Un novelista en el Museo del Prado

Manuel Mujica Lainez

Fragmento

Por el fondo de la larga galería, viene un carro que dos tigres arrastran. Lo rodean sátiras, una bacante, un negro, un borracho desnudo, tambaleante caballero de un pollino. Atruenan los parches, tintinean las sonajas, el negro grita locamente, baila la mujer, rebuzna el asno, los tigres rugen. Baco recuesta sus carnes flojas, enormes, tan totalmente desnudas como las del ebrio Sileno, en el vehículo barroco cuyas ruedas giran con despacioso chirriar. Un fauno burlón sostiene al dios de la Viña y del Vino, pues sin su ayuda caería. Avanza el carro, y en torno, los personajes de las pinturas españolas que no dejaron aún sus enmarcados límites, lo contemplan inquietos, como desde balcones puestos a ambos lados de una calle. Aplauden unos, y otros, según su juicio, protestan. La algarabía crece y ha atraído a moradores de las distintas salas.

Las Tres Gracias de Rubens, que no se separan jamás, se contonean y exclaman a un tiempo:

—¡Es el Triunfo de Baco, de Cornelis de Vos!

Lo observan los menos conocedores de pintura flamenca, absortos al principio, porque la verdad es que, por holganza, por quedarse el dios dormitando o estrujando racimos deliciosos, su carruaje se aparta rara vez del cuadro que le corresponde. Ahora, parece que descansa en el depósito, fuera de exhibición, pero esta noche se arriesgó a salir, y provocó un escándalo. Hay quienes vociferan contra la insolencia invasora y el manifiesto despliegue de vicios; quienes opinan que el asunto no es para afligirse, y reclaman una comprensión más indulgente; y hay quienes, irónicos, aprueban el desenfado del barullo fiestero. El estrépito alcanza pronto a tal nivel, por el entrecruzarse de acusaciones y amenazas de una pared a la otra, que pasma la indiferencia con que el uniformado guardián atraviesa la bulla, sumido en sus pensamientos.

Gime una de las Inmaculadas de Bartolomé Esteban Murillo:

—¡Dios mío! ¡El Demonio anda suelto!

El carro sigue rodando, e invade con delirante música la galería. Se santiguan los santos y las santas; fruncen el ofendido ceño las reinas católicas. Los demás redoblan la tremolina. En medio, canta el dios Baco; jadea, resopla el placer del fácil vivir, y los panderos prolongan con las sonajuelas su tabernaria canción.

Pero ahora, por el contrario extremo de la misma avenida, aparece un segundo carro, cuya cumbre colosal roza casi los arcos y cristales de la galería pictórica. A diferencia del opuesto, éste no requiere presentaciones: lo conocen todos, ya que se trata de uno de los elementos preferidos de los visitantes, y su gloria contribuye extraordinariamente al prestigio del Museo del Prado. Es el Carro de Heno, el célebre Carro de Heno de Jheronimus Bosch. Ha surgido de súbito, bamboleándose, áureo y misterioso. Tal vez algunos vecinos —los más prudentes, intranquilos por la presencia de Baco y los suyos, germen de disputas que amenazan degenerar en exégesis mantenidas cuerpo a cuerpo— lo han apremiado, para que se mostrara y restableciera el orden con su autoridad.

¡Ay, qué desilusión! Entre esos pacifistas cunde de inmediato el rumor de que en el carro y su contorno faltan los aliados fundamentales con los cuales contaban para contrarrestar la invasión de mala gente. Faltan los arrepentidos. Saben que el Carro de Heno es una alegoría de la marcha de los pecadores hacia las llamas diabólicas, aguijados por el ansia de los bienes mundanos que la parva de heno simboliza. Y saben algo complementario y valioso, que en cambio no sabe Jheronimus Bosch. Han advertido que los encargados por el maestro de encarnar en el tríptico su dramática enseñanza moral —el vagabundo inconsciente, el monje glotón y lascivo, el charlatán, el seductor, las gitanas, el mago, los que luchan por lograr unas tristes briznas secas, y muchos más, muchos más—, cuantos no cesan cotidianamente, desde el siglo XV, de sentir muy próximas las calderas del Infierno, han optado por arrepentirse. Eso es lo que ignora el Bosco. Ignora que aunque todos los días representan su obligado papel, en beneficio de los entusiastas de la magnífica obra, ellos, los disolutos, han sido los primeros en aprender la lección, y en deplorar contritos el pésimo ejemplo que difundían. Explícase, entonces, que los cautos y bienpensantes del Museo hayan recurrido a su socorro, en la grave coyuntura que esta noche pone en peligro su paz.

¡Y los arrepentidos les fallaron! ¿Dónde están, en momentos en que se los necesita, el fraile gordo, el sacamuelas, el de la erótica cornamusa, la que descifra las líneas de la mano, el brujo sombrerudo, el errático demente, los ávidos de unas pajuelas? ¿Dónde se han metido los neófitos, los ayer catecúmenos y hoy catequistas? Seguramente, como suelen, deambularán por la planta baja y repetirán su prédica, en el inútil afán de convertir a los idólatras, a Diadumenos, a Cástor y Pólux, al Fauno del Cabrito, a la Venus del delfín, a ese conjunto de exhibicionistas indecentes que debieran arrojar del Museo, con las pelanduscas de Tiziano, Veronés y demás bribones.

Entre tanto, el Carro de Heno continúa moviéndose, balanceándose. Diríase que un elefante, plácido y amarillento, ha entrado insólitamente en la sucesión de salas que nacen en la rotonda, y como la que se le enfrenta es la yunta de tigres que rugen sin parar, los guardianes, de poder dar testimonio de la rara escena, debieran admitir que una fabulosa alucinación los ha trasladado de la pinacoteca de Madrid a una selva de la India, y a una cacería con elefante, tigres, cornac e ingleses. Pero ni los guardianes se hallan en condiciones de apreciar el exotismo del episodio; ni hay ingleses allí, fuera de unos de Van Dyck que perciben el encuentro con flemática elegancia; ni es aquella la India, ni hay alrededor más bosques que los pincelados por los paisajistas. Cornac sí, parecería haber. En lo alto del Carro de Heno, como sus únicos y mecidos gobernantes, distinguen los curiosos, cuando lo permite el vaivén, a cuatro figuras: una joven pareja, un ángel de alas rosadas y un como diablejo azul que toca el clarinete. Nadie más ha quedado, de la multitud que cercaba y escoltaba las ruedas, aparte, por supuesto, de los que, mitad hombres y mitad monstruos, reducen su función a la de mudas bestias de tiro.

Erraron quienes supusieron que el gran elefante era conducido por un cornac, participante del grupo de arriba. Luego que fijaron mejor su atención, verificaron que en la altura están como ensimismados, como ausentes de lo que afuera pasa y conmueve al Museo. Reza, fervoroso, el ángel; el enamorado tañe el laúd; su amada le muestra una página musical; y el diablillo toca el clarinete, que resulta el desmesurado y afilado alongamiento de su nariz azul; los demás que en la parva los acompañaban, han desaparecido, y rondarán por ahí, predicando. El alboroto que los circunda cobra más vigor, por contraste con su indiferencia. Paco ríe, y sus carcajadas hacen vibrar los vidrios del techo. Ellos no se inmutan. No les importa que los coléricos blandan los puños, o que la bacante, echada como sobre muelles cojines sobre el cuerpo rollizo y blanduzco de Baco, inicie una actividad acerca de la cual abundan los documentos. Enajenados, los del heno prescinden de cuanto sucede más allá de su abstracción y lejanía.

Los tigres prosiguen arrastrando el Carro de Baco, y los monstruos cumplen igual labor con el Carro de Heno, hasta que por fin se afrontan, y será menester que uno de los dos se resigne a apartarse, para que el antagonista conserve su camino. Menos de un metro distancia los tigres de las bestias quiméricas. Se olfatean ambas parcialidades, con gruñidos sordos. Los secuaces del dios de la Viña (en ese instante ocupado por tareas que implican mucho rítmico meneo) azuzan a los felinos, incitándolos a que apronten las zarpas y adopten una posición heráldicamente rampante. Obedecen los mamíferos colmilludos, pues no desean otra cosa.

De repente, en el coronamiento del carro del Bosco, se acentúan los colores correspondientes a las cuatro figuras, cual si invisibles manos hubiesen quitado una campana de turbio cristal que las aislaba. Es más rosa el tono de las alas angelicales; son más blancos la ropa, el tocado y las calzas del mozo; el despliegue de las vestiduras de la niña es más castaño; y el diablucho se torna, todo él, alas, rostro, diadema, cola e instrumento, más opalinamente azul. Abarcan los cuatro a un tiempo la escena que en la galería se desenvuelve. Comprueban la furia de los tigres, la rijosidad dionisíaca, la burla de los sátiros, el desorden que exalta a los adherentes a la facción del hijo beodo de Júpiter. Sienten, en el oscilar de la cima, respirando el polvillo de los rastrojos, su propio desamparo. Los pobres seres híbridos uncidos a su transporte, vuelven hacia ellos las miradas temerosas, suplicantes; también los discretos que en el Museo del Prado aguardan su ayuda. Los cuatro ven un estrecho círculo de ojos multicolores, ojos de mofa y ojos de ruego, que hacia ellos se encienden y parpadean. Se han incorporado los tigres, listos a abalanzarse. Baco separa la ninfa salaz, hundida en su mole, y ríe con cada arruga, con cada frunce, cada bolsa, cada revolucionaria tripa; ríe con la plenitud de su voluminosa y desnudísima desnudez.

Imprevistamente, el ángel esboza, sin batuta, los adem

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