¡AH, LA AMÉRIQUE LATINE!
En Vanves, Rodolfo solía reconstruir la personalidad de Marianne. Lo hacía a través de la exhibición de los libros que acumulaba en su biblioteca.
“Dime qué lees y te diré cómo eres”.
Esclarecida y sensible, fuertemente crédula, Marianne era una voluntarista que solía anexarse en las revoluciones lejanas. Como si, en el fondo, las coleccionara.
Atenuaba el conservadurismo parisino con la certeza de pugnar por el futuro de redenciones. En alguna otra parte, siempre lejos. Por suerte en algún país situado en otro continente. Probablemente en aquella América Latina.
Después del desvanecimiento de la ola justiciera de Nicaragua (“tan violentamente dulce”), la izquierda europea se sorprendía con la innovación de la rebeldía más creativa. En Chiapas.
Tierra de ensayos. De contrastes y de feroces injusticias. Ahora en el México que suele confundirse con Guatemala.
“¡Ah, la Amérique Latine!”
El subcontinente de las llamaradas mágicas que siempre se las ingeniaba para ofrecer la mercadería sumisa de la esperanza. La rebelión ante los explotadores.
Mientras inspeccionaba cada anaquel de la biblioteca, Rodolfo le preguntó, maliciosamente, a Odile.
¿Y por qué demonios no se ponen a construir la revolución aquí, en Europa?
Bien formaditos, en fila. Si no es en la selva adecuada, pueden hacerla desde alguna banlieue. Saint-Denis, sin ir más lejos.
¿Está tan agotada, la Europa, para estimular la idea de la rebelión sólo más allá del océano?
Si tienen más cerca Rumania, que les llena los subterráneos de rumanos mendigos. De gitanos miserables.
Tierra que también reclama la igualdad, como Kosovo.
O mismo el interior de Ucrania, que produce putarracas rubias para el consumo de todos los clubes portuarios, próximos a las grandes capitales. De mala muerte. De mal polvo.
¿Qué carajo tienen que ir a hacer a Chiapas?
La esperanza de los progresistas como Marianne se trasladaba ahora desde la “Nicaragua tan violentamente dulce” —según uno de los títulos más desastrosos de la biblioteca—, al Chiapas que necesitaban. En la zona incierta donde México se mezclaba con Guatemala y los comandantes revolucionarios eran llamativamente rubios que solían complementarse con el atractivo mediático del pasamontañas expresionista. Aceptemos que la imagen del Comandante Marcos era idílicamente exportable. Ideal para captar al turismo sedicioso de los optimistas que no se habían moralmente rendido. Que consumían ideología y desechaban Playa del Carmen. O Cancún.
En la segura alucinación de Marianne, aquel esplendoroso futuro revolucionario que ilusionaba a los izquierdistas europeos para la Amérique Latine terminaría para siempre con la manga de cínicos individualistas. Como Rodolfo.
Los que avanzábamos protegidos con el escudo del escepticismo.
Con los cretinos implacablemente reaccionarios, los neo-liberales (como Rodolfo).
Solía francamente burlarme de la amargura del socialismo que se disolvía por todas partes, mientras —para algarabía de Marianne— se fomentaba aún su disparatada alucinación. En la recursiva Amérique Latine.
En la óptica de las innumerables Mariannes del desarrollo, los reaccionarios como yo resultábamos funcionales a las burguesías explotadoras de turno. Tildadas de infames, oligárquicas, irreparablemente custodias del privilegio que defendíamos.
Por ejemplo, la bienintencionada Marianne conservaba repleto de anotaciones un descascarado poemario titulado Letras de emergencia, de Mario Benedetti. Mantenía, entre sus páginas candorosas, aquel mohoso naturalismo militante que incluso supo cautivarme en los inicios polvorientos de intelectual situado a la izquierda del sentido común. Sin siquiera aceptar, acaso, la existencia de otra alternativa de vida.
¡Cuánto tiempo perdido en reuniones estériles!, apenas atenuadas por la escasa selectividad de la bragueta rápida.
También encontré el realismo macizo de las “Actas Tupamaras”. Para cambiar el clima, descubrí un elemental Sepúlveda, aún sin abrir, que reivindicaba a un pobre “viejo que leía novelas de amor”.
¡Cuánta magia en la Amérique Latine!
Más allá del poemario de Roque Dalton, sangraban, como correspondía, al costado izquierdo de la biblioteca, las venas infaltables de Eduardo Galeano.
Menos mal que Marianne conservaba en su biblioteca también una mayoría de libros en francés, con predominancia de Louis Aragón. En especial me interesó un libro de astrología comparada. Me incitó súbitamente a respetarla.
En alguna tarde próxima de Vanves, se lo iba a incautar.
La cuestión es que, gracias a la generosa ideología solidaria de Marianne, podía Rodolfo reposar despreocupadamente con Odile, en Porte de Vanves. Con el único testigo de la escultura masiva del tigre feroz, que sería próximamente anulado por un calzoncillo bordó.
Principal asistente de Odile, algo más que una secretaria. Marianne tenía la predisposición para facilitarle el departamento a su superiora. Para que fuera a revolcarse con el escritor argentino, el reaccionario que extrañamente le había ocupado la cabeza.
Aunque Marianne sospechara, por los manchones de la historia que averiguaba, o por el relato de los progresistas argentinos que lo detestaban, que Rodolfo, en la primera de cambio —porque le fascinaba jugar el rol del “escritor maldito”— iba a lanzarse desaforadamente a contar la vida de las dos.
En Porte de Vanves. La historia de Odile, la jefa, pulverizadora de hombres que le llegaban fallados. Y también la historia de Marianne, pero sólo de paso. Aunque ni la conociera.
Por la inestabilidad afectiva de su existencia precaria. Por su veleidad de revolucionaria que le servía, al maldito “reac”, para la categórica fatalidad de la caricatura literaria.
DOMINGO IV. LA MATAHOMBRES
En la fiesta Deschamps-Dirchizirian, la inglesa devoradora de los ojos enormes, Ruth Schifrinn, estaba de blanco, con un gran escote que admitía el dibujo de los senos espléndidos. Tenía la piel muy bronceada por los treinta días pasados en su casa de Mentón, en la proximidad de la frontera con Italia.
Aquella noche sin embargo se mantenía erguida. Se le habían atenuado sus dolores de columna (lo contaría después) merced a una inyección poderosa de cortisona. Sus ojos lucían —como correspondía— como dos imanes poderosos.
Era morena teñida, impactaba con la presencia arrogante. Engañaba.
Pero el cretino que me engañó fue el intrigante Christian Lahachier.
En cuanto se dio cuenta, con la sagacidad detallista de la elaborada marioneta, que Rodolfo había fijado la atención en Ruth, se le acercó para decirle, en voz baja:
—La inglesa es matahombres.
Tomó Christian otro trago de champagne.
—Lo único que le interesa en la vida es que la cojan salvajemente. Te la llevás, seguro.
De inmediato, el Muñeco audaz me la presentó.
—Ruth, te quiero presentar a un gran escritor latinoamericano.
Casi posé mis labios, para saludarla, sin tocar el dorso de su mano derecha. De pronto comprendí que con Ruth nos habíamos quedado solos, en medio del gentío decoroso. Christian ya se encontraba inmerso en el centro de otras presentaciones. Con otras intrigas.
Como también estaba sola, con Ruth nos miramos y sonreímos.
Se quedó a mi lado. Comprobé con alegría que ella era divertida y solícita, de risa fácil, contagiosa. Por si fuera poco, sentí que me quería complacer.
Pese a su drama de columna —que aún desconocía— fue a buscarme un plato de salmón con caviar negro. Me alcanzaba también una servilleta de papel y me miraba con la seducción tiernamente sensual de sus ojos enormes. Estimulaban para confeccionar la próxima decepción.
Ocurría que, motivado por la descripción engañosa del perverso Lahachier, creía que iba a ser la nueva víctima. El hombre que debía matar.
Sin embargo Lahachier intrigaba en la fiesta sin imaginar tal vez que protagonizaba uno de los últimas festejos sociales de su vida. A pesar de la engañosa plenitud de su camisa de seda negra, y de su nudo papillon amarillo, que complementaba el saco smoking brillante, y gris.
Lo volvería a imaginar, al pobre Christian, en la última reunión dolorosamente social. En aquel ataúd cerrado. En el Père-Lachaise. Con parientes que ni recibían saludos de los invitados que desconocían. Y con una dama que lloraba sola, a la que Rodolfo sólo se acercó para darle un solidario consuelo. Pasarle un pañuelo. Tenderle la mano. Josciane.
La Inglesa de los Ojos Enormes se quedó al lado de Rodolfo durante el resto de la soirée de los Deschamps-Dirchizirian.
Hasta que comenzó a dolerle significativamente la espalda. Residía en Londres. Pero se había desplazado especialmente a París para complacer a Madeleine Deschamps.
—No podía faltar a la fiesta de Madeleine.
Partiría a Londres al día siguiente, por la mañana.
Le confesó, como si le pidiera auxilio, el dramatismo de la columna vertebral. De manera que Rodolfo le ofreció su brazo.
La Matahombres casi se doblaba de dolor. Le pidió que la acompañara a su hotel, Le Tremoille.
Lahachier los vio salir.
Probablemente supuso que me iba para compartir, con La Matahombres, salvajemente, la noche de París.
DOMINIQUE Y BALZAC
Pero existía también Odette Autrant, la otra académica. Inmersa siempre en problemáticas igualmente gravitantes.
Tenía algunos puntos equiparables de contacto con Odile, aunque iba más al frente y carecía de inseguridades.
Odette se incorporó brevemente a la escudería de las otoñales. Pero no era dulce, sólo duró un polvo fugaz. Resultó trascendental para que decidiera alejarse Dominique Chavonnier.
Odette estaba siempre cargada de papeles que encerraba en varias carpetas. Contenían exámenes de literatura que solía revisar en los bares.
Los había presentado Dominique en la estación de Montparnasse. Cuando ambas coincidían para retornar a Sèvres.
Dominique —ella sí— era una dulce otoñal iniciática. De las primeras que tuvo Rodolfo. Con el aluvión posterior de las nuevas otoñales se quedó en el camino. O en Sèvres. Sobre todo en esa casa clara de Seche, donde supo enseñarle a Rodolfo las claves secretas de las escenografías geográficas de Balzac. En especial en la novela que había leído traducida. “El lirio en el valle.”
La conocí en el Café Bonaparte, en diagonal a la Basílica de Saint-Germain, mientras comía una ensalada Nicoise y escribía en uno de los primeros Carnets Klimt.
De pronto estalló, caprichosamente, el resorte del bolígrafo y quedó inutilizado. Maldije en voz baja, sin percatarme de que, desde algún costado del Bonaparte, una rubia servicial había sido testigo de la ruptura que interrumpió la ensalada y clausuró el texto.
Pero apareció el camarero anónimo con otro bolígrafo. Y un señalamiento: “Se lo envía la señora”.
Era Dominique, que tiernamente desde entonces se me acercó. Tenía una atmósfera triste que conmovía.
Dominique contenía un hábito formidable que aún suele encontrarse en Francia. Era lectora. Amaba la literatura más que Rodolfo y no tenía el menor proyecto ilusorio de escribir el propio libro. Otra profesora de literatura que siempre tenía el pretexto reservado del nuevo libro que admitía la discusión con un café.
Ya desde el primer acercamiento en Bonaparte se deslizó la posibilidad de visitarla en La Touraine, donde tenía un refugio solitario al que nunca acudía ni siquiera su hijo, que se había trasladado a Nice. Ni su marido, con quien convivía sofocadamente en la tranquilidad de Sèvres.
En La Touraine podría guiarlo a Rodolfo, en el periplo para ayudar a conocer los tramos narrativos del colega mayor, Honoré de Balzac.