Argentinos

Jorge Lanata

Fragmento

Índice
  • Cubierta
  • Portada
  • Dedicatoria
  • Prólogo
  • Primera Parte. Desde Pedro de Mendoza a la Argentina del Centenario
    • La quimera de oro
    • Al capitán César lo que es del César
    • Segundos nombres, segundas partes
    • Un santo francés y uno, dos, cien escudos
    • Alicia en el espejo
    • Los primeros
    • Radiografía de la Pampa
    • Dios mío
    • La muerte de fiesta
    • Carnifex
    • El primer trabajador
    • El Gaucho
    • Los primeros desaparecidos
    • La Primera Invasión Inglesa
    • God save the King: la Segunda y Tercera Invasión Inglesa
    • Se va la segunda
    • El agua y el fuego
    • Disculpe las molestias
    • El hombre que obedecía al viento
    • Pequeño gran hombre
    • A sus plantas rendido un león
    • González y García: nacen la deuda y la patria financiera
    • El sillón de González Rivadavia
    • La luz y los capullos
    • El desencuentro de Guayaquil
    • Memorias del fuego
    • La llegada
    • Los años rojos
    • Cuarteles de invierno
    • La aduana paralela
    • El agua y el aceite
    • Gajes del oficio
    • “The paraguayan war is over. ¿What next?”
    • El hombre de bronce
    • Historia de dos países
    • Belgrano, un país
    • Nuestros amigos de la banca
    • Gente de la tierra
    • La cacería del zorro
    • Los Buenos y viejos tiempos
    • Made in England
    • Gente como uno
    • Estaba todo el mundo
    • Riche comme un argentine
    • Plata dulce
    • Paz y despilfarro
    • El puerto y la chica de ojos vendados
    • Adelante, Radicales
    • La audacia y el terror
    • Los Lugones: historia de la lluvia de fuego
    • Morirse lejos
    • Hombres de ley
    • Las hormigas sean unidas
    • Sonría, lo estamos filmando
    • DNI-ADN
    • El hombre de los rayos equis
    • Anclao en Tandil
  • Segunda parte. Desde Yrigoyen hasta la caída de De la Rúa
    • Suéltame, pasado
    • Crónicas del abismo
    • Rayos en un día sin nubes
    • Puertas y ventanas
    • La sombra
    • La revolución de palomita
    • ¿Tú también, Bruto?
    • El otoño de patriarca
    • Esperando a Godot
    • Débil es la carne
    • Una luz entre las sombras
    • Nos merecemos a Roca
    • Alrededor del Eje
    • Zona neutral
    • El huevo de la serpiente
    • Exit
    • Sandre y suelo
    • Berón, Berón
    • Tdo Enemigo debería ser destruído
    • Juan Sosa y Eva María Ibarguren
    • Mi pasado me condena
    • La hora señalada
    • Fuenteovejuna
    • Tiempo nuevo
    • Don't miss the train
    • Europa, europa
    • “Cuidá a los grasitas”
    • Memorias del fuego
    • Gorilas en la niebla
    • Pntos de vista
    • Preguntas
    • El mito del eterno retorno
    • Rey en jaque
    • El Capitán Invierno
    • El presidente que no tuvo Frac
    • El costo de la soberanía
    • El huevo de la serpiente
    • La conspiración
    • A Dios rogando
    • Manuel y Clementina
    • Nada es para siempre
    • El principio del fin
    • Montoneros: ¿soldados de Perón o de Onganía?
    • De la “A” (Aramburu) a la “Zeta” (Costa Gavras)
    • Rubios de Ney York
    • La retirada
    • Siete semanas del Tío
    • Perón volvió
    • El otoño del patriarca
    • La hora de los brujos
    • La caída
    • El proceso
    • La mirada del gran hermano
    • horas desesperadas
    • Una cultura guerrillera
    • Tigres de papel
    • Argentina exporta
    • Veinticinco millones de argentinos
    • Su mejor alumno
    • El enfermo imaginario
    • Victor the cleaner
    • La retirada
    • La deuda eterna
    • Las puertitas del Señor López
    • El primer paso
    • Con la cara pintada
    • Feriado nacional
    • Barranca abajo
    • Síganme, no los voy a defraudar
    • El poder desnudo
    • La corte de los milagros
    • Al vuelo
    • Y péguele fuerte
    • El club del peaje
    • El amigo americano
    • Un nene de papá
    • Otra epopeya: la del gaucho Juan Navarro
    • La chica del riachuelo
    • Uno a uno
    • La casualidad permanente
    • El país en blanco
    • Le re-re
    • Dicen que soy aburrido
    • Es ella
    • El corralero
    • En búsqueda del yo
    • Bibliografía
  • Créditos
  • Acerca de Random House Mondadori ARGENTINA

PRÓLOGO

Una noche, a finales de 2001, aprendí que cuando la gente camina hacia la Historia no respeta las veredas: camina por el medio de la calle. Y allí iban, por el medio de la calle, familias enteras con los hijos sobre los los brazos, por el medio de la Avenida que se ufana de ser la mas ancha del mundo, camino a la Plaza de Mayo. La ciudad estaba cruzada por un solo grito, “que se vayan todos”, y el aire húmedo, esa brisa que queda después de la tormenta, amenazaba con realizar el sueño. Aquellos días que terminaron con el gobierno de De la Rúa fueron apasionados y confusos: asambleas en las plazas, retóricos por la televisión, dirigentes que se colaban por las alcantarillas y una caótica sensación de libertad produciendo escozor y alegría. La confianza pública se había roto como un plato rajado; nunca volvería a quedar en el mismo sitio. Yo llevaba entonces casi siete años trabajando en este libro, que iba a llamarse “DNI” y terminó conformando una serie: Argentinos 1, Argentinos 2 y ADN - Mapa genético de los defectos argentinos. Siete años de bibliotecas, primeras ediciones, revistas viejas, colecciones olvidadas, librerías de usado en Montevideo, Buenos Aires, Barcelona, Lima, tantos sitios. El libro era inabarcable y no terminaba nunca. Iba y volvía hacia él desde la televisión o la radio o la gráfica, y apenas si alcanzaba a iluminar el camino, que cada día era mas largo y sinuoso. Escribir es, así visto, como hacer el amor: primero sucede en la cabeza y luego en el cuerpo. El libro está escrito frente a la primera página en blanco. Lleva tanto tiempo molestándome, distrayéndome, llevo tantos años viviendo con él hasta que logra ordenarse en algún sitio de mi cuerpo, que termina en las manos. Así, de tres tirones escribí la serie. Nadie puede pensar que un libro de historia es urgente. Sin embargo, en mí, este lo era. Escribí Argentinos con el vértigo de un reportaje, presionado por una fecha de cierre que nunca existió. Años después entendí que aquella urgencia no era sólo mía: varios cientos de miles de lectores se formulaban, en el mismo momento, preguntas similares. ¿Por qué somos así? ¿Podremos cambiar alguna vez? ¿Podemos creer en nosotros mismos? ¿Dónde quedaron los héroes? ¿Y los sueños? ¿Qué somos? ¿Quiénes somos?

Busqué en este libro motivos para argentinarme, para quedarme, para defender mi metro cuadrado.

Un libro sólo es necesario para su autor. Para el lector podrá ser revelador, mágico, insoportable, prescindible, pero nunca necesario en el sentido más animal de la palabra. Y un libro también puede, lo se desde Argentinos, convertirse en algo popular.

Argentinos fue, también, un encuentro. Un encuentro tan desordenado, alegre y voluptuoso que terminó siendo casi imperdonable. ¡Qué hacía ese tipo ahí, nieto de inmigrantes analfabetos, intentado reescribir la Historia, clausurada ya desde el catastro de Palermo Chico? Allí comenzó una discusión con los encargados de góndola, los críticos y los historiadores. Entre las ideas que hubo que desechar por el vértigo de las ediciones sucesivas quedó una que me hubiera gustado realizar: distribuir el libro cruzado con una banda roja que advirtiera al lector: “Este NO ES un libro de Historia”. Me resistí con uñas y dientes a que los opinólogos me llevaran al ring de los historiadores: no se trata de eso Argentinos. Insistían en el punto como si sólo los historiadores pudieran escribir libros de historia. Cándidos y brutos, ¿no? La historia argentina fue escrita por periodistas, militares, escritores, ensayistas, políticos, testigos y protagonistas. Encontraron luego otra definición, casi tan tranquilizadora como la de chicos “con capacidades especiales”: Argentinos era un libro de “divulgación”. Traducción rápida: escrita por uno de los indios para conformar al resto de la tribu. La Academia llama “divulgación” a su propio límite formal: quien divulga logra lo que ellos no pueden hacer, logra comunicarse. Pero no todos se rasgaron las vestiduras; otros, ávidos de ganancias rápidas, refritaron sus propios libros y se sumaron a la oleada. Desde entonces he evitado volver a hablar de Argentinos en charlas, reportajes o artículos. Esta nueva reedición me obliga a hacerlo y me permite, a la vez, reencontrarme con el libro a siete años de distancia. Los repositores de Blockbuster y críticos en general notarán que aquella necesidad personal que impulsó la escritura de Argentinos está presente desde el prólogo de la primera edición: ¿quien puede creer que un libro de historia comience hablando de la infancia del autor?

Prólogo a la primera edición, mayo de 2002:

Me siento argentino hasta en los defectos más vergonzosos. Sin embargo, frente a la Historia que me contaban mis maestros, yo resultaba ser un bicho raro: recité durante años una Historia sin pelea, hecha por hombres de bronce que miraban a lo lejos; aprendí un país tan perfecto que nadie podría enamorarse de él.

No había humanos aquí, sino argentinos, una especie de elegidos a los que la realidad, sin embargo, se les negaba. Me enseñaron que éramos los mejores, pero crecí observando que siempre nos iba mal. Anoté año tras año que nuestro destino era mañana, y hasta llegué a escribir: “Soy argentino porque espero”. Esperar ¿qué? Que todo cambie, que Perón vuelva, que la dictadura termine, que llegue el verano una larga espera sin atinar a nada, sino a que las cosas llegaran solas.

Durante mi infancia, en Sarandí, el país le pasaba a otros, y en otro lado: a lo sumo el país sucedía en el centro, a una hora de viaje colgado en el diecisiete. En mi cuadra esperaban; se sentaban en la puerta a ver la vida que nunca terminaba de pasar.

Si la Historia es algo, es una desordenada colección de sueños, deseos ajenos apilados en un viejo álbum de fotografías. Empecé a descubrir en Sarandí aquellas pistas, que ahora estaban olvidadas en la casa como quedan olvidadas las hojas de los árboles después de una tormenta. Un libro de mi abuela, Doña María del Carmen López, que no sabía leer, y que había traído desde España junto a un retrato de los Reyes. Una libreta de mi abuelo, Don Agustín Lanata, en la que alguien había anotado, escrupulosamente, las fechas y el lugar de nacimiento de cada uno de los seis hermanos: algunos en Paraná, otros en la Banda Oriental, otros en Barracas al Sur: Ernesto, Agustín, Eduardo, Luis, Arturo y la muerte que tachó el nombre y el lugar del sexto.

Yo era hijo del sueño de un mecánico dental, jugador de fútbol amateur, estudiante nocturno del Colegio Sarmiento, cirujano dentista a los cuarenta. Yo era hijo del sueño de una empleada de Duperial, que sonreía cuando le nombraban a Perón, que había estudiado inglés en una casa sin biblioteca.

Pero, ¿era ése el final? ¿Por eso me sentía argentino?

Decidí comenzar la investigación del libro y anoté algunas semanas después: “Hace algunos meses que leo un libro sobre la Argentina, el libro que todavía no escribí. ¿Podré escribirlo alguna vez? ¿Será ese libro el mío?

Casi ninguna de las respuestas sobre la Argentina cuenta con palabras equivalentes.

El país duele acá.

Y acá.

Sopla, el país, viento. Viento cálido, fuerte, lleno de piedritas y de cadáveres, y de sal gruesa, y de marcos, y de pañoletas.

–No me voy porque tengo una hija. Aunque no sólo es eso, no me voy porque no quiero dejarle este país a ellos.

Ellos y Nosotros.

¿Soy Ellos? No. No soy Ellos. Ellos a veces creen que sí, yo sé que no. Pero sólo a veces soy Nosotros. La mayor parte del tiempo sólo soy extranjero de mí.

Y de los demás.

Yo había perdido un globo, y papá tenía en la pieza de la terraza un viejo mapa de la Argentina de Good Year. Busqué aquel globo en ese mapa, en esa Argentina, durante meses... ¿Estará volando por acá?

¿Dónde habrá quedado ese mapa?

Argentina: mamá te busca en Duperial, las chicas del trabajo quieren ir a ver al Coronel Perón.

Argentina, reíte: mamá sonríe.

Argentina: después del partido de Arsenal, papá va a ir hasta la Costa, a buscar uvas, a juntar pasado, a escapar al río. El Doctor Lanata llega a la costa de Sarandí en su Chevrolet 51, americano, blanco y voluminoso como una heladera, con tapizado de bastones azules y grises y paragolpes cromados que reflejan el barro. El Doctor Lanata, en realidad, no saluda a los que pasan sino a los que alguna vez pasaron, a los que estaban allí cuando él –que ahora está– también estaba.

Argentina: ¿dónde quedó ese libro deshilachado de un tal Bunge, de tapas verdes, que se llamaba La Patria?

Argentina: ¿Bunge sabe qué carajo es la Patria?

Continuará.

Nadie, nunca antes, me había contado esta Historia argentina, aunque la mayor parte de este espejo roto estaba suelta, en el piso, peligrosos triángulos de cristal amenazando los pies del que se aventurara.

Ahora sé que soy parte de un sueño pendiente. No quisiera defraudar a los que lucharon por él.

Un año después, en 2003, escribí el prefacio a la edición española, un resumen de los tomos 1 y 2, en los que la pelea personal se vuelve colectiva:

Prólogo a la edición española, julio de 2003:

“El argentino es un hombre admirablemente dotado,

que no se entrega a nada.”

José Ortega y Gasset,1929.

“¿Quieres saber quién eres? No preguntes, actúa.”

Witold Gombrowicz, 1940.

Escribo estas líneas en un país condenado a ser el sueño de otros y la pesadilla propia. Nadie encontró plata en el Río de la Plata, tampoco oro, ni tesoros a granel: los que vinieron a buscar encontraron barro y sangre, y planicies tan verdes y extensas que lindaban con el infinito, y un aire tan puro que dolía al respirar. Los que llegaron tenían alma por decreto papal, marcaron a fuego la cruz y la ley y terminaron comiéndose entre sí en Santa María de los Buenos Aires, la ciudad que se fundó dos veces. Es difícil saber en qué momento se perdió lo que todavía buscamos, cuándo nació esa ausencia siempre presente que aún hoy nos hace preguntarnos cómo somos, sin animarnos a ser jamás. Argentinos soñándose europeos, conquistados por españoles que soñaban ser ingleses; sueños al cuadrado, en un país que vivió en estado constante de promesa. Todo en Argentina sucederá mañana, niños prodigio con pantalones cortos y pelos en las piernas.

En la tierra de la plata el destino daba saltos de cubilete: llegaron hasta aquí a “hacer la América”, acólitos de la Fortuna en un violento asalto al Paraíso, llevaron el trigo, y el tabaco, y el dinero fácil, dejaron la sífilis, la viruela, los retablos, el idioma y la fatalidad. Hasta hoy día nos avergonzamos de ser criollos: hemos sido, hasta hoy día, alumnos aplicados creciendo en réplicas de palacios franceses derruidos, con la melancolía de lo que nunca íbamos a ser.

El gaucho Martín Fierro, el héroe de nuestro poema nacional, es un desertor. Nuestro juego de naipes es el truco, en el que triunfa la mentira. El tango comenzó bailándose entre hombres y nunca menciona la felicidad. El criollo es un “vivo” que toma ventaja, nunca pelea: crece como la hiedra entre los recovecos de la ley, vive en estado de excepción. El cinismo de la dualidad legal ha creado dos países, instalando una Argentina donde reina el eufemismo: los españoles que prohibían la libertad de comercio llamaron “arribo forzoso” a la llegada cotidiana de buques con contrabando, o “donativo gracioso” al precio que un particular podía comprar su cargo público. Así, la Argentina real creció bajo la sombra omnipotente de la Argentina formal; actuamos nuestro destino creyendo que somos lo que queremos ser: una semilla viviendo su vida de árbol.

¿En qué se parecen la ingenua desesperación del Che, la fatal soledad de Borges, la sonrisa de Gardel, el sueño inconcluso de San Martín, los artilugios de Perón y la fuerza de Evita? ¿Qué cosa argentina a Sarmiento (para Unamuno, el mejor escritor español del siglo XIX) con el sangriento y discreto general Videla o el sueño de Versace y cocaína de los diez años de Carlos Menem? ¿Cómo se argentinan el sueño, el oprobio, la deuda externa, los monopolios británicos, la rebelión y la siesta?

Lo que sigue es la historia de una pelea que aun no termina: no está hecha por hombres de bronce que miran a lo lejos, sino por personas que golpearon a las puertas de la Historia luego de sobreponerse a su propio miedo.

La presente edición compendia ambos tomos de Argentinos en un relato cronológico que va desde Pedro de Mendoza hasta la caída de De la Rúa. Los capítulos correspondientes al Che Guevara y a la Guerra de Malvinas fueron removidos: trabajé en estos años en dos documentales sobre aquellos temas, pude recorrer la ruta del Che y convivir con los kelpers en Puerto Stanley y, de reescribirlos hoy, el exceso de material rompería el balance interno del texto. Alguna vez, quizá, sean libros independientes de su libro-madre.

Esta es mi pequeña visión de la historia. Habla de un gran país, que no quiere darse por vencido.

Jorge Lanata

Buenos Aires, septiembre de 2008

Primera Parte

DESDE PEDRO DE MENDOZA
A LA ARGENTINA DEL CENTENARIO

LA QUIMERA DEL ORO

Cuántos hombres de todo el mundo se han dejado engañar por el pomposo nombre de Río de la Plata!! El nombre engañador del Plata le fue dado, seguramente, por desprecio, porque no se ha encontrado jamás una partícula de oro o plata en este río o sus afluentes. Se diría que los primeros conquistadores, para consolarse de aquel chasco han querido, a su vez, engañar a los aventureros que siguieran sus huellas...

ARSENIO ISABELLE

VIAJERO DEL SIGLO XIX

Aún hoy se duda sobre el verdadero año de la fundación de Buenos Aires. La Historia oficial de la Argentina había decretado el año1535 hasta que, a principios del siglo XX, Eduardo Madero (empresario, autor del proyecto del Puerto de Buenos Aires) encontró documentos que demostraban que en aquel año, 1535, Pedro de Mendoza se encontraba en España. Más cercano a nuestros días, el historiador Luqui Lagleyze llegó al mismo resultado: le bastó recordar que el cronista Ulrico Schmidl citaba el año 1535, pero que en aquel momento los alemanes usaban un calendario distinto al gregoriano. Aunque con ciertos titubeos ya por Madero o por Lagleyze, los historiadores coinciden ahora en el año: fue fundada en 1536. Las actas originales se han perdido, de modo que la discusión histórica siguió: ¿en qué día y qué mes? Lagleyze anota, refiriéndose al punto: “Se coincidió en febrero” como si hubiera sido el resultado de una votación sui generis. Pero “¿qué día?” –se pregunta de inmediato–. “¿El dos o el tres?”. De fundarse el día 2 la ciudad se hubiera llamado La Candelaria, pero otra ciudad ya llevaba ese nombre en la costa oriental.

La historia que justifica el nombre de Buenos Aires es así: en el año 1370 un barco evitó su naufragio gracias a unas cajas que los marineros tiraron al agua para aligerar el peso del buque. Cuando una de las cajas cayó al océano, la tormenta se detuvo. La caja mágica les marcó entonces el rumbo a la costa, y así fue como salvaron su vida. Bajaron a tierra frente a un monte llamado Bonaria. Sobre el monte se levantaba un convento mercedario, y hasta allí cargaron los marinos la misteriosa caja que les había salvado la vida. Cuando los monjes la abrieron, encontraron dentro una imagen de Nuestra Señora de la Candelaria, que fue desde entonces la Virgen de Cagliari y Nuestra Señora de la Bonaria. La distancia entre Bonaria y Buenos Aires no es tan larga, y hay historiadores que la han acortado con otro dato: antes de que la expedición de Mendoza partiera, Don Pedro envió a una delegación de marineros al Convento de Bonaria, procurándose buena suerte para la travesía.

Tampoco hay suficiente acuerdo histórico respecto del sitio donde Mendoza desembarcó: la versión oficial sostiene que fue en el actual Parque Lezama, ya que se buscó un sitio alto atento a las instrucciones reales de 1523 que ordenaban asentarse en “sitios sanos y no anegadizos”. Para Armando Alonso Piñeyro el lugar no habría sido aquél, sino otro entre las actuales Humberto Primo y Defensa. Para Enrique de Gandía, Mendoza llegó a unas cuadras al norte del Parque Lezama; para Guillermo Furlong fue a cuatro leguas del Río de la Plata, “a la altura del puente Uriburu, donde nace la Avenida Sáenz”. Martín Cagliani cita, en un trabajo sobre el punto, otra teoría curiosa: Mendoza llegó a Escobar; así lo sugirió Federico Kirbus, sosteniendo que en aquellos años la ciudad estaba mucho más cerca del Río Luján de lo que está en nuestros días. Pablo Lanne, siguiendo un razonamiento similar, llegó a la conclusión de que Buenos Aires fue fundada en Ingeniero Maschwitz.

Ruy Díaz de Guzmán escribió que los navíos más pequeños se metieron en un riachuelo “del cual, media legua más arriba fundó una población, que puso por nombre ciudad de Santa María... donde hizo un fuerte de tapias de poco más de un solar en cuadro”. La ambigüedad del texto también dio lugar a que se pensara en un asiento en la actual Vuelta de Rocha, o en el Alto de San Pedro.

Lo que fundó Mendoza, en verdad, fue un Fuerte, hecho con el casco de uno de los navíos que nunca regresó. Para tener “categoría de ciudad”, según las leyes españolas, debía contar con un Cabildo que no tuvo hasta 1580. Lo llamó Fuerte de Nuestra Señora del Buen Ayre y fue ahí donde, sitiados por los indios, los primeros habitantes de esta ciudad se comieron entre ellos. Un grabado de Ulrico Schmidl, quizá la primera imagen de Buenos Aires, ilustra este episodio de canibalismo mostrando tres condenados a la horca a los que les faltan las piernas: les habían sido comidas por sus desesperados compañeros.

Pero la lucha de Mendoza contra el hambre no comenzó en estas tierras: Ernesto J. Fitte, en su interesante trabajo Hambre y desnudeces en la Conquista del Río de la Plata, señala que el fantasma del hambre persiguió a las naves de Mendoza mucho antes del desembarco. Antes de poder llegar a alguna costa se les terminaron las reservas de agua potable y “los soldados y gente que iban en dichos navíos bebían el vino puro... y se murieron personas que estaban dolientes”. El escribano de la nave, Gonzalo Pérez, dio fe de que al faltar el agua “bebían agua llovediza, la cual cogían con paños”. Con iguales palabras describió los hechos el contramaestre Juan Alonso, y añadió que “otros dolientes se bebían el vino puro y fallecieron”. Antes de llegar a la costa de Guinea nueve hombres, una mujer y nueve caballos habían muerto de sed.

Los seis primeros hombres que salieron en patrulla a recorrer unos pocos kilómetros más allá del Río de la Plata cayeron despedazados por los tigres; tal la versión que dejara escrita en 1553 el soldado Antonio Rodríguez. Durante catorce días consecutivos, salvo uno, los indios no cesaron de proveer carne y pescado a la población; pero de golpe, sin conocerse la causa, desaparecieron, dejando de asomarse a la empalizada del Fuerte. Fitte afirma que los indios desaparecieron “resentidos por el desprecio y la soberbia con que eran tratados”. Sin alimentos y en una tierra desconocida, la situación se complicó: Mendoza despachó el 3 de marzo la nave Santa Catalina a la costa de Brasil para conseguir alimentos, y organizó simultáneamente que cuatro bergantines remontaran la desembocadura del Paraná con el mismo fin. El viaje duró dos meses y su resultado fue un fracaso completo: no sólo sufrieron terribles penurias, sino que volvieron con las manos vacías.

Mendoza comisionó entonces a Juan de Ayolas para que remontase el curso del Paraná hasta el antiguo Fuerte de Sancti Spíritu y consiguiese de las tribus vecinas cualquier clase de víveres no perecederos. Ayolas partió con tres navíos y doscientos setenta soldados. Francisco de Villalba, miembro de la expedición escribió que “fue tanta la necesidad que pasamos por no llevar más de una pipa de harina en cada navío que certifico a Vuestra Excelencia que murieron casi cien de pura hambre, porque no les daban sino seis onzas de bizcochos y algunos cardos y yerbas que algunos de los campos traían. En este camino se pasaron excesivos trabajos y hambres por ser como era la mitad del invierno, e ir la gente flaca bogando y toando por el río, sin tener otro refresco más del que he dicho a V. S. y algunas culebras, lagartos, ratones y otras sabandijas que a dicha por los campos se topaba”.

Primera imagen de Buenos Aires: Actos de canibalismo

El alcalde Juan Pabón y dos auxiliares decidieron, con poca fortuna, alejarse a cuatro leguas del Fuerte para preguntarle a los indios por los motivos de su actitud. Fueron asesinados y el camino elegido por Mendoza para “aplicarle un correctivo” a los indios fue una cruenta matanza.

En septiembre de 1536, Mendoza fundó el Fuerte de Nuestra Señora de la Esperanza, delegó el gobierno en Ruiz Galán y en abril del año siguiente partió hacia España. La Esperanza duró cuatro años más, y fue abandonada.

Santa María, como se verá, resultó despoblada como fruto de una intriga política que laudó a favor de la supervivencia de Asunción.

Mendoza trajo al Plata diversas enfermedades: la sífilis en estado terminal, de la que estaba infectado, la fiebre del oro y la plata, de la que contagió a los años subsiguientes y la crueldad en la matanza indiscriminada de los indios: cinco mil murieron en las márgenes del Río que pasó a llamarse La Matanza, contra veintisiete bajas españolas.

Del primer asunto, la procedencia geográfica de la sífilis, se ocupa la página web del Laboratorio Bayer, que señala a Don Pedro como el primero en dejar el contagio pues fue “el primer específico, con manifestaciones ulcerosas de la piel y huesos”. Eliseo Cantón en su Historia de la Medicina en el Río de la Plata escribió respecto de los indios: “Eran organismos tan vírgenes para el virus sifilítico como para el variólico”.

El combate del río Matanza se llevó a cabo entre el 19 y el 21 de marzo de 1536: allí cinco mil hombres, mujeres y niños querandíes fueron diezmados por los conquistadores. La represión había sido fruto de la desobediencia de los indios, que se negaron a seguir dándole alimentos a los españoles. Estuvo al mando de Diego de Mendoza, hermano de Pedro, junto a trescientos mercenarios de origen alemán y treinta jinetes de caballería con treinta mastines de guerra.

En su libro Viaje al Río de la Plata, el cronista Ulrico Schmidl, miembro de la expedición, citó el relato de un soldado alemán que llegó bajo las órdenes de Mendoza: “Allí se levantó una ciudad con una casa-fuerte para nuestro Capitán, y un muro de tierra en torno a la ciudad, de una altura como la que puede alcanzar un hombre con una espada en la mano. Este muro era de tres pies de ancho y lo que hoy se levantaba, mañana se venía de nuevo al suelo. Además la gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía gran escasez, al extremo de que los caballos no podían utilizarse. Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; hasta los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido. Sucedió que tres españoles robaron un caballo y se lo comieron a escondidas; y así que esto se supo se les prendió... Entonces se pronunció sentencia de que se ajusticiara a los tres españoles y se los colgara de una horca. Así se cumplió y se les ahorcó. Ni bien se los había ajusticiado, y se hizo de noche y cada uno se fue a su casa, algunos otros españoles cortaron los muslos y otros pedazos del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y ahí los comieron. También ocurrió que un español se comió a su propio hermano que se había muerto. En este tiempo los indios asaltaron nuestra ciudad con gran poder y fuerza... consiguieron quemar nuestras casas, pues estaban techadas con paja; excepto la casa del Capitán General que estaba cubierta con tejas”.

Ruy Díaz hizo una descripción idéntica, añadiendo que además de los que morían y ahorcaban, llegaron a comer excremento humano. Ruy Díaz escribió que por “el hambre que sobrevino, estaba la gente muy triste y desconsolada, llegando a tanto extremo la falta de comida que había días que sólo se daba de ración seis onzas de harina y ésa podrida y mal pesada, que lo uno y lo otro causó tan gran pestilencia, que corrompidos morían muchos de ellos”. Medio enloquecidos, algunos pobladores se fugaron a la costa del Brasil.

El propio Guzmán relata el triste fin de muchos de los que escaparon muriendo “a manos de indios, otros de hambre y cansancio y tal hubo hombre que mató a su compañero para sustentarse de él, a quien yo conocí, que se llamaba Baito”.

Francisco de Villalta dijo que “era tanta la necesidad y hambre que pasaban que era espanto, pues unos tenían a su compañero muerto tres o cuatro días y tomaban la ración por poderse pasar la vida con ella; otros de verse tan hambrientos les aconteció comer carne humana, y así se vido que hombres con los que se hizo justicia fueron comidos de la cintura para abajo”.

La noticia de la hambruna en Buenos Aires llegó al Rey de España, que el 20 de noviembre de 1539 suscribió una Real Orden dándose por enterado. Una de las mujeres que sufrió las penurias de la ciudad sitiada, Isabel de Guevara, presentó en 1556 un reclamo solicitando que se reconociera su derecho a participar en un repartimiento de indios. En su solicitud recordó aquellos días: “habemos venido ciertas mujeres, entre las cuales ha querido mi ventura que yo fuese una, y como la Armada llegase al puerto de Buenos Aires con mil quinientos hombres, y les faltase el bastimento, fue tamaña el hambre, que al cabo de tres meses murieron los mil. Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban de las pobres mujeres; así el lavarles la ropa, como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, limpiarlos, hacer centinela, armar las vallestas cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra... si no fuera por la honra de los hombres, muchas más cosas escribiría con verdad...”.

Martín del Barco Centenera, en el Canto VI de su poema La Argentina, escribió:

... la perra,

Pestífera, cruel hambre canina

A todos abandona o los arruina

Comienzan a morir todos rabiando

Los rostros y los ojos consumidos:

A los niños que mueren sollozando

Las madres les responden con gemidos

El pueblo sin ventura lamentando

A Dios envía suspiros doloridos

Gritan viejos y mozos, damas bellas

Perturban con clamores las estrellas.

A Del Barco Centenera pertenece, precisamente, la denominación de Argentina para esta tierra. Centenera partió de España con la expedición de Ortiz de Zárate, y llegó a Asunción en 1575 con el título de Arcediano de la Iglesia del Paraguay. Aunque no hay acuerdo histórico sobre el punto, parece haber integrado la expedición de Garay. Luego pasó al Perú, volvió a Asunción donde actuó como Obispo y finalmente llegó (¿o volvió?) a Buenos Aires, donde reedificó la Iglesia Mayor, en el mismo sitio donde se emplaza hoy la Catedral.

Mariano de Vedia y Mitre, en El origen del nombre argentino escribe que luego Centenera viajó a Portugal donde publicó La Argentina, que denominó Poema Histórico. “Con ello y todo –asegura Mitre– el nombre de la República Argentina y de sus hijos se debe a la repercusión que tuvo en el tiempo la obra de Centenera, se la llame poema o se la considere sólo como crónica. Centenera emplea el término Argentina o Argentino para la designación de lugares y personas habitantes de la región, sin atender a su origen.” El autor dedicó su obra al marqués de Castel Rodrigo, virrey, gobernador y capitán general de Portugal, y aclaró en la dedicatoria: “He escrito en verso, aunque poco pulido y menos limado, este tratado y libro a quien intitulo y nombro Argentina, tomando el nombre del sujeto principal que es el Río de la Plata”.

Armando Alonso Piñeyro, en La Historia Argentina que muchos argentinos no conocen, detalla las similitudes geográficas del nombre. Recuerda que hace varias centurias atrás, en la actual Bosnia, hubo una villa llamada Argentina, luego Czyvisky; Estrasburgo –la ciudad francesa– se llamó Argentina durante el siglo IX y hasta ese entonces se la conoció como Argentorate, desde el momento en que fue conquistada por Julio César. Argentorate es una palabra celta que significa lugar cerrado entre dos ríos. Anota Piñeyro que también en Francia, “en Dordogne, Savoie y Deux Sevres, existen tres villas llamadas Argentine, la más pequeña de catorce habitantes y la más grande de mil setecientos veintitrés”.

El historiador Ángel Rosenblat ha dicho que “el nombre de la ciudad de La Plata (en el Alto Perú, hoy Bolivia) aparece traducido en los documentos latinos como Civitas Argentina, retraducido al español como Ciudad de Argentina en 1565 en los textos de la Orden Franciscana; la Cancillería Real de Charcas se llamó Cancillería Argentina.

El poema de Centenera apareció en 1602 y diez años después Ruy Díaz de Guzmán, un cronista español, escribió La Argentina. Del descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata. Piñeyro cita unos viejos mapas dados a conocer por Roberto Levillier, hechos por Diego, Lopo y Andrés Homem, en los años de 1554, 1558, 1559 y 1568: llaman Mare Argenteum al Río de la Plata y Terra Argentea al país que lo contiene.

El 15 de agosto de 1537, cuando Juan de Salazar y Espinoza fundó un Fuerte en el río Paraguay, al que llamó Asunción, comenzó para Buenos Aires el tiempo de descuento hasta su abandono. Asunción estaba más cerca de la tierra de los metales, y allí los indios eran más sumisos. Muerto Ayolas, Domingo Martínez de Irala comisionó a mediados de 1540 al capitán Juan de Ortega para que “bajase a Buenos Aires y procediese al traslado de los colonos, desmantelando y arrasando las construcciones”. La población resistió la orden de Irala. Irritado por la demora, el Gobernador en persona se puso en marcha para hacerla cumplir. El representante del Rey, veedor Cabrera, expuso ante Irala y los pobladores las razones por las que se aconsejaba despoblar a la ciudad: “los cristianos llegados aquí han estado en tanta disminución por tantas muertes y pérdidas que sólo han quedado trescientos cincuenta personas bajo una hostilidad creciente de los indios... Buenos Aires es muy fría y la mayor parte de la gente está tan desnuda que no tienen con que cubrir sus carnes, a diferencia del Paraguay que por ser como es tierra caliente los que están desnudos podrán vivir mejor lo que les durase la vida”.

Finalmente, se conminó a toda la población a abandonar la ciudad el 10 de mayo de 1541. La orden se hizo efectiva un mes más tarde. Irala, como si se hubiese sentido culpable del error cometido, dejó diversos mensajes “en muchas partes escritos, así en piedras como en señales y cartas”: eran advertencias a los navegantes para que siguieran viaje hacia Asunción. El texto, conocido como la Relación de Martínez de Irala describe a la ciudad de Asunción diciendo que “es un pueblo de cuatrocientos habitantes, rodeado de indios leales al Rey (...) los cuales sirven a los cristianos así como con sus personas como con sus mujeres, en todas las cosas de servicio necesarias, disponiendo además el vecindario de setecientas mujeres para que les sirvan en sus casas con su trabajo (...) se tiene tanta abundancia de mantenimiento que no sólo hay para la gente que allí reside sino que sobra para atender a otras tres mil personas más...”.

AL CAPITÁN CÉSAR
LO QUE ES DEL CÉSAR

El hambre, las flechas envenenadas, los pumas, el constante estado de sorpresa, las pesadas bromas de Dios a las que fueron sometidos, nada de eso importaba si lo que encontraban a cambio era la Ciudad de los Césares, el Reino de la Plata, aquel sitio que bien merecía haber sido escrito por Tomás Moro aunque en este caso no era una isla sino una sierra, el sueño de una montaña dorada. Como sucede con cualquier desvelo, nadie podía decir con precisión cuándo había comenzado ni por qué, sólo sabían que se despertaban por la noche de pronto, con el corazón a punto de saltarles por la boca, entre la humedad y el miedo, y volvían a apoyar la cabeza en la almohada pensando en la Sierra del Plata, el destino que les había señalado un veneciano que ni siquiera conocían y que se había llamado Sebastián Caboto.

El 3 de abril de 1526 Caboto partió, bajo las órdenes del Rey, desde San Lucar de Barrameda hacia las Molucas con doscientos tripulantes embarcados en tres naves y una carabela. Marisa Sylvester cuenta en La Ciudad de los Césares que, llegado a las costas del Brasil, Caboto comenzó a recibir extrañas noticias. Hacia y el sur y el oeste había un riquísimo y fabuloso imperio. Cuando la nave capitana ancló frente a Santa Catalina llegó una canoa con dos españoles, Enrique Montes y Melchor Ramírez, que llevaban varados allí más de quince años, y habían llegado con la expedición de Solís. “Nunca hombres fueron tan bienaventurados como los de esta Armada –le dijo, llorando, Montes a Caboto– que hay tanta plata y oro en el río de Solís que todos serán ricos”. Bastaba subir por el río Paraná y podrían “cargar las naves con oro y plata”. Caboto, ante la noticia, decidió cambiar de rumbo y nunca llegó a las Molucas. Al entrar al río de Solís la expedición se detuvo en la desembocadura del Delta.

Allí encontraron a otro náufrago (del que daremos detalle más adelante), Francisco del Puerto, que afirmaba conocer, personalmente, el río que descendía de la desconocida y tentadora Sierra del Plata. Caboto ingresó por el Paraná de las Palmas, remontó el Paraná y se estableció en la desembocadura del río Carcarañá en mayo de 1527. Allí se quedó dos años y medio. Parte de lo dicho por el grumete Del Puerto era exacto: el Carcarañá o Río Tercero es el único que llega desde las sierras de Córdoba hasta el Paraná. Caboto fundó allí el Fuerte Sancti Spiritu. A finales de 1528 envió a su hombre de confianza, el capitán Francisco César, a remontar el río Carcarañá hasta las famosas sierras. Partió a fines de diciembre con la compañía de quince hombres. Fue la primera expedición de los españoles dentro de tierra argentina. César llegó hasta las fuentes del Río Tercero y volvió para dar información a su jefe. Valdivieso, cronista, manifestó que “ellos habían visto grandes riquezas de oro y plata y piedras preciosas”. El capitán César, según Sylvester, sólo habló prudentemente de “algunas muestras de oro”. Unos pocos meses más tarde, Caboto se dirigió a la zona del Delta para poner sus naves a resguardo e iniciar la caminata hasta las sierras (su expedición no había traído caballos). Pero el Fuerte fue asaltado por los indios, quemado y destruido. Poco tiempo después Caboto abandonó para siempre el Río de la Plata y volvió a España en julio de 1530, donde fue objeto de todo tipo de acusaciones, y fue enjuiciado por la Corona por haber torcido el rumbo. Pero el mito de la expedición del capitán César y sus compañeros ya tenía vida y nombre propio: de su apellido derivó aquello de la Ciudad de los Césares. En su libro Los comechingones Antonio Serrano describe que César llegó a las nacientes del río en Calamuchita, siguió luego por alguno de sus afluentes, cruzó las Sierras de los Comechingones –que separan a Córdoba de San Luis– y llegó hasta el Valle de Conlara. Ochenta años después de aquel viaje Ruy Díaz de Guzmán, en su libro La Argentina manuscrita, aparecido en 1612, narró que César remontó el Carcarañá, llegó a las Sierras y volvió a Sancti Spiritu, pero lo encontró destruido. Fue entonces cuando –según Guzmán– los “césares” decidieron volver a las sierras. César inició entonces una expedición de cinco años que terminó en Perú, donde se encontró con Pizarro. Hace algunos años, señala Sylvester, se conoció la verdad: César volvió en febrero de 1529 a Sancti Spiritu, el Fuerte fue destruido en septiembre y volvió a España con Caboto, donde prestó declaración en los juicios que le iniciaron.

SEGUNDOS NOMBRES,
SEGUNDAS PARTES

El nombre del “río inmóvil” fue mutante: Solís lo bautizó Mar Dulce. Bartolomé Jacques, que lo navegó años después, fue el primero en llamarlo “de la Plata”. Hernando de Magallanes lo llamó Río San Cristóbal; Sebastián Caboto lo rebautizó como Río de Solís hasta que Don Pedro de Mendoza volvió a “Río de la Plata”. La lista de nombres no se agota ahí; en cartas, crónicas y mapas anteriores a Mendoza el río fue denominado: Río de los Lobos, Gran Río Pariente del Mar, Reunión de Ríos, Río de los Pájaros, Río de Santa María y Río Colorado.

Dos fechas, dos sitios y, lo que es peor, dos fundaciones. ¿Se puede fundar una ciudad dos veces?

Cuando partió desde Asunción hacia Buenos Aires, Juan de Garay llevaba treinta años viviendo en América; había llegado a los 14 años y era sobrino del Oídor Pedro Ortiz de Zárate, de gran figuración en las guerras civiles del Perú. Desde que se hizo público el bando que promulgaba la fundación, Garay pasó seis meses en preparativos. A mediados de abril de 1573 partió de Paraguay con la idea de fundar un puerto en el Plata, llegó a lo que años después sería Buenos Aires y retrocedió: estaba demasiado lejos de Asunción y, si elegía otro sitio, “después, más fácilmente, se podría poblar lo de abajo”. Fundó Santa Fe el 15 de noviembre de 1573.

El 10 de julio de 1569 Juan Ortiz de Zárate capituló con el Rey la colonización del Río de la Plata. Le ofreció “meter en la gobernación quinientos españoles, doscientos de todo género de oficio y trescientos de guerra”. El Rey le ordenó poblar “dos nuevos pueblos de españoles entre el distrito de la ciudad de La Plata (Potosí), Chile y la Asunción y otro en la entrada del río, en el puerto que llaman de San Gabriel o Buenos Aires”.

Dos años después una cédula real facultó al Presidente de la Audiencia de Charcas para que, “si Zárate no cumpliera” tomara de su hacienda dos mil ducados y encargara a una persona que “fuera, a costa de ellos, a hacer la población de los dichos dos pueblos entre esa ciudad y la Asunción”.

Recién en octubre de 1572 partió y después de una triste invernada de seis meses en Santa Catalina llegó al Río de la Plata en noviembre de 1573 “para probar nuevas miserias”, tanto en San Gabriel como en Martín García. En abril de 1574 llegó Garay con vecinos de Santa Fe y en mayo fueron a San Salvador, donde construyeron un Fuerte y delinearon la zona. En la noche del 30 de junio los charrúas incendiaron el Fuerte y volvieron al Paraguay.

El 5 de febrero de 1580, Juan de Garay, delegado del Adelantado Torre de Vera y Aragón mandó pregonar un bando en Asunción ofreciendo mercedes de tierras, encomiendas de indios y aprovechamiento del ganado yeguarizo existente a quienes “por su cuenta y minción” fueran a poblar el puerto de Buenos Aires.

Para la fundación de Buenos Aires no hubo fondos: la capitulación de Ortiz de Zárate sólo les entregaba dinero en el caso de una rebelión de los indios o de los españoles, pero todo lo demás debían hacerlo a su costo.

Lograron reunirse sesenta y cuatro jefes de familia –sesenta y cinco, con Garay– entre ellos una mujer mayor de edad. La “Segunda Fundación” de Buenos Aires fue paraguaya: sólo diez de los sesenta y cinco eran españoles, el resto eran americanos, “hijos de la tierra” que hablaban guaraní y también aquellos descritos por Garay como “mancebos desordenados”, quienes “tienen poco respeto a la justicia, son amigos de cosas nuevas, vanse cada día más desvergonzados con sus mayores, fuertes en los trabajos, curiosos, diestros y amigos de la guerra”.

Junto a sus familias sumaban unas trescientas personas. Así como los fundadores de Asunción habían salido de la “primera Buenos Aires”, ahora los fundadores de Buenos Aires salían del Paraguay.

La expedición partió de Asunción el 5 de marzo de 1580: dieciocho hombres lo hicieron por tierra arreando trescientos vacunos, quienes costearon la margen izquierda de los ríos Paraná y Paraguay. Los restantes cincuenta soldados, con sus mujeres e hijos y doscientos indios guaraníes con sus familias viajaron por río a bordo de la carabela San Cristóbal de la Buenaventura, los bergantines Santo Tomás y Todos los Santos, cuarenta balsas y numerosas canoas. El 29 de mayo, día de la Santísima Trinidad llegaron al puerto de Buenos Aires, que se encontraba en la boca del Riachuelo de los Navíos, a la altura de la actual calle Hipólito Yrigoyen. (La salida del Riachuelo por la Boca fue abierta un siglo y medio después.) La expedición terrestre había perdido la mayoría del ganado y fue forzada a hacer posta en Santa Fe, por lo que llegó una semana más tarde. La ciudad recién fue fundada el 11 de junio, y se llamó Trinidad, en el puerto de los Buenos Aires. “Estando en este puerto de la Santa María de los Buenos Aires –estableció Garay en el Acta de Fundación– hago y fundo en el dicho asiento una ciudad, la iglesia de la cual pongo su advocación a la Virgen de la Santísima Trinidad... y la dicha ciudad mando que se intitule Ciudad de la Trinidad”. El nombre oficial de Trinidad se mantuvo en Buenos Aires hasta el acta del Cabildo del 18 de diciembre de 1810. El acta del 25 de mayo del mismo año, comienza diciendo: “En la muy Noble y muy Leal Ciudad de la Santísima Trinidad, Puerto de Santa María de los Buenos Aires...”.

El 17 de octubre de 1580 fue un día peronista: Garay entregó a cada poblador un solar, es decir, un cuarto de manzana en el centro y media y hasta una manzana dentro de su ejido. Nadie podía sospechar que, semanas después, Buenos Aires tendría su primer exilio: muchos “fundadores”, a poco de llegar, se ocuparon de agendarse propiedades y luego se marcharon a Santa Fe, Córdoba o Asunción. El éxodo llevó a que en el acuerdo del Cabildo del 8 de mayo de 1589, el Procurador le pidiera a los vecinos que salgan de Buenos Aires y que, al menos, dejaran representantes en sus propiedades. El acta se refería a los “vecinos que quieran ir a buscar su vida y hacer hacienda”, solicitándoles que dejaran “un hombre bien aderezado de armas y caballos que sustente su vecindad hasta que vuelvan a la tierra”.

Los reclamos entre vecinos sobre la propiedad de la tierra son contemporáneos a la fundación: debido a que los terrenos no fueron debidamente amojonados los pleitos se extendieron hasta entrado el siglo XVII. Recién diez años después de la fundación, el 9 de julio de 1590, el Cabildo dispuso “que ningún vecino sea osado de edificar en un solar suyo sin que éste sea medido primero por los alarifes, veedores y medidores” a quienes, por el trabajo, debía compensarse “con una gallina a cada uno”. Ese mismo día el procurador general propuso una nueva medición o traza de la ciudad “porque en el papel pergamino se borran de suyo los nombres de los vecinos, por no hacer impresión la tinta en el pergamino”.

Al mencionar el Cabildo, debo aclarar que nos referimos al órgano legislativo en sí, que funcionó durante años en otros edificios y no en el conocido luego; los cabildantes ocupaban generalmente algunas habitaciones del Fuerte, y allí sesionaban, aunque estaba por demás claro que, a la hora de considerarse ciudad, la Trinidad debía contar con un Cabildo construido como tal.

El 3 de marzo de 1608, el alcalde ordinario Manuel de Frías, atento a “que no hay casa de Cabildo” propuso que “se ponga remedio y diligencia en hacerlas”, financiando dicha construcción con nuevos impuestos a los navíos “que han entrado a este puerto y entraren de ahora en adelante”, y fue cobrado de manera retroactiva, haciéndolo también extensivo a las carretas con leña que entraban a la ciudad “atento a la mucha necesidad y pobreza” de las autoridades.

Recién ciento cincuenta años más tarde, el Cabildo logró conseguir una campana. Cuando esto sucedió, ya casi nada quedaba del Cabildo original –en un terreno que, por otra parte, había sido alquilado– ya que en 1632 amenazó con derrumbarse y fue construido casi enteramente de nuevo. Más adelante volveremos sobre el tema, ofreciendo más detalles del “estado de obra constante” en que vivió el Cabildo.

La construcción de la Plaza muestra el estado caótico de la primera planta urbana: según el plano originario debía hallarse en la mitad de la ciudad, pero nunca fue así ya que los vecinos más destacados y los principales comerciantes buscaron la proximidad del puerto y se fueron instalando en la entonces llamada Calle de San Francisco (hoy Defensa) especialmente en el tramo comprendido entre la Plaza y el Zanjón del Hospital (actual calle Chile). Las mismas autoridades se vieron obligadas a avalar las instalaciones irregulares, como lo demuestra el traslado del Hospital de San Martín a la actual esquina de México y Defensa, dejando desocupada la manzana señalada por el fundador para ese destino, entre las actuales calles Reconquista, Sarmiento, 25 de Mayo y Corrientes.

También era habitual que las propiedades avanzaran hacia la acera, no obstante las protestas de los vecinos y la inexistente línea coherente de edificación.

En la época se hizo célebre el caso del Padre Romano, del Convento de San Francisco: unió varias fracciones pertenecientes a la Iglesia pero que estaban separadas por una calle que llegaba al río. La reapertura del paso costó varias sesiones del Cabildo y diversos enfrentamientos.

En realidad, las propias autoridades distaban de dar algún tipo de ejemplo: el Fuerte, primer edificio público levantado en la ciudad, sufrió tres siglos de modificaciones; se fueron haciendo agregados y mejoras a la construcción inicial sin responder a algún plano determinado y a medida que era necesario para albergar a nuevos funcionarios, oficiales reales, etc.

El Fuerte –donde hoy se encuentra la actual Casa de Gobierno– se llamó Fuerte de San Juan Baltazar de Austria, y fue construido por el gobernador Fernando de Zárate en 1595; tenía una muralla de ciento veinte metros de lado, con foso y puente levadizo, y estaba emplazado en la manzana comprendida por las actuales calles Rivadavia, Balcarce, Hipólito Yrigoyen y la Avenida Paseo Colón, sobre las barrancas que entonces daban al río. Descripciones de la época lo señalan como “un edificio siniestro y sombrío, sobre cuyos muros se destacaban varias bocas de cañón”. Escribió al respecto José Antonio Wilde: “En ese foso, depósito eterno de inmundicias, se veían jugando a la baraja o echando la taba, o echados al sol en invierno, algunos soldados que formaban la guarnición, bastante mal vestidos, muchas veces descalzos, con el pelo largo y desgreñado. Por añadidura no faltaba un buen número de muchachos holgazanes de los que en todas épocas abundan y que hacían una rabona muy cómoda en el zanjón”.

El Fuerte como tal subsistió hasta la gobernación de Pastor Obligado; bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas sólo fue una guarnición militar y luego se lo mandó demoler.

A partir de 1862 Mitre se instaló allí con sus ministros y su sucesor, Sarmiento, decidió pintarlo de rosado sin que se haya descubierto hasta el presente ningún documento que avale el mito de Sarmiento laudando entre los rojos y los blancos. La construcción de la actual Casa de Gobierno comenzó en 1873, cuando por decreto se ordenó construir el Edificio de Correos y Telégrafos en la esquina de Balcarce y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen). Años después, el presidente Julio A. Roca decidió la “construcción del definitivo Palacio de Gobierno” en la esquina de Balcarce y Rivadavia, edificación similar al vecino Palacio de Correos. Ambos edificios se unieron en 1886 mediante el pórtico que hoy constituye la entrada a la Casa Rosada que da hacia la Plaza de Mayo. A fines de 1894 se demolió la Antigua Aduana, despejando de este modo el frente de la Casa de Gobierno. En 1927 se regularizó la fachada Este cerrando el sector próximo a la calle Yrigoyen. En 1938, bajo la presidencia de Justo, se demolió el frente Sur hasta diecisiete metros de fondo. Recién el 21 de mayo de 1942, por decreto 120.412 del presidente Castillo, se la declaró Monumento Histórico.

Durante todo el siglo XVII se insistió en prohibir una costumbre bastante arraigada: la de sacar tierra de las calzadas públicas y usarla en el relleno de patios y huertas interiores, del mismo modo que convertirla en barro para edificar; también se impusieron diversos tipos de multas a quienes dejaran animales sueltos, caballos, cerdos y ovejas que pastaban en la calle o se metían dentro de las iglesias buscando protección de la intemperie. El asunto de las ovejas llevó a un serio enfrentamiento con los dominicos, hasta que sus ovejas debieron abandonar el ejido urbano.

El 11 de diciembre de 1590 el Rey de España por Real Provisión dispuso que las tierras otorgadas a pobladores que por ausencia no hubiesen sido trabajadas o edificadas se volvieran a repartir de nuevo a los vecinos. Pedro Rodríguez, Bernabé Veneciano, Miguel López Madera, Pedro Isbran, Juan de Basualdo y muchos otros ya habían abandonado la ciudad.

Según el censo de 1615, treinta y cinco años después de la fundación, de los sesenta y tres hombres quedaban siete y de las treinta mujeres restaban únicamente tres.

La Real Provisión sobre el abandono de las tierras repartidas por Garay dice, textualmente: “Saved que Pedro Sánchez de Luque, Procurador General de la dicha ciudad de la Trinidad, Puerto de Buenos Ayres, que por nuestro mandato reside en la ciudad nos hizo relación diciendo que Juan de Garay teniente general que fue dessas provincias pobló esa dicha ciudad de la Trinidad en nuestro real nombre y a los pobladores como es uso y costumbre les dió y repartió solares tierras y cavallerías para que se pudiesen sustentar. Y que muchas de las personas a quien hizo dicha repartición se han ido y ausentado de la dicha ciudad y que otros que van a poblar en dándoles que les den las dichas tierras se van y ausentan como los demás y quedan impedidas para las poder dar y restituir y repartir a las personas que asisten en las dicha población las cuales eran agraviadas de suerte que todas las cargas de guerra y demás ministerios de la dicha población cargan sobre los que allí residen y no hay que les dar y repartir en premio por su trabajo”.

Según detalla Hialmar Gammalsson en Los Pobladores de Buenos Aires y su descendencia, el estudio más completo realizado sobre la fundación de Garay, éstos fueron los primeros pobladores (en la referencia respecto del origen debe leerse “paraguayos” como nacidos en Asunción y “americanos” como criollos, sin mayor precisión):

1 / AMBROSIO DE ACOSTA, paraguayo

2 / ESTEBAN DE ALEGRE, paraguayo

3 / CRISTÓBAL ALTAMIRANO y su mujer ANA MÉNDEZ, españoles

4 / LUIS ÁLVAREZ GAITÁN, su mujer ANA DE SOMOZA y su hijo FRANCISCO, paraguayos

5 / PEDRO ÁLVAREZ GAITÁN, paraguayo

6 / DOMINGO DE ARCAMENDIA, paraguayo

7 / JUAN DE BASUALDO

8 / SEBASTIÁN BELLO, americano

9 / ANTÓN BERMÚDEZ, español, su mujer INÉS y su hija MARIANA, ambas americanas

10 / FRANCISCO BERNAL, su mujer JUANA DE LOS COBOS y su hijo FRANCISCO, paraguayos

11 / BALTHASAR CARBAJAL, paraguayo

12 / JUAN CARBAJAL, paraguayo

13 / VÍCTOR CASCO DE MENDOZA, paraguayo y su mujer LUISA DE VALDERRAMA, americana

14 / MIGUEL DELCORRO, paraguayo y su mujer MARÍA DE AGUILERA, americana

15 / ANA DÍAZ, paraguaya

16 / JUAN DOMÍNGUEZ, paraguayo

17 / ALONSO DE ESCOBAR y su mujer MARÍA CEREZO, paraguayos, y sus hijos TOMÁS y MARGARITA, americanos

18 / JUAN DE ESPAÑA, paraguayo

19 / JUAN FERNÁNDEZ DE ENCISO, paraguayo

20 / JUAN FERNÁNDEZ DE ZÁRATE, paraguayo

21 / PEDRO FRANCO, paraguayo

22 / JUAN DE GARAY y su mujer ISABEL DE BECERRA, españoles

23 / JUAN DE GARAY, EL MOZO, americano

24 / ALONSOGÓMEZ, su mujer LORENZA FERNÁNDEZ y sus hijos FELIPA y GERÓNIMO, todos paraguayos

25 / MIGUEL GÓMEZ, su mujer BEATRIZ LUIZ DE FIGUEROA y sus hijos BENITOy ÚRSULA, paraguayos

26 / RODRIGO GÓMEZ, paraguayo

27 / LÁZARO GRIBEO y su hermano DOMINGO, paraguayos

28 / PEDRO HERNÁNDEZ, paraguayo

29 / SEBASTIÁN HERNÁNDEZ, paraguayo

30 / ANTÓN HIGUERAS DE SANTANA, español

31 / RODRIGO DE IBARROLA, español

32 / DOMINGO DE IRALA, paraguayo

33 / PEDRO ISBRAN y su mujer AGUSTINA DE AGUILERA, americanos

34 / PEDRO DE IZARRA, español

35 / MIGUEL LÓPEZ MADERA

36 / PEDRO LUYZ y su mujer ELENA DE PAYVA, paraguayos

37 / JUAN MARQUEZ DE OCHOA, paraguayo

38 / GONZALO MARTEL DE GUZMÁN, español y su mujer ISABEL DE CARBAJAL, americana

39 / JUAN MARTÍN y BARTOLA MARTÍNEZ, paraguayos

40 / PEDRO DE MEDINA, paraguayo

41 / ANDRÉS MÉNDEZ, su mujer MARÍA y su hijo JUAN, paraguayos

42 / HERNANDO DEMENDOZA y su mujer AGUSTINA DE ZÁRATE, americanos

43 / PEDRO MORÁN y su mujer MARÍA CRISTAL, paraguayos

44 / MIGUEL NAVARRO, español y su hijo FELIPE, americano

45 / GERÓNIMO NÚÑEZ

46 / RODRIGO ORTIZ DE ZÁRATE, español y su mujer JUANA DE LA TORRE, paraguaya

47 / DIEGO DE OLABARRIETA, español

48 / FEDERICO PANTALEÓN, paraguayo

49 / ALONSO PAREJO, español

50 / GERÓNIMO PÉREZ

51 / ANTÓN DE PORRAS

52 / PEDRO DE QUIRÓS, español

53 / ANTONIO ROBERTO, español, y SU HIJO americano

54 / JUAN RODRÍGUEZ DE CABRERA, paraguayo

55 / PEDRO RODRÍGUEZ DE CABRERA y su mujer JUANA DE ENCISO, paraguayos

56 / JUAN RUIZ DE OCAÑA y su mujer BERNARDINA GUERRA, paraguayos

57 / PEDRO ESTEBAN RUIZ DE OCAÑA, paraguayo

58 / JUSEPE DE SAYAS, paraguayo

59 / PEDRO DE SAYAS ESPELUCA y BEATRIZ DE CUBILLAS, paraguayos

60 / PEDRO DE LA TORRE, paraguayo

61 / ANDRÉS VALLEJO, paraguayo

62 / BERNABÉ VENECIANO, paraguayo

63 / ALONSO DE VERA Y ARAGÓN, español

64 / PEDRO DE XEREZ, paraguayo

65 / PABLO ZIMBRÓN, paraguayo

La lista que sigue, junto a algunos detalles biográficos, enumera la suerte de alguno de ellos:

AMBROSIO DE ACOSTA

Recibió tierras y encomienda. Dejó Buenos Aires y se radicó en Corrientes.

ESTEBAN ALEGRE

Recibió mercedes de tierras y encomienda; vendió tierras en La Matanza en diciembre de 1616 y se estableció en San Juan de Vera de las Siete Corrientes.

CRISTÓBAL DE ALTAMIRANO

Había llegado al Plata con la armada de Juan Ortiz de Zárate. Fue tomado prisionero por los charrúas y logró huir y unirse a Garay antes del combate de La Matanza. Se radicó con su familia en Santa Fe.

ÁLVAREZ GAYTÁN

Su familia recibió una de las dos primeras Suertes de Chacras que repartió Garay, ubicada entre las actuales calles Arenales y Montevideo. Dos de sus hijos se radicaron en Corrientes.

JUAN DE BASUALDO

Se radicó en Santa Fe en 1584.

MARCOS DÁVILA

Se radicó con su mujer, INÉS DE PAYVA, cerca de Santa Fe.

CAPITÁN JUAN FERNÁNDEZ DEENCISO

Volvió a Paraguay, donde fue Regidor en 1596.

PEDRO HERNÁNDEZ

Se radicó en Santa Fe tres años después de la fundación.

CAPITÁN RODRIGO DE IBARROLA

Regresó a Asunción en 1580.

DOMINGO DE IRALA

No hay rastro de su permanencia en la ciudad como vecino.

PEDRO ISBRAN

La mitad de su familia se radicó en Santa Fe.

MARQUEZ DE OCHOA

Retornó a Santa Fe.

JUAN MARTÍN

Se radicó en Santa Fe.

PEDRO MEDINA

Retornó a Asunción.

CAPITÁN HERNANDO DE MENDOZA

Regresó a Asunción, donde llegó a ser alcalde.

CAPITÁN PEDRO MORÁN

Se radicó en Córdoba del Tucumán.

DIEGO DE OLABARRIETA

Volvió a Asunción.

ANTÓN DE PORRAS

Recibió mercedes de tierras y encomienda. Volvió a Asunción.

ANTÓN ROBERTO

Se radicó en Corrientes.

ESTEBAN y JUAN RUIZ DE OCAÑA

Se radicaron en Córdoba.

UN SANTO FRANCÉS Y UNO, DOS, CIEN ESCUDOS

El 20 de octubre de 1580 Garay designó Santo Patrono de la ciudad a San Martín de Tours, hecho que consta en las actas del Cabildo, que –al igual que las de la fundación– se han perdido. En la copia de estas actas, que aún se conserva en el Real Archivo de Indias, en España, Garay detalla el escudo de armas de la Trinidad: “(deberá tener) un águila negra, con su corona en la cabeza, con cuatro hijos debajo, demostrando que los cría, con una cruz colorada sangrienta que salga de la mano derecha y suba más alta que la corona, que semeje a la cruz de Calatrava, y la cual esté sobre campo blanco (plata)”.

El Rey demoró once años en dar su aprobación y se perdieron también todas las actas posteriores hasta 1615; en aquel año el Alcalde, capitán Pedro Casco de Mendoza ordenó al platero (¿orfebre?) Melchor Miguez que labrara en plata el escudo de armas de la ciudad. Para Miguez no fue éste un trabajo sino, literalmente, una condena: había sido juzgado y condenado por lesiones y se le impuso la obligación de labrar el escudo, una especie de probation virreynal.

Treinta y cinco años después de las órdenes impartidas por Garay, el primer escudo sufrió algunos desvaríos de la tradición oral: el águila fue un pelícano en la versión de Miguez y sus cuatro hijos se convirtieron en cinco pequeños tucanes.

Treinta y cuatro años después de labrado el primer escudo de armas, en el acta del Cabildo del 5 de noviembre de 1649, el gobernador Jacinto de Lariz se quejaba por la falta de un escudo de armas en la ciudad. En aquella sesión del Cabildo no se mencionaba ni a Miguez ni a Casco de Mendoza. El acta decía textualmente: “Atento a no haberse hallado en el archivo de este Cabildo ni en sus libros que ya ha tenido ni tenga hasta ahora armas alguna cuyo sello de armas sirva para sellar cualquier testimonio, certificaciones, pliegos, cartas y demás recaudos necesarios... etc., etc.”. Así nació la tercera versión del escudo de la ciudad con, claro, nuevas variaciones: el águila que nunca llegó a volar y se transformó en pelícano era ahora una paloma; los pichones –águilas o tucanes– desaparecieron, y la paloma vuela sobre las aguas del Río de La Plata, de las que asoman un brazo y un ancla. En el borde del grabado puede leerse: “Ciudad de la Trinidad. Puerto de Buenos Aires”.

Escudo en busca de su identidad: de pelícanos a palomas

Un siglo después el escudo incorporó –sin que se sepa a ciencia cierta a nombre de quién ni cuándo– un par de barcos a ambos lados.

En 1784, como homenaje para la proclamación de Fernando VII, se acuñaron medallas con la imagen del escudo: pero entonces los dos barcos, que hasta ese momento se vigilaban frente a frente, pasaron a mirar ambos a la margen derecha del escudo. En las medallas de Carlos III y Carlos IV ya la paloma como el barco o el ancla fueron cambiando de posición: a veces miraban oblicuos, otras hacia la izquierda, etc. En las medallas de 1811 uno de los barcos parece haberse hundido: aparecía sólo el otro.

En 1852 una Comisión integrada por Gabriel Fuentes, Emilio Agrelo y Domingo Faustino Sarmiento unificó el diseño del escudo, donde faltaba el ancla.

Finalmente en 1923, esto es, a trescientos cuarenta y tres años de su fundación, Buenos Aires logró tener un escudo definitivo.

La elección del Santo Patrono de la ciudad no fue mutando: fue, desde el comienzo, una incógnita increíble. Es imposible saber con seriedad por qué se eligió un santo francés. San Martín de Tours es patrono de Francia y de las ciudades de Wurtburg y la Trinidad, puerto de Buenos Aires. San Martín nació en realidad en Sabaria, cuando existía el Imperio Austro Húngaro. La explicación puede rastrearse el jueves 20 de octubre de 1580: aquel día el Cabildo en pleno, presidido por Garay, decidió sortear el nombre del Santo que tendría la población. Salió San Martín de Tours, “lo que no conformó por ser santo extranjero”. Volvió a sortearse y volvió a salir, y así también una tercera vez.

Hubo, luego, otros patronos menores: a partir de 1590 San Sabino y San Bonifacio como protectores contra las hormigas; en 1611 fueron elegidos por sorteo San Simón y San Judas para conjurar las plagas de hormigas y ratones; en 1612 San Roque, designado por el primer gobernador de Buenos Aires, Diego de Góngora, como defensor contra la viruela y el tabardillo; en 1688 la Virgen María como patrona de la ciudad bajo la advocación de Nuestra Señora de las Nieves, Santa Lucía como segunda patrona, abogadas y protectoras; las Once Mil Vírgenes para combatir a las langostas y Santa Clara, designada patrona con motivo de la Reconquista.

La mayor parte de las nominaciones eran formales, y al poco tiempo todos solían olvidar los votos.

ALICIA EN EL ESPEJO

La Argentina de los siglos XVI, XVII y XVIII no es muy distinta a un espejo roto: gran parte de la documentación de fuentes directas se ha perdido y ni siquiera las versiones de primera mano son confiables: los equívocos con los retratos de Pedro de Mendoza, Garay y Hernandarias puestos al descubierto por Lagleyze resultan un buen ejemplo. En el caso de Don Pedro hay un famoso y único retrato donde se lo puede ver “de pie, algo cargado de hombros, la mano izquierda en el pomo de la espada y la derecha apoyada en una mesa. Tiene barba y una expresión de tristeza y cansancio”, según describe con precisión el propio Lagleyze. Este retrato perteneció a la familia de Andrés Pintor Granada Venegas, emparentada con los Mendoza. A su muerte, el cuadro fue comprado por un inglés de apellido Robertson, que en 1922 lo llevó a Estados Unidos, donde se perdió su rastro. Quedaron en Buenos Aires fotografías del cuadro: en una de ellas Enrique Larreta descubrió, en la parte inferior derecha, la fecha de autoría: 1567. Treinta años después de la muerte de Mendoza: era normal que se lo viera cansado.

En verdad, el hecho de que el retrato no fuera pintado en su presencia no alcanza para desautorizar el cuadro: las versiones de Güemes y Moreno que conocemos también se pintaron sin sus protagonistas frente al lienzo. Todos los cuadros de Moreno, menos uno, son imaginarios, incluyendo su monumento en la Plaza de los Dos Congresos. Averiguar cuál Moreno es el real no es tan difícil: si alguien tiene todas las versiones debe prestar atención al único cuadro en que se lo ve distinto; el verdadero Moreno parece otra persona.

El caso de Güemes es similar: siempre se lo reconstruyó tomando como base un retrato de su sobrino. La barba, sin embargo, era de Güemes.

Pero en el caso de Mendoza la ambigüedad del título alimentó el misterio del retrato: hay historiadores que creen que no alcanza con que diga “Don P.”. Como bien anota Lagleyze eso hace posible que haya sido un retrato de: Don Pablo, Pacomio, Pancracio, Pacífico, Patricio, Paulino, Pelagio, Pelayo, Palmiro, Paladio, Patrocinio, Paulo, Perfecto, Pío, Plácido, Plutarco, Pascasio, Procopio, Policarpo, Polidoro, Policeto, Pompeyo, Porfirio, Primitivo, Primo, Prisciliano, Próspero, Protasio, Prudencio y Públio, por citar sólo algunos. Escribió sobre la polémica Enrique de Gandía: “Conservamos muchas dudas y no dejamos la posibilidad de que algún día pueda identificarse dicho cuadro con algún otro personaje en el cual hoy no se nos ocurre pensar”.

¿Don P? Inciertamente atribuido a Pedro de Mendoza

Moreno oficial 1

Moreno oficial 2

Moreno real

El historiador Carlos Ibarguren, por su parte, demostró que nuestra imagen de Garay también es falsa: su boca está desviada a la izquierda y las facciones del lado derecho están menos acentuadas. En noviembre de 1959 el director del Museo Martiniano Leguizamón de Entre Ríos le pidió a tres médicos que revisaran el cuadro, y la opinión fue unánime: el personaje del cuadro tenía una parálisis en el nervio facial derecho. El único conquistador que, en aquel período, padeció de parálisis facial fue Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias, y no Garay.

LOS PRIMEROS

La primera noticia sobre el pregonero de la ciudad, después de Garay, se registró en el acta acuerdo del Cabildo del 9 de julio de 1590: allí se habló de la necesidad de contar con alguien que diera a conocer a los vecinos las novedades de interés común y las disposiciones del gobierno. Lo curioso es que, en el caso de los comunicados oficiales, el pregonero no recibía remuneración alguna: “debíase pregonar sin pago –aclara el acta– cuando se tratare de asuntos de interés para este Puerto”.

Años después se da cuenta de lentas y generalmente infructuosas gestiones del pregonero para tratar de cobrar algún salario hasta que finalmente el Cabildo unificó el trabajo de pregonero con el de verdugo, y este último sí recibía una paga.

La “carga pública” del pregonero recayó por primera vez en Juan Aba, un indio que no sabía leer. Si bien el Cabildo no especificaba la capacidad de leer y escribir en su concurso por el cargo, es obvio que el pregonero, condenado a repetir, debía valerse de la lectura para poder memorizar.

Juan Aba, entonces, sólo se dedicó a repetir en voz alta los dichos del Escribano del Cabildo u otro funcionario que leyera a su lado los documentos para dar a publicidad. Y debió hacerlo bien, o al menos sin contradicciones, ya que pasaron quince años hasta que el Cabildo tuvo la necesidad de encontrarle un reemplazante. El 5 de septiembre de 1605 se nombró a Juan Moreno, que no sólo fue pregonero de la ciudad sino, a la vez, el portero del Cabildo. Las exigencias eran todavía mayores; en el acta se le recordó que estaba obligado a lo siguiente: “acudir a llamar y ser portero del Cabildo y juntar regidores de él y a todo lo demás que en este caso se le mandare y lleve los derechos que por el arancel real se le debieren... ha de pregonar todos los bandos que la justicia mayor, alcaldes y regimientos le mandaren pregonar, sin llevar ni pedir interés alguno; que todas las veces que se le mandare pregonar todas las obras de la república y conviene a ellas, lo ha de hacer de gracia”.

El primer verdugo de Buenos Aires fue Diego Rivera o de Rivera, a la vez pregonero y tambor. Rivera vivía tapado de trabajo: al no existir la cárcel como elemento pretendidamente rehabilitador, eran muy pocas las detenciones que se llevaban a cabo; en general se preferían castigos “ejemplificadores” que iban desde cortar la cabeza a piernas o manos, o el linchamiento. Los castigados eran expuestos durante varios días en la Plaza Mayor, a la vista del público.

No sólo las actas de fundación de la ciudad se han perdido, también las del Cabildo desde la fundación hasta 1588 y las de 1591 hasta 1605; este hecho hizo que se pensara, durante muchos años, que el primer maestro en Buenos Aires fue Francisco de Vitoria, basándose en un acta del Cabildo del 19 de agosto de 1605. Pero estudios posteriores realizados por Manuel Ricardo Trelles y Rómulo Carbia demostraron que antes de esa fecha se inició la enseñanza de las primeras letras en la ciudad. Guillermo Furlong y Enrique de Gandía afirman que la enseñanza primaria debió iniciarse hacia 1591. Pero ya en ese año como en 1605 la profesión de maestro no era respetada. No se consideraba un oficio, sino “la labor de quien no tiene otra cosa que hacer”. En 1642 el maestro Diego Rodríguez se propuso ante el Cabildo “porque era pobre y sin oficio”. Francisco de Vitoria dijo en su solicitud de agosto que ofrecía sus servicios por no haber en la ciudad quien lo hiciera, “y por ser cosa muy conveniente el servicio de leer, escribir y contar, por hallarme al presente desocupado”. De Vitoria, al ser aprobada su solicitud, pidió un adelanto de sueldo: un peso “por los de leer y dos por los de escribir y contar”. Se ignora si el Cabildo cumplió lo pactado.

Tres años después de aprobada la solicitud de Vitoria, faltaba un maestro en la ciudad. Lo dejó establecido el acta del 28 de julio de 1608, aclarando que “para ello está en esta ciudad un mancebo estudiante que podrá acudir a ello”. Se trataba de Felipe Arias Mansilla, quien fue contratado. A los que enseñara a leer “le darán cuatro pesos y medio por cada un año y los que escriben a nueve pesos, todo pagado por tercias partes y en plata”.

Según estudios realizados por Guillermo Furlong, en la Compañía de Jesús ya en 1617, los religiosos se ocuparon de enseñar algunas clases que estaban por encima de leer y escribir, como Gramática y Latinidad. Estudios posteriores mostraron que en el Colegio de la Compañía se enseñó canto en primero y segundo año, rudimentos de gramática latina y griega, fábulas de Fedro y Esopo, la Eneida de Virgilio, Discursos de Cicerón, Ciropedia y Anábasis de Jenofonte y Obras de Tácito.

En 1605 la ciudad contaba con un sastre, un maestro de primeras letras y un médico. El sastre tuvo un mal comienzo: en el acuerdo del Cabildo del 24 de enero se registró una petición del sastre Sebastián de la Vega en la que pidió que no se le aplicara la pena impuesta por habérsele hallado una vara (metro) falsa; la regla de medir usada por Vega no alcanzaba la longitud de la vara, de modo que al medir la tela de los clientes se quedaba con una parte. Los cabildantes rechazaron el pedido y ejecutaron la condena.

El primer desembarco leguleyo en Buenos Aires no fue aislado: intentó instalarse un bufete completo, que tropezó con la oposición del Cabildo. El 22 de octubre de 1613, bajo el gobierno de Mateo Leal de Ayala, decidió aplicar una ordenanza del Virrey Francisco de Toledo que no dejaba lugar a equívoco alguno: mandaba que “en los asientos de minas, fronteras y nuevas poblaciones no haya abogados”. Los nuevos inmigrantes eran tres: el licenciado Diego Fernández de Andrada, “vecino feudatario de Santiago del Estero”, su colega José de Fuensalida de la ciudad de Córdoba, y el licenciado Gabriel Sánchez de Ojeda, de Chile.

Aquel Cabildo sesionó completo, incluyendo al capitán de Ayala, gobernador interino, el capitán Simón de Valdez, tesorero, Bernardo de León, depositario general y todos los alcaldes y regidores.

“De lugares distintos cada uno de ellos –se informó– pero se han concertado los tres de venir este verano a este puerto con ánimo de que haya pleitos para ganar plata con que volverse o asistir en él”. El regidor Miguel del Corro aseguró que “era público y notorio” que los “tres atrevidos abogados” llegarían en poco tiempo y “con su asistencia no faltan pleitos, marañas, trampas y otras disensiones que resultarán, para los pobres moradores, en inquietudes, gastos y pérdidas de hacienda”. Del Corro terminó su exposición solicitando que “los dichos tres letrados, ni ninguno de ellos, no se admitan ni reciban en esta ciudad. Propongo que se les dé aviso de ello enviándoles al camino orden para que no entren en ella si no fuera trayendo particulares licencias de Su Majestad y Real Audiencia”.

La preocupación del tesorero Valdez, como se verá, era eliminar a cualquier testigo molesto y peor aún, conocedor de la ley: su anhelo, como el de sus predecesores en el cargo, era entrar en gran escala mercaderías y esclavos negros de contrabando con destino al Alto Perú. Junto al teniente de gobernador Juan de Vergara y al capitán Diego de Vega, representante de comerciantes portugueses, organizaron el “contrabando legal” gracias a las maniobras de “arribadas forzosas”.

Ya en 1602, por decisión del Rey de España, se había impuesto un sistema de permisos especiales a aplicarse en un puerto anulado, como el de Buenos Aires. Para decirlo de otro modo: la ley y el estado de excepción nacieron, crecieron y se desarrollaron juntos.

En este puerto cerrado al comercio, el 15 de agosto de 1602 el Rey concedió “que por el tiempo de seis años pudiesen sacar seis navíos, uno por año y por su cuenta de los frutos de sus cosechas... y en retorno puedan llevar cosas de que tuviesen necesidad para sus casas”. Esta merced se repitió el 19 de octubre de 1608 y el 14 de enero de 1615. Se trataba, teóricamente, de “permisos de trueque”, pero esta franquicia, sumada a la “arribada forzosa” de barcos debido a tormentas o vientos contrarios permitió que las “mercadurías” se remataran frecuentemente en la plaza pública, acrecentando la fortuna de unos pocos funcionarios.

Para ejercer el contrabando llegaron candidatos de España, Portugal y Brasil que constituyeron el llamado “Clan de los Confederados”, opuesto a Hernandarias. La introducción de esclavos en el puerto se inició legalmente y en gran escala en 1597, pero antes y en lo futuro se hizo también mediante el contrabando. El gobernador Diego Rodríguez de Valdez y de la Banda, que llegó al Plata con una escuadra de seis navíos el 5 de enero de 1598 fue el primero que interpretó que el único recurso para salir de la miseria era autorizar el comercio con Brasil, siempre bajo la simulación del trueque autorizado.

El grupo de los Confederados llevó a cabo, en 1614, el fraude electoral más escandaloso de la época: contaban con el apoyo del gobernador Mateo Leal de Ayala, que dispuso encarcelar a un regidor y al propio escribano del Cabildo y poner en libertad a varios contrabandistas que cumplían condena para obtener así los votos que garantizaran su triunfo en la asamblea.

Con la llegada del gobernador Marín Negrón aumentaron significativamente el tráfico y lo acrecentaron todavía más durante el gobierno de Mateo Leal de Ayala. Valdez llegó a ser el mayor contrabandista de la ciudad, con el poder suficiente para que la pacata sociedad porteña tuviera que aceptar entre sonrisas a su amante Lucía González de Guzmán, quien se hacía conducir a la Iglesia en una silla cubierta, con estrado y cojines.

Valdez era, en verdad, un botón de muestra. En la primera mitad del siglo XVII Buenos Aires fue un centro de contrabandistas que formaron un poder dentro del poder del Estado, con vínculos y representantes establecidos en Brasil, Portugal, Angola, Holanda y otros puertos de esclavos.

Frente al contrabando ningún gobernador era fuerte: cuando Hernandarias no quiso transigir con aquel ambiente fue perseguido, acusado de crímenes que no cometió y condenado por jueces afines a los contrabandistas.

No se trataba de corromper a los que ya estaban, sino de contar con “tropa propia”: adquirían en “subasta pública” los cargos de concejales que eran puestos a remate, ganando así con facilidad la mayoría en el Cabildo.

La venta de cargos públicos –incluyendo gobernadores, grados militares, municipales, etc.– se hacía por remate o como “donativo gracioso” al Rey. Esta “costumbre” comenzó bajo el reinado de Felipe II. Manuel de Velazco y Tezada, por ejemplo, adquirió su empleo de Gobernador y Capitán General de Buenos Aires en la suma de tres mil doblones como “donativo gracioso”. El nombramiento le fue extendido en Madrid el 9 de febrero de 1707, con la obligación de entregar el dinero antes de los tres meses; a la vez, se le asignaba un salario de tres mil ducados que sacaría de las Cajas Reales de Buenos Aires, nombrándolo en el cargo por cinco años. El 28 de marzo de 1712 fue engrillado por orden del Juez Pesquisador José de Mutiloa y Andueza, Oídor de la Audiencia de Grados de Sevilla, acusado de excesos y contrabando que nunca se probaron.

El puerto de Buenos Aires estaba, como se dijo, clausurado al comercio; sin embargo, la lógica del donativo gracioso se hizo extensiva a quienes ofrecían donativos al erario local, a cambio de los que obtenían “permisos especiales”. Así las cosas, el puerto no vivió sólo de la importación clandestina: también lo hizo de las exportaciones, sacando ilegalmente metales amonedados o en barra que llegaban desde Potosí.

Las telas eran el principal rubro del contrabando, pero muchas otras mercaderías formaban parte de los cargamentos, recibiendo todas en conjunto el nombre de “géneros” en el habla coloquial de la época.

En la confiscación de la Fragata Arbela, en 1719, las autoridades porteñas encontraron armas, telas, cerveza, aguardiente, brea, pólvora, marfil, cera, lienzos de algodón, loza de la China, arroz, cuchillos, espejos, tabaco, prendas de vestir, etc.

Un cargamento sorprendido en las lanchas del navío Wootle, en 1727, arrojó en el inventario: cuchillos, cucharas, limpiadientes, anteojos de larga vista, peinetas de asta, marfil, tijeras, navajas, tornillos, bastones de metal y de vidrio, cajitas de polvillo, medias de hombre y de mujer, medias de seda, vasos, saleros, sombreros finos, encajes, zapatos, chinelas, pañuelos de seda, hojalata para faroles, relojes de plata, hachas y todo tipo de baratijas.

El mito de la riqueza del Plata había encontrado su propia forma: según una crónica de viaje del siglo XVII firmada por Acarete du Biscay, comerciante holandés, había en Buenos Aires “unos cuatrocientos vecinos blancos y otros dos mil”, muchos de ellos “muy ricos en dinero”. En 1658 escribió que los vecinos “se hacían servir en vajillas de plata por un gran número de sirvientes indígenas, negros, esclavos y mestizos”.

“Algunos vecinos tenían grandes capitales y uno de los mayores era de 67.000 libras.” El juego ya se hallaba muy difundido. “En esas partidas corrían con profusión las onzas de oro. Noté que la vanidad tiene mucha parte en esta clase de juegos.”

Fue nuestro ya conocido capitán Simón de Valdez, tesorero de la Real Hacienda, el primero en instalar una casa de juegos en Buenos Aires, en la esquina sudeste que forman las actuales calles Alsina y Bolívar. Tenía tejas y ladrillos –como pocas casas de la ciudad– puertas ventanas labradas en Brasil y un lujo inusual para este puerto: allí se daban cita oficiales reales, funcionarios, traficantes de esclavos y contrabandistas. Valdez fue denunciado y encarcelado por Hernandarias, aunque su mala fortuna duró poco: en 1616 volvió al cargo de Tesorero y fundó otra “casa de trueques” con mayor osadía: alquiló un local anexo al Cabildo.

La proximidad a los edificios oficiales determinó también la aparición de los primeros “boqueteros” del Plata. Alberto Rivas rescata la anécdota del primer robo de verdadera importancia en la Colonia, en 1631: desde un edificio vecino se construyó por la noche un boquete hasta “la Contaduría y Tribunal de los Jueces Oficiales de Vuestra Majestad, donde está su Real Caja, y quemado la tapa de ella y robado nueve mil cuatrocientos y tantos pesos de a ocho reales”.

La cifra era inaudita, y también el sitio, lo que acortó rápidamente la lista de sospechosos: todos señalaron a Pedro Cajal, un funcionario que había desaparecido ese mismo día. Cajal y Juan Puma, su esclavo, fueron arrestados de inmediato, y el dinero se encontró enterrado en el fondo de su quinta. A la hora de discutir la pena, se planteó que ambos debían morir en la horca pero Cajal, “por tratarse de un hijodalgo”, no podía ser ahorcado; sólo podía cortársele la cabeza. Y así fue.

José Cardiel observó que los criollos de la época no se dedicaban a los oficios manuales ni a los negocios, pero frente a eso los españoles no sentían la menor repulsa. “Todos son mercaderes –escribió– que acá no es mengua de nobleza. Vemos varias transformaciones: viene un grumete, calafate, marinero, albañil o carpintero de navío. Comienza a trabajar aquí como allá (hecho que espanta a los de la tierra, que no están hechos al tanto) haciendo casas, barcos, carpinteando, aserrando todo el día o metiéndose a tabernero, que aquí llaman pulpero, o a tendero. Dentro de pocos meses se ve con su industria y trabajo y ha juntado alguna plata: hace un viaje con yerba o géneros a Europa, a Chile o a Potosí. Ya viene hombre de fortuna: vuelve a hacer otro viaje y ya a ese segundo lo vemos caballero, vestido de seda de galones, espadín y peluca, que acá hay muchas profanidad en galas... y luego lo vemos Oficial Real o Tesorero, Alcalde o Teniente de Gobernación.”

Pedro Juan Andreu testimonió el mismo fenómeno: “Cualquier hombre que venga de España bien criado y si sabe leer, escribir y contar, hará aquí caudal grande como no tenga vicios. Aquí todo hombre de caudal es mercader y el que blasona más nobleza está todo el día con la vara de medir en la mano. El que fuera, pues, recién venido, hallará paisanos en Buenos Aires, de caudal, que le fiarán de dos a tres mil pesos en efectos de las tiendas. Viniendo con ellos por estas ciudades de arriba se gana un ciento por ciento o, a lo menos, un ochenta. Como el quintal de hierro vale 16 pesos en Buenos Aires y 40 en Potosí, la pieza de Bretaña vale en Buenos Aires 4 pesos y de 7 a 8 en Tucumán. El que trae, pues, 2.000 pesos de empleo se lleva, a lo menos, de Tucumán, 1.000 de ganancia después de bien comido”.

Acarete du Biscay no menciona que el dinero, más allá del despilfarro era, como serían mucho después los decretos, “urgente y necesario”: Buenos Aires era carísimo; el “costo argentino” había comenzado a hacer estragos.

El acta de acuerdo del Cabildo del 27 de febrero de 1589 lamenta que “jamás se haya logrado controlar el precio de los productos en venta al público. Hemos visto lo que pasó con el trigo y el maíz. Precios fijos, libertad de precios y así, según la época, se esconde, se retiene”.

Nueve años después de la fundación de la ciudad se decidió que “habiendo visto los precios excesivos en que los mercaderes venden sus mercaderías se dispone que las vendan o compren como pudieren, libremente, sin tasa ninguna para que ni los unos ni los otros se quejen”. Así comenzó una política de precios casi fijos para los vecinos y comercio libre con los forasteros, y logró destrabarse el desabastecimiento de carne y cereales.

Aunque nada es para siempre. El 23 de agosto de 1610 el Ayuntamiento nombró una comisión para que relevara los precios fijados por los sastres, zapateros y herreros. La comisión cumplió con su trabajo y sobre ese promedio se fijaron los precios que habrían de regir, otorgando, por primera vez, permiso oficial para el trueque. “Preocupados por la pobreza de los vecinos de esta ciudad –dicen las actas del Cabildo– que no hallan casi plata para acudir a la paga de dichas hechuras” consideraban conveniente que los oficiales sastres, zapateros y herreros “les recibiesen en pago de sus obras otras que ellos hicieren en frutos de tierra: harina, trigo, carneros y sebos, maíz, pan, vino, tocino y la otra mitad en plata, y que cada uno de los dichos oficiales guarde el arancel”.

RADIOGRAFÍA
DE LA PAMPA

Es llano, que parece a la vista de un mar, no se ve ni por milagro un árbol, no se encuentra piedra alguna, no hay alojamiento donde detenerse. Pero los campos son muy abundantes en pastos para los animales. Así veía la Pampa el padre jesuita Antonio María Fanelli, a las diez de la noche del lunes 24 de noviembre de 1698, cuando inició su viaje desde Buenos Aires a Mendoza.

Fanelli publicó en Venecia, en 1710, un relato de sesenta y tres páginas bajo el título Relazione in cui si contiene due relazioni del regna del Io nei viaggi fatti, per mare, e per terra, dal P. Fanelli, jesuita, nella Missione allo stesso Regno. Pero de todo lo que vio, nada le sorprendió más que la gran cantidad de vacas y toros que recorrían el territorio en libertad. “No reconocen otro dueño que el Creador del Universo –escribe Fanelli–. Cada año se tomaron más de trescientas mil vacas para alimentar todo el reino del Perú, Tucumán y Chile con todos los pueblos de los indios que están bajo el mando de los padres de la Compañía. Cuando llegan a Buenos Aires los navíos de Europa se hace una increíble matanza de toros sólo por las pieles, para transportarlas a España, y dejan la carne para los perros que como las manadas de ovejas viven en estos desiertos con sólo el alimento de la carne.”

Aquellos objetos del asombro jesuita, caballos, perros y vacas, habían sido librados a su suerte por los españoles, un siglo atrás.

Cinco yeguas y siete caballos escaparon a tiempo de la antropofagia de la primera fundación. Habían sido sesenta y dos, de acuerdo a lo anotado por Ulrico Schmidl, los desembarcados por Mendoza. Ruy Díaz de Guzmán, en su manuscrito La Argentina, escrito en 1600, señala que los hijos del lusitano Luis Coes fueron los primeros en llevar vacas a Asunción “haciéndolas caminar muchas leguas por tierra y luego por el río, en balsas”. Se trataba de siete vacas y un toro. Seis perros llegaron también con Mendoza y en diversos grabados de la época puede vérselos como parte de la iconografía de la conquista: en la avanzada de las tropas, atacando a los indios.

Los españoles ya habían usado a los perros en diversos conflictos: en la toma de Granada en 1492 las crónicas refieren a la “brillante actuación” de un dogo llamado Mahoma. Los alanos, una cruza lograda en la península similar al Gran Danés con perros provenientes de Rusia Oriental, fueron utilizados en las Antillas contra los indios caribes, cargaron contra aztecas e incas y en Chile y Argentina enfrentaron a los pampas y a los araucanos. El fraile Bernardino de Sahagun refirió testimonios de indios atacados por “perros enormes, con orejas cortadas, ojos de color amarillos inyectados en sangre, enormes bocas, lenguas colgantes y dientes en forma de cuchillos”. Los alanos se mezclaron luego con otras razas y para mediados del siglo XVII los perros guerreros pertenecían al pasado aunque, como cimarrones, asolaron después el casco urbano de la ciudad y fueron motivo de preocupación para el Cabildo.

El asombro de Fanelli, el viajero jesuita, se mantuvo invariable durante todo el relato: caminaba por tierras repletas de comida. “Abundan además –escribió– estos campos de perdices, que con facilidad se han de matar con un bastón, que llevan siempre los viajeros con ese objeto, porque encontrándose con ellas como gallinas, van por el suelo en busca de alimento, y con el mismo bastón les dan en la cabeza. Y así, fácilmente, cazan de treinta a cuarenta por día mientras avanzan en el camino. Viajando por estos desiertos no es necesaria mucha provisión de víveres porque no faltan terneras, perdices y cabras que se encuentran en buena cantidad para deleitarse, y para tratarse bien como mesa de príncipe basta llevar consigo bizcocho y vino, sin otra cosa. Sucede muchas veces que por una lengua matan a una vaca, como lo he visto con mis propios ojos, por un palmo de piel casi destrozan a un toro y todo esto sucede por la abundancia que el Señor ha dado a estos desiertos”.

Fanelli, jesuita y gourmet improvisado, no estuvo a la altura de las circunstancias con la antropología: “Los indios duermen en tierra, sin otro colchón que un cuero de vaca, las mujeres se cubren las carnes con un manto de pieles cuando pasan los españoles, pero todo el día están desnudas. Los hombres iban antes de la misma manera pero ahora, por haber visto a los españoles que van vestidos, tienen vergüenza de salir desnudos, de manera que han inventado un modo extravagante de vestido: se cubren de una colcha de lana tejida y cuadrada y en el medio le hacen un agujero para hacer penetrar la cabeza. La llaman poncho, o camiseta. No adoran ídolos, y no reconocen otro Dios que el propio vientre con el vicio de la carne. Tienen varias mujeres y son especialmente amigos de emborracharse”. Fanelli se maravilló al comprobar cómo “procuran con súplicas y eficaces plegarias a todos los que pasan por sus ranchos que les bauticen sus hijos. De modo que quieren ser bautizados, pero no vivir como cristianos. (...) Son en extremo soberbios, de ánimo altanero y sucios por naturaleza, de modo que no tienen otra cosa para ser llamados hombres distintos de los brutos, que el habla, y sin la más mínima sombra de juicio, porque son incapaces de cualquier razón que se les diga”.

Fanelli olvidó, en el fragor de su relato, que los indios no hablaban español. Curiosamente los describió como “sucios”, aunque anotó en otro párrafo que se lavaban la cabeza dos veces por semana, costumbre que era bastante menos frecuente en Europa. Creían en brujos y en mitos, mientras que en el viejo continente creían en otros brujos y otros mitos, y resultaban, comprensiblemente, “soberbios y altaneros”, a la hora de inducirlos al trabajo forzado.

Como apuntó el Padre Lozano, al aparecer los españoles, los indios “abrasaban sus pueblecillos, talaban las mieses, y se escondían donde no pudieran ser hallados”. Estaban dispuestos a cualquier cosa, pero no a trabajar para los blancos. Y menos aún para blancos “hijosdalgos” que, para ser estrictos, lo eran sólo en algunos casos; la expedición de Pedro de Mendoza, al decir de Azara, “estaba compuesta por muy buena gente y lucida...”, pero la de Ortiz de Zárate fue, según Hernando de Montalvo, “la escoria de Andalucía”.

En la conquista del Perú, que para Ricardo Levene “tuvo cierto matiz señorial”, a dieciséis años de iniciada había ocho mil castellanos que esperaban mercedes o encomiendas de indios, y desdeñaban el trabajo.

Los indios, además, habían emprendido un viaje de ida: eran adictos al mate, que jalaban con el uso de una pequeña caña o que directamente tomaban como infusión. Era el alimento básico de los indios guaraníes, que lo llamaban caá-mate, que significa planta o hierba; mate a su vez deriva de la palabra mati, la calabaza que en general se usaba para beberlo.

De acuerdo a Antonio Serrano, en un principio el mate fue usado sólo por los hechiceros como un narcótico que “jalaban” por la nariz hasta entrar en éxtasis, del mismo modo que los quechuas usaban la coca en las ceremonias religiosas.

El mate fue, para los españoles, “un vicio que fomentaba el ocio y que contagiaba a todos, no siendo esto bueno para la salud del alma y del cuerpo”. Las colonias de Maracajú, Ibiraparya y Candelaria, situadas dentro de las provincias de Vera y Guairá, entre Paraguay y Brasil, fueron los principales centros yerbateros de la época.

En abril de 1595 una ordenanza dictada por el teniente del gobernador, Juan Caballero Bazán, dispuso prohibir el tránsito por los yerbales en las proximidades del río Xejui y también el cultivo de la yerba. El Padre Pedro Lozano, en su Historia del Paraguay afirma que “la yerba es el medio más idóneo que pudieran haber descubierto para destruir al género humano o a la nación miserabilísima de los indios guaraníes”.

Desde 1610, año de la llegada de los primeros jesuitas al Paraguay, hasta 1630, se prohibió la exportación de mate y su consumo. Los indios transportaban la yerba desde distancias enormes, y llegaban a veces a tardar un año hasta volver a su punto de partida. La prohibición del consumo de mate disparó la curiosidad de los conquistadores, que comenzaron a consumirlo clandestinamente. Así relató la epidemia el padre jesuita Francisco Díaz Tanho: “No hay casa de españoles ni vivienda de los aborígenes en que (el mate) no sea bebida ni pan cotidiano. Ha cundido tanto el exceso de esa asquerosa zuma que ya ha llegado a la costa y otros muchos lugares de la América y Europa el uso y abuso de ella y es mi sentir que por el instrumento de algún hechicero la inventó el demonio”.

El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición llegó a considerar su uso, más que un vicio, “una superstición diabólica”.

En 1600 se consumían en Asunción cuatrocientos sesenta kilos de yerba por día dándose “a un vicio tan sin freno que todo el pueblo va tras ellos”. Las penas impuestas en 1611 por el gobernador Marín Negrón para quienes fueran sorprendidos en “posesión de yerba” eran de cien latigazos para los indios o de cien pesos para los españoles. Para Hernandarias, en 1613, fueron de diez pesos de multa y quince días de cárcel, mandando quemar en varias oportunidades en la Plaza Mayor sacos de yerba que entraban clandestinamente, traídos por los encomenderos.

“Es una vergüenza –se indignaba el Procurador Alonso de La Madrid– mientras los indios la toman una sola vez al día, los españoles lo hacen durante toda la jornada.”

Finalmente, el cultivo fue permitido a favor de la Orden: los jesuitas tuvieron el monopolio del mate hasta 1767. Hacia 1720 también se había generalizado el mate en la zona paulista. En la segunda mitad del siglo XIX los consumidores de mate estaban estimados en la mitad del Perú, la tercera parte de Brasil, la mitad de Bolivia y la totalidad de Chile, Paraguay y Argentina, lo que sumaba once millones de habitantes.

El mate formó parte, al poco tiempo, del desarrollo económico de diversas zonas del país y también marcó pautas y códigos de sociabilidad en zonas rurales y urbanas. Se lo tomaba amargo o dulce, pero caliente en gran parte del país, frío en la zona del litoral (donde se lo llama “tereré”) y se le agregaban yuyos y alcohol en los Valles Calchaquíes, al oeste de Tucumán.

El mate comprende, a la vez, un curioso código de señales: si se lo sirve frío significa desprecio, lavado muestra desgano, hervido delata la envidia; es una falta de respeto servirlo por la izquierda, se dice que está enamorado quien lucha con una bombilla trancada, muestra aprecio cuando tiene espuma y nunca acepte el primer mate al comenzar la rueda: es el mate para el tonto, debiendo ser el cebador quien lo prueba primero.

La otra planta que –literalmente– le hizo perder el sueño a los españoles fue la coca. El historiador Ruggiero Romano señala que ya en 1499 el sacerdote español Tomás Ortiz notó que los indígenas de la costa septentrional de América del Sur se servían de una planta llamada “hayo”.

Américo Vespucio, en una carta al rey René II brindó indicaciones sobre el uso de la coca por parte de los indios de la desembocadura del río Pará, o Amazonas. Oviedo, Vicente Valverde, Agustín Zárate, Fernando de Santillana, Francisco Falcón, fueron sólo algunos de los cronistas de época que escribieron largas indicaciones sobre el uso y consumo de coca, y también sobre sus efectos.

En el siglo XVIII, gracias a Linneo, Jussieu y Lamarck, la coca se convirtió en objeto de investigación científica. ¿En qué podrían ser dañinas esas pobres hojas?, se preguntó Romano.

El Segundo Concilio de Lima de 1567 respondió a ese interrogante: los indios, con el uso de la coca, “superstitioni et vanitati deserviunt, et simul daemonum sacrificiis celeberrima sunt”. Era necesario erradicarla para erradicar la idolatría.

Planteado el debate surgieron, también, los defensores de la planta: aseguraron que los indios pedían cantidades crecientes de coca para poder cumplir con las pesadas tareas que les imponían los españoles. Juan de Matienzo advirtió: “si se les arrebata la coca, los indios no querrán ir más a las minas, no trabajarán más, no extraerán la plata. Intentar suprimir la coca significa querer que no haya más Perú”.

La Iglesia vio la luz en el camino: Jaucort, en el tomo III de la Enciclopedia escribió que “se hace un comercio de coca tan grande que el ingreso de la Catedral de Cuzco proviene del diezmo de las hojas”.

La “taba” está tan vinculada como el mate al medio rural: así se llama un juego antiquísimo pero que, a diferencia del mate, jamás fue legalizado. Los griegos lo llamaban astrágalo, y se trata del hueso de la pata de una vaca u oveja y de la posición que adopta cuando se lo tira al piso. Se juega entre dos personas sobre un terreno húmedo llamado “queso”. El “queso” se divide en dos partes, mediante una línea bien marcada. A partir de esa línea cada jugador toma una distancia de cinco o seis metros, y toma posición para lanzar la taba hacia el queso, debiendo pasar la línea hacia el lado contrario; si no lo hace, debe repetir el tiro. Si la taba cae hacia arriba es Suerte, ganadora. Con la parte hueca hacia arriba es Culo, perdedora y si el hueso queda parado en forma vertical es Pinino, siempre ganador y se paga doble o triple. Siempre se apuesta dinero o bienes, y el juego siempre se desarrolló de modo clandestino.

La referencia más antigua al “pato” es de 1610, aunque se jugaba en Afganistán alrededor del año 900 d.C. con el nombre de “buzkasni”. A comienzos del siglo XVII, en el Plata, con motivo de celebrarse la beatificación del fundador de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola, hubo fiestas religiosas y populares. Dicen las crónicas que “mucho regocijo causó a los espectadores la encamisada o mascarada de a caballo de unos sesenta jinetes, la mitad de ellos con librea a la española y la otra mitad desnudos y pintados como los indios que corrieron a algunos patos, que a todos causó admiración”.

El marino José de Espinoza escribió a fines del siglo XVII sobre “las costumbres del que llaman guazo u hombre de campo: (...) se junta una cuadrilla de estos guazos que son todos jinetes más allá de lo creíble, uno de ellos lleva un cuero con argollas y el brazo levantado y parte como un rayo; llevando 150 varas de ventaja y a una seña, todos corren a él a matacaballo, todos persiguen al pato y procuran quitarle la presa, y son diestrísimas las evoluciones que éste hace para que no lo logren, ya siguiendo una carrera recta, ya volviendo a la izquierda, ya volviendo por medio de entre los que lo siguen hasta que alguno, más diestro o más feliz, lo despoja del pato, para lo que no es permitido que lo tomen del brazo, en este feliz momento todos le vitorean y le llevan entre aplausos, alaridos y zamba al rancho suyo, al que frecuenta o bien al de la dama que pretende. Reina todavía entre estas gentes muchos restos de la antigua gallardía española”.

El juego del pato fue prohibido por Sobremonte en 1784 y 1790.

El juego “nacional” de naipes, el truco, también fue perseguido. Como observa con inteligencia Julio Mafud en Psicología de la Viveza Criolla, en el truco el argentino “puede imaginar o violar la realidad. El truco es el único juego que permite al argentino ser en su mundo como él quiere ser. Existe algo que hay que apuntar con insistencia: los sueños o la ficción en este mundo compartido equivalen a la realidad.”

”No es que en cualquier juego no suceda más o menos lo mismo. Lo fundamental es que en el truco la victoria o la derrota dependen más del hombre, del jugador frente al jugador, que del valor inamovible de las leyes y los naipes del juego.”

Nuestro “juego nacional” no está basado en la inteligencia del contrincante sino en su capacidad para engañar al adversario, para “hacerlo entrar”. El truco es un juego árabe que fue introducido por los moros en España, donde lo llamaron truque o truquiflor. El vocablo tiene origen portugués, y significa “trampa”. En Dichos del Truco, publicado por la Editorial Selene, se lo define como un juego en que “la mayor parte del éxito estriba en engañar a los contrarios haciéndoles creer que se tiene tal o cual juego”. Son buenas, se dirá cuando se perdió el tanto y no se canta para que los demás no conozcan el juego. Venga, se le advierte al compañero para que no juegue una carta

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos