Estado y Nación al final de los imperios ibéricos

Joao Paulo Pimenta

Fragmento

Prefacio a la primera edición brasileña

El fenómeno nacional, tal como emergió de la revolución burguesa, que identificaba soberanía de la nación con Estado soberano, era un proyecto a ser inventado en América latina. En estas regiones no existían ni burguesías ascendentes dispuestas a aniquilar las viejas instituciones que obstruían su acceso a la hegemonía en el interior de las formaciones sociales, que prefiguraban mercados nacionales; ni noblezas amenazadas en sus libertades tradicionales y supremacías, que pudieran identificar la defensa de éstas con el interés de la nación, entendida esta última como un conjunto diferenciado de derechos; ni tampoco se vislumbraban, dentro de este universo, alianzas de clase capaces de combinar, de forma variada, las matrices básicas anteriormente referidas.

Ese es el tema principal de este libro, el cual está en estrecha sintonía con el interés creciente por la cuestión nacional, fenómeno político en torno del cual, y tal como lo ha señalado Benedict Anderson, no existe un consenso analítico debido a la dificultad para conciliar su universalidad con su necesaria particularidad concreta. En cuanto a esto último, vale recordar que viene de lejos el acuerdo entre los estudiosos de los Estados nacionales sobre el hecho de que se trata de construcciones políticas cuyo paradigma emergió de la profunda crisis que abarcó al universo europeo, revolucionándolo. Pero, precisamente por haberse asumido que las naciones en cuyo nombre esos Estados ganaron forma y contenido fueron el resultado, cada una a su manera, de complejas trayectorias humanas, configurando procesos irreductibles a un único modelo matricial, resulta extraño el entrañado desinterés de los investigadores por la variante latinoamericana de dicho proceso en las obras que, en la actualidad, orientan el renovado empeño en el estudio de la formación de las naciones contemporáneas, reconocida por ellos mismos como de carácter universal. La lectura de los influyentes estudios que Ernest Gellner, Eric Hobsbawm, Miroslav Hroch, Anthony Smith o Benedict Anderson le dedicaron al asunto revela claramente dicha actitud. Tan solo el último de ellos se preocupó por incorporar, a su manera, el análisis de lo que ocurrió en la América ibérica entre fines del setecientos y primera mitad del siglo XIX, a través de su modelo explicativo del fenómeno, a pesar de haber considerado que la región se integró orgánicamente al sistema mundial que el capitalismo engendró desde los orígenes de la colonización europea. Si bien periférico, o inclusive por serlo, el espacio político americano —colonial y, por lo tanto, subordinado— precedió a Europa en la demostración práctica de la factibilidad de la supresión del viejo orden, que era considerado indestructible. Y cuando se generalizó la crisis del Antiguo Régimen, también fue en América que surgió la institución del mayor conjunto de Estados referidos a la idea de nación.

Se trató, como bien lo sabemos, de un proceso errático, cargado de contradicciones, avances y retrocesos, pues para los hombres que vivieron la disolución de los imperios ibéricos en América, el impacto de la crisis no se dio de modo uniforme, sino bajo diferentes percepciones que se tradujeron en proyectos políticos divergentes, cada uno de ellos exponiendo, con mayor o menor nitidez, el esbozo de la comunidad humana cuyo futuro se proyectaba. De ahí deriva que a los proyectos futuristas les correspondiesen otras tantas definiciones de Estado, ciudadanía, condiciones de inclusión y exclusión, modelos de lealtad y criterios de adhesión, cada uno de ellos describiendo elementos del pacto que se consideraba como el más adecuado para transformar las diferentes comunidades en una nación.

Es dentro de ese terreno, delimitado por el concepto de crisis en los términos de los magistrales estudios de Fernando Novais, que João Paulo Pimenta desarrolla su análisis sobre la invención de lo nacional dentro del espacio rioplatense, en el conflictivo espejo de los imperios ibéricos en América y, con el colapso de las estructuras políticas coloniales preexistentes, de los nuevos Estados que los sucedieron. De cara a una historia marcada por la pluralidad de alternativas contradictorias entre sí, su estudio enfrenta la lógica común subyacente a una diversidad que las canónicas historias nacionales, sean brasileñas, argentinas o uruguayas, más que desdeñar ignoraron por completo. Esta opción metodológica, en directa conexión con el rechazo al anacronismo inherente al “mito de los orígenes”, tal como lo recomienda la apropiada lectura de José Carlos Chiaramonte, le permitió moverse con seguridad en medio del enmarañado de permanencias y cambios en el interior de aquella crisis, para transformar en conocimiento histórico revigorizado lo que, para los contemporáneos, se presentaba como algo próximo al caos.

Esta demostración de enormes posibilidades abiertas para una historia política capaz de quebrar el círculo vicioso de las reflexiones convencionales, manifiesta tal vez el mayor mérito de este libro inaugural, que reúne la osadía en el tratamiento del universo de las subjetividades, los proyectos de futuro y las identidades colectivas, con el estricto rigor analítico de lo que antiguamente se conocía como objetividad. De este modo, todos nosotros, sus lectores, salimos enriquecidos por lo que en él se revela, y por lo que demuestra sobre la vitalidad de la nueva generación de historiadores brasileños.

István Jancsó

São Paulo, junio de 2002.

Introducción

Este libro estudia la disolución de los imperios ibéricos en América y los primeros vislumbres de lo que serán algunos de los Estados nacionales modernos en la región rioplatense, en un período en el cual los imperios aún no habían desaparecido por completo de los horizontes políticos imaginables por los hombres y las mujeres de la época, ni tampoco se habían establecido definitivamente las soluciones políticas opuestas a estos últimos. 1808 fue el marco inicial de la investigación, año crucial para ambas metrópolis. En la portuguesa, la instalación de la sede máxima de poder político en los territorios americanos, precipitó una serie de desdoblamientos responsables por la particularidad de su trayectoria de disolución de las relaciones entre la metrópoli y las colonias —en relación a lo que se estaba desarrollando dentro del ámbito hispánico—. Fenómenos tales como la creación de una capital imperial americana, la apertura de los puertos coloniales hacia los mercados extranjeros, el surgimiento de la prensa escrita, la política externa “americanista” de la Corte portuguesa, y la elevación del Brasil a condición de Reino, equivalente a Portugal y Algarve, al mismo tiempo que, en un plano inmediato, reforzaron el orden monárquico portugués y le garantizaron cierta sobrevivencia, profundizaron la crisis general del sistema del cual formaban parte. Ya en el mundo hispánico, la situación de los reyes españoles, la formación de una junta central de gobierno y la proliferación de nuevos espacios de ejercicio del poder político soberano y autónomo en todo el imperio tuvieron un efecto opuesto al que en corto plazo obtuvo Portugal: la apertura, durante la primera década del siglo XIX, de un camino de sangrientas luchas que culminaron en las independencias. Alrededor de 1828, punto final de la investigación, este proceso se hizo irreversible, conteniendo en él mismo muchos de los elementos definitorios de los futuros Estados nacionales. En este último punto, curiosamente, al final de la guerra ocurrida entre el Imperio del Brasil y el gobierno de Buenos Aires —de la cual surgió la República Oriental del Uruguay— la ex colonia portuguesa estaba adelantada en relación a las repúblicas hispanoamericanas, es decir, más cerca de la estabilidad política conquistada a duras penas.

En sintonía con una tendencia mundial observada durante los últimos treinta años, la historiografía brasileña se ha dedicado cada vez más al estudio del problema nacional. El tema, después de un período de considerable ostracismo en el cual enfrentó una gran desconfianza por parte de los medios académicos brasileños, resurge en el panorama actual acompañando una creciente especialización en los abordajes temáticos. De este modo en el Brasil, la búsqueda de una comprensión de problemas relativos a lo nacional ha avanzado de un modo aparentemente difuso, con reflexiones que a primera vista se muestran inconexas entre sí, pero que han surgido como resultado de la apertura de varios frentes de investigación, configuradores de un conjunto bastante promisorio, aunque embrionario.

A diferencia de lo que ocurrió durante la primera mitad del siglo XX, cuando la reflexión crítica sobre lo nacional brasileño se centralizó fundamentalmente en las contribuciones originales, y bastante personales, de intelectuales como Capistrano de Abreu, Caio Prado Júnior, Sérgio Buarque de Holanda y Gilberto Freyre, entre otros,1 el actual movimiento se está alimentando, sobre todo, de la dimensión colectiva construida por las contribuciones monográficas. Menos ambiciosos en sus propósitos generales y más restrictos en sus recortes temáticos, los nuevos estudios practican un uso de fuentes primarias difícilmente realizado por trabajos de carácter más panorámico. Volviéndose hacia situaciones, espacios y períodos históricos de los más variados, que van desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta los años más recientes de la historia del Brasil, lo nacional se ha revelado en los análisis de ideas, proyectos políticos, conflictos sociales, instituciones, artefactos culturales, representaciones, discursos, estructuras jurídicas y económicas, flujos mercantiles, etc., llevadas a cabo por historiadores, sociólogos, antropólogos, filósofos, juristas, geógrafos, lingüistas, economistas o científicos políticos. A su vez, dicha pluralidad de especialistas involucrados en el estudio de problemas particulares que se entrecruzan, al mismo tiempo que refuerza la dimensión colectiva de la reflexión actual sobre la cuestión nacional, llama la atención sobre una tendencia hacia las prácticas interdisciplinarias.

Esta última observación no deriva, evidentemente, en un conjunto homogéneo de propósitos y, menos aún, asociado en su totalidad con la cuestión nacional. Observándolo en su variedad se percibe que apenas una parte específica de esta totalidad, una producción historiográfica reciente ha conseguido establecer un puente con las obras fundadoras anteriormente citadas. Fueron éstas las que definieron un estadio de discusión con respecto a la formación del Brasil moderno en términos de su herencia colonial, o sea, plantearon incisivamente el problema de las rupturas y las continuidades entre el “Brasil colonial” y el “Brasil independiente”. Y al hacerlo, inclusive en líneas generales, muy pertinentemente le imprimieron al proceso de independencia el carácter de haber sido un período peculiar en la intersección de dos mundos —el del Antiguo Régimen y el del orden político nacional moderno— bastante diferentes entre sí, de modo que el resurgimiento del interés, por parte de los investigadores brasileños, en la cuestión nacional, forma parte también de una “rehabilitación” historiográfica del período independentista.2

El presente estudio surgió dentro de ese contexto. Tratando de comprender la ruptura política entre el Brasil y Portugal con un abordaje que considerase su debida complejidad y superando su carácter episódico, el trabajo intentó encuadrarse dentro de una unidad histórico-geográfica que, si bien es fundamental para su comprensión, aún resulta poco considerada por los historiadores: el mundo iberoamericano. Si en la América portuguesa las tres primeras décadas del siglo XIX fueron de una intensa transformación en todos los niveles de la vida social, con una dinámica de conflictos e interacciones entre nuevas y viejas formas políticas de las cuales, y de forma gradual, fueron emergiendo las principales características de las que posteriormente serían las soluciones predominantes, en Hispanoamérica la situación no se presentó radicalmente diferente, y no es casual que estos dos grandes procesos, si bien específicos en sus concreciones, se encontrasen, influyesen y autodeterminasen a tal punto que pudieran llegar a ser confundidos en ciertas situaciones. Dentro de la coyuntura de crisis general del Antiguo Régimen, desdoblada en la crisis del sistema colonial,3 fue en la región del Río de la Plata que los mecanismos de dicha interacción resultaron más visibles, al punto de llegar a representar un espacio político en cuya unidad internacional está su propia historicidad.

En la interpretación de estos procesos, y bajo la óptica de la cuestión nacional, se encuentra el núcleo del enigma que pretendemos ayudar a develar, al considerar la transformación estructural de las entidades políticas como asociada y determinada por un cambio igualmente radical en las formas de referencia e identificación colectivas.4 Estado y nación: he aquí las dos palabras clave y los dos fenómenos diferentes que orientaron su construcción y que fueron capturados en el interior de discursos y proyectos políticos coexistentes, muchas veces contrarios entre sí, y de cuyo enfrentamiento ha resultado la propia mecánica del proceso en general. Al luchar por mantener el orden vigente, por reformarlo o por superarlo, los hombres involucrados en dicho juego político invariablemente vincularon proyectos de Estados y de naciones a una necesaria redefinición de espacios de jurisdicción de poder, en función de los cuales serían diseñados los nuevos territorios. Es por ello que, en el presente estudio, el territorio es, simultáneamente, una idea y una realidad que organiza y le confiere sentido al Estado y a la nación.5

Durante la Edad Moderna europea, la concentración del poder político en la esfera de una organización estatal unitaria reiteraba permanentemente la base territorial del ejercicio de este poder por parte de las monarquías, motivo por el cual estas formaciones se diferenciaban, en su esencia, de las organizaciones eminentemente feudales.6 Desde el punto de vista del establecimiento de espacios de jurisdicción, los territorios de estos Estados eran considerados patrimonios del soberano, sufriendo constantes rediseños por parte de las prácticas que acarreaban una conjunción, típica del Antiguo Régimen, entre la esfera política y la económica: empresas coloniales, guerras, acuerdos de paz, matrimonios dinásticos, en suma, dominios perdidos y ganados. Estructurados social y jurídicamente en los términos contractuales de prescripción de las desigualdades entre los estamentos, las sociedades sobre las cuales dichos Estados ejercían su poder encontraban su punto de cohesión en la dinastía, a través de la figura del monarca y de la práctica del vasallaje, lo cual implicaba que la configuración de la base territorial de los lazos existentes entre el monarca y sus súbditos fuese bastante irregular: como el ejercicio del poder político monárquico —pulverizado, delegado y, raramente, directo— se practicaba a través de una lógica de avances y retrocesos organizado desde el centro de dicho poder, la territorialidad de estos Estados era, muchas veces, geográficamente discontinua.

No se configuraban Estados nacionales pues, como bien lo ha destacado Anderson, “las concepciones ideológicas de ‘nacionalismo’ eran ajenas a la naturaleza más íntima del absolutismo”.7 La propia idea de nación, dominante en el universo mental de inicios de la Europa moderna, poseía un sentido ausente de connotaciones políticas: comunidades étnicamente singulares a las que hombres y mujeres pertenecerían por nacimiento. Dentro de un proceso de múltiples facetas, desde el siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, nación se tornará también una referencia política. Cuando el Estado (conjunto de la monarquía) empieza a reivindicar para sí una unidad y una centralidad de poderes por sobre los cuerpos políticos ya existentes, comenzará a ser identificado como nación, o sea, como una comunidad formada por todos los grupos sociales sujetos a él, en la condición de súbditos de un mismo monarca.8

Dentro de esta perspectiva se insertaban las colonias portuguesas y españolas de América, desdoblamientos de los imperios ibéricos en el proceso de mundialización de la economía europea: dominios del monarca, extensiones administrativas del Estado metropolitano, aunque desempeñando un papel económico peculiar dentro de la lógica del capitalismo en expansión. Es por ello que, hasta los primeros años del siglo XIX, la “nación portuguesa” y la “nación española”, entendidas como grupos de comunidades bajo la égida de sus respectivas monarquías, aún continuaban siendo las referencias de pertenencia más inclusivas dentro del conjunto de los territorios imperiales.9

Siendo estos Estados estructurados políticamente sobre una desigualdad social reconocida como legítima, la novedad de la “nación contrato” del siglo XVIII no implicó, al menos en el corto plazo, una ruptura con el orden vigente. La introducción de una referencia colectiva asentada sobre un contrato entre hombres “libres” e “iguales” resultó justamente en la reafirmación de las condiciones existentes para la “libertad” y la “igualdad”, es decir, la posibilidad de ejercer privilegios desiguales. Pero la obra llevada a cabo por las revoluciones burguesas introdujo en el universo político occidental la idea de un Estado que establecía sus bases sobre una nueva estructura social o sea, —y esa será la novedad—, una nueva concepción de lo que era la nación.

La simultánea transformación del Estado y de la nación fue concomitante con la propia crisis y superación del Antiguo Régimen en Europa. Desde entonces, las trayectorias históricas de estos dos fenómenos, si bien diferentes, fueron progresivamente convergentes, resultando en lo que comúnmente se llama Estado nacional moderno: dentro de esta nueva forma de organización política, el ejercicio de la soberanía no será más un atributo del monarca o del jefe de Estado, sino de la nación, de la colectividad formada por nuevas condiciones pactistas entre los hombres.

La diferencia fundamental entre la territorialidad de los Estados del Antiguo Régimen y la de los Estados nacionales radica en que, en estos últimos, el ejercicio de la soberanía impersonal se conjuga con la necesidad de control total de una economía centralizada (ausencia de monopolios, existencia de mercados internos unificados, etc.), de lo que se deduce la necesidad de cerrar la acción del Estado a través de fronteras continuas y debidamente establecidas, evitando al máximo las variaciones territoriales, tan familiares a la política del Antiguo Régimen. Dentro de esta nueva fórmula, el territorio es tanto el sostén físico de la existencia del Estado como el de la nación. Del mismo modo en que lo ha señalado Hobsbawm, “la ecuación nación = Estado = pueblo y, especialmente, pueblo soberano, vinculó indudablemente la nación al territorio, pues la estructura y la definición de los Estados eran ahora esencialmente territoriales”.10

La calificación de dos tipos de formación territorial completamente diferentes desacreditaría de antemano cualquier intento de establecimiento de una continuidad histórica directa entre ambos. De esta manera, y para nuestro caso en particular, el “territorio colonial”, por principio, es diferente de “territorio nacional”. Sin embargo, esta afirmación se mostró ausente durante mucho tiempo en la historiografía americanista sobre las independencias y la formación de los Estados nacionales. En el trío Estado-naciónterritorio, el primer elemento resulta más claramente diferenciable durante los dos extensos períodos pre y pos revolucionarios, aspecto éste en el que los investigadores casi siempre estuvieron de acuerdo: antes del siglo XIX, la América ibérica estaba incorporada a los Estados imperiales portugués y español y fue solamente con la ruptura de éstos que pudieron formarse los Estados nacionales independientes. No obstante, con el anhelo de establecer una continuidad entre los dos períodos, y en la búsqueda de una supuesta antigüedad, en las ideologías nacionalistas del siglo XIX la nación fue comúnmente considerada preexistente, o sea, ya durante los siglos XVI, XVII y XVIII habrían existido las naciones “brasileña”, “argentina” y “uruguaya”, como mínimo, en gestación. Dentro de esta línea argumentativa, excelentemente criticada en las últimas décadas por varios autores,11 el territorio nos ofrece un singular ingrediente: aceptando la posibilidad de configurar una línea de coincidencias entre los territorios del “Brasil colonial” y del “Brasil independiente”, entre el Virreinato del Río de la Plata y la Argentina, entre una de las partes de este Virreinato y el Uruguay, linajes historiográficos brasileños, argentinos y uruguayos se encargaron de conferirle también a los territorios nacionales, una existencia o una configuración prenacional embrionaria. La crítica a esta historiografía esencialmente anacrónica ofreció una primera motivación para el presente estudio. Un análisis del “mito de los orígenes”, enfatizando principalmente la cuestión territorial, configuró los pasos iniciales de la investigación, formando la primera parte de este libro (“La desconstrucción”), compuesta por los capítulos 1 y 2.

Mientras tanto, la riqueza de la crítica historiográfica para el “mito de los orígenes” se ha visto cada vez más rejuvenecida con las posibilidades que ella misma abrió, de real envergadura, en la comprensión de lo que las historiografías nacionales tanto contribuyeron para ofuscar: los mecanismos generales y las modalidades específicas de superación del Antiguo Régimen en espacios coloniales, determinando no solamente las rupturas sino también y, sobre todo, las continuidades en relación con el viejo orden, cruciales en la inmediata constitución de los Estados nacionales americanos. Actualmente, la magnitud de la empresa política llevada a cabo por los hombres y las mujeres en la América de las primeras décadas del siglo XIX no se discute; pero las formas a través de las cuales se concretó, sí. El deseo de contribuir con algunos elementos que ayuden en el avance de estas cuestiones motivó una investigación empírica, presentada y analizada en la segunda parte de esta obra (“La construcción”), que abarca los capítulos 3, 4, 5 y 6.

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