Yrigoyen

Félix Luna

Fragmento

EL TEMPLARIO DE LA LIBERTAD

Este libro sobre Hipólito Yrigoyen está escrito por alguien que no alcanzó a conocerlo. Tal vez resulte interesante como testimonio de las nuevas promociones argentinas, para que se sepa qué encuentran ellas de permanente en la vida y en la trayectoria del gran americano. Lo hemos escrito, precisamente, pensando en nuestra generación; en aquellos muchachos de hoy que eran niños todavía cuando Yrigoyen dejó de pertenecer físicamente a su pueblo, a fin de que ellos puedan percibir el sentido de su gesta y alentarse con el ejemplo de su empresa. Decía Sarmiento que es en la vida de los grandes hombres donde deben inspirarse los pueblos. Creemos que el recuerdo de la vida de Yrigoyen ha de ser fecundo, porque nos enseñó primordialmente que la existencia sólo cobra plenitud y justificación cuando se la pone al servicio de un gran ideal.

Sucedía que cuando deseábamos saber algo sobre Yrigoyen y acudíamos a lo que sobre él hay escrito, topábamos con panegíricos elementales o bárbaras diatribas, por no mentar el novelón pergeñado para éxito de librería. Nosotros hemos querido decir con sencillez lo que sentimos y lo que creemos de este hombre que ocupa con su figura cuarenta densos años de historia argentina. No pretendemos ser imparciales. No podríamos serlo, porque éste es un libro escrito con amor y devoción. Estamos embanderados y de ello nos jactamos; pero somos, sí, fundamentalmente honestos, y creemos que eso basta. Podríamos decir con Bossuet: “Venir a hacerme el neutral o el indiferente por el hecho de estar escribiendo una historia y disimular lo que soy cuando todo el mundo lo sabe y yo me enorgullezco de ello, sería buscar en el lector una ilusión demasiado grosera”.

He aquí, pues, un libro de iniciación, para que se conozca cabalmente la gesta prometeica de este hombre que también quiso arrebatar el fuego sagrado a los señores del universo para iluminar los espíritus y dar calor a los cuerpos de su gente. Relatan las antiguas mitologías que Hipólito, hijo del semidiós Teseo y la amazona Atíope, fue arrojado al mar por unos toros que contra su carro lanzó Poseidón, dios del océano. El océano significa el infinito, aquello inconmensurable contra lo cual la lucha parece insensatez. También este Hipólito nuestro se lanzó con mística locura contra una infinitud de intereses, de odios, de prejuicios, de miserias. Pero el augurio fatídico evocado por el nombre del caudillo parece compensarse poéticamente con el significado de su patronímico —que en idioma vasco es tanto como “Señor de los Altos” o “Dueño de las Regiones Altas”—. Fue Yrigoyen, verdaderamente, dueño de altos dominios: los de la gloria, los del afecto de su pueblo, los del vivir póstumo... Pero él vivió este señorío con resignado fatalismo como si supiera que habría de prevalecer en su destino el trágico hado del héroe griego, vencido por sus poderosos enemigos.

Por eso no supo de descansos ni de treguas. Por eso fue su vida semejante a la de esos frailes-soldados que vestían cota y cargaban espada sobre la estameña monacal y partían sus días entre la oración y la pelea, lanzándose a la conquista de su ideal con la pujanza de sus almas y la fuerza de sus brazos. Esta trabazón de espíritu y materia domeñados al logro de un mismo fin constituye lo más típico de la vida de Yrigoyen. Político sagaz que sabía pulsar acertadamente las fibras más sensibles de su pueblo, era al mismo tiempo un idealista que desdeñaba todo medio indigno, por importancia que tuviera dentro de su plan; un moralista intransigente que posponía triunfos ante los imperativos éticos que orientaban su vida.

Como un templario de los antiguos tiempos, ciñó su existencia a la consecución de su ideal, y una vez que se sintió señalado por el dedo de Dios formuló sus votos, abandonó los halagos del mundo y tomó las órdenes de su sacerdocio laico. Fue realmente un sacerdote por la austeridad monjil de su vida, por la actitud de intérprete de la voluntad divina que asumió ante su pueblo, por el don de la infalibilidad que le atribuyeron sus fieles y la iluminada fe con que lo siguieron. Fue un sacerdote hasta por su lenguaje sibilino y enigmático, incomprensible para los descreídos, pero sugestivo y evocador para los que en él creyeron.

Semejante a la de los iniciados de los viejos misterios, su existencia fue una tremenda tentativa para expresar el sentido de su apostolado, no solamente a un pueblo que no comprendió sino una faz de su emprendimiento, sino (y esto es lo patético) a discípulos que no alcanzaron tal vez a interpretar cabalmente el significado esotérico de su trayectoria.

Errores tuvo y también pecados: pero esto nos ayuda a descubrirlo más humano, más de carne y hueso, y no como lo vieron los contemporáneos que lo siguieron, para quienes fue un enorme interrogante que nunca acertaron a descifrar; un viejo mago dueño de la clave de los enigmas, sabedor de los ritos y las palabras, distante de sus neófitos, dramáticamente incomprendido hasta por sus discípulos dilectos.

Nosotros, en cambio, lo evocamos como un gran clarividente que tuvo la visión sobrecogedora de la verdad de las cosas argentinas y la sensación espantable de ser el elegido para la faena de reordenarlas según su auténtico sentido. Imaginamos el drama interior: su débil rechazo, la confrontación de lo augusto de la misión impuesta con lo precario de los medios disponibles. Luego, la lucha larga, “en la angustia muchas veces, pero siempre también en la certidumbre”, los desengaños, las deserciones, el cansancio, la incomprensión, la indiferencia. Después, mucho después, el triunfo y el estupor ante el hecho inesperado de que no basta llegar a la meta para que todo se transforme, y que lo más difícil es precisamente justificar la victoria con la acción ulterior. Y luego, de nuevo la lucha, la lucha siempre, la lucha con propios y extraños: con éstos para vencerlos o convencerlos, con aquéllos para frenarlos a veces, a veces para impulsarlos. Y así, día tras día, año tras año, entre triunfos y derrotas, hasta que antes de tenderse para el descanso largo confía al discípulo más amado las fórmulas misteriosas y unge su frente con el óleo sagrado.

Tal lo evocamos, Gran Maestre de esa orden cívica que él definió como la “religión civil de los argentinos”. Es que así como la Orden del Temple se fundó para defender el Santo Sepulcro de los ataques de los infieles y mantener expeditas las ratas que llevaban a Tierra Santa, así Hipólito Yrigoyen acaudilló a su pueblo para salvarlo de los ataques de los incrédulos y para mantener seguros y transitables los caminos de su libertad: ¡Caminos de la libertad del pueblo! Libertad política de oligarquías, dictaduras y demagogias; libertad económica de capitalismos voraces, de explotaciones e imperialismos; libertad social de miseria e incultura... He aquí la misión que se impuso este fraile sin hábito, este soldado sin armas: he aquí la Causa ante la cual hizo holocausto de su vida este “alucinado misterioso” que se sintió “símbolo de las proposiciones planteadas”, es decir, encarnación de los anhelos reivindicadores de un pueblo.

Causa permanente ésta, que convoca hoy a todos los que sentimos con honradez el dolor de una Argentina frustrada que él trató de realizar. A éstos, a los más jóvenes, dedico este libro, hagiografía de un santo laico cuyo misterio quisiéramos entregar, como íntimo mensaje, a los argentinos supervivientes, en virtud que sienten todavía la emoción de la República en su pugna secular por realizarse en libertad, en amor, en salud, en alegría y están en la empresa con superado desaliento, en gozosa esperanza “spes gaudentes”, como quería San Pablo.

Septiembre de 1953.

I
EL “CURSUS HONORUM”

1852. Año lleno de presagios.

El 3 de febrero ha caído en las lomas de Caseros el poder de don Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y virtual dictador de la Argentina durante veinte años.

Una nueva atmósfera envuelve la tierra de los argentinos; hay ansias de paz tras las interminables guerras civiles, de trabajo después de esos años de inseguridad. Se desea la fraternidad de vencedores y vencidos, sin odios ni venganzas: y la circunstancia de haber derrotado a Rosas no sus enemigos de siempre sino quien había sido hasta poco antes su lugarteniente contribuyó a que el nuevo régimen se constituyera sin mayores persecuciones.

La organización política de la Nación, tan suspirada, estaba a punto de realizarse: los gobernadores se reúnen para sentar las bases del nuevo orden constitucional.

Año lleno de augurios, éste de 1852 que divide tajantemente dos épocas. El 13 de julio, en una casa del suburbio porteño (Matheu y Rivadavia), nace Hipólito Yrigoyen.1

1

Su padre era un vasco francés honrado y laborioso, que trabajaba en diversas ocupaciones. En un tiempo fue porteador y carrero, pero su especialidad era la de cuidar caballos. No sólo los componía y preparaba, sino que también curaba sus achaques con palabras y fórmulas que sólo él sabía (cualidad ésta que heredó su hijo, el argentino que usó con más habilidad de las palabras como instrumento de acción política). El viejo Yrigoyen fue albéitar durante algún tiempo de Leandro Alen, un almacenero federal muy adicto a Rosas que tenía parejeros en sociedad con el Restaurador, entre ellos un célebre “pico blanco” con el que ambos ganaron en cierta famosa carrera unas leguas de campo en Vicente López.

El vasco, humilde y sin muchas luces pero trabajador y honrado, contrajo matrimonio poco después con la hija de su patrón. La niña pertenecía a una esfera social más elevada que la de su marido: Alen había sido distinguido varias veces por Rosas y siendo joven formó parte de la Mazorca y anduvo en cosas de la policía. Cuando los emigrados unitarios tomaron el gobierno de Buenos Aires, a fines de 1852, el viejo Alen fue procesado con otros rosistas de actuación y fusilado públicamente en la plaza central de Buenos Aires. Su cadáver fue colgado de una horca y exhibido al pueblo varias horas.

Parece definitivamente demostrada la inocencia del abuelo de Yrigoyen en lo que se le imputó. Pero para los enemigos políticos de sus descendientes, Leandro Alem fue siempre el hijo del ahorcado, e Hipólito Yrigoyen, el nieto. La pasión de sus adversarios no se detuvo a verificar la justicia o injusticia de la condena ni permitió la prescripción del estigma. El patíbulo alzado por delitos comunes proyectó su sombra a través de los años, como para oscurecer la estatura de los descendientes del infortunado pulpero de Balvanera.

I

La organización nacional se ve dificultada en su realización: los antiguos emigrados se oponen a que Buenos Aires forme parte de la Confederación Argentina o, por lo menos, a que la integre en las condiciones que pretende el resto del país. Ellos se resisten a entregar a la Nación la aduana, que proporciona pingües rentas a la provincia, así como ceder la ciudad para capital de la Confederación. El puerto significa el control de la economía nacional; la ciudad, la hegemonía política y cultural sobre las demás provincias. Buenos Aires —piensan los antiguos unitarios— quedaría descabezada, y anulada su preponderancia histórica si se efectuaran estos dos traspasos.

Además, el círculo de repatriados ve en Urquiza un eventual imitador de Rosas. Desconfían de su sinceridad y les irrita el desdén con que el caudillo entrerriano trata a la altiva metrópoli del Plata.

Al fin, en setiembre de 1852 estalla el descontento porteño contra Urquiza, y la provincia se constituye en Estado, independiente de la Confederación, aunque sin atreverse a proclamar en forma abierta su absoluta desvinculación con el resto de la nacionalidad.

Las provincias dejan de lado a la hermana díscola y se reúnen en Asamblea Constituyente, sancionando en mayo de 1853 una carta que constituye una inteligente adecuación jurídica a la realidad social y política del país. Tal carácter asegura su idoneidad y perduración: sus casi cien años de vigencia son el mejor elogio de la Constitución de 1853 y de la sabiduría patriótica de sus inspiradores. Luego se elige presidente a Urquiza, y el gobierno nacional se instala en Paraná.

Pero la Confederación arrastra una penosa existencia. Carece de fuentes de recursos, no tiene puerto adecuado para exportar o importar. Se endeuda con empréstitos contratados a bancos brasileños e inunda las provincias con papel moneda que todos rechazan.

A pesar de todo, el presidente Urquiza lucha bravamente por sacar adelante su gobierno. Llama a técnicos extranjeros para estudiar las posibilidades económicas del país, proyecta líneas férreas, funda las primeras colonias con inmigrantes suizos e italianos, hace venir a un plantel de profesores franceses, echa las bases del servicio de correos, nacionaliza la Universidad de Córdoba, impulsa la enseñanza secundaria.

Sabe perfectamente Urquiza que el estado de separación con Buenos Aires no puede subsistir. Realiza, en consecuencia, pacientes negociaciones para lograr el acercamiento, pero la elección de un ultraporteño para gobernador de Buenos Aires las suspende. Ante la imposibilidad de un acuerdo pacífico, el Congreso Nacional autoriza al presidente a incorporar por la fuerza al Estado escindido. Se libra la batalla de Cepeda —octubre de 1859— que sella la derrota del ejército porteño. Acampa Urquiza por segunda vez en su vida frente a la orgullosa ciudad; pero, actuando con magnanimidad, permite que la provincia resuelva en qué forma retornará a la Confederación. La Legislatura porteña acepta la renuncia del intransigente gobernador, y elige en su reemplazo al joven coronel Bartolomé Mitre, ratificando luego el tratado de unión que el presidente y el nuevo gobernador porteño han firmado.

Pero cuando ya la unión nacional parece sólidamente establecida un incidente sangriento ocurrido en San Juan enciende de nuevo la guerra civil. Ahora, sin embargo, el gobierno de la Confederación está trabajado por disidencias internas, y Urquiza, jefe de sus tropas, pelea en Pavón desganadamente. La batalla tiene resultado incierto, y el caudillo entrerriano se retira disgustado a su terruño, mientras el gobierno de Paraná, sin fuerzas para sostenerse, se declara en receso.

Mitre entra entonces en su momento histórico. Recaba la adhesión de las provincias por la persuasión o por la fuerza; proclama “un nuevo orden de cosas”; hace una bandera del cumplimiento de la Constitución de 1853. Algunos caudillos urquicistas del interior intentan resistir y son ferozmente eliminados.

Un año después de Pavón el país estaba pacificado, y Mitre era proclamado presidente de la Nación. A tuertas o a derechas, la unidad nacional se había logrado.

2

Es difícil hacer un relato de la niñez de Yrigoyen. Sólo la infancia de los Delfines tiene cronista; y la dificultad se acentúa en este caso por la extrema reserva que nuestro personaje guardó siempre sobre los detalles íntimos de su vida. Hay tradiciones que coinciden en afirmar que era un niño callado, dócil, más bien retraído. No parecen haber sido sus mocedades aquellas turbulentas, plenas de juegos crueles y varoniles en los que sobresalen los futuros conductores.

El niño crióse exclusivamente dentro del núcleo familiar. Ello facilitó tal vez un contacto más estrecho y permanente con su padre, de quien debió aprender esa tenacidad y constancia que caracteriza a la noble raza euskara.

A los nueve años entra en un colegio de religiosos franceses. Allí estudió un año, para pasar luego a un instituto dirigido por un clérigo español, donde completó su instrucción. Mientras tanto ayuda a su padre en las tareas de su menester; anda entre troperos y cuarteadores, se roza con orilleros y compadritos, ingresa en el mundo raro y ya agonizante del suburbio porteño, con sus tipos característicos y con sus estilos de vida; allí adquiere detalles que conservará toda su vida.

Se dice que trabajó como carrero y como cuarteador: no hay nada seguro sobre esto, ni tiene —desde luego— mayor importancia histórica. Pero lo cierto es que el muchacho sabe, desde niño, de la labor dura y el trabajo honrado, y esto sí tiene alguna importancia porque revela que su característica modalidad —realista, metódica, ordenada— fue el fruto de conocer desde la infancia la responsabilidad de la tarea diaria.

El hecho de que Hipólito trabajara desde niño en esas faenas no debe inducir a creer que su familia estaba en una situación económica precaria. El trabajo perseverante del padre había logrado asegurarles un regular pasar, que permitió a los hermanos —Hipólito, Roque, Martín, Amalia y Marcelina— recibir una educación esmerada. No ocurrió lo propio con los Alen, que quedaron en la mayor pobreza después de la muerte del viejo Leandro. La viuda debió capear la tormenta desarrollando esas industrias domésticas tan características en las viejas familias criollas. Dulces y pasteles salieron de sus manos, costuras y bordados ganados a la noche. Su hijo Leandro recordó muchas veces con emoción la abnegada actividad de la pobre mujer que posibilitó al futuro caudillo los estudios en el colegio y en la Universidad.

Por otra parte, los Alen debieron sufrir más que los Yrigoyen el desdén de la sociedad. En ese duro decenio del ’52 al ’60 Leandro pensó cambiarse el apellido. Un eminente jurisconsulto lo disuadió de ello, pero al menos modificó su grafía, pues desde entonces firmó “Alem” con “m” y no con “n”, como era realmente el patronímico del fusilado. Leandro, diez años mayor que su sobrino, hubo de padecer mucho más penosamente esas pequeñas prolijas persecuciones que suelen ejercer los vencedores sobre los derrotados que han tardado mucho en serlo. No es de extrañar, pues, que su carácter fuera modelándose triste, huraño, impulsivo, sensible.

Así, cuando Urquiza se aprestaba por primera vez a incorporar Buenos Aires a la Confederación, Leandro abandona su casa —¡tiene apenas 17 años!— y se une a su ejército. Va a luchar contra la orgullosa sociedad porteña que lo señala con el dedo, contra el gobernador que ha sido presidente de la Cámara de Justicia que confirmó la sentencia de su padre... Y el muchacho pelea bravamente en Cepeda y tiene parte en el triunfo nacional sobre la provincia disidente. Pero cuando lo de Pavón, Alem ya no se siente extraño a su ciudad. Se lo estima en diversos círculos y gradualmente el pasado tiende a olvidarse. Entonces su fibra porteña reacciona ante la posibilidad de un menoscabo a la autonomía de su pago y, abandonando de nuevo a los suyos, parte con las tropas que comanda Mitre a hacer la campaña que habrá de culminar con el derrocamiento del gobierno de la Confederación.

II

Mitre topóse con un quehacer titánico.

Había que gobernar casi millón y medio de habitantes diseminados a través de un millón de kilómetros cuadrados, en un territorio devastado por las guerras, y cuyas poblaciones estaban separadas por distancias enormes y enconos no menos grandes. Al Sur, ocupando las tierras más fértiles de Sudamérica, la indiada, que periódicamente se desataba en malones ávidos sobre las poblaciones de la campaña bonaerense y cordobesa. Flanqueando los lindes del país, el Paraguay, vecino enigmático y amenazante, consolidado en un régimen monolítico de sumisión a sus dictadores vitalicios; el Imperio del Brasil, acechando la oportunidad de intervenir en los codiciados territorios del Plata con su escuadra poderosa o sus bancos usureros, y la Banda Oriental, polvorín de la Argentina por las repercusiones sentimentales y políticas que en el país despertaban sus luchas civiles.

La situación financiera era angustiosa: el gobierno de Paraná había legado un enorme déficit y circulaban en el país tal diversidad de tipos monetarios que dificultaban el intercambio comercial. La salazón de carnes, que había otrora enriquecido a la oligarquía terrateniente amiga de Rosas, estaba en decadencia por falta de mercados. Fuera de las industrias provincianas, poco más que de tipo doméstico por su técnica y vastedad, no había actividad productora, y todo tenía que importarse, hasta los cereales.

Sin embargo, estas dificultades eran pequeñas comparadas con la labor de integración efectiva de la nacionalidad que le aguardaba. La Constitución daba una fórmula perfecta para obtenerla, pero la Nación seguía espiritualmente dividida. Resultaba difícil a las provincias olvidar el egoísmo porteño y los desmanes cometidos cuando sus ejércitos hicieron de ellas regiones provictas al modo romano, uncidas a la urbs todopoderosa. Los viejos caudillos federales que habían colaborado con Urquiza en la organización nacional sólo esperaban la voz de su jefe para alzarse contra Buenos Aires; y el Partido Liberal, fundado por Mitre para respaldar su política, estaba anarquizado por las ambiciones de sus dirigentes y desvalido de todo ambiente en el interior.

La faena, pues, era bien difícil, pero Mitre la acometió con tesón.

Previo a toda empresa de gobierno era menester dar una Capital a la Nación. Y Mitre, que tanto había luchado en los cuerpos legislativos y en los campos de batalla para que su ciudad no fuera federalizada, presenta como presidente un proyecto al Congreso Nacional por el que se declararía capital de la Nación precisamente a Buenos Aires. La iniciativa no prosperó, debido a la oposición de una fracción del Partido Liberal en la que se destacó como dirigente el doctor Adolfo Alsina, quien desde entonces se separó del tronco común para constituir el Partido Autonomista. Las autoridades nacionales, empero, siguieron residiendo en Buenos Aires, en virtud de una ley sancionada en lugar del proyecto de Mitre por la que el gobierno de la provincia admitía provisionalmente al de la Nación como huésped hasta que la cuestión se arreglara definitivamente.

La unificación de los diversos signos monetarios en circulación se realizó reduciendo a oro los billetes de la Confederación y los de las provincias que los habían emitido e imponiendo paulatinamente el papel moneda porteño, de gran aceptación. La Nación tomó a su cargo la deuda flotante con la banca inglesa, que venía desde tiempos de Rivadavia, como la dejada por el gobierno de la Confederación y el de la provincia de Buenos Aires. A su vez, cumpliendo el precepto constitucional que tanta resistencia había despertado entre los porteños, las rentas de la aduana y otros rubros que hasta entonces explotaba Buenos Aires ingresaron definitivamente al erario nacional.

La construcción de los ferrocarriles, pretendida panacea de todos los males que padecía el país, mereció la atención del gobierno de Mitre. Quinientos kilómetros de vías se colocaron durante su período. Las concesiones y privilegios obtenidos por las empresas fueron extraordinariamente generosos. A algunas el gobierno les otorgó un porcentaje de garantía. A otras las eximió de prestar caución pecuniaria o se comprometió a no intervenir las tarifas mientras las ganancias no excedieran cierto límite máximo. Pero en esa época el afán de progreso —el afán de instalar aquellas cosas que ellos creían era el progreso— urgía a los gobernantes, y cualquier condición impuesta por los que venían, en su concepto, a traerlo parecía razonable.

Después de sofocar con dureza las últimas rebeldías de las montoneras del interior —que convulsionaron durante 1862 y 1863 todo el norte y el oeste argentinos, llegando a ocupar Córdoba, la segunda ciudad de la República— Mitre trató de ganarse la confianza de las provincias. Les hizo votar subsidios, auxilió a familias de La Rioja y San Juan que habían quedado en la indigencia después de la guerra y trató de engrosar su partido en el interior, esforzándose en todo momento por suavizar las asperezas que los conflictos pasados habían dejado subsistentes.

A través de su actuación gubernativa Mitre reveló poseer grandes condiciones de estadista. Enérgico al par que dúctil, capaz de dominar los grandes problemas sin descuidar los pequeños detalles, Mitre fue el hombre llamado a forjar la unión espiritual del país. No la obtuvo totalmente, pero ello es lógico, porque los errores y los odios acumulados durante medio siglo no podían olvidarse en seis años.

Sin embargo, su presidencia hubiera podido ser de resonancias decisivas en la modelación política del país de no haber sucedido un acontecimiento que interrumpió toda su obra: la guerra con el Paraguay.

3

Leandro e Hipólito congenian, pese a su diferencia de edad. El sobrino admira al tío, impetuoso y corajudo, que ha intervenido en dos campañas militares, estudia Derecho y es poeta. A Alem le llama la atención la seriedad y la tenacidad del hijo de su hermana. Ambos son sensibles y soñadores, y están ligados por el triste sino del antecesor ejecutado. Leandro actúa siempre en pose de hermano mayor, protegiendo y enseñando al adolescente, que va completando lentamente sus estudios secundarios. Hipólito se emplea en una tienda, luego en una empresa de tranvías y en un estudio jurídico. Estas tareas le roban tiempo y se retrasa en el colegio, donde su tío enseña filosofía para ganarse unos pesos.

Leandro, en cambio, es buen estudiante, de inteligencia despierta y facilidad para retener y exponer. En la Facultad de Derecho tiene amigos, y poco a poco se va disipando el prejuicio con que algunos compañeros lo habían mirado al principio. Él no hace nada para simpatizar con ellos; es demasiado altivo para buscar amistades, pero no faltan condiscípulos que se sienten atraídos por este extraño muchacho, siempre melancólico, siempre en actitud defensiva.

Hace versos, poesías donde abundan el amor, la muerte, las lágrimas y los suspiros. En general, no superan el tono ramplón de la época, influida por los últimos ecos del romanticismo. En alguna ocasión aborda el tema cívico: cuando la aventura imperial de Napoleón III en México escribe una oda cantando a la libertad del país hermano del Norte. Otra vez, a Montevideo, ensangrentada en las eternas guerras civiles de divisas. Pero donde encuentra, siquiera por un momento, su expresión auténtica es en unas bellas cuartetas donde alude veladamente a su destino, a su lucha contra sombras que vienen a perturbar su vida, a la tristeza de su niñez.

En esos tiempos ser poeta era todo un título. Más todavía cuando el poeta era, como Alem, bien plantado, pálido y de ojos negros. En todos lados se hace conocer y querer. En su barrio, la Balvanera bravía mechada de pampa y suburbio, los compadritos lo miran con respeto: saben de su coraje en las guerras civiles y de su naciente prestigio en los comités.

Porque anda en política. Es autonomista. Adolfo Alsina se ha convertido en el ídolo de Buenos Aires. Retacón, largas barbas y voz de trueno, defiende en la Legislatura los derechos locales contra los avances del gobierno nacional. Es violento, bravo hasta la temeridad, insolente, seguro de sí mismo. Se alza contra Mitre, y empieza a gritarle impertinencias debajo mismo de sus narices. Y el pueblo porteño lo aclama. Con Alsina están las gentes del suburbio y el pobrerío urbano, porque el autonomismo es esencialmente popular, es “chusma”, como dicen los respetables mitristas, adictos al gobierno que brinda orden y garantías.

Alem tenía que sentirse necesariamente cómodo en ese partido. Se había criado en la orilla de la ciudad, en la pobreza, junto con todos los humildes que no tenían ideas políticas pero creían en los hombres políticos. ¿Que Alsina era hijo de aquel que pudo haber salvado a su padre y no lo hizo? ¡Qué importaba! Era demasiado noble para acordarse de esto. Y también enronqueció, vivando su nombre. Con él, Hipólito.

III

Desde 1827, época en que la antigua Banda Oriental nació a la vida independiente como consecuencia de la guerra (o mejor dicho, de la paz) entre Brasil y la Argentina, los bandos internos de ambos países habían intervenido siempre en las luchas civiles de las dos márgenes del Plata.

Rosas había apoyado las aspiraciones de Oribe, blanco, y los unitarios auxiliaron a Rivera, colorado. Argentinos y orientales atacaron durante nueve años a Montevideo, que fue defendida por orientales y argentinos. Las líneas de simpatía y de intereses comunes habían persistido a través de Caseros y Pavón, y así como los argentinos habían luchado en la Banda Oriental, a favor de una u otra fracción política, los uruguayos habían servido en los ejércitos de Mitre y Urquiza después de la caída de Rosas.

En 1862 los colorados intentaron desalojar del gobierno a los blancos, desembarcando en la costa oriental al mando de Venancio Flores con la aquiescencia de Mitre y el formal apoyo del Brasil —que trataba de azuzar las disensiones políticas uruguayas para mantener el papel de árbitro que venía jugando desde 1821—. Los colorados atacaron primeramente Paysandú con la cooperación de la escuadra brasileña. La destrucción de esta población, tras un mes de asedio, provocó airadas reacciones en la Argentina, que fueron explotadas por los enemigos de Mitre. La prensa opositora acusaba al presidente de traidor por contemplar impasible la destrucción de un pueblo amigo por las siempre odiosas fuerzas del Imperio. (Desde entonces el tema de la “heroica Paysandú” tuvo ecos emotivos en el sentimiento nacional y se prolongó hasta hoy en los cantares de los rapsodas vernáculos.)

Por otra parte, Solano López, dictador del Paraguay, que había puesto a su patria en un temible pie de organización bélica, no podía mirar con indiferencia la intromisión brasileña en los asuntos del Plata, llave de la economía del Paraguay. No dudó entonces López en declarar la guerra al Brasil en noviembre de 1863, y para abrir una brecha en el interrogante argentino prometió ayudar a Urquiza en sus aspiraciones contra Mitre.

Mitre estaba frente a una gran tentación. Las cosas se habían perfilado de tal guisa que ahora tenía a sus tres grandes enemigos —Urquiza, el Partido Blanco y Solano López— en un mismo frente. Con la ayuda del Imperio podía aplastar a los aliados exteriores de Urquiza, debilitando para siempre al caudillo entrerriano. Pero las pocas simpatías con que hubiera podido contar el Imperio en la Argentina se habían enajenado después del ataque a Paysandú, y resultaba aventurado dar un paso tan impopular. La imprudencia de López, empero, dio a Mitre la oportunidad deseada. Ante su negativa al pedido de atravesar territorio argentino para invadir el sur del Brasil, López invadió Corrientes en abril de 1865. La noticia conmovió al pueblo argentino, especialmente a la opinión pública de Buenos Aires, y Mitre pudo declarar la guerra al Paraguay y firmar el Tratado de la Triple Alianza en plena exaltación patriótica.

Mitre pensó que la guerra, fácil y corta, consolidaría la incipiente unidad nacional frente al enemigo común y unificaría el anarquizado frente interno. Urquiza prometió colaborar con el gobierno nacional y cumplió con lealtad su compromiso. Pero la lucha fue larga y penosa, y despertó resistencias en todo el país. Las provincias del noroeste se rebelaron en 1867, levantando como bandera la paz con el Paraguay. Los contingentes reclutados en el interior se desbandaron en varias oportunidades. Estadistas de la talla de Alberdi, Juan María Gutiérrez y Adolfo Alsina —a la sazón gobernador de Buenos Aires— se mostraron contrarios a continuarla.

La guerra contra el Paraguay estuvo a punto de destruir la unidad nacional y brindó un tema muy explotable contra Mitre. Su presidencia terminó en plena lucha, mantenida hasta sus más increíbles posibilidades por el heroísmo del pueblo paraguayo. La victoria no reportó a nuestro país ninguna ventaja territorial ni política.

4

Cuando llega a Buenos Aires la noticia del ataque paraguayo a Corrientes, Alem, que cursa los últimos años de su carrera, se alista como voluntario. Es la tercera vez en sus 23 años que abandona el hogar para defender por las armas un ideal. Su sobrino, que tiene ya 13 años, lo despide con devoción, quizás con secreta envidia.

Alem forma parte de un batallón reclutado entre gente del suburbio porteño. Era uno de los pocos que sabían leer y escribir y el único universitario. Luchó valientemente y siguió haciendo versos. Vio morir en los esteros pestilentes de la selva guaraní a lo más granado de la juventud porteña. Vio batallones enteros masacrados frente a los fortines de Solano López. Vio languidecer tristemente, oscuramente, a centenares de hombres atacados por el tifus, el cólera, la disentería.

Vio la guerra. Y un día entre los días, durante un ataque a Curupaytí, fue herido y debió retornar a Buenos Aires. Un poco más pálido, un poco más flaco, más tristes sus ojos negros y las charreteras de capitán jineteándole los hombros.

Encuentra a la ciudad apasionada con el problema de la sucesión presidencial. Adolfo Alsina aspira a la primera magistratura y desde la gobernación de Buenos Aires trata de barajar posibilidades, pero su candidatura es demasiado local para prosperar en el país. El ministro del Interior, Elizalde, parece ser el hombre que apoya Mitre para su sucesión pero el presidente envía una carta desde el frente de lucha donde proclama su prescindencia en la contienda, y efectivamente cumple su anuncio. Desde su feudo mesopotámico, Urquiza también hace cálculos. Cuenta con los electores de tres o cuatro provincias, pero no bastan; si pudiera conseguir la adhesión de Alsina... Urquiza gestiona con habilidad y logra que Alsina se resigne a integrar la fórmula encabezada por el vencedor de Caseros en aras de la liquidación de la candidatura de Elizalde.

Tal vez ese binomio, Urquiza-Alsina, hubiera sido la gran solución nacional: el artífice de la organización constitucional y campeón de los derechos de las provincias vinculado al paladín de las aspiraciones porteñas. Pero los autonomistas no veían con agrado la voltereta política de su jefe, enemigo acérrimo del caudillo entrerriano hasta ayer, aliado a él ahora a cambio de la vicepresidencia.

En eso se estaba cuando alguien sugiere, casi por broma, el nombre de un sanjuanino, maestro desde su juventud, autor de libros, propulsor de nuevos métodos de educación. Exiliado en Chile durante la tiranía, se había caracterizado por su obsesivo afán de progreso y por su odio a las montoneras. Ahora era ministro en Washington. La nueva candidatura, lanzada al azar sin base sólida, tomó inesperadamente un extraordinario auge. Varios gobernadores se adhieren a ella ante la perspectiva de que un provinciano presida la Nación. Alsina mismo comprende que es más lógico apoyar a ésta que a la de Urquiza, su enemigo de siempre. Elizalde, desprestigiado por su excesiva debilidad ante las exigencias brasileñas y huérfano de padrinazgos oficiales, abandona la lucha. Los sueños de Urquiza se desvanecen.

Con la adhesión de Alsina, que pasa sin mayores escrúpulos a encaramarse al segundo término del nuevo binomio, la elección queda definida. Y así, como dice Ricardo Rojas, por “gracia y milagro del espíritu”, en esta forma “misteriosa, o al menos inexplicable”, fue elegido presidente de los argentinos Domingo Faustino Sarmiento.

Alem apoyó esta fórmula con todo entusiasmo. Sarmiento, autodidacto, luchador, recio carácter, no podía menos que atraerlo.

Cuando pasó la efervescencia política volvió a dedicarse con ahínco a sus estudios. Adolfo Alsina en la vicepresidencia era para el joven autonomista una ancha oportunidad para iniciar su carrera, y no podía demorar su graduación.

En 1869 se recibe, por fin, de abogado. Cuenta ya con 27 años densamente vividos y un envidiable prestigio de soldado, buen poeta y fogoso orador. El nombre de Leandro Alem no evoca ya recuerdos dolorosos. Ahora va precedido del título de “Doctor”, esa credencial que es casi imprescindible —lo mismo que el generalato— para actuar con éxito en la vida cívica de esos revueltos tiempos sudamericanos.

Se ha instalado con su madre y con su sobrino en una casa ubicada más cerca del centro. Hipólito ha abandonado la casa paterna. Posiblemente haya ocurrido algún conflicto con su padre. Vasco, el uno, hijo de vasco el otro, ninguno ha querido ceder, e Hipólito decide vivir con su admirado Leandro, que le consigue un empleo supernumerario en una oficina nacional.

Porque Alem ya es un personaje de cierta figuración. Se ha incluido su nombre en la lista de candidatos autonomistas a diputados nacionales, pero no logra los sufragios requeridos. En las elecciones de marzo de 1870 tampoco reúne los votos necesarios; en la campaña que precedió a estos comicios Alem y su sobrino han cooperado en la organización de un “club” autonomista, cuyo programa sustenta un principio que luego será fundamental en la prédica de Yrigoyen: el respeto al sufragio popular, tan desvirtuado en aquella época. Al fin, en marzo de 1872, Alem es elegido diputado a la Legislatura de la provincia.

En agosto del mismo año, Hipólito es nombrado comisario de la parroquia de Balvanera. Tiene 20 años de edad. Ya empieza para él su cursus honorum.

IV

Sarmiento llegaba al gobierno sin un partido orgánico que lo respaldara, con la guerra ardiendo todavía y los últimos restos de la montonera correteando el ángulo noroeste del país. Si la labor que había afrontado Mitre fue difícil, la que a él le esperaba no lo era menos.

Sarmiento era de temperamento decidido. “Las cosas hay que hacerlas, aunque salgan mal, pero hay que hacerlas”, solía decir. Tenía un criterio formado sobre la realidad políticosocial del país, y lo había sintetizado en el título de su libro más representativo: Civilización y barbarie. La distinción era tajante, sin términos medios, y sobre esa base emprendió su obra de gobierno.

Barbarie eran las montoneras: él las aplastó implacablemente dondequiera brotaron (“todos los caudillos llevan mi marca”, se jactó después). Barbarie era el desierto: él hizo construir 800 kilómetros de ferrocarril y 5.000 de telégrafo. Barbarie era la ignorancia: había que “educar al soberano”, había que ir a la democracia por la vía de la cultura —la vieja idea que obsesionaba a Mariano Moreno allá por 1810—: él fundó escuelas, importó maestros, organizó la enseñanza, aplicó nuevos métodos educativos. Barbarie era el gaucho, cuya sangre era —según él— “un abono que es preciso hacer útil al país”: él fomentó la inmigración europea y sembró de colonias la pampa mostrenca y vacía. Barbarie era el ejército de línea, con sus jefes hechos únicamente a fuerza de coraje y padecimientos: él fundó el Colegio Militar y la Escuela Naval para que las nuevas camadas de oficiales se fueran modelando sobre normas científicas y disciplinarias. Barbarie era la vetusta legislación colonial: él impuso a libro cerrado el nuevo Código Civil, que significó en su época lo más avanzado en doctrina y técnica jurídica. Barbarie, en fin, era no conocer nuestros propios recursos: él contó cuántos éramos y qué teníamos en el censo general de 1869.

Al principio, la suerte no lo acompañó. Apenas terminada la guerra del Paraguay —marzo de 1870—, antiguos soldados de Urquiza asesinaron al vencedor de Caseros y se apoderaron del gobierno de Entre Ríos. El Presidente sofocó personalmente la sedición, que inquietó durante un año todo el litoral argentino. Coincidió la derrota de los sublevados con los primeros brotes de una tremenda epidemia de fiebre amarilla que azotó Buenos Aires durante los seis primeros meses de 1871, arrojando un saldo de 13.000 muertos y la paralización casi total de la actividad económica.

Pese a estas desgracias, Sarmiento prosiguió su tarea, forcejeando entre palabrotas y trasudores con toda suerte de dificultades. Despertó enconadas resistencias, y su carácter borrascoso no le ayudó, por cierto, a limar asperezas. Acabó por indisponerse con todos: con el vicepresidente Alsina y su partido, en el Congreso, con los promotores de su candidatura.

Pero no en vano el destino ha ido a buscarle. Llevó a buen término su período gubernativo, y al entregar el mando pudo exhibir su obra con orgullo. Trescientos mil inmigrantes habían ingresado al país para entregarle su trabajo y el germen de la futura aleación étnica. 16.000 colonos laboraban 400.000 hectáreas de tierra generosa. El crédito exterior era firme. La renta nacional se había duplicado. Triplicado la red ferroviaria. Cuadruplicado el número de muchachos que estudiaban en los colegios secundarios. El derecho privado estaba codificado ya. Los montoneros estaban exterminados para siempre.

Los que nunca hacen nada jamás se equivocan. La perogrullada viene al caso para justificar los errores de Sarmiento: porque los tuvo, y grandes, grandísimos. El principal, tal vez, fue no haber sabido distinguir con exactitud qué cosas correspondían a cada término de su fórmula dialéctica y, sobre todo, no haber hallado —a la manera hegeliana— la síntesis que pudiera abrazar ambos. Así, muchas veces confundió lo civilizado con lo meramente europeo, y no pocas tachó de bárbaro a lo que era apenas autóctono. Introdujo de este modo en nuestra realidad elementos que nunca llegarían a ser constitutivos de lo nacional y arrancó de raíz otros que, bien orientados, le hubieran dado acentos propios, auténticos.

A ochenta años de distancia es fácil distinguir todas estas cosas; pero en el ardor del entrevero, Sarmiento no tuvo tiempo ni gana ni perspectiva para hacer tales discriminaciones y siguió metiendo su civilización a martillazos, a contrapelo, como con rabia.

Y cuando el magnífico energúmeno terminó su presidencia, el país ya estaba en vías de transformación.

5

A la muerte de la madre de Alem —ocurrida poco después de haber sido éste elegido diputado, en circunstancias que contribuyeron a hacerla aun más dolorosa—, la familia se reagrupó a su alrededor. Él y su hermana Tomasa se instalaron en un caserón amplio y poco confortable, no lejos de sus viejos barrios, junto con sus dos sobrinos, Hipólito y Roque.

Mientras Alem empezaba a ser conocido por su actuación en la Legislatura, su sobrino desempeñaba con toda corrección su cargo de comisario de Balvanera. Pese a su juventud, Hipólito se había hecho respetar bien pronto por todos, sea por su porte grave y reflexivo, sea por su tranquilo coraje, revelado ante gente de mal vivir o ante subordinados que al principio no quisieron tomar muy en serio al joven comisario. El caso es que actuó con firmeza y responsabilidad, y aunque alguna vez pudo dejarse arrebatar por impulsos bien excusables en su edad, su conducta reveló en general un gran equilibrio de espíritu.

Aparentaba más años de los que en realidad tenía. Era muy alto, más que su tío, de complexión robusta aunque no gruesa. Vestía con elegancia y seriedad. Era parco y medido en sus palabras y hablaba con suavidad, casi en un susurro. Lo que aprendió en los cinco años que estuvo allí le fue utilísimo, y él mismo así lo reconoció en alguna oportunidad. No sólo desarrolló facultades innatas hasta entonces no descubiertas, sino que se interiorizó en los métodos policíacos contra los cuales tanto debió luchar más tarde. El arte de vigilar es viejísimo, tan viejo como el de burlar la vigilancia. Durante sus largas andanzas de conspirador Yrigoyen derrotó a los pesquisas que lo asediaban con esas antiquísimas mañas que sucesivas generaciones de pícaros vienen transmitiéndose hace siglos y que él tuvo oportunidad de conocer bien.

Además, el empleo, cómodo y bien remunerado, le permitió proseguir sus estudios. En 1873 se matricula en la Facultad de Derecho, y desde entonces rinde con regularidad sus materias.

A todo esto, Alem agigantaba su estatura. En esos tiempos en que la oratoria lo era todo, como en la antigua Grecia, él hacía gala de una palabra fácil y sugestiva, no florida ni ampulosa sino cortante, seca, desgarrada. La facilidad de su réplica lo hizo temible en la Legislatura, corporación de tanta calidad como el mismo Congreso Nacional. La traza de Alem —tan flaco y pálido como antes, pero luciendo ahora unas negras barbazas que le dan un aire espectral, trágico— es ya popular en Buenos Aires. En su casa, en la Legislatura, en los comités alsinistas, doquiera vaya está rodeado de su séquito. Los diarios mitristas lo empiezan a llamar “el señor de Balvanera”, así como rotulan al autonomismo de “partido de hombres de acción”, en contraposición al de ellos, que es el “del orden y los principios”.

Tío y sobrino piensan, quizá, que el éxito les ha sonreído y les ha dado todo lo que podía darles. No saben que estos largos años no son ni siquiera sus propias vísperas.

V

En los amenes del gobierno de Sarmiento dos candidaturas perfilábanse netamente para la próxima presidencia.

Irremediablemente liquidada a partir de la muerte de Urquiza la vieja corriente federal que había apoyado al caudillo entrerriano, la solución debía darla uno de los dos términos en que estaba dividido el tronco liberal surgido de Pavón. Nacionalistas y autonomistas, Mitre y Alsina aprestáronse a la lucha.

Pero lo mismo que en 1868, estaba escrito que ninguno de los extremos debía triunfar. Nicolás Avellaneda, Ministro de Instrucción Pública, había sondeado sus posibilidades electorales y trabajaba su candidatura hábilmente, sin apuro. Era el más eficaz colaborador de Sarmiento en materia de educación popular, y el gran sanjuanino, próximo a terminar su período sin saber aún si el sucesor continuaría su obra, no trepidó en empujar la candidatura de “Juan, mi discípulo bienamado”, como llamó alguna vez a su ministro. Y un buen día los dos rivales porteños cayeron en cuenta que este tucumano de 36 años, barbas asirias y breve talla contaba con el apoyo de una liga de gobernadores que le aseguraba el triunfo en el próximo Colegio Electoral.

Pero Avellaneda no quería que las provincias prescindieran de su hermana mayor. Tenía muy presente la experiencia de Urquiza, y sabía que Buenos Aires no perdona a quien pasa sobre ella. Trató, pues, de recabar la adhesión de alguno de los dos grandes partidos locales, y al fin logró que Alsina —repitiendo su estratégica retirada de seis años antes— sacrificara su candidatura a cambio del Ministerio de Guerra del futuro gobierno, con vistas a la subsiguiente presidencia.

Con el vuelco autonomista la elección no podía ofrecer dudas. Sin embargo, el Partido Nacional peleó bravamente y pudo triunfar en Buenos Aires, Santiago del Estero y San Juan. Reunido el Colegio Electoral en agosto de 1874, se proclamó presidente a Avellaneda. Las provincias se tomaban una pacífica revancha de Pavón...

Un mes más tarde los mitristas se lanzaron a la revolución, alegando que los comicios habían sido fraudulentos. La revolución fue sofocada en dos meses, y sus dirigentes, procesados y posteriormente amnistiados, incluso Mitre, que había sido condenado a muerte.

Así entró a gobernar Avellaneda: entre fragores revolucionarios y con la economía del país resquebrajada por la especulación y expansión ficticia de los valores, lo que redujo la renta nacional y casi llevó al gobierno a suspender los pagos de la deuda exterior. Pero Avellaneda encaró la situación con firmeza. Anunció que ahorraría “sobre el hambre y la sed del pueblo” y, mediante una inflexible campaña de economías, consiguió que el crédito argentino arrojara un saldo favorable al país por primera vez desde 1852. Además, el déficit presupuestario se redujo a un mínimo, y la red ferroviaria que dejara Sarmiento se duplicó; se inició la exportación de cereales, que luego constituiría la principal fuente de recursos del país, y un cuarto de millón de inmigrantes llegó a nuestras playas.

Esta irrupción de extranjería empezó a prestar al país su fisonomía definitiva. Fue esta época la del afianzamiento del almacenero o el comerciante “gallego” y el chacarero “gringo”. Los aportes inmigratorios engendraron en la campaña una población bastante acriollada, pacífica y laboriosa, mientras Buenos Aires íbase convirtiendo en una capital cada vez más atenta a los ecos del exterior, cada vez más ajena a las grandes cuestiones vernáculas. Correlativamente, el tipo nativo empezó a ser desplazado del ordenamiento económico-social. Fue por estos años cuando apareció el Martín Fierro, clamor angustiado de una raza que asiste a su propia desvalorización humana y presiente su aniquilamiento.

También fue en esta época cuando se resolvió el viejo problema de los indios, que hasta entonces ocupaban la mitad sur de lo que es hoy el territorio del país. Lo fue, por cierto, manu militari, a la manera bíblica. Lo que pomposamente se dio en llamar la “Conquista del Desierto” significó para el gobierno nacional el dominio de 20.000 leguas cuadradas que fortificaron su poder, al pasar a depender directamente de la Nación con exclusión de las provincias colindantes.

La incorporación de estos enormes territorios a la actividad económica está estrechamente vinculada con la política seguida por Avellaneda en materia de tierras públicas.

Poco antes de la campaña contra la indiada, Avellaneda había hecho aprobar su proyecto de ley sobre inmigración y colonización, que propendía a la adjudicación de lotes a cada familia, sobre el modelo del homestead norteamericano. Avellaneda quiso evitar la formación de más latifundios en el país, y pensó que su ley permitiría la instalación de millares de colonos propietarios; pero se equivocó. Expresa Cárcano —clásico historiador de esta materia— que “la colonización indirecta por empresas particulares, produjo el fracaso de la ley”, al caer “en las manos voraces de especuladores que solicitaron millares de leguas sin intención de poblarlas”. Y agrega: “La Ley Avellaneda en manos de un gobierno celoso y previsor, podría perfeccionarse dentro de su mismo mecanismo y haber llenado su objeto [...] pero las administraciones posteriores [...] abrieron las válvulas de las grandes concesiones, rompieron los tornillos de seguridad y [...] la tierra pública se repartió por todo el país, sin conseguir jamás poblarla”. Bien pudo decir Yrigoyen cincuenta años más tarde: “La tierra pública es la piedra de escándalo de toda una época: el país ha sido testigo de su salteamiento”.

Avellaneda llevó adelante todavía las grandes inspiraciones de sus predecesores, pero dejó filtrar corruptelas que luego se harían tremendas. Lenta, pero perceptiblemente, iba apareciendo algo cuya esencia no podía caracterizarse aún, pero que iba precedido por síntomas susceptibles ya de ser señalados. Éstos eran: en lo político, un crecimiento desmedido del poder central, con detrimento de las autonomías provinciales, acompañado de un progresivo falseamiento del sufragio popular; en lo económico, una distribución cada vez más injusta de la riqueza, cuyos instrumentos de producción y reparto se iban adjudicando al capital extranjero o a una minoría privilegiada, y en lo espiritual, un creciente desarraigo de las expresiones de cultura, encandiladas con temas y formas ajenas.

Lenta, pero perceptiblemente, estaba formándose ese conglomerado de intereses, mitos, tabúes, rótulos, falsedades, utopías, grandezas y miserias que Yrigoyen pudo catalogar magistralmente con un solo y definitivo nombre: el Régimen

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