El laberinto

Manuel Mujica Lainez

Fragmento

“Tus casos falaces, Fortuna, cantamos...”

Juan de Mena, Laberinto de Fortuna

PROLOGUETE

En esta aldea barrosa o polvorosa, según la ira de las estaciones, cuyos únicos buenos aires circulan por su nombre de engolada vanidad, me pongo ahora a ensayar la ordenación de mis recuerdos, de mis aventuras, venturas y desventuras. Quien me lea, aprenderá que la antipatía del Destino le concedió a la parte amarga un peso muchísimo mayor que a la dulce.

¿Por qué escribo, entonces? ¿Por desgarrar heridas viejas, de fracasos, y observar cómo fluye en ellas todavía, en lo profundo, el antiguo humor doliente? ¿Procedo a manera de aquel que se frota un miembro hace días golpeado, y experimenta una extraña voluptuosidad, mientras siente renacer, bajo la epidermis, el cosquilleo de la pena? Sé que lo necesito. Tal vez necesito recuperar lo que con los años voy perdiendo y que prevalece sobre las aflicciones, inseparables suyas: la Ilusión, esa bella, altiva o ingenua Ilusión que fue la antorcha de mi vida, en medio de la bruma, y que el Tiempo cruel sopla y apaga. De ilusiones vivimos, demasiado lo entendí. Y yo gocé el privilegio de que la Ilusión, desde que abrí los ojos, fuese mi nodriza. Hoy, saturado de ancianidad, me percato de que me esquiva, de que no anda conmigo ya, radiante, como en mi juventud. Su fuego me falta y su ausencia entorpece mi cuerpo frío. Quizás escriba para ver si de este modo, atizando cenizas en pos de una brasa, logro recobrar, como un diamante caído en el rescoldo, la chispa que alimentó mis grandes sueños.

Y no me importa no dominar la ciencia del escribir. No me alcanzaron las horas para afilar la pluma, como a ciertos ingenios célebres que tuve la honra de frecuentar, y lo que de niño coseché se me extravió en la larga ruta. Pero presiento que si algo valen estos papeles manoseados, alguien los descubrirá en el correr de las centurias; alguien acudirá a raspar, pulir, suplir, interlinear y engordar flaquezas, y a infundirles así la claridad y la robustez de que carecen. Acaso, en esta misma ciudad de los aires nada buenos, cuando ya no sea, por obra de los siglos, encogida y débil, sino fuerte y ancha, aparecerá un espíritu curioso, mezcla de albañil y de poeta, y resolverá que los papelotes del soldado Ginés de Silva, limpiados, afirmados y dotados del justo y moderno capitel, merecen transformarse y levantarse con la elegancia de armónicas columnas.

Además, toda experiencia es útil: si no para aplicarla, pues en la práctica la de los otros para nada sirve, y apenas, apenas si nos sirve la propia, por lo menos servirá de diversión y entretenimiento, ya que no existe conjurador del tedio más eficaz que la lectura de las desgracias de un semejante. El hombre ¡ay! se nutre del hombre. El hombre es la hiena del hombre, o el lobo del hombre: ya lo dijo Plauto. Aquí me entrego a su devoradora pasión. Sentado cómodamente, junto a la lumbre, junto a la ventana, rico de los beneficios, que le otorgará el progreso, paladeará el que me lea, por contraste, los beneficios de una momentánea paz. Alzará del texto los ojos, los fijará en la estufa o en el paisaje, beberá un sorbo de vino, y apreciará la maravilla de su estado, mientras yo me debato en el forcejeo evocador de mil penurias. Le ruego que brinde ese vaso de vino a la memoria de Ginés de Silva, el que tantos trabajos padeció, quién sabe si porque la Providencia quería que, de esa suerte, distrajera a un lector remoto de sus íntimos y solitarios pesares, que todos los tenemos.

Cuando me narró la historia del Laberinto de su Creta natal, el pintor Dominico Greco añadió que la vida de cada uno de nosotros es un Laberinto también. En sus vericuetos, nos acecha el Minotauro de la decepción. Luchamos con él, le escapamos y tornamos a caer en su abrazo inexorable, hasta que sucumbimos por fin. Por eso titulé a mis folios El Laberinto, y lo excusará el poeta Juan de Mena, que así denominó a su viaje por los siete círculos planetarios, pero la verdad, como me insistió el Greco, es que cada uno de nosotros posee su propio Laberinto, y éste sólo mío es.

A esta altura del Prologuete —que con exceso extendí, por lo que te pido disculpas, Lector— alguno planeará abandonar mi libro en su pórtico, pensando que únicamente lo forma la melancolía de las malandanzas, porque hay quienes buscan en la lectura, además del refocilo que causa el ajeno infortunio, la ocasión de desarrugar el ceño, dilatar los labios en sutil sonrisa y aun conseguir la franca risa higiénica que provocan el disparate y lo cómico. Yo le aseguro que asimismo encontrará en mis páginas ocasiones de solaz jubiloso, puesto que la trama de la vida, como la de los tapices, está hecha de hilos multicolores, y ninguna hay, por la gracia de Dios, tan negra que en ella no se mezcle, aquí y allá, la luz de una fresca flor perdida.

Y con lo que va, Lector, de ti me despido, deseándote mejor suerte y sin atreverme a desearte menos ilusiones que las que conmovieron, encendieron y maltrataron a tu devoto y siempre, siempre iluso.

Ginés de Silva

En la Santísima Trinidad de los Buenos Aires

PRIMERA PARTE

I
LA CASA DE LA CALLE DEL HOMBRE DE PALO

Has de saber, tú que me lees, quizá desdeñoso, pues eres almirante o generalísimo y yo, simple soldado (a condición de que los almirantes y los generalísimos me lean), que vi la luz en la Imperial Toledo. En esto no envidio a nadie insignias ni diplomas, porque pese a haber recorrido mundo y a haber gastado los ojos en las crónicas de viajeros elocuentes, sé que en el mundo no existe lugar más bello y noble, para que en él nos alumbre, entre llantos, la primera claridad. Lo mío acaeció el 10 de agosto de 1572, día de San Lorenzo mártir, junto al claustro de nuestra Iglesia Catedral, casi dentro de ella y en la calle que la bordea y que suelen llamar del Hombre de Palo.

Desde el comienzo, me familiaricé con el prodigio. La calle adeuda su nombre a un monstruo mecánico al cual dicen que albergó hasta que cumplí trece años, y que, según afirmaban algunos (entre ellos mi buen amigo el escultor Juan Bautista Monegro), la seguía habitando todavía cuando yo era mozo, pero ya sin mostrarse. Lo habría fabricado un hombre singular, Juanelo Turriano, venido de Italia, que en aquella misma calle vivía, ese que construyó, cerca del puente de Alcántara, el complejo artificio destinado a surtir de agua a la población, subiéndola del Tajo, y que sirvió de tan poco. Bajo dicho puente estaba —yo la conocí— la casita desde la cual Turriano vigilaba su ineficaz acueducto.

Cuentan que el mencionado ingenio piamontés, acompañante en Yuste del Emperador, quien lo admiraba mucho, ideó un muñeco de traza y estatura humanas, movido por relojerías sutiles, que iba y venía de su casa a la arzobispal, en busca de la merienda. Repito que jamás lo vi, pero una noche invernal de mi niñez, a eso de las ocho, al volver en la oscuridad y el hielo, medio a los tropezones y guiándome por la memoria, de la casa del señor Dominico Greco, cuando enfilé la curva de la calle del Hombre de Palo, me alcanzó el tiempo justo para meterme en un portal y no tropezar con un bulto que por allá descendía. Escuché, eso sí, latiéndome desordenadamente el corazón, un seco, duro golpeteo, como de zapatones de madera, y horrorizado me juré que el autómata inventado por Juanelo andaba de ronda. Luego que pasó, a punto de rozarme, sin que yo lo viese, y luego de añorar las pupilas de los gatos que me hubiesen permitido agujerear la tiniebla, corrí al refugio de nuestro caserón, eludiendo como pude, pues estaba ciego, las vasijas de aguas menores e inmundicias que vaciaban de la altura. Recuerdo que en aquella época el Greco pintaba el retrato del rey loco, y que yo lo ayudaba hasta tarde, haciéndole de modelo para el muchacho y descostrándole los pinceles, de modo que tendría unos doce años. A partir de entonces, cada vez que un acontecimiento grave se aproxima, en lo largo de mi existencia, torno a oír aquel golpeteo anunciador de riesgos, que me parece el latir del reloj del Destino, y llamo a esas ocasiones peligrosas las de andar con pies de palo, ya que no con pies de plomo. El escultor Monegro, a quien al respecto consulté, indagó el caso en el libro “Interpretación de los Sueños”, de Artemidoro de Éfeso, que el Greco en su biblioteca tenía, mas nada encontró, y para consolarme me señaló que gozar de tales avisos es ser un privilegiado, pues lo corriente es que la desgracia se desate sobre nosotros como tormenta de estío o como riego de escupidera desde ventana, de súbito, sin anticipo de pregón.

Era nuestra casa tan vieja y ruinosa que, después de la muerte de mi padre, la derribaron. Poseía una fachada digna, señoril, a la que mi progenitor, no bien la alquiló, le hizo añadir, autorizado tras ásperas discusiones por su dueño, una tosca y majestuosa muestra del escudo de los Silva, sobre la puerta principal. Afianzáronla encima de una saliente o cornisa y la sujetaron con clavos gruesos, de modo que la piedra se pudiese quitar, cuando la mudanza de residencia lo hiciese necesario. De tal suerte quedó proclamado a la faz de Toledo, sin que se lo propusiese mi padre, que nosotros pertenecíamos a la estirpe de los grandes Silvas, pero que eso era algo superficialmente fijo y que en cualquier momento se podía remover.

La casa y mi padre se parecían y ahora explicaré por qué motivo. Tenía Don Diego de Silva, que tal fue el nombre de quien me engendró, un exterior hidalgo, aristocrático, de antigua alcurnia, como su casa. Sus maneras solemnes y cuidadas, cada uno de sus delicados gestos, el sobrio luto de su traje, la cadena de plata que el cuello le ceñía, traían a la memoria la manifiesta arquitectura del casón de la calle del Hombre de Palo, que era también, por pétreo, altanero, tenebroso, compuesto y preclaro, un diminuto esquema de castillo, pero transmitía, en el dibujo de las ventanas y dinteles y especialmente en la pompa de su heráldica, cierta elegancia de corte, como de reverencia o besamanos o qué sé yo de qué solariega urbanidad. Después de cruzar el portal cubierto y de avistar el patio rodeado de arquería, entrábase en el estrado, tendido con un tapiz aún respetable, maguer las polillas, enorgullecido por un bargueño de taracea, no obstante las añadiduras, y calentado, por un brasero luciente. Don Diego recibía allí a sus ex amigos. Allí, en el hojear de pergaminos y ejecutorias, transcurrían sus días morosos. Nadie, absolutamente nadie, con la única e ineludible excepción de mi padre, mi tía Soledad Castracani, mi hermano Felipe, la Signora Burano, la esclava Zulema, el paje Alfonso y yo, avanzó nunca más allá de esa habitación de aparato. El resto, los cuartos y cuartos gélidos y vacíos, provistos, aquí y allá, de náufragas cujas mezquinas, en las que sólo nuestra juventud, la austeridad paterna, la santidad mundana de mi tía Castracani y la resignación de los servidores, conseguían mal dormir, se esfumaba a la vista de los demás, como inexistente, o como si lo ocultase la trabazón de telarañas que tejía doquier sus nieblas grises. Y en todo ello, asimismo, la casa era semejante a Don Diego de Silva, porque mi padre, si opulento y vanidoso en lo exterior, como su casa, era en lo interno, como ella, repobre y precisado de restauraciones. De haberse atrevido alguno a insinuárselo, hubiese recibido en pago un lógico bofetón, y por otra parte, jamás lo hubiera creído Don Diego, pues disponía de tal caudal de orgullo y era tanta su miopía, que no veía la miseria que lo circundaba, y para él la casa empezaba y concluía en el estrado, lo mismo que, a su entender, el empaque evidente de su físico debía actuar como espléndido pasaporte para los de afuera, y dar por irreales sus penurias recónditas. Más de una vez me he dicho, cuando escruté los escondrijos de mi propia alma, que de él había heredado, ya que no otra cosa, la máquina de la ilusión, de la tutelar e inquebrantable fantasía, que impulsó mis pasos por el mundo.

Sí, mi padre fue un iluso, un quimerista. La doble fuerza del amor a lo ficticio y de la soberbia permanente, sostuvo su fragilidad y secundó su extraña lucha con los años adversos. De no haber contado con ese par de muletas, seguro estoy de que, en edad temprana, se hubiese ahorcado, sujetando el nudo corredizo al león coronado de su escudo.

Atormentó a mi infancia su hambruna por que le otorgasen el hábito de la Orden de Santiago, como si él y sus vástagos no sufriésemos otras hambres menos simbólicas. Soñaba con poder coser en su jubón la cruz roja en forma de espada, la espadilla, cual otros sueñan con tener en los brazos una hembra o mucho oro, o como yo soñé con desnudar el secreto de la Ciudad de los Césares. En esto diferimos. Nunca comprendí su ansiedad y él no hubiese comprendido la mía. Dijérase que llevaba aquella daga de Santiago Apóstol, adorno de próceres —que al fin y a la postre es un trozo de género— clavada en el corazón, y que le urgía arrancársela de allí y colocársela sobre la ropa, tinta aún en su sangre, para que todos la mirasen y alabasen. Los misterios de la arrogancia son tan insondables como los del amor, y por más que me empeciné no me salí con la mía de escoltarlo en su tortuoso Laberinto, que si a algo fue similar es a un via crucis sembrado de cruces de lienzo. Don Diego recorrió sin Cireneo el camino de su calvario, cayendo y levantándose, bebiendo acá la hiel del menosprecio y de la indiferencia, desgarrándose allí con los lanzazos y espinas de las postergaciones, y llevando su cruz no a cuestas sino en la imaginación anhelosa. Esa cruz, esa lámpara escarlata, clarificaba sus noches y sus días. Me pregunto qué hubiera sido de él, desprovisto de aquella meta brillante, en el desconsuelo de la casa del Hombre de Palo. Bastó ella para conferirle un sentido a su vida opaca y para brindarle la prerrogativa de un laberinto de lujo feudal. En su nombre y en el de los míos, agradezco a Don Fernando II de León, quien, me refirió mi padre, estableció la orden cuatro siglos atrás, para defender de los ataques musulmanes a los peregrinos que visitaban el sepulcro de Compostela. Los peregrinos no requerían ya esa protección, y la cruz santiaguista iluminaba sin dar batalla los palacios, las tertulias y los campamentos de España, de Italia, de Flandes y del mundo allende el mar. Bendita sea su fatuidad de trapo, por lo que atañe a Don Diego de Silva, su empedernido cazador, que si no hubiera existido, hubiesen debido improvisarla para él.

En dos palancas asentaba mi padre la máquina de su pretensión: en su actividad en la derrota de la isla de los Gelves y en los méritos de sus mayores. Consideremos el vigor de ambas virtudes.

A menudo escuché la versión paterna del desastre de los Gelves, que tuvo lugar doce años antes de que yo surgiese en Toledo y cuando el señor de Silva frisaba los veinte. Lo imposible de distinguir es si el mal que allí contrajo y que minó sus entrañas para el resto de su enferma vida, tuvo por origen las comidas carroñosas con cuyas raciones lo rellenó la avaricia de los contratistas genoveses, o —pero ésta es sospecha mía— los feos regalos de Venus que le transfirió alguna de las señoras participantes de los bailes de máscaras, que el Gran Maestre de Malta ofrecía a los hidalgos de la cosmopolita tripulación, para distraer su ocio y aplacar su inquietud. A veces maldecía al Duque de Medinaceli, Virrey de Sicilia, jefe de la expedición contra la isla ocupada por el Turco; a veces a Don Juan de Mendoza, General de las Galeras de España, que en una lo condujo, trémulo de ambición, hasta Mesina, donde se convocaron las flotas, y en ese puerto lo abandonó a su suerte; a veces al corsario Dragut, de cabellera tan roja como la espadilla de Santiago, que fue quien venció en la empresa; a veces a Piali Bajá, que para alegría de Solimán entró en triunfo en Constantinopla, con las naves hispanas perdidas, arrastrando nuestros estandartes por el agua. Pero otras veces y según fuera el auditorio, alababa a los capitanes de Su Majestad y repetía que el fracaso fue obra del Destino puerco. Lo curioso es que no atribuyese la invalidez, que lo alejó de futuras lides bajo la cólera de Marte, y que le agregó un fino tinte pálido de convaleciente y hasta lo hizo parecer más joven de lo que en realidad era, al morbo que se cebaba en sus entrañas o en su zona inguinal, sino a una herida del brazo izquierdo, tan fraguada que sólo lo llevaba en cabestrillo, sujeto por una banda negra, cuando salía a la calle. En ese lastimado miembro, apócrifa contribución a la historia de Don Felipe II, fundamentaba, pues, una de las razones de su derecho a la cruz de Santiago, y para que ninguno lo olvidase, de repente, en medio de una reunión y en oportunidad en que nada aludía a aquel desgraciado encuentro, mi padre lanzaba un suspiro hondo y se frotaba el antebrazo.

Nadie podría negar la gloria de los Silva, segundo —y acaso principal— apoyo de Don Diego en sus santiaguistas apetencias. Pero en esto también hay que discriminar.

Me enseñó mi padre que, según ciertos tratados, nuestra familia desciende de un Silvio, pretor de Lusitania en tiempos del César Nerón. Otros estudiosos, menos ávidos, quizá menos imaginativos, la hacen proceder de un godo que fue conde palatino bajo Don Ramiro I, rey de Asturias. Don Diego optaba por ubicar a la cabeza de la prosapia a Don Gutiérrez Páez de Silva, quien intervino en la conquista de Coimbra y se envanecía de su condición de tataranieto de Don Fruela, por supuesto también de Asturias. Tal vez, a esta altura de mi larga vida, yo confunda los nombres, aunque los oí retumbar continuamente, bajo las vigas temibles del estrado. Sorprenderá que Don Diego, dados sus antecedentes, se mostrase menos codicioso de prestigio que otros linajistas, pero lo cierto es que, en sus momentos de euforia, se dejaba ir, y el pretor neroniano almibaraba su lengua con delicia de confitura. Don Gutiérrez de Silva es el primero que ostentó en su armas ese león con corona que mi padre mandó tallar a un picapedrero y que, supongo, algo me ha comunicado de su rampante fiereza, para que yo siga pisando tierra, luego de los infinitos trabajos que te detallaré sucesivamente, Lector.

La nómina de los Silva es interminable y su árbol se abre y multiplica en floresta secular. Selva debimos apellidarnos, que no Silva. Me acuerdo de una señora Aldonza de Silva, generosa de sí, que antes de su matrimonio tuvo amistad estrecha y descendencia previsible con Don Alfonso IX; me acuerdo de uno que, como Josué, se granjeó el milagro de que el día se prolongase, con complaciente detención solar, dándole tiempo para desbaratar a los sarracenos, quienes sólo contaban con la ineficacia meteorológica de su media luna; me acuerdo de los seguidores de los reyes de Castilla, en las guerras de Portugal que después trocaban el bando y hacían migas con los infantes portugueses, pretendientes a ese trono; me acuerdo de Doña Urraca Tenorio, hermana del Arzobispo de Toledo y casada con un Condestable Silva; ésta me gustaba en especial, cuando la citaba mi padre, porque en la Iglesia Primada, mi vecina de entonces, abundaban los blasones de mi tío, el Arzobispo Tenorio, sobre todo en el claustro, y eso me otorgaba un parentesco de sangre con los bienamados muros.

El Silva que a Castilla trasladóse, desde la Lusitania del Silvio pretor, se llamó Don Alonso de Silva y Tenorio. El rey le obsequió, para siempre y siempre, la gracia de una cabeza de cada rebaño que pasase por no sé cuál de los puentes de Toledo. ¡Qué bien le hubiese venido esa merced a mi desguarnecido padre! ¡Con qué fruición, de usufructuarla nosotros, mi hermano Felipe y yo nos hubiésemos apostado a diario, en el puente amigo, como dos aduaneros celosos, a la espera de vellones y cuernos! Y qué distinto hubiese sido el rumbo de nuestras existencias, la alegría de nuestros estómagos y el sonar de nuestras voces en la Toledo Imperial, por pocas que fuesen las bestias que desfilaran sobre el río, rival de su mugir!

¡Ay! ¡Ay! Dejemos esto. Y evoquemos al primer Conde de Cifuentes, de la casa de Silva, embajador de Don Juan II ante el Concilio que trataba la elección del legítimo Papa, arrebatándole el asiento al enviado de Inglaterra, en medio del alboroto, y gritándole: “¡No pose quien mal posa!”. Este Conde me fascina, como el león rojo del escudo. Y el que lo sucedió me fascina porque casó con una hija del Marqués de Villena, el gran hechicero; y el siguiente porque, reinando los Soberanos Católicos, acaudilló a los Silva contra los Ayala, nuestros enemigos eternos, los Ayala, hijos de mala madre, cuya sola mención, todavía hoy, me hace arder las venas. Fue este último Silva un estupendo señorón: por su rescate se pagó a los de Mahoma una montada de oro, y Mahoma vino a la montaña.

Con él termina nuestra gloria (me refiero, melancólicamente, a los del Hombre del Palo); concluyen la claridad, el espejeo de la dinastía que acaso nos corresponde. Abandonamos la luz caliente que baña las armaduras triunfales y las tocas de las damas cubiertas de piedras preciosas, para ingresar en una atmósfera de llovizna y de brumas, donde es vano pretender discernir nada que no sea espectros congojosos. Y aun en esta zona de vapores, de pantanos y de cieno, aun allí, más heroico, creo yo, que en la isla de los Gelves, mi malaventurado padre siguió guerreando, junto al león, a su león, cabalgando al león y ciñendo su corona, braceando en la adversa oscuridad por enlazar ramas de genealogía, como quien anuda, en una vid, las cepas que desafió la tempestad. Los eslabones postreros de la augusta cadena de los Silva, se le escapaban de las manos o se le convertían en aros de cobre. El tercer Conde y su esposa, que era una Álvarez de Toledo, produjeron seis hijos. El mayor, declaran los textos, murió antes que sus padres, sin casar ni dejar vástagos, así que el título pasó al que a continuación venía. Pero Don Diego, no daba su brazo valiente (el del cabestrillo) a torcer. Sostenía que dicho hijo mayor había contraído enlace con una doncella cuyo nombre, para infortunio del postulante de Santiago, no había logrado rescatar. Un varón habría sido su fruto y de él provenimos en línea recta, de modo que el genuino Conde de Cifuentes —bramaba Don Diego— era mi padre, y no el actual, el sexto Conde, unido en matrimonio, para peor, con una hija del Duque de Medinaceli que presidiera, en los Gelves, la derrota. ¡Ah si Don Diego hubiese hallado aunque fuesen unas iniciales, un apodo, un anagrama, una abreviatura, algo concreto, vinculado con nuestra escurridiza antepasada! Nuestro magro caudal se hizo humo en su búsqueda, en escribir a archiveros, en sacar copias de informaciones, en solicitar partidas, en viajar a parroquias, en consultar eruditos y hasta en aguijar astrólogos. Y nada apareció. La doncella parecía de humo también, de sueño, de sueño mudado en pesadilla.

Construyendo arduamente, exquisitamente, sobre bases de arena, mi progenitor reclamaba la Orden. Exhibía su brazo hurtado al Turco; exponía los retratos carcomidos de los Silva famosos; azuzaba al león de gules en su campo de plata; pedía, insistía; sus memoriales, de los que conservaba duplicados, engordaban volúmenes, en nuestra casa y en la de los caballeros del Apóstol. Y todo para nada. Al crepúsculo, nos reunía en el salón y nos hacía rezar el rosario, dedicando su intención al santo displicente. ¡Ora pro nobis! ¡Ora pro nobis! Sin respuesta. Y en la estación cruel, cuando nieva y Toledo soporta reumatismos arcaicos; cuando las manchas de humedad caligrafían o borronean las paredes, y el brasero gruñe, inútil; cuando las goteras de nuestro techo reiteraban su tictac sobre los cuencos estratégicos, distribuidos en las baldosas rotas del casón; lo mismo que en verano, cuando el sol se ensaña con la meseta y puja por resquebrajar las rocas; cuando ningún alero, ningún soportal provee suficiente frescura; en verano y en invierno, en primavera y en otoño, la súplica ronroneaba a siete voces: la de mi padre, severa, firme; la de mi tía Castracani, aflautada; la de la Signora Burano, con inflexiones itálicas; las de Felipe y mía, todavía inseguras; las cascadas de la esclava Zulema y de Alfonso, a quien designábamos con el apelativo de paje, que sonaba a ironía, pues ni pelo ni dientes le quedaban: ¡ora pro nobis!, ¡ora pro nobis!

Los domingos nos presentábamos en la Catedral, en la misa rezada por uno de los licenciados que gobernaban la diócesis en ausencia del Arzobispo Carranza de Miranda, aquel a quien encarceló la Inquisición por hereje, y que en gloria esté, o en la que oficiaba su sucesor, Don Gaspar de Quiroga, futuro cardenal. Cruzábamos la calle del Hombre de Palo, en procesión jerárquica, e ingresábamos en el templo empleando la puerta de la fachada septentrional, cuya verja trae en la crestería el escudo del Cardenal Mendoza. Iban delante mi padre y mi tía, ambos con sus galas mejores, ella con resabios de moda italiana, por descontado de luto, un luto trágico. Los dos eran hermosos, de rasgos finamente dibujados, y Doña Soledad, algo mayor.

Mi tía se titulaba Marquesa de Castracani. Había casado con un florentino aventurero, gallardo, tramposo, quien por Toledo pasó haciendo de las suyas, y la arrebató enamoradísima hacia la ciudad del Arno. De allí regresó la dama cuatro años después, en pos del auxilio fraterno. Regresó negra de viudez, rica de gemidos y lágrimas, sin más hacienda que un baulito, ni más escolta que la famélica Signora Burano, una dueña peluda. Don Diego las acogió a regañadientes, en consideración de que su hermana pertenecía también a la casa de Silva, y de que por ende no convenía que trotase a los tumbos por esos caminos de Dios. Pronto se entendieron y adoraron. Asimismo la quise yo. Me encantaba su natural elegancia exótica; el arte con que manejaba la aguja y remendaba sus dos vestidos únicos; la donosura con que lucía en la iglesia su collar de pe

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