Piscinas vacías

Laura Ferrero

Fragmento

libro-4

Estaciones de tren

Recordé los problemas matemáticos

—si un tren parte de y mientras otro tren—

y temí no encontrar la solución;

¿en qué momento, cómo, dónde vamos

a cruzarnos? ¿Podré reconocerte

a 200 km/h?

¿Sabré dejarte atrás del mismo modo

que ahora creo saber cómo augurar

tu presencia y tu trueno,

tu golpe tras el vidrio?

BEN CLARK, Desde la isla sin trenes

Leíste que los budistas tienen ochenta y nueve estados de conciencia y el dato te pareció absurdo, excesivo. Sin embargo, hace poco, ella sacó ese mismo tema mientras tomabais un café y añadió: «¿Sabías que solo tres de esos estados están relacionados con la desgracia y la tristeza?». Tú la observaste mover los labios y te escuchaste contestar, sorprendido: «¿Ah, sí? Qué interesante».

Pero no te interesaba. Seguía pareciéndote absurdo.

Aunque últimamente pasas la mayor parte de tu tiempo saltando de uno a otro de esos tres estados.

Piensas en todo esto mientras desayunas, esta vez solo, en el office. Recoges tu taza de café y te encierras en tu despacho.

Te han llamado varias veces. No soportas que te interrumpan. La directora de marketing ha entrado para hablarte de tonterías, para flirtear contigo, para contarte algo de una raqueta de pádel que se ha comprado. Le has sonreído. Sabes que le gustas y le sigues el juego. Siempre has sido así. «Y así me ha ido», sueles bromear.

Pero sabes que te ha ido bien.

Eres, como se suele decir, un tipo con suerte.

Creciste en una isla sin trenes, y ahora pasas mucho tiempo mirando a través de las ventanas de trenes que te conectan con otras ciudades, con otras vidas. Pero recuerdas que de pequeño te resultaban exóticos e incluso inexplicables, aquellos largos convoyes que avanzaban a gran velocidad. No los tuviste ni de juguete, y en algún momento llegaste a dudar si podrías reconocerlos. Los habías visto en películas, y soñabas con el ruido de trenes míticos que entraban en estaciones de ciudades de provincias. Tu tía quiso comprarte uno de juguete, pero lo rechazaste. Tú querías montarte en un tren, no necesitabas para nada una miniatura ridícula.

Vivías en una isla pequeña. Ella te dio forma a ti. Ahora, en cambio, vives en una gran ciudad. Tú le has dado forma a ella, y poco queda del mar que te vio nacer. Te pasas la vida en trenes. No te importa: te gusta estar en movimiento. Sueles mirar por la ventana y pensar en otra vida, en otro lugar. Te dices que es poético. Te gusta sentirte así. Llegar a ciudades que no son la tuya, quedarte en hoteles que no son tu casa. Habitaciones blancas y asépticas en las que desde hace un tiempo no duermes bien. Pero te gusta hacerlo desde la comodidad de tener una casa, un lugar. En el fondo, sabes que cuando levantas el teléfono siempre hay alguien al otro lado, alguien que te abraza cuando no puedes dormir. Los trenes te sirven para tomar aire. Para respirar.

Cuando la conociste, aún no sabías que no eras feliz. Muchas historias comienzan así. Te reprochas continuamente que todo esto lo empezaste tú. Mientras lo piensas, la pantalla de tu móvil se ilumina. Es tu hija mayor. Tiene doce años. A veces se te pasa por la cabeza que si te preguntaran quién es la mujer de tu vida responderías que es ella. Al menos, es la única por la que has sabido mantener el mismo amor desde el principio.

Te asalta continuamente la idea de que no has evitado nada de esto. Te gustaría arrepentirte pero tampoco lo haces.

No esperabas que todo esto te sucediera y ahora vives pendiente de un email, de un teléfono. Todo es tabú. Límites, cosas que no quieres decir. Miedos que vas alimentando solo.

Y, sin embargo, está ahí. Ella en tu vida, tú en la suya.

Cuando te cabreas lo quieres mandar todo a la mierda. Lo intentas. Algunos días no le contestas a un email y tratas de ser más seco. Ya estás mayor para tantas estupideces. Pero te has acostumbrado y la necesitas. Tienes cuarenta años y ella no ha cumplido aún treinta. No es una niña, de acuerdo. Tú tienes dos hijos y una mujer. Ella está a punto de casarse.

Llaman a la puerta de nuevo. Es tu secretaria, que te confirma la cena de hoy. Sonríes y das las gracias.

Estás cansado. Sin embargo, agradeces, otro día más, llegar tarde a casa y que nadie te pregunte qué está pasando.

Lleva el pelo largo. Demasiado largo, le dicen. Cree que necesita un cambio y que si se corta la melena se sentirá mejor: le irá bien prescindir de su pelo largo y bonito. Piensa en cortárselo como un chico.

Le quedan un par de horas libres antes de ir al aeropuerto y aprovecha para hacerlo.

La peluquera le pregunta si se lo quiere cortar mucho. Le recuerda, como todo el mundo, que tiene un pelo precioso.

Ella le responde que no sabe por dónde se lo quiere cortar. Luego añade que como un chico.

—Me caso en seis meses. ¿Me crecerá?

La peluquera sonríe y le da la enhorabuena.

De repente, al observar las tijeras reflejadas en el espejo en que se ve a sí misma, no tiene tan claro que quiera cortarse el pelo.

Observa también que tiene ojeras. Que está más cansada de lo que creía.

Le dejan unas revistas para que indique exactamente lo que quiere hacerse. Las hojea aunque, en realidad, no se fija en los peinados. Piensa en él. En llamarle para preguntarle si le gustan las chicas con el pelo corto.

No lo hace y le pide a la peluquera que le corte solo las puntas.

—Bueno, un poco más. Por debajo del hombro, un punto medio.

Ni largo ni corto: así es como se queda el pelo. Se dice que será lo mejor para la boda.

Más tarde, en un taxi que se dirige al aeropuerto de Milán, se le pasa por la cabeza que en su vida todo parece haberse estancado en un nimio y complaciente punto medio.

A última hora, cancelas la cena porque ella te llama desde un aeropuerto. Desde otro país.

Te dice que volverá por la noche y quieres verla. Lo demás, por hoy, te da igual.

Hablas con ella mientras das vueltas por los pasillos de un supermercado con tu hijo pequeño de la mano.

En el súper hay demasiada gente y te agobias.

Tu hijo llora porque no le has querido comprar esas galletas con las que regalan pegatinas fosforescentes.

—Ya tienes muchas. Todo no puede ser.

Se lo dices a él, pero también te lo repites a ti mismo. Todo no puede ser.

Piensas, de repente, que ya hace muchos meses de esto.

Te la encontraste después de un tiempo en una fiesta. Hasta ahí, nada especial. Casi todas las historias empiezan de la misma manera. Os reísteis mucho. Ella había estado una temporada fuera, en París, y acababa de volver. Un día te escribió un email desde allí; te hizo ilusión. Entonces tú solo pensabas que era una chica guapa. Un poco creída incluso; una de esas chicas que lo habían tenido todo en la vida y que sonreía dando por hecho que serías otro tonto que se enamoraría de ella.

Querías que ella se fijara en ti.

Así que un día, después de aquella fiesta, la invitaste a comer. Para proponerle un proyecto editorial. Leíste cosas para impresionarla, incluso te aprendiste un par de citas en francés. Suponías el tipo de tíos que le podían gustar. Y, sin embargo, cuando os sentasteis el uno frente al otro en aquel japonés que estaba tan de moda, ya no te acordabas de nada de lo que habías pensado.

Durante la comida no hubo citas en francés.

Ella no comió. Tú tampoco.

Más tarde, te preguntaron por «la autora» y solo supiste decir que te había gustado hablar con ella. Luego, al darte cuenta de que te habías dejado la tarjeta de crédito en el restaurante, aquello ya no te gustó.

Mucho más tarde, ese mismo día, en la cama te preguntaste qué había sucedido, y no pudiste dormir. Empezó el insomnio.

Al principio echaste mano de justificaciones. Justificarte siempre te había salvado la vida. Solo había sido un año malo. Tu cuñado se había muerto en un accidente de coche. Tu madre empezaba a estar mayor. Tu mujer se había quedado sin trabajo. Cuidabas de todos y, al final del día, salías a correr y pensabas en los que se habían ido. Estaban contigo, te sentías menos solo. En casa todo seguía bien, como siempre. Una relación bonita, cordial, con la mujer que llevaba tantos años ahí. Aunque a veces te ahogabas.

Un día fuiste a correr y pensaste en ella. Desde entonces no has dejado de hacerlo. De repente, todas las canciones que escuchas cuando corres te hacen pensar en ella y, en ocasiones, te asalta una duda: ¿te enamoraste de ella porque necesitabas que alguien te recordara lo mejor de ti?

Vuelve de Milán en un avión lleno. Ha salido con retraso y se ha pasado horas deambulando por el duty free, sin comprar nada, con la mirada perdida entre cremas antiedad y perfumes caros. Solo quiere llegar a casa.

Antes de entrar en el avión ha hablado con él. Sí, estaba cansada. Pero sí, quería verle.

Cierra los ojos mientras el avión despega y se eleva, lentamente, hacia un cielo helado. Un cielo de invierno.

Junto a ella, en el asiento del pasillo, se ha sentado un hombre guapo. Es francés. Al otro lado, viajan dos niñas y su mujer.

Piensa entonces en los hijos de él, a los que ha visto en fotos. Son guapos. Piensa también en su mujer, a la que no ha visto en fotos. A la que seguramente tampoco querría ver. Ni en fotos.

«Te recogeré a las nueve. Tengo ganas de verte.»

El hombre de al lado dibuja en un cuaderno. Su hija pequeña le pide que le dibuje el fondo del mar. Él se esfuerza: corales, peces, un pulpo de largos tentáculos.

—Pero, papá, ¡falta un tiburón! ¡Yo quiero un tiburón!

Y él lo intenta otra vez y dibuja un tiburón con una aleta deforme y una mandíbula exorbitante.

Las niñas ríen.

La mujer también. De repente la miran a ella como si formara parte de aquella familia.

—¿Tienes hijos?

—No. No tengo.

Fuera, a través de la ventana del avión, no se ve nada. Solo oscuridad.

Allí estás. Has aparcado el coche en una estrecha calle del centro. Escuchas cómo la lluvia golpea las ventanas del vehículo. La esperas desde hace unos minutos. Te viene a la cabeza de nuevo el asunto de los budistas y la conciencia. Mientras estás ahí, atento por si aparece, has salido de tus tres estados habituales. Sonríes. No sabes cuántos estados budistas ocupa la alegría, la felicidad. Lo que sabes es que en tu vida ella empieza a abarcarlos todos.

Está lloviendo mucho. Piensas en tu isla, que estos últimos tiempos está extrañamente presente en tu vida. Recuerdas cosas de tu infancia y no sabes por qué, pero sientes el deseo de contarle esas cosas a ella. Como si fuera un recipiente. Como si pudiera saber algo de esos trenes con los que soñabas de pequeño.

Te gusta ver cómo los trenes abandonan raudos las estaciones. Eres un buen espectador.

Lo sabes. Como sabes que ella también lo sabe.

De repente la ves. Está ahí, sonriéndote frente a una tienda de telefonía móvil.

Lo que más te gusta de ella no es que sea guapa. Hay muchas chicas que lo son. Te gusta cómo te mira, cómo se ríe de ti, cómo tú se lo permites.

Os decís hola y la abrazas. Te gusta tenerla así, tan cerca.

Te gustaría besarla, pero nunca lo has hecho y crees que probablemente nunca lo harás.

Tienes miedo de que te rechace.

Empezáis a andar mientras te explica sus peripecias de estos días. La escuchas atento, y te cu

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