Abro la puerta de mi casa sigilosamente, como si fuera un ladrón, o tal vez un intruso. Cierro con más sigilo todavía, esta llave siempre me traiciona, me quito los zapatos. Según Silvia, estos mocasines míos hacen mucho ruido, crujen, acaso porque están confeccionados con cuero de mala calidad, si mis pasos retumban tanto como mi voz, como si pertenecieran a un hombre firme. Mis pasos con ecos, mis palabras con pólipos, tendré que vencer viejas perezas y operarme.
Dejo los zapatos en el piso, no debo hacer el menor barullo. Porque María Gabriela podría despertarse, y despertar, con su llanto, a José Miguel, y eso sería un desastre cotidiano, que Silvia, hoy, con seguridad, tardaría en perdonarme, como dos minutos, por lo menos. Porque, en todo caso, los chicos demorarían en volver a dormirse, me pedirían, y yo soy débil, y le tajearía, a ella, el breve descanso que tiene últimamente.
Ahora los pibes rigen mi descanso, y mi euforia, y mis tareas. Ellos son los auténticos dueños de la casa, y es perfecto que así sea. Ellos coparon mi vida, aquí ya no puedo ser ni remotamente el de antes, aquí ya no puedo escribir, ni leer, ni pensar. Ellos pisan mis libros, los deshojan, los rompen, los pibes son sabios, me da bronca y risa, juegan con toda la cultura, hacen bien. María Gabriela prefiere, por ejemplo, garabatear o romper una novela de Aragon, a su pelota o su muñeca. Ayer nomás la sorprendí borroneando la cara de Regis Debray, en la pulcra edición de Siglo veintiuno, Conversaciones con Allende. Lo mejor que puedo hacer aquí es jugar con ellos, aceptarlos, ubicar en los estantes más bajos de la biblioteca a los peores libros que tengo, y así ayudarlos, a veces, en la destrucción. Cuando ando bien, sintonizado, me divierten, y cuando mal, trato de soportarlos. Que griten, lloren, se caigan, sin que les importe un pepino mi momentánea depresión, mi desajuste, mi falta de sintonía, mis ganas de rajarme a escribir o vagar, como si toda la vida fuera un franco. Pero no, franco es hoy, fue hoy, y como no me quedé, como ni los llevé a la plaza ni los llevé al baño ni me los puse en el cuello, vuelvo con cierta culpa. Porque pienso que tendría que haberme quedado con ellos, gozarlos más, llevarlos en el auto a la Plaza Irlanda, hamacarlos, hacerlos reír, reírme, hacerlos dormir en mi hombro. Sin embargo pienso que, cuando sean grandes, cuando empiece a fallarles la sintonía, lo sabrán entender, y si no lo entienden, que se jodan. Necesito recuperar un poco el ocio, oxigenarme, desenchufarme del periodismo, de la familia, de la literatura, y pensar más allá de las noventa líneas, de mi viejo combate diario, necesito comprenderme, quizá releerme, y preguntarme, a fondo, qué es lo que quiero hacer con mi vida. Si sirve seguir intentando, por ejemplo, una obra, y qué sentido tiene seguir amargándome por esa culpa que me espera, en el cajón del escritorio. Tres carpetas abultadas, la novela de un joven promisorio, de un joven jodido, al que la realidad, con su topadora, le pasó por encima. Pero a no quejarse, muchacho, eso no le importa a nadie, y menos, a la literatura. ¿Y qué hizo la literatura por mí, para que ande respetándola tanto, como si fuera algo egregio? La literatura soy yo, son estas vacilaciones, este montón de intenciones, esta sed. La literatura para subsistir se borra, hace periodismo, se esfuma, no existe, se dispersa, pelea, no tiene derecho, se jode, se desfigura, se desgasta, es híbrida, soy yo, y otros locos sueltos.
En medias, el piso frío, en puntas de pie, camino por el corredor como una garza. Paso por la puerta del dormitorio de los chicos, no trato de evitar la tentación de detenerme. María Gabriela duerme despatarrada, destapada, tiene el tubo de pasta dentífrica en la mano, es una loca; entro y la cubro con la frazadita, en un rato volverá a destaparse, es inquieta, da muchas vueltas, como yo. José Miguel, en cambio, duerme quietito, como rendido, de costado, nadie lo parará hasta las siete. Resisto, eso sí, la tentación de besarlos. El próximo franco será todo para ustedes, purretes.
Ahora camino por el corredor hasta mi dormitorio. Silvia duerme, su velador encendido, Talleyrand, el mago de la diplomacia napoleónica, abierto entre sus manos, en la página que el sueño no quiso más. Aquí tropiezo con dos lástimas, no sé cuál es más fuerte. La primera de ellas es que no esté despierta, y la segunda es despertarla. Pienso que me hubiera gustado contarle hoy, porque a lo mejor mañana no podré, no tendré tiempo, ni ganas, y yo sólo cuento cuando tengo ganas, por oficio no me gusta narrar. Contarle, por ejemplo, que me encontré con Samantha, por Corrientes, de casualidad, que la realidad terminó haciéndome una gauchada literaria, justo lo que mi novela necesitaba, porque...
—En el horno tenés asado —abriendo un ojo dice Silvia—. Calentátelo —su voz es apenas audible.
La miro, me quito la campera, la acomodo en el respaldo de la silla, quisiera decirle que hoy me siento un gran tipo, que me entiendo, y que ésa es la mejor manera de entender al mundo. Y contarle también lo inmediato, que la encontré a Samantha.
—Flaca, ¿sabés a quién me encontré por la calle? —y uno aspira a ser un perito del diálogo, por favor, ¿cómo va a saber con quién me encontré?
Dormida, con la cabeza, me dice que no.
—Con Samantha, aunque te parezca mentira, años que no la veía. Se raja también, como todos, a Italia, estuvimos conversando largo...
—Shshshsh, más bajo, bocina, a ver si se despiertan.
Me olvido que no sé susurrar, de mis potentes pólipos.
—La pío me dio un trabajo bárbaro, no se dormía más —y cierra el ojo.
Sé que no puede atenderme, pero igual le cuento, es decir, me cuento. Hace algún movimiento con la cabeza, como si siguiera mi relato; sé que mañana, probablemente, me preguntará ¿vos dijiste algo ayer sobre Samantha o lo soñé? Me pongo cargoso, reflexiono, hablo de Samantha, de mí, de la novela, de mis planes para terminarla, esforzarme y someterme a una disciplina, porque iré todas las mañanas a escribirla, el diario, me voy a pasar el día entero en la redacción, a la mañana seré el escritor, a la tarde el periodista, hasta que aguante, si vale o no la pena no lo...
—En la heladera tenés queso y dulce —me dice, sus ojos cerrados.
Camino hacia la cocina, enciendo el tubo fluorescente, pestañea, la luz tarda en venir. Abro la puertita del horno, saco la fuente, lo enciendo. Tira de asado, papas, cebolla y ají; sobre la mesa, cubierta por una servilleta roja, tengo ensalada de remolachas, y palta. Por la ventana miro el patio, iluminado por una luna que no puede ser; enciendo un cigarrillo. Y puedo pensar, porque todos duermen, mientras se calienta el horno. Me sirvo vino blanco, en el vaso más grande; abro la puerta de la heladera, saco el queso fresco, el dulce de batata. Oigo el ladrido de un perro vecino, bebo, esta noche me respeto, estoy de acuerdo con la vida.
El vampiro, Rodolfo, tropieza por Corrientes con una pareja de desgraciados.
—Ay, a vos sí que te va fantástico —dice la desgraciada, Clara, después de saludarlo con un besito en los labios. Tal vez, ella supone que, en cuanto se separe del que está a su lado, subirán a un ring-side—. Me alegra saber que hay alguien que sigue “haciendo cosas”, leí tus cuentos en La Opinión... muy muy lindo te va.
—¿Te parece? —responde Rodolfo, con tu típica ironía, como en seductora babia, esa que trasunta una falsa superación, y el tácito convencimiento de que, en cuanto la encuentre sola, la tumbará plácidamente, y la hará olvidar de las hechuras de cosas, gracias a las bondades de una piccolina cruenta. Y sin necesidad de esperar ninguna separación.
—Loco, ¿querés tomar algo? —impotente al futuro invita el desgraciado, el flaco.
Se trata de dos muchachos que, cuando ando bien, les escapo, y cuando ando mal, los uso. Es que están tan despojados que con sus fracasos me ayudan a fortalecerme, a levantarme cuando estoy caído; son dos buenos tipos que saben hablarme de mí, suponen que soy un tipo importante y hasta me admiran. Pero hoy, que estoy diez puntos, no los aguanto, tengo una carga de energía que puede durarme un día o dos, así que trataré, con cancha, de sacármelos de encima, y sin que se den cuenta, porque el tiempo, aliado de la experiencia, me enseñó a ser previsor, así que nada de soberbia para hoy y soledad para mañana. A no quedar entonces como un guarango, si sé que con ellos yo me nutro, me permiten contar guita delante de los pobres. Así que estos tipos valen, por lo menos para mí, hay que hacer entonces buena letra y bancarlos unos segundos, con piedad, hacerles creer que los aprecio, que me interesan sus planes, si total pasado mañana, cuando esté con la luna torcida, ellos me salvarán, me levantarán las ambiciones sin saberlo, me entregarán las capitulaciones de sus sangres.
—Tenemos ganas de rajar —dice Clara.
Entiéndase que son dos sobrevivientes que no tienen más nada, a uno le queda solamente el otro y apenas si se aguantan. Son de esos que ya no saben qué hacer cuando se encuentran solos, si ni siquiera tienen una queja nueva que entregarse, a gatas permanece la posibilidad del regodeo, en sus historias personales, calcadas, con un sentido chiquitito así. Ya se les acabaron las excusas, las palabras y los silencios, y entonces huyen, por ejemplo, hacia Corrientes, a encontrar algún vestigio que tenga que ver con sus pasados, a cualquiera que los reconozca desde aquellos tiempos irreales, y les certifiquen que sí, que existen, que son ciertos. Algún conocido para tomar un café, para cambiarse muertos como figuritas, para comentar viejos proyectos, compadecer la manera en que los sueños se fueron, derechito, a la mierda, por culpa de una realidad manejada con astucia, que hizo una avalancha y los dejó desguarnecidos, a merced de la providencia, con un capital sólido en frustraciones y miedos, y con, más o menos, treinta años, eso es lo grave.
—Y... viejo, no hay más remedio que irse —dice el flaco, jean y barba, anteojos—. Pero vayamos a tomar un café.
Digo que no, quiero llegar a mi casa antes de que se duerman los pibes. Clara lo entiende, y está por preguntarme sobre mis hijos cuando el flaco, para certificar que esto no es joda, que la penicilina militar hizo el mejor efecto, dice:
—Quemamos las naves y nos vamos. Hasta aquí aguanté, pero basta —agrega, con nuestro viejo tono de justificación, con una firme solemnidad a la que adhiere, con la cabeza, Clarita. No, no será fácil sacármelos de encima.
—En principio nos vamos a Madrid —dice Clara—. Es alta y rubia, tiene el pelo a lo Tarantini, es bonita. Están en la justa, muchachos, aquí ya no tienen un pito que hacer, a esta altura aunque cambien ya nadie les va a creer. Váyanse todos, y déjenme solo en esta ciudad, haciendo una memoria vana, contando historias que apenas me interesarán a mí, y cuestionarán un par de tipos, desde afuera; o algún sobreviviente desde adentro. Rájense, si pueden pero me pregunto qué será de mí cuando necesite chupar el dolor de los demás, y ya no encuentre doloridos disponibles. ¿Tendré que cambiar de temática? Cuando salga a toparme con loquitos entrañables, esos capacitados para entristecerme, fortalecerme, y sólo encuentre a una manga de mortificados que conversan sólo de dinero, de falta de dinero, de Kempes, de carburadores. Váyanse, háganme caso.
Cuando termina de relatar el proyecto que no escuché, el flaco me pregunta:
—¿Vos cómo la ves?
—Las preguntas que le hacen a uno —digo, sabiendo que me perdí, que me entretuve pensando más en mi futura soledad que en sus decisiones—. Creo que vale la pena intentarlo, hay que ir para adelante, son perspectivas.
Ellos sonríen, mis palabras los estimulan a encarar esa aventura, de la que, en apariencias, no están seguros. Necesitan un impulso, yo soy en el fondo un pan de Dios, como Marinelli, un concesivo que, en este momento, se dispone a escuchar nimiedades de esa esperanza, y hasta referencias a garantías de tíos gauchos, y hasta ventas de lo único que, hasta ahora, supieron conseguir. Una heladera, un secador de pelo, un ventilador, un juego de cubiertos de plata, libros y discos.
—Tengo una máquina de escribir, una Lexikon ochenta, está impecable, si sabés de alguien que le interese —me dice el flaco, y esto ya es demasiado, quizás escucho a estos robinsones por última vez—, aunque para vos también la máquina...
Los tres parados por Corrientes, entre Rodríguez Peña y Callao, justamente al lado del Museo Social. Y de repente Rodolfo la ve venir, a ella, a Samantha, que viene caminando sola por la misma vereda de Corrientes, y ya lo descubrió. Samantha trae una cara de esas que dan ganas de cruzar la calle, pero se le dibuja cierta sonrisa de alegría, y corre a abrazarlo, con la totalidad de su banda. Y él también la abraza, con autenticidad, claro, si siempre mantuvo deseos de encontrarla. Samantha trae un cigarrillo en la mano, el pelo inadvertido debajo de un pañuelo blanco, y una mirada de pálido final, que se percibe a la distancia. Una estampa de flaca neurótica, de esas que desconocen qué meterse, con quién meterse y en qué. De nuestras desdichadas treintonas que persisten a montones en Buenos Aires, a las que les permanece un cuerpo fiel, aún entero, del que no se puede ya aguardar secretos. Y les quedan recuerdos, y gigantescas ganas de volver a tener, precisamente, ganas. Samantha trae un rostro de ansiedad constante, de mujer más jugada que el trece, o el cuarenta y ocho. Trae un jean, sandalias, una remerita celeste y sin mangas, una carterita de soga que pende de su hombro desnudo, un suéter que pende de su brazo, con una sonrisa que ahora pende de su boca, sostenida con prepotencia. Cuando se sueltan del abrazo largo, los integrantes de la parejita suponen que salvaguardan sus soledades por otra noche. Intuyen, fuera de foco, que Rodolfo y esa flaca podrán bancarlos, alentarlos, de manera que podrían hasta rememorar las épocas en que acababan gloriosamente juntos, cuando creían creer en una patria socialista.
—¿Vamos a tomar algo? —insiste el flaco.
Otra vez que no, pido que nos perdonen, cualquier cantidad de años que no veo a este prócer. Entonces le doy un besito en los labios a la desgraciada, un apretón de manos al desgraciado, y les deseo suerte, y los dejo solos. Tal vez ellos ya imaginan que tendrán que soportar otra noche, sentados en cualquier cafetín, quizá sin mirarse de frente, o planificando el socorro del viaje a Europa. Pienso que, probablemente, los salvará una película en el Arte, u otra pareja similar, o un bandeado, si después de todo gratifica saber que, todavía, abundan tantos solitarios en Buenos Aires, destrozados, buena gente.
Habíamos sido algo así como novios, un filito de barrio, clima que conduce hacia el territorio límpido de la inocencia, aunque, entre nosotros, me parece que nunca fuimos inocentes. Lo que sí, ninguno de los dos estaba gastado, ni aspiraba aún a infiltrarse en esta fosforescente patraña; cuando éramos y nos sabíamos jóvenes, tanto, que nos escudábamos en la certeza de un mundo por delante. Era un destino cubierto de triunfos el que nos esperaba, como frutos, en el árbol de la vida. Tan bonito que era eso, visto ahora a la distancia, manijeado por mi nostalgia, los triunfos o frutos entonces sí que existían, estaban ahí nomás, a nuestro alcance, bastaba pegar un salto o simplemente crecer, para agarrarlos. No es necesario aclarar que pretendo convencerlos de que nosotros éramos, también, hermosos. Pero créanlo.
—Creció el balancero —dice la flaca, hoy, después de todo lo que me falta contarles todavía.
—Y la maestrita no puede quejarse, creció también. Las cosas que salen del sur —digo yo.
No, amigos, así no va. Pienso que debo alejarme, asumir mi ambigua condición de narrador omnisciente e impedir que los incautos supongan que estoy redactando una autobiografía. Mejor, en todo caso, es ponerme a juguetear, por ejemplo retomar la recursiva tercera persona, así yo mismo trato, con el lenguaje, de embaucarme y de creer que estoy hablando de otro, de cualquiera de mis tantos personajes de ficción, o, mejor dicho, de ciencia ficción, como somos todos los que persistimos vocacionalmente en esta ciudad carnívora, laburando como locos acaso por un alquiler, por algún churrasco diario y un atuendo indigno, decepcionados como solteronas, por la vuelta o la pendiente, pero con esa nefasta experiencia en la batalla inútil, destrozados por lo inmediato, alienados, jodidos, presenciando lo mal que se nos rajan los días, como los billetes breves y como los sueños.
Mejor entonces es decir ellos, decir él. Y ellos, mientras tanto, se intercambian cumplidos, como si fueran capitanes de equipos contrarios. Sin embargo se conocen bastante, son dos vampiros que gentilmente se estudian, pronto alguno morderá al otro y comenzará el combate, la simpática agresión, la burla tan porteña. Ellos, es cierto, se quieren, se estiman y recuerdan a menudo; si dejaron de verse fue —como dicen las tías viejas— por esas cuestiones de la vida, o porque entre ellos los fuegos se habían apagado, quedaba apenas la chispa inerte de la amistad y eso es muy poco. Uno era ya muy testigo de los guiyes del otro, se conocían hasta los últimos secretos y eso no era positivo si tenían que disponerse, cada uno por su lado, a mentir. Y ya estaban estorbándose, se conocían demasiado las cosquillas personales y todas las debilidades, podían ser los máximos compinches pero viéndose ya de casualidad, tal vez cada año, se reían lo suficiente del mundo y de la total imbecilidad latente, del contorno, de sí mismos, y a lo mejor hasta hacían el amor, prometían llamarse, buscarse, pero ninguno se creía.
Ahora Rodolfo la invita a un café, en el Ramos. Ella dice que prefiere caminar —siempre fue una romanticona que compró el buzón de la naturaleza—, y tiene, después de todo, su cuota de razón, si la noche es estupenda, como elegida, de ésas para tarjetas postales que pueden convencer a los tripulantes de que la felicidad puede ser probable, sobre todo con un pulóver de menos, sin nicotinas morales ni culpas, y con una capacidad de respiración que permita el acceso de los buenos aires, esos que equivocaron a los conquistadores que nos comimos con motivos de sobra.
—Yo te fui a ver en esa... esa sanata que hicieron en el Payró, que me divirtió mucho, esa que tenía como título un versito de tango, paredón y después, o percanta que me amuraste, o yo no sé si el que te tiene así se lo merece, ¿cómo se llamaba?
—“Nuestras marchas sin querellas” —responde la flaca—. Así que fuiste a verla...
—Por supuesto, estuve entre la hinchada, no grité.
—¿Y por qué no me viniste a saludar, maldito?
—Porque te vi muy en ganadora, y no me gusta.
—Sos... sos un... —pero no lo dice—: ¿y te pareció en serio una sanata?
—Mirá, tal vez por eso mismo no te fui a saludar. Creo que la obra no fue más mala porque era corta. Pero si el autor la alargaba podía ser mucho más mala todavía. El único mérito es la brevedad.
—Vos no querés a nadie —dice Samantha, y sin embargo ríe.
—Pero vos me sorprendiste, yo fui un sábado. Había bastante gente, invitados y garroneros por doquier, creo que fui el único canguro que pagó entrada. Yo te fui a ver a vos, por curiosidad, y me pareció que podrías ser una gran actriz, que si te dan una oportunidad podés ser una Norma Aleandro, o una Gracielita Borges cualquiera. Claro que si tenés que decir en el escenario boludeces, por más que elabores vas a decir siempre boludeces, nada más que bien dichas. Pero lo que comprendí es que tenés paño, que servís, me certificaste que tenés talento, sin grupos.
—¿Y vos creías que yo era un plomazo?
—Más o menos. Lo acepto, yo tal vez te subestimaba porque te conocía, como dice ese refrán porteño: qué va a saber cantar tangos ése si vive enfrente de mi casa. Yo critico y me rebelo contra esa forma de ser, pero, porteño al fin, caí en el mismo error, en subestimar, no respetar a nadie. Deben ser conductas defensivas.
Complacida, Samantha sonríe, aunque no acepte, de ninguna manera, que “Nuestras marchas sin querellas” era un bodrio entusiasta.
—A mí, con tus libros, a lo mejor me pasó algo parecido. Nunca pude tomar distancia, objetivarme. Me hablaban de tus cualidades y no las podía aceptar, me costaba, aunque, en el fondo, me ponían contenta. Me hablaban pestes de vos y me ponía furiosa, aunque, no te enojes, compartiera esos argumentos.
—¿Qué decían?, decímelo, yo quiero hacerles entender a todos que no me importa, que estoy más allá, pero me preocupa saber lo que dice cualquiera.
—Lo de siempre —dice Samantha—, no me digas que no sabés lo que dicen de vos. Que sos un ególatra, un oportunista, un chanta... y qué sé yo, te digo que me hablaban mal de vos y me ponía furiosa, porque me parecía que eras exclusivo mío, que la única persona que podía decir que vos sos un chanta era yo, y ninguna otra. Es raro, creo que tal vez me costaba aceptar que ya no eras el vendedor de esos retratos, el balancero que conocí yo, ese cínico tan lleno de ternura.
Rodolfo se ríe, y le hace muy bien. Samantha es, en el fondo, una culpa vieja, para archivar, de esas que uno se endosa de puro persecuto. Una culpa —por qué mejor no llamarla sencillamente una historia—, que comenzó un sábado de barrio, en El Sieland, la milonga más ambiciosa de Quilmes. Para ser precisos, puntualicemos que fue durante ciertos carnavales, cuando ella era una piba que sonreía porque sí, y su sonrisa era súbitamente creíble.
—¿Y ahora en qué andás?, leí una gacetilla en Clarín, creo, que estabas anotada en no sé qué mano de teatro infantil. ¡Qué ganas de joder a los pibes!
—No, Rodolfo, eso también se fue al demonio, era un proyecto lindo, pero se quedó ahí. No, ahora tengo un proyecto distinto, el mejor que podía encarar.
Claro que esos carnavales eran lejanos, de cuando la vida podía hasta ser algo parecido a un baile, de cuando la cara —el gesto, la pilcha, la mirada— de Rodolfo era un festejo obvio, una invitación a farra que costaba desechar. Porque Rodolfo era sureñamente elegante y militaba en las huestes de la elegancia, era fachero y seductor, se sentía seguro, perpetuo y fuerte, confiaba demasiado en sí mismo —en realidad no jodamos, se sobrevaloraba— y estaba muy intransitado. No como ahora que, como decía e impactaba, se encontraba tan transitado como la ruta dos, pero con atascamientos sin solución, cubierto de accidentes, convertido en un montón de obstáculos. Ahora venía desinflado, sin baterías, funcionaba a un cuarto de máquina, como desgarbado moralmente por el peso de los días, como pagando las culpas de haber crecido.
—¿Cuál? —pregunta Rodolfo, preparado impunemente para bancarse alguna historieta teatral, con participación de un público acaso situado en butacas colgantes, cabeza abajo, o una colección de improvisaciones estériles sobre los dramas que los espectadores elijan, y seguidos de debates y otras pérdidas.
—Me voy a Europa —responde Samantha.
Por supuesto que Rodolfo no pretendía ser el mismo, tipo de antes, pero sí extrañaba aquella fuerza que tenía. Aquel tipo repleto de alegría, al que le salían todas, sólo, quizá porque no le importaba, de verdad, ninguna. Por entonces desplegaba vigor, tenía una sed frenética y el mundo, para él, era una terma inagotable, estaba todo hecho de agua, agua pura. Para él: agua para calmar esa sed que creía insaciable. Ahora, no obstante, conservaba el mismo desinterés por la mayoría de las cosas, aunque su indiferencia era ya más elaborada, distinta, pero servía, con seguridad, para rescatarlo. Sin embargo había perdido por el camino muchas fuerzas, se le había ido mitigando aquella mitificada sed, y, para colmo, cada día encontraba menos agua. Mano jodida esa, Rodolfo, mano pálida, porque esa disminución de carga suele ser fatal, o típica, sobre todo cuando uno empieza a transitar la temporada de los bifes, esa en que exclusivamente talla la verdad, cuando uno siente la obligación de cumplir y cumplirse todo lo que prometió y se prometió. Edad terrible, Rodolfito, pero vos no podés quejarte por lo que ya hiciste, fue bastante, el problema es de ahora en adelante, porque falta mucho para que te mueras, todavía.
—¿Vos también te vas, flaca?
—Sí, no es para que te asombres.
—Yo el asombro lo aposté hace tiempo, de eso ya no entiendo más. ¿Te vas por unos meses?
—Tal vez para siempre, depende...
Y por supuesto que, en aquellos carnavales sepultados, Samantha, que todavía se llamaba Carmen, era una flaca que no tenía ni siquiera intersticios de histeria, ni de escapes, ni de tablas. Aunque en cierto modo me parece que estoy idealizándola, confiando mucho más en el poder de las palabras que en la realidad —gran virtud la mía—, si la pobrecita era una flaca, y en toda flaca persiste inexorablemente una histérica en potencia.
—Es que los espacios cada vez se achican más aquí.
Tenía pelo negro, largo, era tímida y demasiado blanca, tenía una boca grandota y ostensiblemente sensual, y un juego de ojos avasalladoramente pardos que, de a ratos, despedía cierto candor que conmovía. La historia culposa nació entonces aquella noche del carnaval de mi barrio, donde todo es amor, cascabeles de risa, cuando la flaca era tan pebeta de barrio que hasta iba a milonguear acompañada por su madre, doña Luisa, una tipa que nunca tuvo carácter ni importancia y siempre llevaba un batón mortaja, azul.
(—Pará, turco, me parece que estás agrandándola, y dándote demasiada manija, que no es un balurdo como para perseguirse tanto. No te hagas más caso, dejá de darte máquina porque cualquier boludo de séptima hizo croquetas más pesadas que las tuyas, si no jodiste a nadie todavía —me dijo Marinelli, El Ondeador, una noche en el Alabama de Once, cuando me agarró un síncope de palabras y le tiré alguna de mis tontas culpas—. Entre nosotros, no es para tanto, si por ejemplo esa flaca de base, esa flaca cualunque, ya estaba anotada en la facultad de filosofía y letras, así que mucho tiempo sanita no iba a durar. Si también me dijiste que tenía ganas de estudiar periodismo, que escribía versitos, que quería ser actriz, así que del barrio tranquilo de su ayer en un triste atardecer se iba a rajar. Porque si no empezabas a reventarla módicamente vos, la hubiera reventado otro, y tal vez la metía en manos mucho más pesadas. Cualquier asumidito con un poco de prepotencia podía haberlo hecho mucho mejor que vos. Si después de todo no se trata más que de una flaca, no te sobrestimés. Y no me vengas más con esas vejeces, si te sirve para tu literatura inservible hacete caso, seguila y a lo mejor podés llegar a hacerle el coco a un contador público nacional, a una estudiante de la Pitman, a cualquier vacío que quiera llenarse con un libro. Está bien, vendele buzones a toda esa gente, pero no te engañes vos ni pretendas enroscarme en el engaño a mí, porque perdés. Porque los dos sabemos que esa flaca, como todo, no te importa un carajo.)
Además, Carmen estaba recién recibida de maestra, y muy contenta por eso. Y ya, durante aquella primera noche franelera me lo había contado, le habían confirmado una suplencia, en una escuela de Bernal, en el María Auxiliadora. De chica, en esas aulas, soñaba con ser maestra.
Por Corrientes, ahora, la flaca me dice:
—Los círculos cada vez se me cierran más, me aprietan, cada vez son más concéntricos. Si me descuido, pronto, las paredes me van a aplastar. Me voy, no quiero tener más la vela.
Uno era ceremonioso, solemne, uno se sentía como en una vitrina, en un escenario, uno filmaba, en un baile las cosas eran distintas, mejores, estábamos cambiaditos, lindos. Un muchacho, un flaco más, yo, la cabeceaba; mi pucho entre los labios o los dedos, mi gesto de ganador.
Nos filmábamos. Aunque ella todavía no había aceptado la invitación, con ese sí mímico, dibujado, casi imperceptible, no quitaba sus ojos del flaco ese que se hacía el galán, o el truhán, el calavera experimentado. Ese que miraba como si el baile —es decir, el mundo— le quedara muy chico. La señora del batón azul se lo había señalado a la nena. Aquél, le había dicho doña Luisa, me lo contó después Samantha, a mi lado, en la cama, en un intervalo confesional. Aquél, el de marrón, mira cómo te mira. Sin embargo, a la nena le daba vergüenza mirar, si se sentía como ridícula, o arrepentida por haberse dejado arrastrar hacia el baile, si eso no tenía nada que ver con ella.
Y sucedía que la nena, quizá por ser una estudiante destacada, no tenía habilidad para elegir muchachos en la milonga; podría afirmarse que a Rodolfo, entonces, le salieron a bailar las dos, madre e hija. Cómplice, mamita azul sonreía, como chocha, cuando, de la mano, los flacos caminábamos hacia la pista, hacia el futuro.
Claro que, el baile en el que hoy danzamos, es diferente. Tiene otra música, con otras letras, es por Corrientes, y es ahora, en la curva que, todavía, no debiera ser descendente. Mientras caminan, Rodolfo la mira como si fuera nuevita, como si recién la hubiera cabeceado, en el atajo, y ella de inmediato lo hubiera aceptado, ansiosa por ponerse a bailar. Y Rodolfo siente un enigma distinto; aquél, el de la milonga, era más auténtico. Porque ahora Rodolfo no solamente la mira, sino que, también, la entiende, y eso es peor.
Mamita azul habrá pensado: linda pareja hacen estos chicos. Y claro que tenía razón. De reojo, en el trayecto hacia el futuro, los flacos nos estudiábamos. Ella por ejemplo se detuvo en la camisa crema, en lo bonita que le quedaba con su traje marrón, con su rostro bronceado probablemente en la pileta de la rambla, con la corbata también marrón, firuletes en amarillo. Y el pelo corto, la cara desnuda. Él, por su parte, le sintió el olor, y le gustó, era un perfume intrigante; después le miró, descaradamente, el culo. Y le gustó más aún, merecía ser enmarcado, parecía ser imaginado por Da Vinci, levantadito, perfecto, un pavo real. Ella estaba de blanco, escotada, la espalda bronceadita y probablemente en la terraza, y con mucho sol en el pecho, en la mirada.
A la segunda pieza, él ya apretaba demasiado, en realidad porque no había más remedio, si ella era un tronco. Para colmo se disculpaba, y era una graciosa manera de ir al pie, es decir, al pisotón. Nunca ella iba a bailar, lo decía. Eso quería significar, entonces, que porque estudiaba mucho; sin embargo, una muchacha de Quilmes no podía, en carnavales, dejar de ir al baile, era una virtual obligación, como un rito, así dijo, justificándose, tratando de distinguirse de otra manera, con otro tópico, en apariencias mayor, ya que con la danza era, violentamente, un desastre, o una estatua. Ponía —porque tenía, claro— carita de soñadora, permitía que la apretasen, sin el menor esfuerzo. Por meras cuestiones de ética, Rodolfo decidió apurar el trámite, porque intuía, además, que su contrincante era muy dulce. Es decir, muy facilonga. Sin embargo, no vayan a creer, a ella le molestaba tanto apuro, demasiada confianza de repente. ¿Quién se creía que era? Además que era una prisa y una invasión sin palabras, y, por si no bastara, los ojos de su madre estaban alertas, el opaco batón azul se divisaba, más allá de una fila, entre sillas, con otras viejas. De manera que, de puro respetuosa, ella comenzó a resistir; él entonces la soltaba un poco; la miraba fijo, y ella seguía inmutable en su resistencia, se ponía dura. Además de peor, era divertido, porque ella pretendía mirar hacia algún costado, y por lo general cualquier costado desembocaba en el batón azul. Se ponía nerviosa, se tentaba, bailaba aún peor, lo cual ya rozaba la exageración. Y me pisabas, me pedías perdón, miraba hacia el techo, se mordía, me decía quizá que eras la piba ideal para comportarse como un verdugo, y para quererte mucho. Una vuelta, otra vuelta más y desaparecieron, por fin, todos los batones azules. Lo primero que te dije entonces, soltándote un poquito, fue:
—Vos sos muy romántica.
Ella, con la cabeza dijo que sí.
—Igual que yo. Y vos, estoy seguro, debés escribir poesías, igual que yo.
—¿Cómo adivinaste? —y sonrió, como descubierta.
Él no respondió, prefirió dejar un margen para el misterio, que siempre inquieta, a favor de la seducción. Sí, en cambio, acaso ambiguamente, deslizó:
—Es el destino...
Que era, al final, este depósito de desazón, esta —quién iba a decirlo— simple evocación del pasado, este montón de vacilaciones. Rodolfo insiste con un café, dice que porque los merece, si El Foro está ahí nomás y se impone; sólo tenemos que cruzar la calle, y ni siquiera esperar que el semáforo lo autorice, si Corrientes está desértica, como una pista de bowling, barrida y lustrada, sin ningún bolo con optimismo ni barba, a gatas con alguna decepción esporádica, empecinada.
Porque el futuro era, Samantha, al final, esto, sentarnos por ejemplo a una mesa de El Foro, percibir claramente que desaparecieron los viejos conocidos, y con más de una década a cuestas, desde aquel bailongo, lamentarnos como dos jubilados prematuros. El futuro era, al fin, el fervor casi forzado de ella, con las posibilidades de un viaje salvador, acompañada por un tipo del que, aún, no pregunté ni sé nada, pero no es necesario, debe ser un desconcertado más. Sin embargo, no se trata de un viaje porque sí, como el de una turista boba que aspira a mostrar diapositivas, cuando retorne, de basílicas y museos admirables, de ruinas rigurosamente comercializadas, de bañistas con senos al aire y con propagandas del destape. Nada de eso, porque se trata, amigos, de un viaje de últimas, de capitulación, de esperanzas difusas, de tipa que está a punto de implorar un tubo de oxígeno, de merecer la respiración artificial. Y entonces es inevitable el desfile, la confidencia de ciertos dolores, quejándose como tías; no obstante, son dos tipos que conservan el envase entero, un cuerpo saludable, los suyos son dolores que proceden de algún reumatismo pero generacional, punzones que dictan una inestabilidad pasmosa, un desasosiego, e incitan a la confección de un balance penosamente desfavorable, por si no bastara un balance apresurado, sin tomar la distancia indispensable. Pero todo fue demasiado rápido, no estamos acostumbrados a tomar distancia, ni a reflejarnos siquiera en el espejo de la prudencia. Y dicen que éramos jóvenes, que eso justificaba cualquier impetuosa improvisación, cualquier error, cualquier locura,
—Tengo otra vez un norte —dice Samantha, y yo le tengo que creer. Y ella monologa, el suyo es un discurso repetido, lastimosamente cursi, cansadoramente dramático, Rodolfo sólo atina a mirarla, y quizás a perderse, a recordarla, y a veces, no crean, hasta a escucharla. Los pocillos, mientras, se llenan de cenizas, y en el piso de El Foro se caen a morir unas cuantas palabras indignas, empachadas como ahogos, como carencias, como oportunidad, como desastre.
—Escribo para mí, viste —y la piba parpadeó.
—Pero ahora eso va a cambiar.
—¿Por qué?
—Porque de ahora en adelante vas a escribir para mí —le dijo el flaco, con una soberbia casi desaparecida, como si hablara en serio y en broma, vieja constante, riesgosa frontera.
(Turco, a ninguna de las mujeres que tuve en mis épocas podés decirle eso, te mandan a perder de movida. Andá y decile esa sanata a la alemana del convento de Esparza, la que vive en el edificio del Ejército de Salvación. Te revienta, te quema por todo el barrio. Tus giros funcionaban bien con algunas guachitas de clase media, las de una década atrás, y para las judías esas que se enamoran de vos. ¡Te quisiera ver con la alemana! Si le decís: “De ahora en adelante vas a escribir para mí” se mata de risa. Pero ojo, no te confundas, mira que cabe la comparación, porque ella también escribe versos, con rima, camperos. Cambiemos de canal, por favor, pidió obstinadamente El Ondeador, en su oficina, junto a la ventana.)
La nena se ruborizó; ah, era mágico, ambos sonreíamos, él apretaba y vos estás blandita. Los ojos de su madre azul, a lo mejor, procurarían encontrarla, pero en vano, si estábamos en la otra pista. Apreté más, le hizo sentir el tesón de su juguete rabioso.
—Me llamo Rodolfo. ¿Y vos, poeta?
—Carmen