
El Grand Hotel nos sirve de introducción para abordar la cuestión de las compañías previsionales y de seguro.
El negocio del seguro venía desarrollándose en forma auspiciosa en el país hasta la crisis de 1890 —que desembocó en la renuncia de Miguel Juárez Celman a la presidencia—. En ese momento muchas de estas compañías quebraron, y aunque algunas lograron mantenerse a flote con dificultad, lo más grave es que habían perdido la confianza de la gente.
Para recuperarla, necesitaban mostrarse sólidas. Así fue como La Previsora, una de las que habían sobrevivido, resolvió en 1895 construir un enorme edificio frente a la Plaza de Mayo, en Defensa y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen), que se utilizó como hotel. Nos referimos al Londres Hotel, muy de moda en aquel tiempo, al cual se le adosó el restaurante La Sonámbula, propiedad de los hermanos Ambrosio y Nicolás Canale, entonces decano de los restó porteños, ya que funcionaba desde 1843.
Al advertir que el capital que administraba La Previsora se c