Del Flore a Montparnasse

Jorge Asís

Fragmento

Torelli, otro de los maridos anteriores de mi infiel Justine de Canouville-Mery, me tentó para introducirme en la historia. Me habló, distante en principio, pero sin espacio para la inocencia, de Scott. Aunque los habitués del Flore ya lo sabían, me contó que se trataba de un escritor.

—Un colega nuestro —precisamente dijo Torelli—. Pero con la ventaja enorme de ser un norteamericano en la Europa actual. Aunque sin tanto talento ni obra como nosotros. El tipo se llama Scott Brady-Ford, lo habrás visto mil veces. Es un optimista que todavía supone que puedo ayudarlo para que le traduzcan al francés y al italiano lo que no supo escribir bien en su lengua original. Igual que lo supusiste tú, Zalim, al comienzo, hasta que te diste cuenta enseguida de que era un farsante que carecía del menor poder real en las editoriales. Y por consiguiente dejaste razonablemente de frecuentarme. Aunque sabes, siempre sospeché que te interesaba más Justine, mi mujer de ese entonces, que tu posible consagración literaria europea. Y dime, Zalim, total ya lo tengo asumido, sobre todo después que la perversa me abandonó, ¿te la has tirado bien por lo menos?

—Prefiero que sigas hablándome de Scott, me interesa más —interrumpí.

—Comprendo, debes habértela tirado y convertido en una víctima adicta a la droga de su contracción... Justine tiene una inolvidable contracción vaginal, es un bichito que habita en el fondo de su vagina, y que pareciera pretender morderte la puntita. Dime, Zalim, ¿conserva, todavía, la dulce contracción? Aquella formidable dilatación surgía recién después del cuarto orgasmo... Recuerdo que me forzaba deportivamente hasta que el adorable bichito apareciera. ¡Ah!, sí, había que poner un gran empeño en hacerle el amor a Justine. Intuyo que, de haber utilizado para la literatura la mitad del tiempo que invertí en arrancarle orgasmos a esa perversa insaciable, hoy hubiera superado a Umberto Eco...

—Me hablabas, creo, de Scott Brady-Ford... De Eco sé más de lo necesario.

—En fin, si te interesa Scott más que Eco, o que el bichito oculto en la vagina de Justine, allá tú... Scott es un pajarraco enorme que anda con una coreanita así de pequeñita —agregó, en francés, mientras con su mano graficaba la dimensión física de Rahmah.

—Ah, sí, los conozco, claro. Pero sólo de verlos por el café —dije, en mi italiano grotesco y como si no les diera mayor importancia—. La chiquilla asiática se junta con la piccola argelina que acompaña al rockero francés, un epígono de Johnny Halliday y medio estúpido, que anda con el loro en la cabeza.

—Cierto.

—Me parece que hoy todavía no vinieron. Oye, caro, ¿es un escritor considerable el americano?

—Hace lo que puede —respondió Torelli, mecánicamente—. Por supuesto que no lo leí con atención, mi manejo del inglés no es impecable, miré por arriba algún cuentito. Como así tampoco te leí bien a ti, el español no es mi fuerte. Como tampoco tú jamás me leerás a mí en francés y menos aún en italiano. Ni Scott a mí tampoco, ¿para qué negarlo? A ningún escritor le interesa en París lo que escribe el otro. Todos hacemos lo que podemos con la indiferente literatura, Zalim. Así como tú te perfilas como un genio incomprendido del casco urbano del Gran Buenos Aires, y yo me dibujo como el máximo exponente de la nueva generación de narradores italianos heterosexuales, Scott se propone como un trastornado de Kansas que llegó a París procedente de un caliente San Diego que no supo comprender. Para escribir aquí, en el esplendor de la cultura quieta, su obra cumbre, algo así como los nuevos Trópicos de finales del siglo. En su alucinación, el pobrecito debe sentirse Henry Miller, como yo me referencio con un Alberto Moravia o con el superior Sciascia, y vos, Zalim, bah, digamos que con un Julio Cortázar —agregó, muy suelto y divertido—. Estamos limitados por los modelos que ni siquiera voluntariamente escogimos. Y seriamente tampoco respetamos.

Torelli continuó tentándome sin imaginar que hacía literatura. Ocurría que Scott se había enredado con una china diminuta, una coreana portátil aunque insinuaba que podía resultar, inclusive, vietnamita. Ideal para la fantasía del narrador porque ahora componía una novela sobre la guerra fatídica de Vietnam, de la que no había participado. En la actualidad convivía, alternadamente, con la pequeña asiática, pero debía ocultarla en algún rincón cuando llegaba a París su verdadera mujer. La americana abultada se llamaba Evelyn, era alta y cuarentona y yo la conocía también de vista. Según las exageraciones de Torelli portaba el mérito exclusivo de ser muy rica, tenía unas tetas monumentales que enloquecían a los camioneros y era propietaria de varias estaciones de servicio diseminadas por el estado de California. Aunque era oriunda, como Scott, de Kansas.

—Vale la pena conocer a la esposa legal de Scott, te la recomiendo porque te especializas en follar mujeres abandonadas y ajenas. A lo mejor alcanzas a tirártela también, como a la mujer traidora que fue mía, como enuncian tus tangos maléficos y despreciables. Aunque no hayas llegado nunca a producirle la contracción intelectual que despierta su bicho que te la muerde hasta rompértela... Deberías conocerla bien a la mujer de Scott, la de los documentos, y atragantarte como castigo entre las grandes tetas —continuaba Torelli, acelerado e inspirado, con la euforia propia del desaforado que agredía con la ausencia de sus menores prejuicios verbales. Seguramente se había autosuministrado, antes de partir de su estudio, una línea del mágico polvito blanco, para disfrutar hasta del desayuno dominical. Su adicción excesiva a las sagradas líneas de “blanca” había producido el hastío de Justine y el correspondiente abandono. Aunque había contado también con mi oportuna aparición, munida del encanto del escepticismo latino pero refugiado entre las redes de la homeopatía. Mientras Torelli se daba con “blanca”, yo utilizaba “gelules” de Nux Vómica para el equilibrio, o de Ignatia Amara, para las eventuales angustias.

—Evelyn, la rica tetona de Kansas, nada tiene para envidiarle, Zalim, a mi criterio, a la magistral Zelda Fitzgerald —continuaba Torelli. Aunque, para el caso, Scott sí tiene mucho que envidiarle a su homónimo, el que valía. Fitzgerald, claro.

Pero en cuanto vio que llegaban Scott y Rahmah, el estimulado Torelli suspendió el relato.

—Otro día me cuentas en detalle cómo sobreviviste al polvo de Justine, y si alcanzaste alguna vez a despertarle el bichito. Arrivederchi.

Y el italiano fue al encuentro de la notoria pareja, para ubicarse después en una mesa de la terraza. Por mi parte, en la sala interior, volví al solitario placer de la lectura de mi periódico español. Me hubiera gustado que el despechado Torelli fuera más solidario con la literatura que se avecinaba. Y que me los presentara, a Scott y a la coreana, si los tres después de todo iban a ser los personajes de mi próxima historia. Pero desde que Justine lo había abandonado, el narrador de vanguardia no pensaba presentarme más a nadie. Aunque de ninguna manera fuera el culpable de que las contracciones de Justine, con su adorable bichito del fondo, encontraran tibieza en el refugio de mi cama en el tercer piso de la rue Le Verrier.


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