Soy adoptado. Lo sé desde hace pocos meses. Tenía cincuenta y cinco años cuando me enteré. Toda mi vida pensé que mi vínculo —¿mi necesidad?— con el periodismo tenía que ver con una enfermedad de mi madre, víctima de un tumor cerebral que lesionó su centro del habla: ella no podía hablar. Mamá no podía responder, yo preguntaba. Ahora sé que ella no era ella, o sí lo era pero de otro modo, y que mis preguntas intuían un secreto que busqué sin proponérmelo, casi toda mi vida. Si “ellos” no eran ellos, yo ¿era yo? La pregunta es idiota. Lo primero que pensé cuando lo supe es que las largas manos de pianista de Bárbara, mi hija mayor, no venían de las manos de mi mamá. Hasta este momento, en que lo saben miles, cinco o seis personas supieron de mi condición: Sara, Bárbara, Margarita, Andrea, Martín y Patricio. Releo estas líneas y es evidente un tono trágico que no me empeño en darles: ese tono esta noche vive en mí. No sé cómo podría ser para ustedes descubrir, en plena madurez, que muchas de sus respuestas se convierten en preguntas: la mayoría de ustedes saben de dónde vienen; yo me pregunto, ahora, cómo hubiera sido lo que no fue. En mis últimas décadas de periodismo hemos tirado ministros, hemos llevado decenas de casos a la justicia, hemos investigado como muy pocos lo hicieron. Sin embargo, no sé sinceramente si en mi caso vale la pena buscar: la mayoría deben estar muertos. Tal vez, finalmente, sea yo quien viene de ningún lugar, o, para decirlo de otro modo, sea el camino que fui.
Son los libros quienes deciden lo que serán y nunca los autores quienes les imponen un destino; cuando es la conciencia lo que fluye, no se elige. Sé que no es normal comenzar una antología periodística con una confesión personal, pero no podría escribirla de otro modo. Soy adoptado, acabo de enterarme, desde entonces en mi cabeza no hay verdad para otra cosa. Evitar este dato echaría sombra sobre todos los demás. Esto soy ahora, nacido nuevo de preguntas.
Juego hace meses con el título de este libro para tratar de encontrar lo que esconde; pensaba juegos como vida y obra, u obra y vida, más obra que vida, o al revés, hasta que quedé enredado en porcentajes tontos, al punto de no saber separar ambas cosas. ¿Cuánto de vida si nunca fui otra cosa? ¿Cuánto de obra? Escribo desde siempre, pocas veces en papel, la mayoría en algún lugar de mi memoria que gracias a Dios se ordena solo. Este es, entonces, un libro de vida y vida, ya que la obra sólo puede observarse a la distancia y es precisamente eso de lo que carezco. Acabo de contarles que lo que tenía más cerca, yo mismo, no era tal.
Liliana llamó a Sara y se encontraron en un bar. Eso solo era extraño: Liliana, mi prima de Mendoza, viene poco a Buenos Aires y cuando lo hace nos vemos en mi casa. Sara y yo llevábamos unos meses de haber realizado un trasplante cruzado; quizá el sobrevuelo de la muerte había llevado a Liliana a romper el secreto. Al día siguiente nos vimos los tres en casa, y Liliana repitió la historia: ella era chica y había escuchado, de casualidad, a su padre Emilio hablando con un tercero. Hablaban de mi adopción. No sabía más, y lo había callado durante toda su vida. La única que podía saber, la única Lanata que quedaba viva en verdad, era mi tía Negra. Carmen Billy Lanata, le habían puesto Billy por Billy the Kid. Perdió un hijo de veinte años hace mil y vive en un viejo edificio de la calle Montes de Oca. La Negra se resistió a dar los pocos detalles que dio: mamá había tenido un parto fallido de mellizos y, por amigos de Mar del Plata, tomaron contacto con una partera: mi madre era una chica rica del interior de la provincia, madre soltera. La Negra no recordaba el apellido, cree que mi fecha de nacimiento era la verdadera, mamá venía fingiendo un embarazo y pasó una temporada en Mar del Plata hasta que volvió conmigo. Me hizo jurar que nunca iba a contarlo. Y después me dijo que todos lo sabían.
No sé si creo en el Destino, a veces creo que soy un ángel y otras compruebo que soy un idiota. Pero si buscara un argumento para creer en el Destino, me sobra este: a mis cuatro años mi madre tuvo un tumor cerebral que dejó paralizada la mitad derecha de su cuerpo, no podía formar palabras, aunque las comprendía, y vivió así toda mi vida. Pero no era mi madre, aunque fue mi destino. Ahora sé que entonces volví a ser adoptado y crecí con mi tía y mi abuela. En el pequeño y oscuro comedor de Chenault 117 había algunos libros: parte de mis primeros años me la pasé leyendo al azar cuatro tomos de la Enciclopedia Espasa-Calpe. Mi interés por Tutankamón surgió de casualidad: uno de aquellos tomos correspondía a la letra T. Una vez —no puedo saber la edad— dibujé en una hoja de cuaderno sobre la mesa del comedor dos tumbas. Una ruta que terminaba en dos tumbas. Mis padres, escribí, y rompí el papel. Ahora me pregunto si eran ellos, o los que no conocí nunca.
Otra vez, en el garaje de Luis María Campos, en el pequeño pasillo que quedaba entre el Chevrolet 51 y la pared, discutí con mi papá a los gritos:
—¡Parece que no fueras…! —me dijo.
—¿Parece que no fuera qué? —pregunté.
Y dio un portazo. Ojalá me lo hubiera dicho.
Soy periodista porque tengo preguntas. Si tuviera respuestas sería político, religioso o crítico. Por eso el periodismo militante es la antítesis de lo que soy: ellos están llenos de respuestas y están dispuestos a aplicarlas. Soy periodista porque no sé. Preguntar es un modo de desobedecer, de cuestionar. Al objeto o al sujeto que está ahí se le pregunta: ¿sos lo que decís?, ¿sos lo que mostrás?, ¿qué sos? Preguntar es cuestionar y cuestionar es conocer. Cuando el periodista actual se dispone a salir de la redacción —un hecho poco común en tiempos del periodismo telefónico—, lo hace para ratificar una hipótesis propia: sus notas son una especie de teorema. Por eso la mayoría escribe las preguntas que formulará: esa es la mejor manera de eliminar el diálogo. Las preguntas previstas se proponen ratificar una tesis: lo que el periodista cree que el entrevistado es, o quiere. Escribir y ordenar las preguntas es un antidiálogo; una entrevista es un juego de seducción en el que espero —y, de algún modo, propicio— que el entrevistado se equivoque y diga lo que no tenía previsto decir. El objetivo de la entrevista es conocer al entrevistado, no ratificar una tesis propia.
El pluralismo berreta de los medios propone desde hace años una visión demasiado simple de los hechos: uno a favor, uno en contra. Las columnas se publican juntas pero quienes las escriben no debaten entre sí. En los medios electrónicos el mismo esquema se vuelve una mueca: uno a favor, uno en contra, uno independiente y, por favor, todos cortos. Dos monólogos unidos no hacen un diálogo. Tampoco dos diagnósticos comienzan un tratamiento. Repito hace años que no hay malas notas sino malos periodistas; tenemos que poder hacer una buena nota con el portero de la casa. El portero oculta a Shakespeare: amó, huyó, soñó, desesperó. Tenemos que poder sentirlo, y contarlo luego.
Música porque sí, música vana
como la vana música del grillo;
mi corazón eglógico y sencillo
se ha despertado grillo esta mañana.
¿Es este cielo azul de porcelana?
¿Es una copa de oro el espinillo?
¿O es que en mi nueva condición de grillo
veo todo a lo grillo esta mañana? […]
CONRADO NALÉ ROXLO, “El grillo”
Hice mi primera nota a los diez años aunque, en realidad, era parte de los “deberes” del colegio, y recién ahora puedo verla así.
—Tienen que traer para mañana una biografía breve de Conrado Nalé Roxlo.
Roxlo era un simpático poeta menor, de esos que en la escuela nos enseñaron a odiar bajo la obligación de ser leídos. Su vida no aparecía en ningún lado, hasta que se me ocurrió mirar la mesita vencida por los tres tomos de la guía de teléfonos. “Roxlo, Conrado N.”, busqué. Estaba.
—¿El señor Conrado Nalé Roxlo?
—Sí…
—Me llamo Jorge Ernesto Lanata y soy alumno del colegio San Martín de Avellaneda. La maestra nos pidió que averiguáramos algo sobre su vida y no lo encuentro en ningún lado, ¿usted me podría contar su vida?
El viejo largó una especie de carcajada y tosió mientras asentía…
—Sí, sí… cómo no. Puede poner que escribí el Martín Fierro… No, no, eso no lo pongas…
Y me dio varios detalles de sus obras con la paciencia de quien espera que un niño anote.
Al poco tiempo yo escribía en Colmena, la revista del colegio. Vi entonces, por primera vez, mi nombre impreso. La revista era mensual y los temas, azarosos: entrevisté a René Favaloro, al embajador de Ecuador en el Instituto Antártico, cubrí un rodaje de la película Rolando Rivas, taxista, hice entrevistas en Alcohólicos Anónimos; tenía doce o trece años. Vivía desde los siete en la calle Chenault con mi tía Nélida, hermana soltera de mi madre, y mi abuela, doña Carmen. La enfermedad de mi mamá me había alejado de mi casa, a la que iba un par de veces al día, a almorzar y cenar, al mismo tiempo que mi tía los ayudaba con la limpieza. En todos aquellos años sólo una vez comí con mi padre afuera; ahora no lo recuerdo pero es obvio que algo había pasado. Fuimos a una pizzería que estaba debajo del viaducto Sarandí. Nunca fuimos juntos al cine ni a casi ningún otro sitio, y casi nunca festejé mi cumpleaños. “Mi casa” —que no lo era, yo vivía a varias cuadras, cruzando la avenida Mitre— permanecía en estado de suspenso. “Cuando tu mamá se cure”; hasta tanto eso sucediera, nada era oportuno. Y mamá nunca se curó.
Mi tío Dionisio era el dueño de la primera biblioteca que vi en mi vida: la había heredado de un escritor colombiano que pasó su exilio en Buenos Aires, José Antonio Osorio Lizarazo. Aquella fue mi única puerta al mundo mientras daba vueltas en círculo entre Avellaneda y Sarandí. La otra hendija fueron las librerías de viejo; en el fondo de Chenault había piezas desvencijadas que una década antes albergaban inquilinos. Condenadas después al abandono, se transformaron en un depósito de libros y revistas viejas, diarios, repuestos de automotor, dos limoneros, un gallinero y algunas ruinas. Lo que se dice un tesoro cuando se trata de vender cañerías, pedazos de plomo, metales, botellas, placas de bronce y cambiarlas por libros usados. Vendía el plomo y el bronce cerca del arroyo Sarandí y compraba los libros en diagonal a la esquina de la fábrica de Duperial.
Aprendí rápido que nadie es dueño de lo que se publica: de algún modo, mis notas de Colmena llegaron a un periódico local: La Ciudad, de Avellaneda. Y empezaron a publicarlas. Allí, en La Ciudad, vi por primera vez una imprenta y descubrí que los tipos de plomo se implantan al revés, como si se leyera en un espejo. Descubrí que leía al revés casi de corrido, lo que por supuesto no tiene ninguna utilidad. Treinta años más tarde, en una entrevista en la Universidad del Salvador, aquel dato fue el título de la nota: “El hombre que leía al revés”.
—Deje, ni llame porque a lo mejor se olvidan. Por ahora, aproveche. Hay oportunidades que se dan una sola vez —me dijo, grave y cómplice, Emilio Carlés, el jefe de informativo de Radio Belgrano.
Yo había hecho una semana de suplencias para las elecciones del 30 de octubre de 1983 que ganó Alfonsín. Móviles y notas en la calle de aquella Argentina que, como siempre, era otra. Y mi felicidad era perfecta hasta que alguien me cruzó en un pasillo de la radio con un mensaje:
—Dicen de la Administración que tenés que presentar el carnet de locutor. Que vayas antes del viernes sí o sí.
Yo no era locutor, y nunca lo fui. La radio empleaba redactores-locutores, periodistas con carnet habilitante para salir al aire. Fui a buscar a Carlés para despedirme, y lo escuché aconsejarme que “mejor ni llame”. Pasó aquel viernes y la Administración nunca llamó.
Si a cierta altura hubiese girado para la izquierda en vez de para la derecha;
si en cierto momento hubiese dicho sí en vez de no, o no en vez de sí;
si en cierta conversación hubiese tenido las frases que sólo ahora, en la somnolencia elaboro, si todo eso hubiese sido así, sería otro hoy,
y tal vez el universo, el universo entero sería insensiblemente llevado a ser otro también.
FERNANDO PESSOA, “En la noche terrible”
Toda esta perorata para contar que diez años antes, en 1974, una tarde el chico de Sarandí que se cambiaba para ir al centro pasó por la esquina de Ayacucho y Las Heras. No recuerdo adónde iba y no había motivo para que estuviera allí, descifrando la placa de bronce en los portones del 1556. A los pocos minutos estaba en la oficina de Alberto Suárez Castro, gerente de Radio Nacional, pidiéndole trabajo. Tenía catorce años. Suárez Castro era un porteño amable, que me escuchaba con una sonrisa condescendiente, y finalmente aceptó. Yo aprendería a escribir informativos, de esos boletines que las radios emiten cada media hora. Era menor de dieciséis, por lo que mi padre debía firmar el contrato por mí. Y en efecto el doctor Lanata fue a Radio Nacional y un día firmó. No recuerdo muchos detalles del asunto pero sí un detalle típico de la Argentina: la radio dependía de la Secretaría de Comunicaciones y no había vacantes en la planta; me contrataron como “violinista de la Orquesta Juvenil”, en la que había lugar, afectado al informativo. Trabajaba en una oficina del tercer piso, al que se accedía por un ascensor con turbulencias. En aquel entonces las noticias llegaban mediante cables por las teletipos y los redactores reescribían esos cables o simplemente los marcaban acentuando lo importante. El jefe de noticias era Juan Mentesana, un salteño que dos años después se convirtió en la voz de la dictadura para la cadena nacional y tenía, a la vez, el buffet de Radio Rivadavia. La radio es siempre una pelea contra la imposibilidad: Nacional grababa los programas en máquinas del año cincuenta y usábamos las cintas de difusión de Radio Hilversum, de Holanda, para regrabar programas propios, los móviles consistían en una pequeña bolsita de cospeles que usábamos en los teléfonos públicos y a pesar del diluvio cada uno mantenía, intacto, el sueño del programa propio en una radio que no escuchaba nadie. En Nacional aprendí a escribir en mi Lexicon 80 con dos dedos y casi sin mirar el teclado y esa, la de la Lexicon, fue mi letra durante décadas. En paralelo, intenté armar radioteatros que nunca salieron, escribí canciones, produje un programa de folklore y colaboré con mis primeras revistas: Siete Días y Antena. También escribí poemas horribles y una novela inconclusa que contaba la historia del director de un diario hasta que sufre un accidente aéreo. El programa se llamaba Los caminos del folklore y era conducido por uno de Los Arroyeños, Chany Inchausti.
—Lanata, hay un problema —me detuvo en un pasillo del tercero el gerente artístico de la radio.
—Sí.
—Usted pautó para el programa de esta semana un tema de Mercedes Sosa.
Era 1976, el primer año de Videla.
—Sí.
—Dice la palabra “pobre”.
—¿Perdón?
—Dice la palabra “pobre”. Hay que levantarlo.
No podía creer lo que escuchaba: el grado de estupidez de la censura. Al poco tiempo me fui de Radio Nacional y no volví al periodismo hasta 1982.
No quiero convertir este libro en una autobiografía: los datos personales aparecen cuando se vuelven necesarios para entender el contexto periodístico. No cuento que cambiaba caños por libros usados para hablar de la pobreza sino para que se entienda cómo, desde ahí, se puede ver el mundo. Me formé con los restos de un naufragio: revistas viejas, libros insólitos, diarios de viaje, seguí la lógica de bibliotecas ajenas. Durante muchos, muchos años, siempre que vi una ventana con la luz encendida pensé que aquella podía ser mi casa. Nunca tuve un cuarto, y mi referencia a la ausencia de cumpleaños no busca conmiseración, sino que se entienda que no puedo sacarme la idea de que, frente a la alegría, todos fingen. Detesto la alegría con horarios. Yo no quise ser periodista para ver el mundo sino para entrar en él. La mayoría de las casas que hoy me acogen o me envidian no me abrirían en otras circunstancias las puertas de servicio. Todas las viejas que me abrazan en la calle bien podrían haber sido señoras de Sarandí sentadas en la vereda, viendo cómo la vida se les va entre las manos. Las abrazo porque yo estuve ahí.
NUNCA HAY QUE RESPONDER
En 1972 Jean-Paul Sartre visitó los kibutz, las comunas agrícolas israelíes inspiradas por el socialismo. Allí la propiedad de la tierra era compartida y, en las primeras décadas del Estado, hasta se compartía la ropa interior. Como el objetivo primordial era la agricultura, todos los miembros debían turnarse y colaborar para su desarrollo, sin importar la profesión que tuvieran. Los salarios de todos eran los mismos y todos rotaban en los puestos de dirección. Los niños vivían solos, separados de sus padres, en la Casa de los Niños, y cualquier iniciativa individual de los miembros debía ser discutida y eventualmente aprobada en asamblea. Dice la historia oficial que Sartre clasificó a los kibutz como “la Atalaya del socialismo” en el mar de regímenes feudales de Medio Oriente. Dicen que también dijo: “Es una lástima que tengan que hacerlo con personas”.
Buscaba una fecha precisa para este libro cuando encontré en internet una tesis sobre la revista El Porteño escrita por un chico de la Universidad del Salvador. Gran parte de lo que leí allí nunca sucedió. Se ha escrito también una docena de libros sobre Página/12 y sobre mí mismo; hojeé algunos de ellos donde una correctora se adjudica la secretaría de redacción o un locutor la fundación de casi todo, o algunos cuyos nombres ni siquiera recuerdo un protagonismo que jamás tuvieron. Es curiosamente fácil entrar en una historia a los codazos. Sería humillante desmentir ahora cada caso. Durante veinte años trataron de borrar mi nombre de Página/12, con la estalinista y oportuna ayuda del Estado: creo que no pudieron. Escuché, sobre mí mismo, las historias más increíbles; algunas me dieron rabia, otras, tristeza. Dijeron que nunca fui periodista, que es lo único que fui. Dos historias de Hemingway me sirvieron para superar aquellos altercados:
¿Qué se puede escribir sobre él si ya está muerto? —escribió Hemingway sobre Conrad en 1924—. Ahora está de moda entre mis amigos hablar mal de él. Cuando se sirve en un mundo de política literaria en que toda opinión inoportuna resulta fatal, uno procura escribir con cuidado. La mayoría de las personas que conozco convienen en que Conrad es un mal escritor. Lord Jim (1900) fue el segundo libro que leí, y no pude terminar de leerlo. Por tanto, eso es todo lo que me queda de él, pues me es imposible releer sus libros. Esa puede ser la causa de que mis amigos digan que él es un mal escritor. Pero, de todo lo que he leído, a nada le he sacado tanto provecho como los libros de Conrad.
Ahora que él ha muerto, quisiera que Dios se hubiera llevado a algún experimentado y gran maestro de las letras y hubiera dejado a Conrad aquí con nosotros para que siguiera escribiendo sus cuentos malos. […] Si alguien me dijera que triturando al señor Eliot hasta reducirlo a polvo fino y seco, y espolvoreando con él la tumba de Conrad, este se levantaría y volvería a escribir, correría ya mismo hacia Londres con una máquina de picar carne.
La otra voz de Hemingway surgió hace años, cuando Noticias, un semanario de Buenos Aires, me puso en tapa con un título angustiante: “¿Qué le pasa a Lanata?”. La nota, que incluía párrafos entrecomillados y una precisa descripción de mi casa, era completamente falsa.
Llamé con asombro y cierta ingenua indignación a Fernando Moya, mi representante:
—¿Ves? —me dijo Moya—, ahora sos verdaderamente famoso. Porque no necesitás hacer nada para que hablen de vos.
Hemingway escribió: “Nunca hay que responder. La mejor manera de responder es trabajar. Y esperar a que se mueran”.
Entré en El Porteño dando una patada a la puerta: denunciábamos una filtración en la Comisión Ítalo que implicaba al ex ministro de la dictadura Martínez de Hoz. El Porteño era la revista que tapaba la ciudad de afiches en el 84 con el beso entre dos mujeres, el sitio que publicó la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri o las mejores crónicas sobre la vida de los indígenas en Formosa. Era, a la vez, una especie de maxikiosco de Once financiado por la venta de cuadros de su propietario y director, Gabriel Levinas. El canciller de la India me dijo hace unos años: “Todo lo bueno y todo lo malo que pueda decirse de la India es cierto”. Con Levinas sucede lo mismo. Ahora, al final del camino, lo que queda es que Gabriel es uno de los pocos pensadores liberales que conocí en mi vida: trabajó décadas por los derechos humanos pero también por la libertad propia y ajena. El Porteño era el espíritu de Levinas y el talento desparejo y suicida de Miguel Briante y de Enrique Symns. Escribí, décadas después, a la muerte de Briante:
Miguel Briante tenía sed. Tenía sed, y nariz de boxeador amateur, y un aire lejanamente sobrador de porteño del cine argentino del cuarenta, y vivaces ojos de chico que acaba de romper una vidriera.
Pero, más que nada, sed. Sed de vivir de un sorbo, de escribir, de observar, de dormir, de dejarse llevar, de volver, de estar del todo.
En 1987 yo era un chico de veintiséis años que acababa de fundar un diario. Pero lo peor no era eso: lo peor era que yo no lo sabía. Había conocido a Briante algunos años atrás, en El Porteño, y había escuchado su anécdota de Tiempo Argentino aquel día que, después de saciar su sed, cayó rodando por la escalera de la redacción. Pero todo aquello era lo de menos: yo, para ese entonces, ya había leído a Briante, y aquel tipo con sed, y sonrisa socarrona, que quería ser Borges, escribía muy bien.
Decidí contratarlo en Página porque eso era justamente lo que más necesitábamos: notas con valor agregado, frutilla sobre el helado, historias, contar lo que pasaba sin caer en el lenguaje burocrático de los cronistas. En los primeros tiempos del diario, Briante no estuvo en una sección determinada: estuvo en todas; así como una nota de actualidad política se cubría con un redactor y un fotógrafo, a otra podían ir un redactor, un fotógrafo y Briante, que iba a “fotografiar” su propia versión de la misma historia. Más adelante se hizo cargo del suplemento de Cultura y fracasó, como todos los que intentaron manejarlo: aquel fue el suplemento que cambió mayor cantidad de jefes en toda la existencia de Página/12. Después escribió columnas, y contratapas.
Como todos nosotros, Briante escribió grandes notas y notas olvidables, aunque debería decir que sus grandes notas fueron muchas. A veces venía a la redacción, y otras —las más— uno se la pasaba buscándolo a Briante. Hubo una época en que debí buscarlo tantas veces que él mismo se convenció de que íbamos a echarlo. Entonces, durante un par de meses, se la pasó llamándome por teléfono, completamente borracho, diciendo, como un chico:
—Vos me vas a echar.
Ninguna respuesta lo convencía de lo contrario.
Al otro día aparecía como si nada hubiera pasado, y así hasta la próxima llamada:
—Me vas a echar.
—No, Miguel. No me jodas. No te voy a echar.
Lo de las llamadas llegó a convertirse en una especie de chiste interno. Toda la redacción sabía que nunca íbamos a echar a Briante, pero Briante se negaba a darse por enterado. Decían en el diario que Briante tenía “la beca Lanata”. Y nadie con la “beca Lanata” había sido echado jamás.
Otra vez el teléfono volvió a sonar. Yo estaba en medio de una insoportablemente aburrida reunión con el embajador de no sé dónde.
—Bueno, pasalo —le dije a Adriana.
Era Briante con su eterno discurso.
—Estoy en una reunión, Miguel —le avisé—. Te escucho, decime…
Insistía con aquello de que lo íbamos a echar.
—Mirá, Miguel —se me ocurrió decirle—, ¿sabés cuándo yo te voy a echar? —El embajador, que hasta ese momento disimulaba, miró con interés—. Yo te voy a echar si vos entrás a esta oficina y me meás y me cagás el escritorio. Si hacés eso, yo te voy a echar. ¿Me entendés?
—Sssí —dijo Miguel, sorprendido.
—Si me lo meás y lo cagás, ¿okay? Si, por ejemplo, sólo me lo meás, no. ¿Vos vas a entrar acá a mearme y a cagarme el escritorio?
—No —dijo Miguel, sonriendo.
Y nunca más volvió a llamar para hablarme sobre aquel asunto. Ocho años más tarde renuncié a mi cargo como director periodístico de Página/12, y Miguel todavía estaba ahí.
Al tiempo, una tarde, alguien me llamó para decirme que Briante había muerto de una muerte idiota. Pero qué muerte no lo es.
Hay personas que escriben con palabras y otras escriben con su vida: Symns es de estos últimos, como Macedonio Fernández lo fue. Symns se escribe: lo que queda después son anécdotas confusas, historias que poco importa si fueron verdaderas, miserias fenomenales, poesía, vida en estado bruto. Bukowski quiso ser Miller, Symns quiso ser Bukowski. No pudo, o no quiso, o no le salió y decidió que en el fondo no importaba hacerlo.
La otra persona de El Porteño que importa a efectos de esta historia es Ernesto Tiffenberg, entonces jefe de redacción. Ya irán viendo por qué, pero mi juicio sobre él está teñido de rencillas personales que deberán tomarse en cuenta a medida que lo lean. En este país donde los diarios se heredan de los padres, hay pocos editores. Llamo “editor” a aquella persona capaz de pensar un medio desde la nada y sacarlo a la calle. Ernesto es “casi” un editor; le falta valentía. Julio Ramos, el “Gallego” García, Jacobo Timerman, Jorge Fontevecchia —aunque muy desparejo— y yo somos editores. He escuchado en los bares miles de diarios mejores que Página/12 o Crítica, miles de revistas mejores que Veintitrés, Ego o Página/30, pero nadie estuvo en medio de la mierda haciéndolas. Lo importante no es tener ideas sino llevarlas a cabo.
El proceso de materialización de una idea es fantástico: la idea está ahí, sola y temblorosa como un pollito, y se la ve crecer hasta que aparece en la calle. Página/12 era, en un momento, unas cuantas hojas de un cuaderno Gloria y algunos dibujitos. Más tarde debe lograrse que otros crean que ese cuadernito es posible, que construyan la idea en ellos. Ese proceso quizá sea el más complicado en la Argentina, donde al contar una idea todo el mundo tiene una mejor para oponerle. Un día, casi sin advertirlo, uno levanta la vista y ahí está la redacción y al poco tiempo un canillita vocea la idea en la calle. Aquellos dibujitos del cuaderno terminan en Salta, o en Alemania, o en Beirut, a la mañana siguiente.
La “idea” de comprar El Porteño y transformarlo en una cooperativa fue un error. Pero un error necesario a la luz de todo lo que sucedió después.
En El Porteño nunca fuimos más de cinco o seis personas. Levinas se desembarazó de la revista a un precio bajo pero que era, para nosotros, imposible. Llegamos entonces a la conclusión de que lo mejor era organizarnos en una cooperativa en la que todos aportaran una cuota de inscripción que permitiera comprar la empresa. La “empresa” era un mensuario con oficinas alquiladas, ningún activo y unos ocho mil ejemplares de venta al mes. Ah, y un “plazo fijo”, los únicos ahorros de la revista que servirían para pasar un breve contratiempo. El concepto de cooperativa terminó sovietizado: éramos más un koljoz que una cooperativa de trabajo: todos ganábamos lo mismo —el cadete y el jefe de redacción— y la discusión de los sumarios se hacía en asambleas.
Los primeros meses fueron caóticos: nos encontrábamos con Tiffenberg para ver cómo “ganar” la asamblea y, en lugar de periodismo, discutíamos los votos a favor. Décadas después, en la “tesis” ya citada, asambleístas que aparecían una vez al mes se adjudican la fundación de la revista. La asamblea estaba compuesta por: Álvaro Abós, Eduardo Aliverti, Osvaldo Bayer, Eduardo Blaustein, Marcelo Cofán, Ariel Delgado, Alberto Ferrari, Andrea Ferrari, Eva Giberti, Marcelo Helfgot, Hernán Invernizzi, Jorge Lanata, Miguel Martelotti, Tomás Eloy Martínez, Daniel Molina, Ricardo Piglia, Ricardo Ragendorfer, Eduardo Rey, Juan José Salinas, Osvaldo Soriano, Herman Schiller, Enrique Symns, Ernesto Tiffenberg, Carlos Ulanovsky, Jorge Warley, Gerardo Yomal y Marcelo Zlotogwiazda.
UNA ESTRATEGIA DE LA IMPOSIBILIDAD
Quizá Página/12 —en cuanto a la idea de editar un diario— haya nacido de aquel caos. Como jefe de redacción de la revista empecé una sección editada y diagramada como diario, con la lógica de la prensa tradicional pero con un contenido novedoso: se llamó The Posta Post y el acápite decía: “Todo lo que los demás diarios saben pero no se animan a publicar”. Allí editaba lo que escribían Gustavo Ferrari y Marcelo Helfgot, ambos periodistas de agencia, con información dura y propia. Aquel eco se sostuvo hasta el año siguiente, cuando presentaba el proyecto de Página como “un diario de contrainformación”. También el hecho de que Página tratara de encontrar un mérito en la brevedad; The Posta Post tenía cuatro páginas, el proyecto inicial de Página tenía ocho.
—Un diario de ocho páginas de contrainformación —eso les decía a quienes citaba en La Ópera, el bar de Corrientes y Callao. Me miraban pensando que era una broma, en cualquier caso una situación molesta: les decía, serio y compuesto, a periodistas con años en La Nación o Clarín que renunciaran y vinieran a trabajar conmigo en un diario que aún ni había empezado. Tiffenberg y los pocos que se fueron de El Porteño a Página tardaron unos meses en llegar, poco antes de los ceros. Ernesto, que en esa época sobrevivía con un salario de la FLACSO más otro de la revista, temía no poder pagar sus expensas. Otros del ahora denominado “grupo fundador” eran despedidos seriales, activistas o desocupados, e incluso nos tocó un psicótico que —Argentina, Argentina— con los años se transformó en un escritor de culto.
El otro vínculo entre El Porteño y Página se dio por casualidad: durante casi un año entrevisté en mi oficina de El Porteño a varios ex presos políticos, quería contar en un libro sus historias de vida.
La mayoría de ellos habían sido del PRT-ERP. Con Hugo Soriani, Alberto Elizalde Leal y Eduardo Anguita nos encontramos una o dos veces por semana frente a un grabador, durante casi un año. En paralelo, muchos de sus viejos compañeros y otros nuevos —el sindicalista Alberto Piccinini, el abogado Jorge Baños, el sacerdote Puigjané, por ejemplo— armaban una organización política llamada Movimiento Todos por la Patria (MTP), con un discurso pluralista cercano al alfonsinismo. Tenían, también, vínculos con el gobierno nicaragüense de los sandinistas. Yo llevaba mi borrador de diario de contrainformación a quien quisiera leerlo. Un día uno de ellos me llamó y me preguntó cuáles eran mis límites para el financiamiento del diario:
—Mientras no sea Camps, no me importa nada —respondí.
Ahora, años después, me entero de que discutieron mi procedencia: yo no venía del setenta —en ese entonces, tenía diez años— y era demasiado “liberal” para algunas de sus posiciones, pero pensaron que era mejor así, querían que el movimiento que propiciaban fuera lo más abierto posible. Es en ese momento cuando aparece Fernando Sokolowicz, un joven empresario maderero de trayectoria en los derechos humanos a través del Movimiento Judío.
La mejor manera de armar un diario es no haberlo hecho antes; no sólo todo es nuevo sino que puede volver a ser definido: ingenuo y original a veces van de la mano. Yo tenía veintiséis años, esa edad en la que uno cree que sabe y se anima a patear las puertas. Una imagen interior me acompañó durante aquellos años… sentía que sacaba, literalmente, la cabeza del agua: gotas corriéndome por la frente, viento fresco en la boca. Alquilamos una vieja oficina de ochenta metros cuadrados en Lavalle y Montevideo. Sokolowicz, Soriani y Elizalde se ocupaban de la administración. Tiffenberg y yo recorríamos aquellos ambientes pensando que era posible poner sólo un escritorio por área.
—Acá va Internacional, allá Economía…
El “Sordo” Iglesias era el diagramador; estaba indignado: decía que yo lo obligaba a hacer “la escalerita”.
—Esto es la escalerita —se lamentaba—, se nos van a cagar de risa.
El esquema básico de las páginas era muy simple: una noticia grande, una mediana y una chica, y “pirulos” en el borde (los pirulos eran breves de esa misma sección). En nuestro argot las llamábamos notas A, B y C según su importancia. En ocho páginas no entraba nada, subimos la cantidad a dieciséis. El diario de Buenos Aires, Reporter, La Página… buscar la marca era imposible: casi todo estaba registrado, hasta una revista del mercado agrícola que se llamaba Girasol Reporter. Página/12 surgió de esa confusión. Pero, claro, ya teníamos dieciséis páginas al salir. Decidimos entonces publicar, en la página 12 de cada día, una entrevista central. Doce de septiembre, creo, es el día de mi cumpleaños. Doce es un lindo número, el logo iría con letra de Lexicon 80 (mi letra) y agregamos por último una barra de separación: Página/12.
Cuando alguno planteaba que era muy largo, mi argumento fue: en las marcas prepondera la primera palabra. Van a llamarlo Página. Página. Coca. Ámbito. Cronista, y así. El layout tomó dos características de otros diarios: la apuesta a un solo título, de Libération, y las notas destacadas como números en la tapa, de Il Manifesto. Al título coloquial de Libé le dimos una vuelta más: sentido del humor. Y, por supuesto, salió de casualidad: en abril de 1987 Juan Pablo II visitaba por segunda vez la Argentina, la ciudad era un caos intransitable. En esos días, por donde uno pasaba, estaba por pasar el papa. Hacíamos un número cero el día que el papa volvió al Vaticano: Miguel Martelotti, el jefe de fotografía, dejó en mi escritorio una típica foto de agencia con Juan Pablo II saludando desde la escalerita del avión.
—El título es “Al fin solos” —dije. Fue el primer título de Página/12.
Aquellos caóticos días de los “ceros” ocultaron una maniobra: Elizalde registró la marca a nombre personal. Años más tarde lo haría valer cobrando un juicio de trescientos mil dólares a su favor. Éramos una estrategia de la imposibilidad: pocas páginas, el mismo precio que Clarín, saliendo sólo de martes a domingo. No salir los lunes nos evitaba “inventar” una tapa deportiva: a mi desinterés absoluto por el fútbol se sumaba el ahorro de salarios por los francos. Así salimos: de martes a domingo. Lo llamamos “el diario sin desperdicio” buscando que la oferta escasa fuera una virtud.
Página/12 salió a la calle el 26 de mayo de 1987, en el piso 12 de Perú 367, casi Belgrano: un piso de cien metros en el que nos apiñábamos ciento veinte personas. Siendo el director periodístico del diario tenía una oficina compartida. El baño de mujeres fue clausurado y funcionó durante el primer año como laboratorio de fotografía; el de hombres, claro, fue declarado mixto. El diario dependía entonces de un circuito de motociclistas que hacían equilibrio por toda la ciudad: la sección “Domingo” funcionaba a media cuadra, sobre la calle Perú; la fotocomposición, en la calle Venezuela, y el taller de impresión, en Pompeya. En el primer número informamos sobre la salida del diario en “Sociedad”, nuestra sección de información general. La nota decía:
“Yo sabía que algún día iban a volver periodistas al edificio”, lo comentó José Galeano, uno de los porteros de Perú 367, acuciado por esa nueva jugada del destino. En el mismo piso donde se encuentra la redacción del matutino Página/12, funcionó hace veinte años la revista Primera Plana, y desde esa época no se registraban entradas y salidas a la madrugada y actividades de fines de semana que despertaran al edificio de su letargo administrativo. Aunque se trabaja en el proyecto desde mediados de enero, la redacción —según comentaron periodistas vinculados al diario— comenzó a funcionar en la elaboración de números “cero” hace treinta días.
“La idea central sobre la que funciona el proyecto —explicó su director, Jorge Lanata— es una obviedad; queremos hacer un diario que informe. Y que lo haga con independencia y sin responder a ningún aparato, ni político ni empresario.” “Desinformar es también una posición política —dijo Lanata— y es nuestra idea lograr un diario moderno, bien escrito pero fundamentalmente informado.” Se dejó trascender que Página/12 evitará el bombardeo informativo, tomando en cuenta siete u ocho hechos centrales a desarrollar y consignando el resto. En su primer número —y aseguran hacerlo a diario— se cuenta también con una noticia de cultura en tapa, lo que aparece como otra característica del matutino, junto al hecho de desplegar diariamente una página de cultura —“entendida desde el hecho social y no sólo desde las bibliotecas”, según explicaron— y no condenar a esa sección al área atemporal de los suplementos. “Algo similar ocurre con las noticias internacionales —dijo Ernesto Tiffenberg, jefe de redacción—, siempre se las toma como hechos aislados, que comienzan el día en que apareció el diario; nuestra idea es contextualizar esos hechos.” Tiffenberg agregó que el nuevo diario cuenta, en ese campo, con los servicios exclusivos de varios medios del exterior: El País de Madrid, La Jornada de México, The New York Times Magazine y la revista Interview, de Nueva York.
Hubo, durante los últimos dos meses, distintas versiones sobre el origen y del aporte financiero en Página/12. En este caso, los servicios de inteligencia, a través de Prensa Confidencial, no dudaron en calificar de “marxistas vernáculos” a los integrantes del staff del diario. El Informador Público definió semanas atrás al periódico como de “centroizquierda”, y versiones que circularon por toda la ciudad a medida que se acercaba la fecha de salida aseguraban que sería el diario del Partido Comunista, o el del empresario Jorge Sivak, o el de un grupo radical disidente, pero filoalfonsinista, y también el de un grupo empresario vinculado al cafierismo. Finalmente pudo saberse que el empresario Fernando Sokolowicz era quien respaldaba económicamente el proyecto. Sokolowicz es uno de los fundadores del Movimiento Judío por los Derechos Humanos y empresario maderero. Posee dos empresas de construcción de viviendas en la Capital, INDUVI y Macha S. A., y varios aserraderos y forestaciones en el interior del país.
“El diario no tendrá una tendencia político-partidaria —dijo Sokolowicz— sino que tratará de expresar el pluralismo y el debate, necesarios en una sociedad democrática de transición. De allí la idea de que la opinión de Página/12 no sea unilateral —agregó—, por eso el diario tendrá distintos columnistas, que expresen tendencias incluso opuestas, siempre dentro del marco democrático y de la defensa de los derechos humanos.” Pudo saberse, además, que los columnistas serán: el doctor Ricardo Molinas, James Neilson (ex director del Buenos Aires Herald), José Ricardo Eliaschev, Horacio Méndez Carreras y Eduardo Aliverti.
La edad promedio de los trabajadores del diario se ubica en los treinta años. Según explican sus periodistas, el proyecto es “lograr un diario que pueda integrar a la nueva generación del gremio con lo mejor de la generación anterior”. Bajo este concepto se integraron al staff Osvaldo Soriano (como asesor editorial), Horacio Verbitsky, Juan Gelman, Miguel Bonasso, José María Pasquini Durán, Enrique Medina, Osvaldo Bayer, Alberto Szpunberg, Miguel Briante, Antonio Dal Masetto, junto con Aliverti, Sergio Joselovsky, Martín Caparrós, Jorge Dorio, Rep, Daniel Paz, Rudy, Sendra y una treintena de periodistas.
La edición habitual del matutino, de dieciséis páginas, se verá aumentada los sábados con dos suplementos, uno de ellos de información general, llamado “Etc.”, y otro de cultura. El diario contará también con páginas de deportes, salud y ciencia, sociedad, educación y mujer, que rotarán durante la semana.
La distribución de Página/12 tendrá, a su vez, dos etapas: durante los primeros tres meses, en Capital Federal, Gran Buenos Aires y La Plata; y luego se iniciarán ediciones locales en Rosario y Córdoba, junto con distribución general en el interior del país. Sokolowicz aseguró además que, antes de completar la primera etapa, el diario irá aumentando sus páginas en función de la incorporación de avisos, a fin de que el espacio publicitario no perjudique la cantidad de información. Dato con el que evidentemente no contaban los eventuales lectores que hoy por la mañana se acercaron a los kioscos con una duda nada casual:
—Digamé: se llama Página/12, tiene dieciséis páginas y me dijeron que los sábados trae veinticuatro. ¿Usted sabe por qué?
Aquellas palabras casuales, “una treintena de periodistas”, desataron un reclamo general, encabezado por Rubén Furman, un oscuro periodista de gremiales que venía de La Razón —y luego terminó como jefe de prensa de Felisa Miceli—. ¿Así que nosotros somos la treintena? El perio