La casa

Manuel Mujica Lainez

Fragmento

I

Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe. Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza. Me avergüenzo de que me vean así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos bajo los balcones sin persianas. Que me vean así... así... con el papel del escritorio cayéndose, con la lepra de humedad devorándome, con los vidrios del hall manchados y rotos, con la baranda de la escalera herrumbrosa: lo que fue blanco o celeste o azul transformado en negro, en colores sin color, impuros...

La huella de los pecados que aquí se cometieron ha quedado en mí, ensuciándome, corrompiéndome, quitándome poco a poco, habitación a habitación, todo lo que contuve de gracia, de belleza, de brillo. Eso que no se veía en los que pecaban, porque su cara seguía siendo igual, serena, pulcra, aristocrática a veces y otras canallesca, pero siempre indiferente, intacta, en mí se ve porque es como una costra que me envuelve. ¡He cambiado tanto, tanto, Dios mío!... Y el olor... el olor que nada puede vencer... que persistirá aunque derriben los muros, y que me da náuseas a mí que he vivido dentro de él, encerrada con él durante casi veinte años, sintiendo cómo crecía en mí, dentro de mí, cómo se apoderaba de mí y me impregnaba, de tal modo que si se entreabría la puerta principal la gente que pasaba por la calle volvía la cabeza hacia mí, con repugnancia súbita, porque mi olor a rata, a basura, a cosa guardada y fea, la asaltaba como un golpe a traición, imprevisto en una calle donde los más modestos se esfuerzan por fingir que son mejores y se dan aires de elegancia y donde hasta el recuerdo de que existen olores así resulta obsceno, imposible.

Sesenta y ocho años... En Europa sería joven. En Europa hay que tener doscientos o trescientos o quinientos años para que a una la consideren vieja. Y entonces acarrean gentes en ómnibus especiales (lo he oído mencionar montones de veces) para mostrarles la casa antigua, y les explican que la casa es ojival o que en ella vivió un dramaturgo o un santo o un pirata o la favorita de un rey. Y hasta escriben un folleto contando su historia; y si la favorita no vivió allí sino en la misma cuadra en una casa que ya no existe, no importa: la casa de Madame o de Mademoiselle será para siempre ésa, y la honrarán y la llenarán de muebles dudosos regalados por los vecinos y acaso encuentren dos o tres cartas insípidas de la cortesana que colocarán en una vitrina y que la gente vendrá a ver de lejos... Aquí no: bastan y sobran mis sesenta y ocho años para que me tachen de vieja. Verdad que los últimos valen el doble...

En Europa... en Francia... Antes, en la época en que la vida era bella, los visitantes entraban en mí hablando de Francia:

—Parece que estuviéramos en París —repetían.

O si no hablaban de Italia. De repente, en el comedor, durante una de esas comidas que reunían a veinticuatro personas alrededor de la mesa, alguien, generalmente un extranjero, miraba hacia arriba, hacia el techo pintado, y lo descubría.

—Pero... —exclamaba— ¡es un techo italiano!, ¡qué admirable!

Y todos, hasta los que me conocían muy bien porque habían estado aquí docenas de veces, miraban al techo, y durante unos minutos la conversación se concentraba sobre esa pintura tan hermosa. Entonces (también me he cansado de oírlo) cada uno comparaba mi techo con el de algún palacio de Roma, de Parma, de Venecia.

¡Pobre pintura del comedor! Sus figuras distribuidas en torno de una balaustrada que acompaña a la cornisa del cielo raso en su movimiento, como si la prolongara, se apoyaban en ese gran balcón poético que el pintor cubrió de tapices, de pájaros y de jarros con flores, para mirar a los que desde abajo, desde la mesa trémula de candelabros, de porcelanas y de cristales, los contemplaban también, de suerte que todo dependía del lugar donde uno se colocara, pues si uno era una de las figuras del techo —por ejemplo la dama del quitasol o el negrito del turbante que ríe con un papagayo en el puño—, entonces todo giraba y para uno la pintura del techo, de “su” techo, estaba formada por un grupo de caballeros vestidos de frac y de señoras escotadas cuya ronda rodeaba la blancura de un mantel. Claro que allá arriba, en la pintada fiesta, el espectáculo era más hermoso porque encima planeaba un trozo de cielo al óleo, muy azul, con sus nubes, pero el espectáculo de abajo, el de las encendidas velas y las perlas y las pulseras de esmeraldas y las fuentes enormes, suntuosas como trofeos, me conmovía y me turbaba más, pues participaban de él los seres que con su vida tejían la mía, los que yo debía vigilar sin descanso, los trazadores de mi incierto destino.

¡Pobre techo italiano, pobre cortejo de la balaustrada, alegrado por las ropas teatrales! Los gritos de sus personajes me estremecen ahora. Los obreros trepados en escaleras han asegurado que es imposible desprender la tela de la cornisa sin dañarla, y entonces el hombre de pelo rojo, duro, que dirige el trabajo, ha perdido la paciencia y ha vociferado que no tiene importancia, que lo rompan, que lo rompan no más.

¡Cómo gritan, cómo gritan las pintadas señoras que rozan la balaustrada con sus dedos demasiado largos, y el esclavo negro y el militar del sombrerazo y la capa púrpura! ¡Y cómo ladran los lebreles! Los asesinan entre sus jarrones llenos de rosas. Los asesinan desde el frágil andamio, a cuchilladas, a martillazos, mientras el yeso cae sobre el piso.

Vieja, revieja... Sesenta y ocho años... ¡Qué frío hace! La gente va por la acera, enfundada en bufandas y sobretodos. Mejor: así no tiene ánimos para detenerse, soplándose las falanges, a observar cómo me destruyen, a observar cómo me habían destruido antes, sin que nadie lo supiera, los enemigos que vivían aquí, martirizándome, royéndome por dentro como gusanos.

¡Qué frío! Antes (esta palabra ANTES que no me cansaré de repetir, que vuelve y vuelve), antes me gustaba el invierno. Me gustaban las noches de invierno, hace mucho tiempo, hace medio siglo. Nada me procuraba un goce tan hondo como ese momento en que mi vigilia había terminado, porque Gustavo había regresado del club; Benjamín, su hermano, dormía; dormían las mujeres de la casa y dormía la servidumbre. Francis era apenas un niño y sus pesadillas comenzaron bastante más tarde. Hasta Paco, el loco, dormía en su solitario departamento. Entonces yo podía dormir también, sintiendo el calor delicioso de las chimeneas —la de la sala, la del comedor, la del dormitorio de Clara—, que se iban apagando poco a poco. Afuera rondaba el frío, gruñendo. Algún cupé tamborileaba brevemente en la calle Florida. Y yo dormía por fin, olvidada de todo, como una gran gata feliz.

Sesenta y ocho años... He visto muchas cosas... Y voy a morir; por suerte voy a morir. Pienso en Tristán y en el Caballero. ¿Cuál será su destino?, ¿adónde irán? ¿Se quedarán aquí, en este mismo sitio, frente a la calle más inquieta de Buenos Aires? Pero no... no... porque el jardín desaparecerá también... todo desaparecerá... Y entonces, ¿dónde irán?, ¿dónde irán mis amigos?

El capataz de pelo rojo camina, furioso, como un tigre, por el balcón que domina al pequeño jardín en la fachada posterior. Despliega unos planos y discute con varios hombres, señalándoles la palmera. Sus guantes de lana no descansan ni un minuto. Supongo que les dice que será necesario abatirla. ¡Es tan alta! Alta y tonta. Tonta, con su plumacho, con su delgada esbeltez, con su tontería de palmera. Estaba aquí antes que yo, y sin embargo nunca hemos podido entendernos. Ahora caerá.

Tristán y el Caballero andan por el jardín, entre la maleza y los esparcidos trozos de revoque. Tristán, vestido de arlequín, y el Caballero, metido dentro de su levita de niebla, todo él de niebla: la cara, el pelo, las patillas, el traje... ¡Qué pareja extraña!... Miran la destrucción con azorados ojos tristes. Los alzan hacia el balcón donde el hombre de pelo rojo grita tan fuerte como las desesperadas pinturas italianas que los obreros rasgan entre nubes de polvo. Parece mentira que nadie oiga los gritos del comedor, que sólo yo los escuche, dentro de mí, que sólo yo sepa lo que sufre la dama del quitasol naranja que acaricia un tulipán en el óleo y a quien en este instante la desgarran, la retuercen, como si quisieran arrancarle de los lóbulos las gruesas perlas barrocas y del seno el maravilloso collar. Pero no... la dama cae junto a la chimenea con los fragmentos de su collar fijos en los pechos redondos, triunfales, casi desnudos. Un velo roñoso de telarañas le cubre la cara invisible. Y en el jardín Tristán y el Caballero espían al balcón.

De este balcón quisiera hablar primero, porque en él sucedió el crimen que jamás conseguí explicarme totalmente. Allí tuvo lugar el crimen que considero como mi pecado original, como una culpa tan perversa y tan rica que puede más que las restantes (mucho más que el otro crimen, que se produjo sesenta años después), de manera que se diría que las domina, como si las otras derivaran de ella o se vincularan con ella, misteriosamente, secretamente. ¡Qué sé yo! Estoy vieja y hay cosas que no entiendo; a algunas no las entendí antes; de otras se me han embarullado los pormenores. Pero, por vieja que sea, la escena aquélla no se me olvida. Fue en 1888, cuando yo tenía tres años —en 1888, un día de Carnaval.

¡Qué ruido había en la calle esa noche!, ¡y qué calor hacía! Al día siguiente, el lunes, llovió a cántaros, pero ese domingo la tormenta se amasaba peligrosamente y no corría un soplo de aire. Todo el mundo, transpirando, desembocó en la calle Florida, por la que desfilaban los coches y los carros adornados y más de cincuenta comparsas con un estrépito rabioso de murgas, de pitos, de latas, de tambores. Había gente en los balcones, en las azoteas, arracimada en los zaguanes. Una sofocada multitud se apiñaba en las veredas sin conseguir circular, y arrojaba porotos, maíz, harina... qué sé yo... Y se bailaba, se bailaba... se bailaba en los clubs, en los teatros, en los jardines, en los cafés, en muchas casas de familia... Por las ventanas abiertas, más allá del mediocre ornato de pino y lienzo de la calle, se veía a las parejas que giraban y giraban: era la época de las faldas muy ampulosas y del tontillo. Giraban las mujeres como flores rosadas, celestes, amarillas, en brazos de unos hombres severos, barbudos, enguantados (se podía sospechar que dentro de los guantes escondían unas garras de leones), dramáticamente trajeados de negro. Los pianos no tenían vacación... ¡Cuánta fiesta!... Los achinados vigilantes de pera larga andaban de acá para allá y de vez en cuando un comisario medio bruto pechaba con el caballo enarbolando un rebenque y pegaba unos lonjazos porque sí.

Nosotros también nos divertíamos: en otra forma, evidentemente, señorial, porque no olvidábamos nuestra posición en el barrio y en la República. En el balcón principal estaban el senador, Clara y sus hijos. Había invitados en torno. En la puerta de calle y detrás de las rejas del escritorio se apretaban las mucamas, los mucamos de librea, el negro Simón, la gente que nunca aparecía por allí, que vivía en las azoteas o subterráneamente, pero a quien el senador había autorizado a mirar la fiesta.

¡Qué espantoso ruido! Cuando por casualidad disminuía unos segundos, se oían, destemplados, en el piano de la casa vecina, los compases de las nuevas músicas de Dalmiro Costa, “Nubes que pasan”, “Ondas del Rin”. Lo recuerdo porque durante mucho tiempo se siguieron tocando. De todo lo que entonces sucedió me acuerdo con una rarísima nitidez.

Tristán tenía en ese momento dieciséis años. Nunca en mi vida he visto un muchacho tan hermoso. Dijeron después que Francis, su sobrino, el hijo de Gustavo, era tan excepcional físicamente como él, pero no es cierto. El pobre Francis fue un enfermo siempre, mientras que Tristán respiraba salud.

Los cuatro hijos del senador y de Clara —varones los cuatro— se dividían en dos grupos antagónicos. Había los dos buenos mozos: Gustavo, que era el segundo, y Tristán, el menor; y los dos feos: Paco, el mayor, y Benjamín, el tercero. En realidad no eran tan feos: resultaban feos al lado de sus hermanos y sobre todo al lado de Tristán. Cuando estaban juntos los cuatro, los dos feos parecían caricaturas de los otros, porque el parentesco se evidenciaba en los rasgos semejantes cuya exageración o distorsión producía eso: la caricatura. Y también los diferenciaba el carácter, pues Tristán y Gustavo eran alegres, aunque Gustavo cambió más tarde, mientras que Paco y Benjamín eran ensimismados, taciturnos, especialmente Paco, que vive todavía en un sanatorio, en su pabellón, a los ochenta y ocho años, loco. Todos los demás han muerto. ¡Todos han muerto, Dios mío, y yo me estoy muriendo minuto a minuto!

Vuelvo a verlos, en el balcón bajo, entre las dos Esfinges cariátides. Contra los carros modestos ornados con papeles de colores, contra uno que otro coche elegante alrededor del cual la muchedumbre ondulaba, irguiéndose ante las portezuelas, Gustavo, Benjamín y Tristán volcaban un diluvio de grajeas y de arroz. Paco permanecía alejado, como siempre. El senador respondía gravemente a los saludos de los paseantes que lo reconocían, y Clara, su mujer, lujosa, gruesa (aunque todavía no había alcanzado las proporciones monstruosas que después logró), se hacía aire con el abanico de sándalo. Los invitados los rodeaban. Eran éstos, naturalmente, personas importantes (por aquel entonces sólo venían a visitarnos personas importantes): un diplomático, algunos legisladores viejos, colegas de Don Francisco, señoras condecoradas de perlas... Se movían apenas, boqueando como peces, en el calor...

Tristán era el único disfrazado del grupo. El senador se había echado un dominó sobre el frac como una toga de raso, y estaba menos disfrazado que nadie: era un magistrado, un funcionario, un masón, cualquier cosa menos una máscara. Tristán, de arlequín, torcido el bicornio, saltaba, danzaba en el balcón con su traje ceñido, en un marco de personas solemnes. Repito que jamás, jamás vi a nadie tan hermoso, tan elástico, como ese muchacho de ojos azules y pelo negro con quien todo el mundo se metía —el mundo de caretas y capuchones que se movía pesadamente y en el que predominaban los monos y los africanos—, y que a todos les respondía con gracia, haciendo reír también a los del balcón y en especial a Clara, su madre, que de vez en vez le daba en la espalda un golpecito con su abanico de sándalo, porque sí, por sentirlo suyo, por afirmar con ese gesto que tenía derechos sobre él, y recordar a los allí presentes que ella, gorda, espesa, que pronto parecería casi oriental, casi turca, en la sofocación de sus encajes y sus cintas, había modelado ese cuerpo tan bello, tan ágil, tan puro.

De repente a Tristán le faltaron proyectiles para su tiroteo. Yo sabía que había acumulado una reserva bajo el alero del balcón de su cuarto, el balcón que miraba al jardín en el lado opuesto, así que no me extrañó que saliera corriendo a través de mí en su busca. Cruzó la ancha sala, el comedor y el hall. En el comedor, las doce figuras italianas del techo que trenzaban allí su guirnalda de actitudes barrocas y que no cesaban de charlar y discutir, suspendieron la eterna disputa bizantina —sobre Florencia y sobre Savonarola... sobre si César Borgia amó a su hermana Lucrecia... cosas que habían oído en su país, hace setenta años, cuando el Signor Perelli las pintaba sin imaginar que estaban destinadas a Buenos Aires, en los límites australes de la civilización—, para entreverlo al pasar, esbelto, encantador, radiante, desde la balaustrada que era como un palco. La dama del quitasol anaranjado, el negrito, el militar, el gran señor de peluca que se pavonea entre los lebreles, todos los que ahora gritan y gritan porque los obreros les arrancan las manos y las caras y los trajes maravillosos, exclamaron simultáneamente:

—Com’è bello!

Y también lo dijo, en el descanso de la escalera del hall, la gran estatua de la hija del Faraón, inclinada entre juncos de mármol sobre Moisés salvado de las aguas. Sólo que ella, como es francesa, lo dijo en francés:

—Comme il est beau!, comme il est beau!

Y Tristán, vestido de arlequín, Tristán, que hubiera podido incorporarse con esa malla de cuadros multicolores a los personajes del techo del comedor, al gondolero, a la gitana, al hipnotizador de pájaros, siguió corriendo, bailando, cantando, escaleras arriba.

El Caballero se cruzó con él en la galería alta que rodea al hall, y donde los cuadros se empinaban los unos sobre los otros sin dejar un espacio libre. El Caballero gris... pero de él hablaré más adelante.

Tristán entró en su cuarto. Él no sabía que su hermano Paco iba detrás, con el andar torpe, balanceado, que lo caracterizaba y al que podía imprimirle repentina agilidad. Yo me asusté. Porque yo sí lo sabía; lo sabía desde el primer momento, desde que, en pos de su hermano, Paco abandonó la ventana de Florida. Y me asusté: algo me dijo que aquello no estaba bien, que no estaba bien que todos los de la casa se hubieran concentrado en la fachada, frente a la calle Florida, donde el estruendo era infernal, y que por dentro de mí anduvieran solos, separados por escasos metros, entre los muebles y los objetos infinitos que le regalaban al senador incesantemente —los bronces, los mármoles, las porcelanas—, esos dos hermanos distintos, Paco y Tristán.

Los del techo y la hija del Faraón comprendieron que algo malo se había desatado en la casa, como si un porrazo feroz, a quien nadie ve nunca pero cuyos ladridos se levantan de vez en cuando, del fondo, de la oscuridad, hubiera roto su cadena. Y gritaron como si Tristán pudiera oírlos. Pero, ¡qué los iba a oír!, ¡qué los iban a oír los demás, si en ese instante aplaudían a la comparsa de los Republicanos del Símbolo, que marchaba sacando pecho y atormentando al bombo!

Allá, en la parte trasera, sobre el jardín, los ruidos se amortiguaban. Llegaron hasta Tristán, como si las tarareara la palmera, las cadencias de la mazurca “Ondas del Rin”, que desafinaban en la casa vecina. Y Tristán giraba, giraba. Giraba el Arlequín, el 12 de febrero de 1888.

¡Pobrecito! Salió al balcón, al bochorno del verano que no conseguía aplacar la noche y que organizaba como un espectáculo complejo su tormenta iracunda, y Paco de dos saltos estuvo junto a él. Paco era mucho mayor; tenía veintitrés años, mientras que Tristán, como ya dije, sólo contaba dieciséis.

El Arlequín le daba la espalda. Colocaba sobre el parapeto de mampostería unas bolsitas que él mismo había preparado, con arroz, con maíz y algunos huevos rellenos de harina. Para estar más cómodo, mientras mezclaba los granos con infantil minucia, se sentó en ese mismo parapeto, de costado, dejando colgar hacia el interior sus largas piernas finas que enfundaba la malla geométrica. Entonces Paco no hizo más que estirar las manos, y de un empujón, sin que el muchacho tuviera tiempo de darse vuelta y de verlo, lo precipitó al vacío.

Un grito agudo colmó al jardín. ¡Tristán caía! ¡Tristán caía y era como si volara, era como si sus brincos y bailes anteriores convergieran en ese último salto que lo llevaba, los brazos abiertos, la boca torcida, el pelo tirante, volando! Pero nadie lo oyó. Sólo yo lo oí en medio del clamoreo demente que me traspasaba; sólo yo destaqué ese grito delgado, filoso.

Y entonces me sobrecogió la sensación extrañísima que luego he experimentado en otras ocasiones pero que —por imprevista e ignorada y por las circunstancias terribles que la rodearon esa primera vez— no ha vuelto a conmoverme con tan dominadora intensidad. Fue como si todo, todo, se inmovilizara durante unos segundos, como si todo callara y se coagulara de repente. Y también como si todo palideciera de súbito: todo, el jardín y sus enredaderas, los tapices de los salones, las lámparas encendidas, las arañas gloriosas, todo palideció y se tornó de un verde lívido, acuático. Y hubo un silencio sin respiración que contrastaba, precisamente, con la bulla del Carnaval que hasta un momento antes me había inundado: todo calló, las murgas violentas, los pianos, los relinchos, las risotadas de los negros en la calle y las risitas modosas de las señoras que agitaban sus abanicos como élitros, alrededor de Clara, en el balcón senatorial, y las pinturas italianas del Signor Perelli también y el tapiz y las estatuas y hasta el odioso cuadro del hall que representaba unos jefes bárbaros, ecuestres, que raptaban unas mujeres desnudas, todos callaron, callaron, y yo fui durante unos segundos como un olvidado estanque quieto situado en alguna desierta eminencia, más allá de los hombres.

Era que la Muerte había pasado por mí.

Sucedió vertiginosamente, porque al momento, sin que ninguno se hubiera percatado de la mudanza aterradora, todo recobró su ritmo y su color. Paco bajó las escaleras y atravesó de nuevo los salones sin advertir los ojos pintados y esculpidos que lo perseguían desde los pedestales y las paredes. Volvió al balcón de la calle Florida, a disimularse junto a una de las Esfinges. Daba miedo verlo, de tan sereno, de tan indiferente. Si se hubiera puesto a temblar, si le hubiera dado un ataque, me hubiera horrorizado menos que así, duro, estático, apoyada la cara en la palma de la mano, los párpados pesados como si necesitara dormir. Sólo media hora más tarde, cuando Clara, sorprendida, preguntó dónde estaba Tristán, y un mucamo regresó tartamudeando la noticia trágica, se enteraron de que el adolescente yacía muerto en el jardín, al pie de la palmera, doblado con su traje de fantoche como un contorsionista de circo sobre un charco de sangre.

Los días siguientes hubo mucho trajín en mi interior. Vino gente de la justicia, de la policía. Titubeaban entre pronunciarse por un suicidio o un accidente, y aunque esta última tesis resultaba de difícil adopción por la altura del parapeto, el carácter de Tristán y la felicidad de su vida se oponían tan rotundamente a la idea de una muerte voluntaria, que las autoridades se decidieron por un vértigo, por un mareo, y dieron por terminado el asunto. Presumo, por otra parte, que el senador se entrevistó con el Dr. Juárez Celman para evitar que se removieran demasiado las cosas. Tal vez temiera que el menor de sus hijos hubiera sido un neurótico. En la familia de su mujer se conocían varios casos...

A nadie se le ocurrió pensar en un crimen. ¡Ay, si alguno de aquellos señores engalerados que repetían las mismas preguntas como si no hubieran anotado diez veces las respuestas, hubiera podido oírme entonces! Jamás deploré tanto la falta de comunicación que existe entre el mundo de los hombres y el mío. ¡Qué desigualdad! Por un lado andaban los de la policía y el juez, hablando en voz baja con Don Francisco, con sus hijos, con los mucamos, midiendo el balcón, analizando la hierba, llenándome de zumbidos y susurros como si un enjambre de abejas revoloteara dentro de mí; por el otro, la hija del Faraón que lleva en los pechos un adorno en forma de enroscadas serpientes, y las doce figuras del techo italiano, y las nueve figuras del tapiz del hall (“El rapto de Europa”), y la estatua de Guillermo Tell, y las dos Esfinges del balcón de Florida, y el Fauno de bronce del jardín, todos los que fueron testigos de alguna faz del crimen: especialmente las Esfinges cariátides que observaron la partida sigilosa de Paco, y los italianos locuaces que lo vieron pasar como si fuera la sombra espesa del Arlequín, y el Fauno viejo que desde su base acechó el fratricidio, todos se desgañitaban, impotentes, narrando tal o cual detalle, e insultaban a los funcionarios que se movían con circunspecta lentitud, acariciándose la barba, guiñando un ojo y chasqueando la lengua como si tuvieran encerrada la verdad en el bolsillo de la levita.

Paco no modificó su actitud. Como todavía no se sospechaba que era loco —aunque lo consideraban bastante original y misántropo—, nadie se fijó en él. Contestó a los interrogatorios brevemente y se aisló en su habitación. Sólo su madre receló algo... pero no... no quiero exagerar... no quiero aventurarme a decirlo sin estar segura... Lo que yo noté indiscutiblemente, desde ese día, fue un cambio en su actitud hacia su hijo mayor. Hasta entonces lo había tratado con una especie de indiferencia amable (Clara conseguía, con terrible acierto, los matices de la amable indiferencia), pero de ahí en adelante lo odió; eso es: lo odió. Naturalmente, ello pudo deberse a algo que le hizo maliciar la posibilidad de que Paco fuera el culpable (que ignoro en qué pudo fundarse porque ni ella ni ninguno de los del balcón de Florida notaron el eclipse fugaz de Paco). Quizá Clara haya sorprendido algo en la conducta de su primogénito que le hizo presentir secretamente sus

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos