Hombre de gris

Jorge Asís

Fragmento

EL CUÑADÍSIMO

El tercero, Tobías Miller, mantenía el legítimo poder de ser cuñado. Como a Ramón Serrano Suñer, el cuñado del Generalísimo Franco, lo llamaban el Cuñadísimo.

Operador insuperable, un todoterreno del Gobernador. Protagonista permanente de los textos más canallas de Patricio Santo. Era quien recibía los golpes, las bofetadas de los que no se atrevían a atacar frontalmente al Gobernador. Mendocino astuto. Prematuramente encanecido, parecía mayor que el Gobernador pero era cinco años más joven.

El Cuñadísimo se las ingeniaba para conjugar los celos y las desconfianzas. Maneras expresas de la envidia oculta. Generaba el deseo incontenible de ser mantenido a la distancia. Como si se tratara del cuñado más ladino. Ideal para alejarse. Pero se había convertido en una extensión del cuerpo del Gobernador, pretendía formar parte de su cuerpo. Convertirse en una prótesis voluntaria, alojada, al menos, en su pensamiento. “Estaba más cerca del Gobernador que su sombra”, insinuaban, desde la envidia, con irremediable ironía.

La fuente de poder del Cuñadísimo era Bárbara Miller. Debía sistemáticamente reportarse, en secreto, a la hermana. Pero, al mismo tiempo, como debía serle obligadamente fiel al Gobernador, le mentía a la hermana. O le contaba a medias. Cultivaba el sentido selectivo para la omisión. El equilibrio, a veces, era imposible de mantener.

Bárbara Miller de Arredondo, Primera Dama de San Patricio. Doña Bárbara. Por la ocurrencia de Claudio Consistre, el culto de La Voz. Poeta provincial, Claudio se inspiró en la novela del venezolano Rómulo Gallegos. Doña Bárbara. Pronto Patricio Santo también comenzó a llamarla doña Bárbara. El tono burlón siempre mantenía alguna relación con el pecado.

El Cuñadísimo se encontraba fuertemente adherido al grupo dominante. Hacia afuera, pertenecía a la llamada mesa chica. La mesa que, por otra parte, no existía.

Desde la presidencia, Néstor Kirchner, “El Furioso”, les brindaba la gran lección a los gobernadores, los ex colegas que sometía. La mesa del poder era siempre una mesa ratona. Para ser ocupada sólo por uno. El Conductor. El único capacitado para hacer política. Y para hacer, simultáneamente, la caja.

Conocía las cuentas. Los aspectos menos espirituales del poder familiar. La sinuosa acumulación de propiedades. Sabía, sobre todo, de las alcobas clandestinas del Gobernador. De las camas efímeras. Y de las camas que alcanzaban la preocupante continuidad. Como con Romina Perroncino, la hija entregada. Por Perroncino. Sabía de la tendencia inmadura, algo atenuada, de enfiestarse. La tentación de dormirse abrazado a dos mujeres. El Gobernador, en el medio. En la fantasía, le gustaba que se la chuparan. A dos bocas.

En determinadas celebraciones, para neutralizarlo, el Gobernador lo incorporaba al Cuñadísimo. Lo anexaba compulsivamente en la fiesta. En especial durante los viajes. Cuando Cacho Arcadi se encargaba del suministro de los “productos regionales”. La prioritaria responsabilidad de conseguir las mujeres. De relativa discreción, para enaltecer el epílogo de un acto movilizador. Fin de fiesta con otra fiesta.

Después de los aplausos, de los toqueteos, de los abrazos, de las fotografías con los niños alzados. Después del churrasco, sobrevenía para el Gobernador, inagotablemente, en principio, la necesidad de una ducha. Y luego el turno irreparable del polvo.

Con frontal perversidad, durante los viajes, el Gobernador solía integrarlo. Pero el Cuñadísimo se resistía. Una noche decidió enviarle, al cuarto del cuñado Tobías, una botella de Santa Paula, extra brut, con una dama de alquiler. En general, el Gobernador le mandaba el producto regional más imponente. La más inescrupulosamente fiestera. Como la dulce negrita que se hacía llamar Judith. Pendeja dominicana. En su derrotero corporal, se había aposentado en Villa Olcese.

Judith, la dominicana, producto regional de Olcese, tenía instrucciones del Gobernador. Confortarlo al Cuñadísimo, aunque se le resistiera. Hasta el hartazgo.

—Se la va a poner a su nietita, señor Tobías, que siente los calores.

O hasta la humillación. ¿O sucede que al abuelito ya no se le para más? Prefiere dormirse.

Judith tenía la recomendación expresa de ponerle, al “abuelito” Tobías, el dedo adentro. El mayor. Hasta el fondo. Para después, alegremente, contarlo. Incorporada en el jolgorio colectivo.

—No se lo dejaba poner, pero al final al abuelito le gustó. No quería que se lo sacara más —contaba Judith entre carcajadas.

Secretario privado, asistente multiuso. Todoterreno. Portador de celulares. Controlador de la agenda. Podía perfectamente asumir el rol de otro guardaespaldas. Como el maldito alemán. Otro dato a su favor, era el cajero más confiable. Un valijero eficiente. Podía ir a “buscarla”. A “llevarla”. A “repartirla”. Con una bolsa de dinero, en las campañas. Nunca iba a manotear ningún fajo. Pero acumulaba tanto poder informativo que debía cuidarse.

En los raptos de ira contra el marido, o de absurda competencia, doña Bárbara le suplicaba a Tobías que se cuidase. Que no lo sorprendiera ningún accidente fatal. Una caída por las copiosas barrancas que contornean San Patricio capital.

Bárbara temía que lo mataran, al Cuñadísimo, sólo para ocupar su lugar. “Que lo pusieran”, con la venia implícita del Gobernador. Cualquier chofer cordial, como Kippenberger, el Alemán, extraño pesado que procedía de Bahía Blanca y que le respondía ciegamente al Gobernador, con quien mantenía una irritante relación directa. Sin pasar nunca por Tobías.

Militar retirado, hijo de un compañero muerto, el Nabo Kippenberger. Con la aureola, jamás comprobada, de haber sido un duro. Por haber participado en las pateadas represivas de puertas de los setenta. Dato que se tentaba de hacerle llegar, en cuanto pudiera, a un columnista de Página/12. Pero no se atrevía a hacer nada que perjudicara al Gobernador.

TADEO

Listos los focos para las presentaciones. Turno de Rolando Tadeo, el cuarto hombre de confianza. “De lo peorcito que había en plaza”, se autocalificaba. Antihéroe fundamental de la historia argentina contemporánea. Mala palabra. Sujeto del descenso en el desprestigio. Desperdicio.

Trátase del hombre que pudo haber sido grandioso. Llegado a lo más alto. Pero, por una suma de excesos, se desbarrancó. El que estaba para mucho más que militante sobresaliente. Pero que pronto naufragó en la epopeya módicamente triste.

Porque Tadeo estaba preparado para ser Presidente. A principios de los noventa, cuando ambos eran diputados, le dijo al Gobernador:

—Si a Menem le autorizan la reelección, si le sale, seré el primer militante por su continuidad. Si no le sale, estate seguro de que automáticamente soy precandidato a la Presidencia de la Nación. Y vos me vas a acompañar.

¿Quién iba a detener el paso altivo de Tadeo? El ascenso era irresistible.

Caído en desgracia, ahora era el portador social de la peste. La circunstancia le permitía, por su pavorosa inteligencia, manejar cierta manera del poder. Le bastaba con decirle a cualquier oportunista:

—Cuidate conmigo, turrito, porque te elogio. Me largo a hablar bien de vos y te masacro.

II
EL EJE DEL MAL

—Usted cuenta, Gobernador Arredondo, con los atributos indispensables para convertirse en el auténtico Hombre de Gris que vaticinó el profeta.

Con un brote extrañamente idiota de autosatisfacción, el Gobernador contaba lo que le había dicho el Epicureano en la vulgaridad del brindis.

Fue Tadeo quien apodó “El Epicureano” al industrial Clemente Baiocco. Por no decirle “El Putarraco”.

El Hombre de Gris, aquel que nos anunciara el profeta don Benjamín Solari Parravicini. Que supera, en materia de aciertos, al fatalista Michel de Nostradamus. Hay que valorarlo, aunque Solari sea nuestro. Culturalmente nos pertenece.

Al referir el episodio, el Gobernador se dirigía a Tadeo. Al que denominaba “El Eje del Mal”.

Arredondo le exhibía, a Tadeo, su solidaria superioridad. Lo demostraba a través de la protección. Para resolverle los problemas. Con la capacidad para ampararlo.

El Gobernador le admiraba el cinismo, la entereza que mostraba, como Eje del Mal, en la caída. La admiración se entendía como la manera más transparente del afecto.

Antiguo par, el Eje del Mal era el interlocutor privilegiado del Gobernador. El amigo histórico. Testigos recíprocos de las respectivas trayectorias.

Con autoridad, Tadeo estaba habilitado para referirse al crecimiento político del Gobernador. En cambio, el Gobernador podía extenderse, durante horas, entre los detalles que marcaron el estancamiento de Tadeo. Desde la antesala del retroceso. En los momentos evocables de aquella militancia juvenil, cuando Tadeo había sido una suerte de jefe político de Arredondo. Y mantenía, ahora, la influencia, basada en la jerarquía intelectual. En la capacidad analítica que le permitía

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