La música acompañó mi infancia y mi adolescencia. Mis hermanas y yo absorbíamos las melodías que se transmitían por la radio. Además, en la casa de mi abuela había una pianola dotada de una buena cantidad de rollos: no hacía falta más que colocarlos en el mecanismo, pedalear con fuerza y del instrumento salían melodías que podían ser un one-step de la década del 20, las partes cantables de “Aída” o el tango “Loca”.
Todos teníamos en casa un buen oído musical. Papá cantaba trozos de ópera y silbaba maravillosamente; como yo heredé esta condición, algunas veces hacíamos dúos de silbidos que invariablemente terminaban con la risa que nos provocaba esta rara alianza. Me acuerdo de que en el politizado verano del 46 en La Rioja, él y yo sobrellevábamos las siestas prodigándonos mutuamente conciertos silbados mientras consumíamos ingentes cantidades de limón exprimido.
Cuando yo era chico, la influencia de la zarzuela estaba muy extendida, más aún en una familia de raíz española como era la de mamá, de modo que me crié escuchando y cantando “La Gran Vía”, “La Verbena de la Paloma”, “La Rosa del Azafrán” y similares. En mi casa y en la casa de mi abuela materna las mucamas, todas gallegas, traían sus alalás y sus cánticos corales austeros, monocordes. Más adelante fui incorporando algunos tangos y valses, algunas milongas y rancheras, junto con la inevitable cuota de boleros. En aquellos tiempos los éxitos no eran fugaces como lo son ahora y duraban años en el gusto del público. También algunas pocas emisoras, como Radio del Estado, Municipal, Excelsior y, eventualmente, las “orquestas estables” de ciertas broadcastings que solían interpretar la llamada “música ligera”, difundían música clásica, de modo que uno se iba familiarizando con Chopin, Schubert o Mozart, no en cantidades masivas pero lo suficiente como para adivinar que existían mundos enteros de una música a la que en mi caso se accedía superficialmente pero no se ignoraba.
En suma, en casa no éramos melómanos, pero la música, cualquier tipo de música, tenía presencia cotidiana. Digo cualquier tipo de música pues hasta los cánticos religiosos, habituales en los colegios a los que íbamos mis hermanas y yo, se cantaban ocasionalmente, como cualquier otra melodía y sin darles un contenido espiritual. En Mar del Plata, a la hora de la siesta, dirigidos por mi tía Raquel, entonábamos cánticos gregorianos, el “Tantum Ergo” o el “Panis Angelicus”; mucho tiempo después me enteré de que alguna de esas letras era de la autoría de Santo Tomás de Aquino, nada menos... Tampoco me puedo olvidar de la Marcha de San Ignacio, una especie de himno militante del Colegio del Salvador, que dejaba sin aliento al más pintado...
Recuerdo con especial gratitud un librito que fue como el vademécum del repertorio de aficionado que frecuenté mucho tiempo. No sé quién lo trajo a casa; se titulaba “Let’s Sing” y contenía algo así como medio centenar de temas en inglés, con su correspondiente notación musical para piano. Sus páginas incluían tanto canciones de Stephen Foster (“Oh Susanna!”, “My Old Kentucky Home”, “Old Black Joe”, etc.) como canzonettas napolitanas o “Volga, Volga”, que sonaba muy rara en su versión inglesa: “Where the Volga flows/ a sweet Russian rose/ makes my heart aflame/ Sonia was her name/ and her darkies eyes/ make me hypnotize”... Era una antología universal muy kitsch, para uso de la gente común... de habla inglesa. Como por lo menos dos de mis hermanas tocaban un poco el piano que había en casa y todos chapurreábamos inglés, el librito se convirtió en un motivo de reuniones casi diarias. La pianista de turno abría el pequeño volumen y arrancaba, por ejemplo, con “The Man in the Flying Trapeze” o algún negro-spiritual como “Rock of Ages” —que vociferé con especial unción cuando me enteré de que era el himno religioso preferido de Roosevelt. Todos nosotros o casi todos cantábamos haciendo dos voces y algunas fiorituras extra, y yo dirigía a mis hermanas con bastante éxito aunque sin conseguir nunca que la familia Luna se asemejara a la familia Trapp...
Pero mi despegue histórico en el terreno de la música ocurrió cuando tenía 20 años o un poco más. Y digo presuntuosamente que fue mi despegue porque lo que hice en 1947 tuvo incidencia a lo largo de toda mi vida. ¿Qué hice, pues? Decidí aprender a tocar la gui-tarra...
En este punto debo aclarar algunas cosas. En primer lugar, no existía en aquellos años lo que después se dio en llamar “el boom del folklore”. Había alguna gente que gustaba de los temas genéricamente llamados folklóricos; no pocos de ellos eran provincianos radicados en Buenos Aires, siempre nostálgicos de sus orígenes lugareños pero que ni atados volverían a sus pagos... Había también algunos intérpretes que cultivaban este cancionero y unos pocos autores y compositores que de cuando en cuando echaban algún tema nuevo al ruedo. Y había, asimismo, algunos escasos lugares donde se podía escuchar y, eventualmente, bailar este tipo de música: esotéricas “peñas” como la de Montbrum Ocampo o confiterías bailables como Achalay, de los Hermanos Ábalos, en Esmeralda entre Charcas y Santa Fe. Pero todo este movimiento era casi de catacumbas: la explosión del folklore y la fiebre de la guitarra demorarían hasta 1960, de modo que proponerse aprender a rascar el instrumento, como era mi intención en 1947, equivalía a una excentricidad.
¿Por qué lo hice? Fue una galantería fraternal. Ese año mis dos hermanas mayores viajaron a España acompañando a una hermana de mi madre que quería ver a algunos parientes que vivían allá y lo estaban pasando mal. En esos años casi no se viajaba, y mucho menos a España, que estaba devastada; la única viajera ilustre y notoria había sido Evita, de cuyo viaje mis hermanas trajeron muchos cuentos y chismes. Además, irían en avión, cosa rarísima, pues, antes de que se interrumpieran los viajes a Europa con motivo de la guerra, los pasajeros se movían en barco. Todos estos factores se movilizaron en mi espíritu para darles una sorpresa cuando regresaran. Las recibiría tocando la guitarra o, mejor dicho, cantando con acompañamiento de guitarra.
Me constituí, pues, en alumno de los Hermanos Ábalos, que tenían un estudio en Santa Fe y Rodríguez Peña, donde enseñaban sus artes. Habían inventado o adoptado un sistema muy sencillo para entonar los temas más comunes del género folklórico con el apoyo del instrumento: apenas tono y dominante de las siete notas y algunas pocas posiciones más. Una vez que se aprendía a colocar los dedos en la posición del acorde deseado y se lograba el rasgueo de zamba, chacarera o carnavalito, el alumno podía vocear cualquier cosa: la “Zamba de Vargas” o el “Va Pensiero” de Nabucco, “Mi Noche Triste” o La Marsellesa... Era cuestión de instinto musical, y también, aunque a veces a desgano, los Ábalos condescendían a enseñar el ritmo de tangos o boleros.
Mi buen oído me ayudó. A las pocas clases y mediante una práctica que se extendía a todas las horas posibles de la jornada, en una o dos semanas yo ya sabía hacer con la guitarra lo mismo que sigo haciendo ahora... Soy un caso de absoluto inmovilismo en el arte de la guitarra: en 1986 le pedí al maestro Ubaldo de Lío que me enseñara un poco más, pero a las dos clases desistí, un poco porque me abrumó la vastedad de lo que no sabía, otro poco porque comprobé, una vez más, que lo que sabía me sobraba para divertirme y divertir a los demás y, finalmente, porque fui nombrado secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires y ya no tenía tiempo de andar tomando clases.
Cuando pienso lo que significó la guitarra en mi vida tengo que admitir que influyó de una manera tan importante como positiva. Por de pronto, ha representado una fuente inagotable de placer: ¡cuántas veces me puse a tararear o a silbar en su compañía, en un ambiente cerrado o en un espacio abierto, en el campo o en la ciudad, solo o acompañado, ofreciendo a mí mismo o a los demás esas pobrezas que me distraen, me divierten o me levantan el ánimo! ¡Cuántas veces al entrar en una casa o un rancho la presencia de una guitarra en un rincón estableció inmediatamente una relación con sus habitantes cálida y cordial! Pero además, creo que el ejercicio del instrumento modificó, para bien, mi personalidad.
Al empezar a gozar de la guitarra me di cuenta de que podía —y hasta debía— hacer de esta habilidad un goce compartido. No sólo en casa sino en reuniones y fiestas. Empecé a aprender temas graciosos, picarescos, movidos, además de los románticos y sentimentales habituales en la época, y de pronto yo, que había atravesado mi adolescencia con un aire más bien huraño, retraído, encontré que mis numeritos eran reclamados por mis amigos y amigas y hasta por quienes no conocía. De un momento a otro me convertí en una figura popular en los pequeños círculos en que andaba y esto me dio más seguridad, aventó mi timidez: sentirse el centro de las miradas, el oído, la atención de un grupo, descubrir esa misteriosa realidad que se llama “el público”, afirma la personalidad de cualquiera. En esas reuniones inocentes fui iniciando el contrapunto que bastantes años después sería habitual en mí, con grupos de gente que ha seguido mis actividades de difusión de la historia; pues esté escuchando una canción o una conferencia, el sujeto pasivo, el público, se comporta de manera similar ante los mismos estímulos. Pero de esto hablaré en otra parte. Lo que ahora quiero contar es que en poco tiempo cambié mucho con una ventaja adicional: como todo cantor, yo tomaba muy poco en esas reuniones —pensemos en la segunda mitad de la década del 40 y en la del 50—, donde las bebidas eran flojonas pero se consumían bastante. El que canta en una reunión no tiene tiempo de beber, y si lo hace transpira en seguida lo que ingirió. Rara vez se lo verá borracho; yo también, en mi condición de cantor, a veces implacablemente por dos o tres horas, me vi salvado de esos papelones.
Pero además, la guitarra me confirió algunos privilegios durante mi conscripción. Sor Juana Inés de la Cruz firmaba sus cartas como “Yo, la peor de todas”. Y bien: yo he sido el peor de todos los conscriptos aeronáuticos de la clase 1927, como se cuenta en otras páginas. Vivía castigado, privado de salida los fines de semana, condenado a hacer imaginaria todas las noches. Pero todo esto me sobrevino hasta que alguien descubrió mi condición de guitarrero y cantor. Allí terminaron mis penurias. Me invitaron a hacer mis números en el Casino de Oficiales durante las sobremesas, fui el juglar de cabos y sargentos, mis compañeros me mimaban y distinguían. Mis grandes éxitos, en ese año 48 de la euforia y la dilapidación del primer peronismo, fueron los temas de Antonio Tormo, esos que encantaban a los “cabecita negra”, “Buscaba mi alma con afán tu alma/ buscaba yo la virgen que mi frente besaba con sus labios dulcemente/ en el febril insomnio del amor...”. La guitarra terminó por ahorrarme los peores aspectos del servicio militar y me convirtió en el pequeño —y seguramente insoportable— reyezuelo de las festicholas que fueron los subproductos obligados de mi período bajo las armas. Pero también tengo que hablar de la manera como la guitarra amplió mi mundo, quiero decir mi diálogo con la circunstancia exterior. Por ejemplo, fue mediante la guitarra que me encontré algunas veces con el diablo.
Yo sé: tal vez sea excesivo hablar de “algunas veces”. Pero por lo menos en dos oportunidades lo vi. No pretendo haber sido Santos Vega, pero la verdad es que, como el payador de la larga fama, también a mí me derrotó Mandinga y después desapareció.
La primera vez fue en Colonia Caroya, en el verano de 1951. Veníamos de una larga cabalgata desde el Chaco santafesino, con Mario y Roberto. Después de veinte días de andanzas estábamos en vísperas de llegar a nuestro destino, Río Ceballos, donde nos prometíamos toda clase de placeres y excesos. Haríamos noche en Caroya, tierra de gringos, de buen vino y suculentos salames. Estábamos contentos del periplo y nos demoramos en un almacén, meta tinto y picaditas. Alguien me alcanzó una guitarra, yo me florié con lo mejor de mi repertorio y me pareció percibir que los parroquianos me miraban con aprobación. De pronto entró un hombre petiso, de cara borrosa; si dijeron su nombre, no lo recuerdo. Sin embargo, supe que era un payador, supe que cantaría, supe que habría de vencerme.
Y así fue. De sus coplas, sólo ésta retengo: “El gallo con tanta pluma/ no se puede mantener/ y el escribano con una/ mantiene casa y mujer...”. Mientras el hombre pasaba después a improvisar sobre el encordado, yo me iba hundiendo en la humillación y el silencio. Nada más recuerdo. Me desperté en un corral, al lado de Mario y Roberto, tan mormosos como yo, mientras mi caballo me miraba con sorna.
La otra vez que vi al diablo fue cerca de La Plata, el año 57 o 58. Estábamos en la quinta de David Blejer comiendo un asado con un grupo grande de gente, frondizistas en su mayoría. Lindo ambiente, compañerismo, alegría. Un desconocido, mal entrazado pero de aspecto decente, pasa la tranquera y respetuosamente pide permiso para participar de la reunión. Como todos teníamos una copa de más no hubo voces en contra. Yo estaba con la guitarra y sentí el frío ominoso que transmite el Maligno. Porque era el diablo, nomás. Pidió licencia para cantar, me expropió la viola, se presentó como Zamudio, me desafió cortésmente. Yo, con la derrota en el alma, arranqué por décimas consonantes, la más difícil de las improvisaciones; Zamudio me abarajó al vuelo, retomó los dos últimos versos de mi décima, compuso otra sobre este eco y siguió hilando los tientos de su imaginación con inteligencia, con belleza, despectivamente. Bajé la cabeza, me levanté con algún pretexto y volví a la rueda un buen rato después: Zamudio había desaparecido.
Nadie lo vio más. No necesitó transformarse en una centella ni dejar la hedentina a azufre. Blejer, que además de judío era un agnóstico, admitió a lo largo de su vida que Zamudio había sido el diablo en persona porque estuvo averiguando en el vecindario y nadie sabía de semejante personaje. No es que sólo el diablo me haya podido derrotar en el arte payadoresco; es que a veces el enemigo del diablo precisa que la buena gente rebaje sus aires y entonces permite que su viejo rival salga del infierno y dé una buena lección, suave pero inconfundible, para que nadie se ponga demasiado soberbio.
Hay dos formas del arte popular que me fascinan, me embelesan. Quienes las practican cuentan con mi admiración incondicional. Se trata de los payadores y los mimos. Ambos tienen en común que su materia prima es el repentismo, la improvisación. No se mueven en la rutina aunque, como es lógico, dispongan de ciertas mañas y destrezas o —lo admito— algunos lugares comunes. Pero mimos y payadores recrean continuamente su arte y esto es lo que me llena de una admirativa estupefacción cuando los escucho o veo.
Yo no soy payador. Puedo, trabajosamente, improvisar alguna cuarteta octosílaba de tipo celebratorio (“Señora dueña de casa/ disculpe lo mal cantado” etc.) o amistoso (“Que viva Torres Brizuela con toda su compañía”, etc.) pero nada más. Hablando una vez con un payador de los buenos, me explicaba cómo era la técnica del repentismo:
—Hay que tener en la mente una lista de palabras que riman. Por ejemplo con Argentina, o con anarquista, o con radical, y después las vamos colocando para que combinen...
Parece muy fácil pero ¡vaya usted a probar! Yo traté de hacerlo varias veces, con suerte diversa, generalmente pésima. Pero hubo una oportunidad, una gloriosa, memorable e irrepetible ocasión en que varios miles de personas, en realidad un teatro repleto, aclamaron mis (aparentemente) improvisadas décimas acompañadas en guitarra por mí mismo y un profesional. Hasta la más desmesurada vanidad hubiera quedado sobradamente satisfecha con aquella ovación. Después de esa noche inolvidable debí haber hecho lo de Santos Vega cuando “ruempo, dijo, la guitarra/ pa’ no volverla a tocar”. No lo hice, claro, y la guitarra me sigue acompañando. Pero déjenme evocar aquella jornada.
Fue una noche de junio de 1988. El Teatro Municipal Presidente Alvear, Corrientes entre Montevideo y Rodríguez Peña, desbordante de público. Plateas, palcos, pullman, pasillos, el hall de entrada, todo lleno y unas 2.000 personas afuera, pugnando por entrar: hubo que llamar a la policía para evitar algún accidente. Se festejaba por primera vez el Día del Payador, conmemorando la primera actuación registrada de Gabino Ezeiza. Organizaba el evento la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y se había invitado a los payadores más prestigiosos de la Argentina y el Uruguay para que se enfrentaran.
A la hora anunciada se abrió el telón. Un locutor habló de la fecha y su significación, y luego cedió la palabra a la directora del Museo José Hernández, a cuyo cargo corría el evento. Luego de que terminara su discurso, el locutor anunció al secretario de Cultura. Y entonces empezó mi turno.
Me paré en el escenario frente a los micrófonos. Se escuchó un aplauso cortés del público, que por cierto no venía a escuchar discursos sino a deleitarse con sus ídolos del arte payadoresco. Entonces miré a las bambalinas, hice una seña y de allí salió un joven llevando dos guitarras. Me entregó una y empezó a puntear un aire de milonga. Las luces me cegaban y yo intuí, más que escuché, un murmullo de sorpresa en el teatro. Allí estaba el intendente, su gabinete casi completo, algunos funcionarios nacionales. Sin pensarlo mucho, repitiendo de memoria lo que había ensayado muchas veces en los últimos días, con una voz “ronquilla pero entonada”, como dijera Cervantes, empecé a cantar: “En sílabas definidas / en vez de echar un discurso / quiero dar a este concurso / la más cordial bienvenida”.
Fue en ese momento cuando sentí un repeluzno de pánico que me atravesó todo el cuerpo. ¿Y si alguien me gritaba algo así como “¡rajá, queremos escuchar a los que saben!”? ¿Si alguien producía un sonoro expletivo? ¿Si protestaban? Un abismo de fracaso se abrió ante mí durante una fracción de segundo. Pero no pasó nada. Todo el público permanecía en un absoluto silencio y atrás del chorro luminoso de los spots podía entrever los rostros de los ocupantes de las primeras filas, sonrientes, complacidos.
Sin salirme del todo del susto, proseguí: “A esta gente tan querida / que se ha venido a payar/ yo la quiero saludar/ y decirle ‘muchas gracias’/ siéntase como en su casa/ en el Presidente Alvear”.
Y aquí vino la ovación. Cálida, prolongada, mechada de ¡bravo! y de ¡grande! No lo soñé ni lo estoy inventando: tengo todo grabado y cada vez que escucho esa casete siento el mismo miedo que me acometió en la mitad de la décima inicial y, después de las aclamaciones, me agiganto con la misma irresponsabilidad con que me agrandé enseguida. Porque ya seguro de mí mismo proseguí: “Señores, soy secretario / municipal de Cultura / más no crean que sea locura / cantar en un escenario / Yo soy un buen funcionario / y trabajo como un burro / pero asimismo discurro / que si no disfruto el cargo / el humor se vuelve amargo / trabajo mal y me aburro”. Nueva ovación. Ahora ya era capaz de manipular al público, totalmente entregado. Entonces, en vez de entonar la tercera estrofa, la dije en un recitado de estilo medio compadrito: “Un discurso que se canta / no es una cosa frecuente / y yo sé que alguna gente / ha de decir ‘¡es un chanta!’/ Pero es que a mí no me espanta/ vivir con cierto humorismo/ ¡Al frente de un organismo / o así nomás, de hombre solo/ me río del protocolo/ y me río de mí mismo!”
¿Puedo asegurarles que fue una apoteosis? Lo fue, sin duda. Debía de ser la primera vez en la historia argentina que un funcionario pronunciaba un discurso de circunstancias en décimas cantadas por él mismo, con acompañamiento de guitarra... Era una fiesta; yo veía las caras risueñas, los aplausos, y pensaba que estaba derrotando al almidón centenario de las ceremonias oficiales...
Y seguí con las tres o cuatro décimas que completaban la supuesta improvisación: se referían al arte de los payadores, a la amistad de argentinos y orientales, y reconozco que no hubo lugar común o cursilería que no haya figurado en esa efusión. Que terminó triunfalmente rogando “al ser Divino / que presidan esta entrega / el alma de Santos Vega / y la memoria de Gabino”, nombre este último alargado mientras me dio la voz y con un crescendo en las guitarras de mi acompañante y la mía. Y entonces el Presidente Alvear se conmovió hasta sus cimientos y esa apoteosis cubrió sobradísima-mente mi frustrada vocación de payador.
Concluyo esta crónica destacando que los medios, que podían haberme destrozado, me trataron con simpatía: alguna radio retransmitió mis décimas y en La Nación apareció mi caricatura, en atuendo gauchesco. En suma, salí bien del paso y pude demostrar guitarra mediante que el buen trabajo en la función pública no es incompatible con la informalidad y el buen humor. Aun hoy, cuando me encuentro con algunos payadores amigos como Airala, Curbelo o Di Santo, se acuerdan de aquella gloriosa noche en el Presidente Alvear. Después de todo, “un discurso que se canta / no es una cosa fre-cuente”...
Empecé hablando de la música en general, pero la evocación se ha ido deslizando a la guitarra y lo que ha sido para mí a lo largo de la vida. Volvamos al tema genérico, porque tengo que contar algunas cosas más, que se relacionan, en su mayor parte, con mi larga, grata y fecunda vinculación con Ariel Ramírez.
En 1957, antes de las elecciones de constituyentes, unos amigos comprometidos con la candidatura de Arturo Frondizi constituimos un grupo al que se llamó “Alem” por la simple razón de que su precaria sede se encontraba en un ruinoso edificio de la Av. Alem, entre Lavalle y Tucumán: el dueño nos lo prestaba hasta las elecciones, y luego lo demolería, si es que antes no se desplomaba solo. De esto se habla en otras páginas; aquí sólo diré que lo frecuentaban intelectuales, artistas y gente de la cultura. Un día llegó allí, longilíneo y melenudo, Ariel Ramírez, uno de los tantos visitantes que ofrecían su colaboración a la causa de la UCRI.
Durante los últimos años yo había seguido a los nuevos intérpretes y creadores del folklore, que ya empezaba a refinar sus propuestas artísticas con expresiones muy bellas. Como cualquier rascador de guitarra y cantor aficionado, necesitaba actualizar mi repertorio y ahora me encontraba con temas cada vez más hermosos y estilizados. Había un puñado de creadores que jerarquizaban cada vez más el género, y unos pocos instrumentistas que lo interpretaban con un estupendo nivel. Entre ellos estaba Ariel, uno de los primeros en incorporar el piano a la música folklórica.
Ariel dirigía un pequeño conjunto —un par de guitarristas, él en el piano y alguna voz— con el exclusivo propósito de recorrer los comités de la UCRI entreteniendo al público. Su repertorio era el común porque Ariel era solista, y esto de integrar un grupo era al solo efecto de visitar los comités amigos. El único matiz político de esos pequeños conciertos lo daba con “La Radicala”, una zamba tradicional salteña cuya letra, anónima, remitía a los tiempos de Yrigoyen.
En seguida simpaticé con este santafesino de altísima estatura, voz finita y escondido humor, porque era su admirador sincero. Un par de veces fui a su casa, en Rivadavia, más allá de Flores. Allí participé en varias sesiones de piano, guitarra, charango y lo que fuera. Desde luego, yo también canté, frente a lo cual puso cara de desagrado (la sigue poniendo hoy) y también improvisé el esbozo de algún tema de tono político.
—No tiene sentido que recorras los comités cantando cualquier cosa —le dije una de esas noches. Ni siquiera “La Radicala” es muy útil para nosotros, puesto que Balbín reclama que su partido es el auténticamente radical. ¿No te animás a que yo te escriba alguna letra que los correligionarios puedan tararear después?
Aceptó, y a los pocos días le llevé algunos textos que podían cantarse sobre temas musicales folklóricos muy conocidos. Había una zamba, una milonga con la métrica convencional, un triunfo, un chamamé, una ranchera del tipo de las que cantaba Tita Merello. Debo confesarlo: eran crudamente, groseramente proselitistas. Pero fueron útiles. Incluso se grabaron, con la voz de un chaqueño inolvidable, Raúl Cerruti, y anduvieron en la campaña de constituyentes y luego en la presidencial de febrero de 1958, acompañando el esfuerzo de la UCRI. Lamentablemente no conservo ninguno de esos pequeños discos de pasta en los cuales, aunque no figuraran en la etiqueta nombres de autor, compositor o intérpretes, se escondía el germen de una colaboración que habría de durar más de treinta años y producir medio centenar de temas, algunos de ellos con difusión en el mundo entero.
Me disponía a proseguir con el relato de mi vinculación con Ariel, pero, la verdad sea dicha, no puedo resistir la tentación de reflotar, aunque sólo sea fragmentariamente, algunas de esas composiciones que fueron nuestras burdas armas de persuasión política. Como dije, no tengo ningún disco de los que se grabaron, no sé de nadie que posea alguno, no conservé ningún apunte y por supuesto nunca se editó la partitura o la letra, de modo que sólo recuerdo algunas frases sueltas: bastarán para que el lector establezca la calidad de las composiciones... Pero aunque yazgan en un justísimo olvido, me complace recordarlas porque fueron el fruto de un esfuerzo desinteresado dirigido al triunfo del dirigente en quienes creíamos fervorosamente. Y porque además, componer esos temas y escucharlos después, volcados al disco, constituyeron el comienzo de experiencias que habrían de repetirse muchas veces en los años siguientes, por supuesto que con un nivel artístico muy diferente.
Recuerdo, entonces, que la zamba tenía un aire de profesión de fe: “Del viejo partido de Leandro Alem / militante yo soy / por su gloriosa bandera / la vida entera / gustoso doy...”. Y así seguía. El lector con buen oído será llevado naturalmente por la letra a la melodía tradicional de “La Artillera” que Los Chalchaleros estaban imponiendo por entonces: “El Diecisiete ya va a partir / para Salta se va / no quiero dejarte sola mi negra / porque me has de olvidar”. Del triunfo sólo recuerdo una copla: “Triunfo’e los radicales / triunfo de hermanos / regocijo en los pueblos / americanos”. De la milonga mi memoria rescata el final de una de las décimas: todo el compuesto hablaba de la maravilla que sería el país si triunfaba nuestro candidato y una de las décimas terminaba: “Rebajarán los boletos / el asado y el tintillo / será un asunto sencillo / conseguir un buen laburo / Amigo, yo le aseguro / como dijo Querejeta / que hay que poner la boleta / cien por cien a don Arturo”.
El chamamé, digámoslo modestamente, tenía cierto contenido ideológico. Hablaba de los partidos tradicionales de Corrientes, el Autonomista y el Liberal, con sus respectivas divisas, colorada y azul. Decía: “Con pañuelo de colores / no me joden más a mí / porque el hambre y la miseria / ya no se remedia así”. Y la vuelta afirmaba: “Radical, señor / macho taragüí / como fue mi taitá / y es mi cunumí”. Y seguía: “Que ganen los radicales / y manden los taragüí / voy a prenderle una vela a la Virgen de Itatí”. Lo de “que manden los taragüí” era, por supuesto, una ofrenda al nacimiento de Frondizi en territorio correntino, circunstancia casual que era agitada oportunamente para ganar los votos de la provincia guaraní...
Pero la composición más locamente buscavotos era la ranchera. También en este caso el lector percibirá el eco de las de Francisco Canaro en la década del 30. Recuerdo buena parte de su texto que, como se advertirá, estaba dirigido de la manera menos sutil, más desembozada, al electorado femenino, la gran incógnita política de 1957.
Empezaba presentando la situación: “El muchacho que me gusta / para marido / anteanoche en la tranquera / me ha convencido / que no hay caso de proyecto / matrimonial / mientras no haya un presidente que sea intransigente y que se llame Arturo / mientras no haya un presidente verdaderamente constitucional”. Y seguía la reflexión de la muchacha: “La vida está / para llorar / las cosas suben / hasta las nubes / si a la inflación no la pueden parar yo les juro que hago una barbaridá”. Y ahora, triunfalmente, la propuesta: “Que venga la elección / que suba don Arturo / y entonces mi casorio / ya lo tengo seguro / él va pegarle duro a la puerca inflación / si gana el radicalismo / me caso ahora mismo sin miedo al futuro / ¡ay! que venga don Arturo / o si no me amuro / hasta otra ocasión”.
Y aquí debo detenerme. Pero antes quiero destacar que, como en las composiciones se hablaba siempre de radicalismo (¿con qué puede rimarse “UCRI”?), los que seguían a Illia en 1963 aprovecharon los temas que yo había urdido seis años antes para Frondizi; tenían una ventaja adicional, pues su candidato también se llamaba Arturo...
Para terminar con esto no quiero dejar de evocar algo que pasó el día de la elección de convencionales constituyentes, en julio de 1957. Había terminado la jornada comicial, el famoso “recuento globular”, y los resultados eran desastrosos para Frondizi —en realidad no lo fueron pero en ese momento así pareció. La mayoría de los correligionarios se había retirado del Comité Nacional de la UCRI, en la calle Riobamba, con la muerte en el alma. Por azar, me quedé solo en el despacho de la presidencia, con Frondizi. Es posible que haya podido estar también Nicolás Babini, pero en mi recuerdo me veo solo con Frondizi, mustio y sombrío. El caso es que el locutor de la radio que escuchábamos daba en ese momento los cómputos de Corrientes, donde estábamos ganando. Para levantar el ánimo del jefe, me atreví a deslizar una broma:
—¿Vio, doctor? Éste es el resultado de mi chamamé...
Frondizi hizo un sonido neutral, siguió escuchando un rato más y luego se levantó para irse. Mientras se enfundaba el raído sobretodo color ratón que usaba por entonces, la radio informó sobre las elecciones en la Capital Federal. Ya lo sabíamos: aquí perdíamos fiero. Entonces, mirándome sobre sus anteojos, con ese humor sin gracia que tenía y en ese tono medio tano que le salía en la intimidad, Frondizi barbotó:
—Para la próxima, Luna, ¿por qué no se manda un tanguito?
La etapa de las creaciones político-musicales terminó pronto, pero ya estaba establecida la relación, tanto amistosa como artística, con Ariel. Ese año 57 compusimos dos temas: uno de carácter humorístico y otro de tono romántico. Ambos fueron favorecidos por una larga perduración en el gusto del público.
“Los Bichos” ha sido definida como una “milonga litoral” pues tiene algo de chamarrita. Su argumento es una vieja tradición en la música popular: una reunión de animales. Fue lo primero que hicimos con Ariel en el campo de la creación común, y mi participación fue desde luego la letra, en décimas. Se trata de un baile que arma “una iguana / ayudada por un chancho”. Allí estaban “bichos lindos, bichos fieros / vestidos todos caté” y también una vizcacha y un piojo que “se comían con los ojos / al compás de un chamamé”. Pero el piojo es celoso, amenaza a la vizcacha con su cuchillo, hay una gran pelea hasta que cae “un sapo subcomisario / y un peludo de asistente”. Se hace un juicio: “Se nombraron abogados / a la lechuza y al cuervo / hubo diálogos acerbos / entre los apoderados”. Y finalmente el sapo da su sentencia: se queda con la vizcacha “pa’custodiar su decencia”.
El tema todavía se canta, y ha sido grabado varias veces. Es la única de mis composiciones que me sé de memoria y que puedo cantar sin equivocarme, contrariamente a lo que me ocurre con otras de mi autoría cuyas palabras no recuerdo bien o mezclo lamentablemente. Mi nieto mayor la aprendió a los cuatro años y “Los Bichos” se llama la chacra que tengo en Capilla del Señor. Desde luego, es un tema menor, un divertimento apenas. Pero es lo primero que hizo la dupla Ariel Ramírez-Félix Luna y por cierto, cada vez que la vuelvo a cantar o que la escucho en la voz de un solista o un conjunto, una sonrisa aparece espontáneamente en mi cara y la cara de los que me rodean. Y una creación, cualquiera que sea, que en estos tiempos otorgue una sonrisa a la gente, merece respeto.
La otra creación de 1957 fue, en un principio, sólo mía, por lo que contaré, pero después la compartimos con Ariel. Resulta que en sus conciertos él interpretaba con frecuencia una zamba tradicional catamarqueña que carecía de letra: se la conocía como “La chuschalita”; aclaro que la palabra, de origen quechua, viene a significar una muchacha de pelo cortito. Un día Ariel me sugirió que escribiera una letra para dar contenido poético a esa melodía anónima. Ya andaba muy enamorado de una niña (después, mi esposa) que vivía o al menos pasaba mucho tiempo en su pueblo natal, Aimogasta, la aldea riojana de los seculares olivos. Escribí entonces un poema de nostalgia y regreso; su originalidad residía en que se usaba el trato de “Usted”, que en el interior es habitual cuando los enamorados hablan entre ellos: “Yo no sé / si podrá / esta zamba llegar a usted...”
Hablaba en los versos de “el pueblito donde la dejé”, mentaba a “la niña de los ojos color de olivo”, anunciaba que iría allá “en mensajerías de luna y sueño” y aseguraba ser un “romero de amor”, un peregrino de amor. Era una poesía simple y tierna, expresiva de todo lo que sentía sobre el objeto de mis desvelos, aquella niña “carita de sombra” de la que tenía “nostalgias de piel y de voz”. Los versos, por otra parte, calzaban a la perfección en la melodía y el ritmo de “La Chuschalita”. Pero cuando Ariel la escuchó, me dijo algo que entonces creí era una forma elegante de decirme que no le gustaba:
—Son demasiado hermosas esas palabras para una melodía ajena. Yo voy a componerle una música especial.
Pasaron unos pocos años. Yo vivía en Montevideo con la niña de los ojos color de olivo y nuestra pequeña hija Florencia, cuando llegó Ariel para dar un concierto en el SODRE. En cuanto me vio, me dijo:
—Te tengo una sorpresa.
Y en el primer piano que encontró me presentó la nueva música de la “Zamba de Usted”. Me encantó, por supuesto, pero no hablaré de la melodía de Ariel porque todo el mundo la recuerda. Fue un éxito sostenido y me cuentan que en las provincias del Noroeste, la “Zamba de Usted” forma parte obligada de cualquier serenata que se respete... Y es algo más: una especie de divisoria de aguas en materia de gustos. Porque a quienes elogian mis composiciones suelo preguntarles cuál les gusta más, la “Zamba de Usted” o “Alfonsina y el mar”. Según lo que me responden, catalogo a mi interlocutor. Pero también hay gente a quienes les gusta igualmente las dos zambas. Y yo soy uno de ellos.
De modo que, cuando volví a Buenos Aires en 1962, clausurada ya mi experiencia diplomática en Suiza y Uruguay, yo tenía cierta idea de lo que es el oficio de letrista. Esta palabra, letrista, dice poco; pero menos todavía dice “parolier” (“palabrero”) o “author of the lyrics” (“autor de las líricas”) con que franceses e ingleses denominan respectivamente esta aptitud de verbalizar temas musicales. Se trata de una habilidad que no siempre tiene que ver con la poesía y yo siempre he distinguido entre estas dos formas de creación, la del poeta y la del letrista, porque el primero es totalmente libre en sus posibilidades expresivas mientras que el segundo está condicionado por una melodía, un tiempo finito, un género musical y hasta un eventual intérprete. Se trata, pues, de una habilidad que requiere cierta maña. Por otra parte, una letra puede ser poética y puede no serlo, pero siempre debe formar un ajustado ensemble con la melodía. Además, hay una condición previa que es insoslayable: entre compositor y autor, entre melodista y letrista, debe haber un respeto y hasta diría una admiración recíproca; si no existe este sentimiento, la dupla no funciona.
Pero todo esto lo fui aprendiendo después. Cuando regresé de mi experiencia diplomática y volví a Buenos Aires, mi actividad de letrista se limitaba a los dos temas que de los que hablé, además de las canciones de la campaña de Frondizi, ya olvidadas. Creo que entre 1962 y 1964 tratamos de componer algunas cosas con Ariel, pero por alguna razón estos intentos no prosperaron. Nos veíamos con alguna frecuencia en su casa de la calle Ciudad de la Paz, al lado de ese puente por donde el tranvía 31 pasaba raudamente hacia el centro. Íbamos, mi mujer y yo, a reunirnos con el matrimonio Ramírez, y siempre había otros amigos. Se hacían tertulias muy divertidas y por supuesto abundaba el piano y a veces la guitarra.
Una noche de septiembre de 1964 me encontraba en el diario Clarín cuando recibí un llamado telefónico de Ariel.
—Necesito verte con urgencia. ¿No podés venirte?
Terminé mis cosas y me largué a su casa. Ariel me explicó el problema: estaba terminando de componer una misa inspirada en la “Misa Luba”, el éxito mundial de ese año. Pero los temas litúrgicos no alcanzaban a completar un long-play. Pensaba llenar el disco con cinco o seis villancicos y con esta intención recurría a mí. Tiempo después me enteré de que era a Miguel Brascó a quien le había pedido colaboración; eran íntimos amigos y Miguel les había puesto letra a algunos temas de Ariel. Pero carecía del sentimiento religioso que debía transmitir, y después de varios intentos fallidos liberó a Ariel de su compromiso.
Era como la una de la mañana y yo estaba todo lo cansado que puede estar un periodista que entró a trabajar a las seis de la tarde. Pero esa noche era noche de milagros. Todos los recuerdos del colegio de monjas de mis primeros grados, las memorias de una religión que mi madre y mis hermanas me habían hecho vivir intensamente durante mi infancia, una vibración espiritual que nunca dejé de sentir aunque no sea un católico practicante, esa emoción estética que transmiten los ritos y las ceremonias que tantas veces presencié y en las que participé, todo eso afloró repentina y arrolladoramente en aquel momento.
Le dije a Ariel que, mejor que varios villancicos, lo que teníamos que elaborar era un retablo criollo; trasladar a nuestra tierra el misterio universal de la Navidad, poner los episodios evangélicos que rodean la Encarnación en clave de leyenda telúrica con situaciones, personajes y lenguaje nuestros. Y los paneles de ese retablo, que se llamaría Navidad Nuestra (lo dije de entrada con total seguridad), serían la Anunciación, la Peregrinación de José y María, el Nacimiento, la Adoración de los Pastores y la de los Reyes Magos y, finalmente, la Huida a Egipto.
Cuando recuerdo esa noche, me parece que alguien nos dictaba lo que íbamos haciendo. En el tiempo que transcurrió entre mi llegada y la madrugada, cuando volví a mi casa, quedó definida la obra en su totalidad y virtualmente terminadas cuatro o cinco de las seis que la integrarían. Todo fue saliendo con una rapidez y una facilidad increíbles, como si nos hubiéramos preparado durante años para esa creación. Casi sin necesidad de hablar se esbozaban los temas.
—La peregrinación de José y María tiene que ser una huella —decía yo—, porque transmite una soledad y una lejanía como las de esa pareja que busca un cobijo donde pueda ampararse.
—Bueno, pero la huella tradicional tiene una melodía invariable y muy conocida —replicaba Ariel, indeciso.
—Componé otra sobre la misma estructura...
—¿Te parece?
Y no terminaba de decir esto cuando dibujó en el teclado la línea musical de “La Peregrinación” que ha recorrido el mundo y hasta tuvo el honor de ser plagiada en Francia, donde se la conoció como “alouette”.
—Y el Nacimiento, ¿cómo podrías hacerlo?
—Tiene que ser la gran canción de Navidad argentina —decía Ariel—, como “Noche de Paz” o “Jingle Bells” o “Navidad Blanca”...
Y empezaba a esbozar la vidala catamarqueña que es “El Nacimiento”.
—¿La Adoración de los Pastores? Ya está: pondremos al Niño en Aimogasta, vendrán a adorarlo de Pinchas y Chuquis, de Aminga y San Pedro, de Arauco y Pomán, y voy a hacer intervenir a mi amigo don Julio Romero, para que preste sus caballos, los mejores del pueblo. Ariel, no tenés más que imaginar una chaya, una típica chaya riojana, y la letra te la tengo lista en un rato, o mañana a más tardar. Y los Reyes Magos no le van a regalar incienso, oro y mirra, sino arrope, miel y un poncho...
Es curioso cómo surgen los elementos creativos en ciertos momentos. Hablábamos de “La Anunciación”, que sería un chamamé: venía bien, entonces, algo en guaraní, idioma que por supuesto ignoro. Pero en ese instante apareció desde el fondo de mi memoria una coplita que papá, que pasó su adolescencia en Corrientes, solía canturrear. Y entonces incorporé un par de palabras de aquella cancioncita: “mamó parehó”, que quiere decir “de dónde venís”. Y así quedó “mamó parehó angelito / que tan contento te vienes vos”.
“Navidad Nuestra” fue surgiendo con excitación y naturalidad, alegremente, como si lo único que hiciéramos fuera desbrozar de nuestra imaginación todo lo que estuviera ocultando melodías y poemas instalados allí desde siempre: sacábamos malezas y aparecían completos, perfectos, esos temas que trasladábamos rápidamente al papel o al piano. Ciertamente, fue una noche prodigiosa, y lo más raro consiste en que ni Ariel ni yo nos dimos cuenta entonces de lo que estábamos haciendo; él creía que estaba completando una obra que necesitaba para llenar las dos caras de un disco long-play, y yo salí de allí con la idea de que le había solucionado un problema. No percibimos la real dimensión de una elaboración musical y poética que —no voy a ser falsamente modesto— forma parte inseparable de lo mejor de la cultura argentina.
Pocas semanas después se grabaron la “Misa Criolla” y la “Navidad Nuestra”, pues Philips tenía apuro por presentar el disco antes de fin de año. Yo estuve presente en algunos ensayos y en casi todas las grabaciones. A medida que escuchaba las voces de Los Fronterizos, con su rara coloratura, mientras el clave pulsado por Ariel aportaba ese noble sonido que lo distingue, cuando el coro magistralmente dirigido por el padre Segade enriquecía la línea melódica, iba percibiendo que asistía al nacimiento de una obra de excepcional calidad, algo que habría de exceder el propósito primitivo de sus creadores e intérpretes, para proyectarse a terrenos superiores del arte. Una de las últimas noches salíamos del estudio de grabación, en Córdoba entre Maipú y Florida. De pronto, con una convicción que a mí mismo me asombró, dije:
—No sé si se dan cuenta de que la “Misa Criolla” y la “Navidad Nuestra” recorrerán el mundo. Serán un éxito en todos los continentes y por muchos años esta obra habrá de perdurar. Todavía no tenemos noción del increíble fenómeno que será esto que estamos haciendo...
¿Necesito decir que así fue? No voy a recordar todo lo que significó la alianza de esas melodías, esas palabras, esas voces y esos instrumentos que en los primeros días de diciembre de 1964 apareció en un disco con aquella carátula sobria, de color morado, que pronto conocieron millones de personas en el mundo entero.
Este éxito tuvo un solo aspecto negativo: nos transmitió la impresión, al menos a mí, de que cuando el tema nos es familiar, caro a nuestro espíritu, la elaboración musical y poética debe ser tan fácil como lo había sido esta que ahora estaba triunfando en todas partes. Pero no es así. Alguna vez ocurre un prodigio como el que Ariel y yo vivimos aquella noche de septiembre de 1964, pero en general el trabajo de compositor y autor en recíproca colaboración es arduo. Grato, pero arduo. Más aún, cuando uno y otro, como era nuestro caso, se imponen el máximo de cuidado: nada de lugares comunes, nada de frases mal acentuadas (“el pásado que añoro” se convirtió en una frase clave, un código entre Ariel y yo), nada de concesiones fáciles ni de demagogia. No basta amar lo que se hace: además, hay que trabajarlo como un orfebre trabaja su joya. La ilusión de que componer es fácil en determinadas condiciones pronto se disipó. Sobre todo cuando encaramos un tema que yo le propuse a Ariel poco después de la Misa: “Los Caudillos”.
Aclaración indispensable para seguir adelante: si súbitamente se me pregunta por mi profesión, lo primero que diré será “historiador”. Jamás diré “abogado” y mucho menos, “letrista”. He dedicado mucho tiempo a escribir letras para ilustrar temas musicales, pero nunca podré verme como un letrista profesional: sí, en cambio, como un historiador profesional. En otras páginas cuento esto, pero en el punto de mi relato en que me hallo debo recordar el momento en que el oficio del historiador y el de letrista se mezclaron y se acompañaron mutuamente.
Yo estaba preparando por entonces un libro que sería una evocación de cinco personajes de la historia rioplatense, cinco caudillos de recia personalidad: Artigas, Ramírez, Quiroga, el Chacho y Felipe Varela. Los motivos de esta obra se exponen en otras páginas pero aquí señalo que mientras trabajaba sobre ellos advertía que el material era demasiado rico y en algunos casos demasiado poético para que se agotara en un libro de historia. La romántica muerte de Pancho Ramírez, la asociación de Varela con la “Zamba de Vargas”, ¡había tantos aspectos que reclamaban ese tratamiento libre y sugestivo que sólo puede ofrecer la creación poética y musical! Es cierto que todas estas figuras habían tenido un mal final: el exilio, el asesinato, la derrota, pero así nomás era su historia y finalmente el país también se hizo con los vencidos. Esto era algo que queríamos decir en ese comedio de la década del 60, atravesada de tantas divisiones entre argentinos.
De modo que la idea de hacer “Los Caudillos” en disco, paralelamente a “Los Caudillos” en libro, se instaló en mi espíritu cada vez con más fuerza desde principios de 1965. Varias veces conversé con Ariel sobre esto hasta que lo persuadí; su manera de decir que aceptaba trabajar en “Los Caudillos” fue componer la bellísima melodía de “Ramírez, el caudillo enamorado”... Tal vez el éxito de la Misa nos hacía desdeñar el tema aislado, esa zambita o esa chacarerita que eran, sin embargo, la fuerza del gran auge del folklore que entonces se vivía. A ambos nos seducía, en cambio, la gran obra con un tema único. Pero como en el caso de la Misa faltaba completar con otros personajes el long-play que haríamos, pues con cinco no alcanzaba; resolvimos entonces agregar a Güemes, Rosas y Alem. El salteño entraba perfecto en esta galería, no así el Restaurador o el fundador del radicalismo, que no emparejaban mucho con los otros personajes pero tenían a su favor el hecho de ser figuras muy conocidas.
Dije antes que éste fue el momento en que los oficios de historiador y de letrista se juntaron. Fue así, en efecto, pues decidí que la imaginación poética no debía distorsionar en esta obra la verdad histórica. Trataría de no inventar nada; que cada uno de los temas fuera un medallón históricamente inatacable. Esta determinación, un tributo a mi compromiso de historiador, hizo más exigido mi trabajo y me aparejó esfuerzos suplementarios.
Un solo ejemplo: el tema de Artigas era tratado en forma de milonga rioplatense, con cuartetas octosílabas rimadas en consonante. Es una forma difícil, casi una compadrada, porque decir algo en solo cuatro frases, cada una de apenas ocho sílabas, que además deben rimar en a-b-b-a, es todo un desafío. Sin embargo, mis coplas iban saliendo poco a poco, relatando sobre la música ya compuesta la saga del caudillo oriental. Un día escribo redondamente: “Y él que ‘con la libertá/ ni ofendo —dijo— ni temo’ / acompañao de un moreno / rumbo al destierro se va”.
¡Era linda la copla! Repetía textualmente una de las más famosas frases de Artigas y contraponía su tono casi jactancioso con la visión desdichada del inminente exilio. Pero ¿y el moreno? Me era indispensable para la rima, pero mi escrúpulo de historiador me formulaba un insoslayable interrogante: ¿había existido el tal moreno? La lógica y mi olfato de historiador me decían que sí: que un jefe como Artigas debía de haber tenido a sus órdenes un asistente fidelísimo que lo habría seguido a donde fuere; y generalmente esos leales servidores eran negros o mulatos. Todo esto me decía yo mientras la bendita copla lucía impecable en el papel. Pero ¿sería verdad?
Me puse a leer todo lo que disponía sobre ese momento dramático de la vida de Artigas, cuando abandonado o traicionado por los suyos se interna en el Paraguay, donde moriría olvidado treinta años después. Ningún autor daba mayores detalles. Estaba dispuesto a tirar la bendita copla al canasto, con harto dolor, cuando en una recopilación documental de varios tomos, ordenada por el gob