Del fascismo entendido como un elogio
Durante el primer hervor desordenado de los años treinta, posteriormente conocidos como los años de entreguerra, las ponderaciones y diatribas de Brasillach contenían otra lógica magnitud. Debía ser rigurosamente responsable el catalán porque sus adjetivos pesaban como plomos eternos, y se encontraban cargados de verdad, inflamados por la legítima consistencia que imponía su trayectoria de luchador. Y porque contaba además con la disposición favorable de una sociedad agobiada por el estigma de la muerte real. Una sociedad sensibilizada por sus deseos explicables de identificar a los contados valientes para enorgullecerse y presentarlos como ejemplos. En primer lugar figuraba el venerable Mariscal Pétain, el consensual “héroe de Verdun” que tranquilizaba las conciencias con sus bigotes protectores y su mirada serena de hombre sabio. Pero era una sociedad sensibilizada también para identificar a los malditos villanos ilustrativos, y en sitial de privilegio podían ubicarse los inefables judíos caricaturescos de la “hidra mundial”, que resultaban indispensables para culpabilizarlos por la majestuosidad del horror.
Entonces Brasillach pudo haberse apresurado al ponderar en exceso al empresario Charles Lesca, aquel auténtico antisemita argentino. Le había dispensado en realidad un elogio vulgar, colocado sólo de pasada, al correr del párrafo o de la página, acelerado por su gratuita inspiración de catalán locuaz con la escritura, predestinado hacia el error de enfrentar un terrible pelotón que no iba a tomar en cuenta su posible arrepentimiento, su tardía inclinación a convertirse en un escritor inofensivo cuando los nazis y sus cómplices “colabos” se decidían a huir de París sin el menor atisbo de dignidad ni decoro. Pero resultaría conveniente no precipitar los datos desconocidos de la historia.
Brasillach había calificado a Lesca como “fascista irreductible”. Con semejante condecoración oficializaba al audaz maurrasiano de Sudamérica, que pretendía pisar con convicción en el espectro de la derecha europea para hacerse fuerte en su tierra. El autorizado nacionalista categórico de Perpignan le obsequiaba al argentino agrandado por definición una frase laudatoria, invalorable para la imaginativa publicidad incipiente, de manera absurdamente libertina y en otra muestra elocuente de su inclinación por las equivocaciones estratégicas.
Lo más grave fue que Brasillach había destacado a Lesca tan sólo para cumplir. Sin siquiera sentirlo, le proporcionaba al antisemita argentino una plácida legitimidad política que iba a saber utilizar en ambos márgenes, en los costados conspirativos del Sena como del Río de la Plata. Y todo para que el corpulento amigo rico e inexplicable de Charles Maurras pudiera deslizarse, probablemente con mayor soltura, entre las redes complejas del sustancial prefascismo francés. Y del arrogante fascismo argentino, provisto de personajes escasamente modestos que suponían que nada tenían que aprender en materia de nacionalismo, o para la confrontación con la nociva democracia liberal.
El prefascismo francés era un virtual fascismo académico donde descollaba un Maurras que amparaba la formación de Brasillach e infinidad de canallas menores. Sin haber encarado aún su pendiente contrarrevolución, Francia influía notablemente en el laboratorio político que siempre había sido Italia. E influía, sin el aderezo de los interesantes ribetes monárquicos, en el pensamiento nacional de la recóndita América Latina, desde donde procedía el elogiado Lesca, que se postulaba para un admirable juego conspirativo de idas y vueltas, como un gran traficante de la ideología que contrabandeaba influencias y razonamientos. Aparte, sin siquiera proponérselo, el pensamiento de Charles Maurras influía también en la ejemplificadora Alemania, que paradójicamente les señalaba a los canallas que estaban en el mejor camino. Justamente nadie detestaba tanto a los alemanes como Maurras, que se caracterizaba por un antigermanismo irreparable que lo inhabilitaba para el suceso de sus deslizamientos políticos. Ambas naciones imprevisibles, la detestada Alemania y la subestimada Italia, tenían sus contrarrevoluciones en plena concreción, gracias a conductores significativos y respetables como Hitler y Mussolini, por los que valía la pena luchar. Y sentían que pronto el universo entero podría oscilar alrededor del eje Roma-Berlín, al que aspiraban anexar hasta Tokio con sus ridículos fritz amarillos, como los denominaba Brasillach.
Aunque fuera irrelevante el prefascismo francés, tan maurrasiano y clerical, influía en especial en la distante Argentina de los hermanitos Irazusta. Y desde los páramos soberbios de la abundancia se proyectaba un Carlitos Lesca que se imponía en principio físicamente. El potencial ideólogo de la antidemocracia parecía un jugador de rugby, pero se trataba de un empresario especulativo que sabía imponerse por la magnitud de su generoso presupuesto personal. Tenía acceso directo a Maurras y se jactaba de ser su interlocutor, lo asesoraba en la imprenta de la Acción Francesa pero se había ganado el afecto del maestro y quizás hasta su consideración. En su juego conspirativo de traficante ideológico con sus idas y vueltas, se proponía, gracias al formidable capital de sus contactos, como un necesario intermediador, un comisionista de los peores argumentos que aprendía, un puente necesario que podía unir los complejos nacionalismos incomunicados de los dos continentes. Al fin y al cabo el prefascismo francés, y en menor medida el hiperactivo fascismo argentino, resultarían gravitantes por su capacidad inagotable para la permanente generación de ideas que bastaban para nutrir a todos los nacionalistas desconcertados del planeta, que los judíos tenebrosos aspiraban a dominar, pero con un perfecto trabajo de pinzas, desde el capitalismo demoliberal que aspiraban a mantener y el comunismo utilitario para la amenaza acordada de destruirlo.
El irreductible
Concentrado en el dorado camino revolucionario que lo conducía a la muerte, Brasillach desplegaba sus desbordantes adjetivos y condecoraciones, sin rigor ni previa meditación. Aunque el imponente Lesca, aquel homenajeado “fascista irreductible”, estuviera lejos de merecer semejante halago tan consagratorio, y se lo reconociera como un antisemita lúcido e informado hasta la erudición. Y aunque el astuto argentino elogiado mantuviera, sin mayores pudores ni elegantes disimulos, el proyecto movilizador de desplazar al elogiador Brasillach del centro ideológico del escenario político que compartían, la revista Je Suis Partout.
Brasillach era una especie de columna vertebral del semanario, mientras Lesca participaba del merodeo voluntarioso y asesoraba, para figurar, en cuestiones administrativas. Téngase en cuenta que el argentino portaba unas ínfulas desmedidas de protagonismo personal. Y que se postulaba para confrontar y convertirse en el eterno adversario interno de Brasillach, al que personalmente detestaba. Siempre terminaba ubicándose más a la derecha todavía que el conductor, aunque resultaba casi imposible porque entonces ser más derechista que Brasillach podría convertirse en un osado atributo de la imaginación.
El acomodaticio Marcel Deat sostenía que Brasillach era demasiado franco y diáfano para encarar la actividad política. Curiosamente podía pasar por un tonto desinteresado y solidario hasta para la difamación, tenía la frontalidad negativa del candoroso aunque no alcanzaba para atenuar su inteligencia. Se consolidaba como un máximo exponente del fascismo incauto, un maniático creyente del viento religioso del fascismo redentor, que exhibía su patético despliegue de recursos argumentales entre las turbulencias teóricas de un siglo infectado de utopías enaltecedoras. Por consiguiente Brasillach se perfilaba como el intelectual indicado para postularse a una severa derrota política. Nadie podría asombrarse si pocos años después iba a ser fusilado por los románticos depuradores de la Liberación, los asustados demócratas que carecerían de grandeza histórica para perdonar y mataban movilizados por una enfática voluntad de venganza que ni siquiera serviría para mitigar la magnitud de las debilidades de un pueblo que no se debían mencionar, flaquezas colectivas ideales para ser olvidadas o convertidas en meras condescendencias del pasado inmediato que debía ser heroico.
Por consiguiente Brasillach distribuía atributos inflamados al por mayor. Desde su privilegiado pedestal de anticomunista militante, de antisemita honesto y profundo, respetado por sus pares tanto por su erudición como por su brillantez, y por su condición de patriota reconocido por su sensible autenticidad en la lucha sagrada contra la diabólica democracia. Carecía de la menor conciencia de que tanto su ponderación como su desdén podían decidir prestigios y reputaciones. Entonces, mientras construía los sólidos fundamentos de la cercana ceremonia de su muerte, Robert Brasillach solía lanzar, con la transitoria impunidad de la palabra, sus frases esplendorosas y encendidas. Sus diatribas feroces, con adjetivos tan utilitarios como accesibles, que resultaban necesarios para confeccionar una identidad honorable. Como la de Charles Lesca, fascista presuntuoso y adinerado gracias a sus exportaciones de carne congelada. Un aventurero amparado en su experiencia sudamericana y en su amistad con Charles Maurras, que pretendía suministrar atinadas lecciones de nacionalismo, mientras citaba a pensadores de idéntico nivel pero irremediablemente argentinos. Como el gran Leopoldo Lugones, o el misterioso e inquietante Carulla, o la dupla de los Irazusta, y hasta solía ponderar por los bistró perversos y las redacciones conspirativas a un novelista exitoso hasta en España, un Martínez Zuviría que firmaba sus libros como Hugo Wast, autor de textos fundamentales como Oro o El Kahal. Por la prepotencia estética de sus convicciones antisemitas, Lesca solía comparar a Hugo Wast con Louis Ferdinand Céline.
El amigo de Maurras
Un elogio de semejante dimensión pasaba a ser consagratorio. Y perturbaba, hasta el insólito pudor, al nacionalista católico argentino. Su línea de pensamiento lo inducía a mantener una visión idílica de la Edad Media, cuyos hábitos eran merecedores de una difusa restauración.
El irreductible era abiertamente antidemocrático. Expresaba con un sólido orgullo que procedía de “las pampas argentinas”, mitificaba a los “gauchos” que la habitaban y se lo notaba siempre fascinado por brindar de sí mismo, aunque sin mayor suerte, una conveniente imagen de tradicionalista. Resultaba obvio su apasionamiento por transmitir que aún combatía, aunque hubieran pasado ciento cincuenta años, a la nociva y recalcitrante Revolución Francesa. Y reivindicaba su imperceptible medioevo paradisíaco y el actual proyecto del totalitarismo cristiano y universal, que desde París impulsaba un pensador esclarecido como Maurras, “quien lo honraba también con el privilegio de su amistad inmerecida”. Una línea de pensamiento que en la Argentina originaria, a pesar del conglomerado de distancias, expresaban unos curas menos brillantes pero igualmente estrictos y apasionados, integristas decididos a la acción inquisitiva como Franceschi y Meinville.
Ocasionalmente sobrevalorado, solía decir a los fascistas envidiosos que lo rodeaban que la calificación de Brasillach era favorablemente desmedida. Producto, en realidad, de la generosidad inagotable y desinteresada de un intelectual ejemplar. Por lo tanto lo ponderaba con caballeresca reciprocidad, aunque Brasillach le resultaba bastante antipático y lo consideraba secretamente un tonto. Pero hacia afuera reivindicaba la hombría de bien del “gil” de Brasillach, que disfrutaba el énfasis encendido de su pequeña gloria personal. Y porque el valeroso escritor de Perpignan tenía el coraje de asumir y pregonar la última onda del antisemitismo, y su condición de fascista emblemático al que aguardaba la conmovedora frialdad de un paredón de fusilamiento.
Dos canallas
Durante un miércoles usualmente nublado de la primavera popular de 1936, Charles Lesca y Lucien Rebatet, dos canallas que buscaban su lugar en la historia, dilataban, en un costado casi proletario de París, próximo a la Place Denfert Rochereau, un almuerzo cotidiano.
Rebatet se jactaba de proceder de la “Francia profunda”, de una aldea llamada Dauphine, de Moras en Valloire, en el Drôme. Un virulento crítico musical, un melómano exquisito de Je Suis Partout. Colaboraba como crítico cinematográfico en el diario de la Action Française, aquí con el recursivo seudónimo de François Vinneuil, y a pesar de que despreciaba vigorosamente a Maurras. Consideraba que su más destacado atributo intelectual era la sordera. Pero la sordera —entiéndase— del espíritu. Y daba una vuelta de tuerca semántica a su agrupación, para denominarla Inacción Francesa.
Semejante rencor hacia Maurras se convertía en una de las diferencias menores que mantenía Rebatet con Lesca. Además de pagar los almuerzos, el empresario pretendía opinar, y si lo dejaban hasta se atrevía a discutir posiciones. Era un obvio incondicional del maestro Maurras, su exclusiva fuente de acceso al poder intelectual. Lo cortejaba con pleitesías infinitas, y con contundentes aportes materiales que cautivaban desde siempre a la inteligencia.
El Maestro le abría las puertas posibles que disponía. Le habilitaba un cotizado espacio en sus mesas, así estuvieran especialmente anotados en la competencia para llegar con mensajes a su exclusiva oreja útil otros canallas superiores como Pierre Cousteau, cuya ausencia se notaba más que su presencia; el periodista Henry Massis, que activaba para mitigar el antigermanismo del Maestro; o el agonizante historiador Jacques Bainville, en vísperas de su muerte electoralmente decisiva. O el soberbio Brasillach, tenso e inclaudicable en sus intenciones de convertirse, entre tantos pesados del pensamiento, en el centro de la atención.
Los escombros
Rebatet se las ingeniaba para lograr que su erudición pareciera inagotable. Militarista provinciano y autodidacta, un fascista polvoriento que se convertiría seis años después, en pleno retroceso de 1942, en el indiscutido best-seller francés de la colaboración, durante los años fatídicos de la ocupación alemana, a través de Los escombros, obra maldita pero de verdad, indigna de figurar en la biblioteca de la intolerancia progresista, que sería próximamente consumida con un entusiasmo voraz y cierta devoción mística. Posteriormente sería olvidada con un entusiasmo superior, justificado por los motivos explicables de una incierta vergüenza institucional.
Rebatet solía arrastrar su hambre de bohemio estructural. Aprovechaba todas las invitaciones del empresario adulador de Maurras. Y comía hasta saciarse, merced a su estómago acostumbrado desde niño a los virtuales padecimientos de la guerra.
Mientras masticaba, muy gentil y sin otra alternativa, Rebatet escuchaba al capitalista monologador que arrastraba experiencias memorables en materia de decepciones revolucionarias.
El competente empresario se presentaba como un nacionalista capitalizado en fracasos que sabía cotizar. Y parecía cotizar hasta sus invitaciones. Aquellos producidos fracasos le servían para conquistar las atenciones especiales que demandaba. Una exigencia aceptable porque no pedía mucho, ni siquiera compasión ni comprensión. Le alcanzaba con obtener sólo migajas del tiempo del otro.
Su penúltima derrota se había registrado con la invención del general José Félix Uriburu, cinco años atrás, y en la Argentina, que pretendía incorporarse a la vanguardia de la moda fascista.
Sin mayor originalidad, Rebatet consideraba a la Argentina como un insólito país de altaneros, provisto de un extraño imán de ilusoria riqueza. Una tierra de opulencias y magnífica amplitud, un proyecto de país potencial que se transformaba en un polo de atracción inexorable para los mayoritarios europeos empobrecidos, masacrados por las guerras y fracasos arrastrados desde siglos.
La Argentina era atractiva para la presentable melopea de los miserables intelectuales franceses. Como Rebatet. Entonces los intelectuales contenían un hambre proverbial. Lesca afirmaba que tenían tanta hambre como lecturas. Que se encontraban más necesitados de carne que de conocimientos.
Pero la Argentina, Lucien, no se conformaba con la exhibición de la agresiva riqueza de sus campos sin horizontes y sus carnes memorables. Desde el país ambicioso se pretendía locamente disputar la hegemonía continental a los Estados Unidos. El país admirablemente crecía y se proyectaba a partir de una sospechosa neutralidad, que con el tiempo sería imperdonable para los oportunistas. Sin embargo, los insaciables argentinos pretendían también postularse, a través de sus sorprendentes intelectuales mejor alimentados, como un polo ejemplar de atracción política. Y cultural.
Decepciones políticamente explotables
El general José Félix Uriburu le aportaba una decepción presentable en sociedad. Estaba seriamente incentivado por la especulativa decepción revolucionaria, encarnada en aquel misterioso uriburismo, una construcción literaria de Leopoldo Lugones. Tal fascismo de material plástico irrumpió con un pronunciamiento militar grotesco, un golpe decisivo perfectamente aprovechado por los fraudulentos demócratas que muy pronto recibirían en bandeja el poder.
Lesca profesaba un odio sistemático contra la partidocracia que era escasamente original. Despotricaba contra el liberalismo masónico que siempre renacía, y contra la superstición del sufragio que arrastraba hacia el caos igualitario por la obscenidad aritmética de una democracia ficticia que facilitaba el acceso de los comunistas al poder.
—Aunque para acabar, Lucien, de inmediato, como correspondía, con la democracia como sistema —aseguraba Lesca, en el bistró—. Y con los torpes demócratas, como personas.
A ambos canallas los unía el genuino desprecio por la democracia representativa. Una maldición supuestamente niveladora para abajo, que acababa con la excelencia de las jerarquías. Una programada antesala indiscutible, la llamada “revolución democrático-burguesa”, del abismo comunista que se avecinaba. Un estigma que los franceses irresponsables, los enciclopédicos conjurados de 1789, habían impuesto equivocadamente al mundo, a través de los ideales de su promovida revolución, encarada en las postrimerías de un siglo lamentable como el dieciocho.
—Y para catastrófico pesar, Lucien, de la propia Francia —pontificaba Lesca mientras Rebatet comía.
Los cruzados
El bistró colmado, de dimensiones reducidas, se llamaba Nazarine. Tenía cierta tibieza remarcable. Aunque era demasiado barato para el imponente canalla argentino. Además, la cocina era bastante popular para su gusto refinado, adicto a platos de superior elaboración. Prefería sitios cercanos a la Place de la Concorde. O en los alrededores de la conveniente rue de Rivoli. Más allá de Opera, París le interesaba menos todavía. Entonces parecía hacer una concesión al trasladarse hacia los confines de la Place Denfert Rochereau.
Al bistró —Nazarine— lo llamaba el “bodegón”.
—Una gran ciudad debe producir su propio lenguaje, Lucien, y Buenos Aires parece gemela de París —aseguraba—. Merece que la conozcas, tal vez Victoria podrá formularte una invitación.
A veces se refería al Nazarine como “la fonda”. “El boliche” era un rectángulo espeso y denso de la rue Marguerin, en un barrio que se asemejaba, con un poco de imaginación, a Boedo. Se encon