1. SUEÑOS DE GLORIA EN VIVAR
En un lugar del condado de Castilla, cerca de la próspera ciudad de Burgos, dos niños se peleaban, espada en mano, en un interminable combate cuerpo a cuerpo. No había heridas ni sangre, pero sí muchas palabras y más ganas aún de convertirse en los mejores guerreros del mundo.
—¡Os echaré del territorio, perro! —gritaba uno de ellos.
—¡Vos y cuántos más! —se defendía el otro.
—No me hagáis reír. Yo solo me basto para haceros morder el polvo a vos y a todos vuestros parientes.
—Dejaos de palabras y preocupaos de manejar mejor la espada.
—¿Estáis buscando una estocada? —Le miró a los ojos apuntándole con su arma—. ¡Con gusto os complaceré!
—Rendíos y entregadme esa fortaleza que hace frontera con mi territorio.
—Defenderé hasta la muerte mis dominios. Un castellano nunca se rinde...
—Eso no vale —protestó el más alto con un tono de voz menos solemne del que habían empleado hasta entonces—. Yo soy el castellano y vos sois el navarro.
—¿Por qué siempre tengo que ser yo el enemigo?
—Porque mi padre es el que lucha contra los navarros. El vuestro...
Esta y otras discusiones parecidas tenían los dos niños los días que jugaban a luchar, y como luchaban todos los días, los dos amigos no cesaban de pelearse en su imaginario campo de batalla, porque aspiraban a ser los mejores caballeros del mundo. Sus interminables combates, sin embargo, solían ser interrumpidos con frecuencia.
—¡Rodrigo, venid a casa a comer!
—No puedo, madre. Aún me quedan por conquistar las tierras de La Rioja.
—Hacedlo después de comer. ¿Os creéis que los soldados no comen?
—¡Pero, madre…!
—Venga, no discutáis, que se enfría el asado. Venid a comer. Así estaréis más fuerte.
—Está bien. —Y, dirigiéndose a su amigo, añadió—: Lo dejamos aquí. Recordadlo. Vos pisabais esa roca y yo os estaba atacando.
—¡Vale!
—¿Venís a comer con nosotros?
—No creo que en vuestra casa les guste. Yo soy hijo de un labriego, y vuestro padre es infanzón de Castilla y el que gobierna estas tierras.
—Eres mi amigo, y eso es lo importante. Cuando el rey me nombre conde, ya que voy a conquistar nuevas tierras para Castilla, vos estaréis a mi lado, como ahora.
—¿Seguro?
—Seguro. ¡Nunca os dejaré solo!
Nada más pronunciar estas palabras, se oyó, a lo lejos, el retumbar de los cascos de los caballos.
—¡Eh!
Entonces Rodrigo dio tranquilamente la espalda a su amigo y corrió hacia aquella nube de polvo que se acercaba al pueblo. No se veía nada, pero el niño ya sabía de quién se trataba.
—¡Padre! ¡Padre!
Diego Laínez —su padre— pertenecía a la baja nobleza, aunque se casó con una dama de alta cuna. Más importante que un hidalgo, pero menos que un conde, era un infanzón de Castilla que tenía bajo su dominio varios pueblos cercanos a Burgos y limítrofes con las tierras de Pamplona. Su misión era defender las fronteras del reino.
—¿Habéis conquistado más poblados?
—No ha habido lucha esta vez, hijo. Ha sido una expedición de fuerzas. Esos perros navarros han de saber que siempre estamos con las armas afiladas y dispuestos a entrar en combate.
—La próxima vez llevadme con vosotros, padre. ¡Mirad qué bueno soy! —dijo, moviendo en el aire la espada de madera que le había regalado su abuelo.
—Todo a su tiempo, hijo.
Rodrigo aún no había cumplido ocho años, pero ya era un experto en manejar las armas y sabía montar a caballo mejor que los jinetes del batallón.
Agotado por la carrera, el niño se alzó a lomos de la montura de su padre. Al fondo se veía el pueblo, y también a su madre, que ya se había olvidado de la comida y corría a recibir a su marido con los brazos abiertos. Muño, el hijo del labriego, los miraba desde un rincón, admirando la suerte de su amigo, cuyo padre mandaba un escuadrón de victoriosos guerreros.
De todos eran conocidas las gestas de Diego Laínez. Además de defender firmemente la frontera oriental de Burgos, había conquistado para su rey las fortalezas de Úrbel, La Piedra y Ubierna. Eran tiempos de gloria para el señor de Vivar.
Rodrigo, que había vivido ese ambiente de continua pelea, soñaba con ser un guerrero tan valeroso como él y con dominar las tierras que alcanzaba a ver desde el campanario de la iglesia, y aún más lejos. Y su padre le enseñaba a usar cada vez mejor las armas y hasta le daba lecciones de estrategia.
—¡Recordadlo, Rodrigo —le gustaba repetir—, un guerrero debe saber manejar bien las armas, pero mejor la cabeza!
Y el joven Rodrigo se lo repetía, a su vez, a su amigo Muño, el hijo del labriego, que no lo veía nada claro.
—Pero, Rodrigo, nosotros no tenemos casco.
—¿Y qué?
—Pues que nos romperemos la crisma si comenzamos a cabezazos con los enemigos. Mi cabeza es muy dura —dijo, dándose un manotazo en ella—, pero ¿no es mejor una buena espada?
Rodrigo se sentía incapaz de explicar a su amigo lo que su padre le quería explicar con ello. Así que atajó.
—Olvidad lo que os he dicho. Cuando vayamos a la batalla, seguidme y haced siempre lo que yo haga.
—¡Qué bien! ¿Vamos a ir a pelear por fin de verdad?... —preguntó Muño—. ¿Ya nos deja ir vuestro padre?
Por aquel entonces no había grandes batallas. Eran tiempos de casi paz. Una paz incómoda, salpicada de escaramuzas y ataques de uno y otro bando. Resultaba amenazante una frontera tan cerca de Burgos, la capital del condado, la ciudad donde estudiaba Sancho, el infante.
El rey Fernando I tomó una decisión, y se lo comunicó a sus fieles, entre ellos, a Diego Laínez.
—Tenemos que ampliar nuestro territorio por el este. Así que vamos a atacar las posiciones del reino de Pamplona. Se prepara la gran batalla.
El propio monarca llegó personalmente con sus tropas, pero a Diego Laínez le concedió el honor de ser la avanzadilla que abriese el hueco en el ejército enemigo.
—Así lo haré, majestad.
—Id preparando todo lo necesario para entrar en combate. ¡Antes del otoño la victoria ha de estar de nuestro lado!
Según habían pactado, era la batalla definitiva: si vencían los castellanos, se quedarían con los territorios próximos a su frontera, camino de La Rioja; si triunfaban los navarros, percibirían gran cantidad de dinero y la promesa de no volver a ser atacados.
Ambos reinos se jugaban mucho. El padre de Rodrigo andaba muy ocupado con los preparativos de la batalla, así que apenas podía ver a su hijo, que se hacía grandes preguntas.
—¿Nuestros enemigos no son los moros? —le preguntó a su padre un domingo al salir de la iglesia.
—¡Los enemigos son todos aquellos que te atacan o pueden atacarte para conseguir tus tierras o robar tus riquezas!
Su padre ya había ido con las tropas del rey Fernando, y Rodrigo le esperaba impaciente mientras proseguía con sus duelos de cada día con Muño, que se había convertido en su mejor amigo.
Un atardecer, al fin, apareció su padre con algunos de sus hombres en la lejanía. Regresaban victoriosos de la batalla de Atapuerca. Diego Laínez, sin embargo, se desplomó del caballo en cuanto se acercó a su casa.
Estaba malherido, pero su rostro mostraba honda satisfacción, pues acababa de ampliar las fronteras de Castilla.
A las pocas semanas falleció el infanzón de Vivar, que había dado la vida por su rey. Las gentes burgalesas, al pasar ante el cadáver, suspiraban con pesar:
—¡Dios mío, qué buen vasallo!
Y Rodrigo, con los ojos cansados de llorar, gritó, mirando al horizonte:
—¡Seguiré vuestros pasos, padre!
2. CABALGANDO JUNTO
AL INFANTE SANCHO
A la muerte de su padre, Rodrigo no era niño, pero tampoco tenía la edad legal para defender y gobernar el territorio fronterizo que había heredado. Así que su abuelo, Nuño González, pidió al rey que permitiese entrar a su nieto en la escuela real, donde se educaban los hijos de los condes y el mismísimo príncipe Sancho.
Esta escuela, fundada por el propio rey Fernando, no estaba en León, la capital del reino, sino en Burgos, la ciudad que crecía al ritmo de la grandeza de Castilla. La ciudad tendría ya unas trescientas casas alrededor de un castillo desde el que se alcanzaba a ver Vivar y las tierras fronterizas del reino de Pamplona.
A Burgos llegó Rodrigo, un adolescente con muchas ganas de aprender y aún más de guerrear. Eran tales su inteligencia, pasión y valentía que el propio infante lo tomó en su séquito como paje. A pesar de la diferencia de edad (el hijo del rey tendría nueve años más), se fueron haciendo los mejores amigos. Ambos solían conversar al acabar sus clases.
—¿Os gustan las leyes? —le preguntó el infante un día.
—No tanto como la espada, pero mis antepasados fueron jueces de Castilla, y yo me conozco de memoria el Fuero Juzgo.
—Un rey ha de saber guerrear, pero también ha de conocer a fondo las leyes de su reino y hacer justicia. Y vos, Rodrigo, sois el más joven y mejor preparado de mis súbditos —dijo, acordándose de los compañeros de escuela—. Quiero que estéis a mi lado.
—Siempre os serviré, majestad.
—Acercaos, os he de confesar algo: no me fío de los condes de León, ni de sus hijos, son demasiado poderosos y se preocupan más de sus posesiones que de los intereses del reino. Si no los mantengo a raya, algún día se rebelarán.
—¡Seré vuestro más fiel servidor! —confesó Rodrigo.
—¡Y también mi amigo! —añadió el infante, dándole un abrazo—. Un rey ha de tener amigos en los que confiar ciegamente. Voy a formar un grupo de caballeros fieles, como vos, en los que me apoyaré cuando esté en el trono.
La amistad entre el infante Sancho y el joven Rodrigo crecía día a día, y eso se apreciaba tanto en el patio de armas como en los largos paseos por la orilla del río Arlanzón.
Aunque aún era un adolescente, Sancho quiso contar con él para su primera misión diplomática.
—El rey Al-Muqtadir de Zaragoza no ha pagado los tributos al reino de León. Mi padre me ha dicho que tome a algunos de sus hombres y vaya a reclamárselos. Es mi primera misión diplomática y quiero que cabalguéis junto a mí.
—¿Habrá pelea? —Los ojos le brillaban a Rodrigo. Llevaba toda su vida entrenándose en el manejo de las armas y estaba ansioso por mostrar sus habilidades. Entonces se acordó de la primera espada de madera que le regaló su padre.
—¡Oh, no! Llevaremos un pequeño ejército bien armado para mostrarles nuestro poder, pero no intervendremos a no ser que sea necesario. ¡La mejor victoria es la que se obtiene antes de llegar al campo de batalla!
Junto al príncipe, el joven Rodrigo cabalgaba orgulloso. Sentía el viento de frente y era como si ya respirara el olor de los combates.
A su lado, el infante Sancho le sorprendió al suspirar:
—¡Tuvimos suerte de que se derrumbara el califato Omeya!
—¿Qué decís, majestad?
—Pensaba en voz alta, Rodrigo. Ya sabéis que, así, divididos como están, es fácil dominar a los sarracenos.
—¡Oh, sí!
Rodrigo conocía bien la historia reciente. En la época de sus abuelos, los territorios cristianos (los reinos de León, Pamplona, Aragón y el condado de Cataluña) eran pequeños y vivían atemorizados por el poder de los árabes, que habían formado el muy extenso califato de Córdoba. Su general Almanzor, invicto en mil combates, amplió las fronteras y amenazaba con dominar toda la Península; pero entonces se unieron los nobles cristianos y le derrotaron en la batalla de Calatañazor, no muy lejos de las tierras que ahora pisaban. Ahí se frenó el avance musulmán.
A la muerte de Almanzor, el califato de Córdoba estalló en pedazos. Todos querían gobernar, y aquel muy extenso territorio se dividió en multitud de pequeños reinos, o taifas, al frente de cada cual había un monarca débil, más preocupado por el lujo en la vida de palacio que por el destino de su pueblo.
Los cristianos comenzaron a atacar estos pequeños reinos, que, como apenas tenían ejército, eran fáciles de dominar, y entonces empezaron a exigirles abundantes riquezas. Las parias, como se llamaban.
Los reyes moros pagaban esos tributos a cambio de ser defendidos en caso del ataque de sus vecinos. De esta manera, se enriquecían los reinos cristianos y se empobrecían, cada vez más, los aún brillantes reinos árabes.
El infante Sancho llegó a Zaragoza con un ejército de trescientos caballeros. Rodrigo quedó admirado de aquella ciudad, que le pareció, al menos, diez veces mayor que Burgos. Tenía una doble muralla: la primera de ladrillo y adobe, y la interior de piedra y procedente de la época romana. No entendía cómo los árabes no eran capaces de defender una plaza tan bien guardada.
—¡Sed bienvenidos, señores! ¡Nuestro rey, Al-Muqtadir, os aguarda en palacio!
A todos les sorprendieron las amables palabras del jefe de la guardia árabe. Sancho y Rodrigo cruzaron, en silencio, una misma mirada de desconfianza.
Llegaban para reclamar un tesoro y los recibían con los brazos abiertos.
—¡Cuidado, majestad, puede ser una trampa! —le susurró Rodrigo.
—¡Acompañadme a palacio —dijo el infante—, pero estad atento a cualquier movimiento!
—¡Tendré los ojos muy abiertos y la espada siempre a punto!
Al entrar en el lujoso salón de palacio, el rey los trató como si fuesen grandes amigos y, tras una larga cena, condujo al infante Sancho a una sala en la que estaban sus tributos, al tiempo que suspiró:
—¡Sería una lástima que estos tesoros se los llevaran otros!
—¿Qué decís?
—El rey de Aragón, vuestro tío Ramiro, está preparando un ejército para atacar mi reino. Mis espías me han informado del movimiento de sus tropas. Os estábamos aguardando...
—¡Aquí estamos!
El infante Sancho, que debía defender al rey moro que le pagaba sus tributos, se puso al frente de un ejército mixto de cristianos y musulmanes que sorprendió a la tropa aragonesa y la hizo retroceder hasta el río en el primer enfrentamiento.
En la otra orilla comenzó a rearmarse el enemigo mientras aguardaba los refuerzos. Rodrigo contemplaba con inquietud tales movimientos. Sancho, inexperto en las batallas, se preguntaba si debía atacarlos ahora o esperar a que sus hombres se recuperaran; pero el rey moro le dio la solución. Se imponía un ardid de guerra: su mejor guerrero se vistió con ropa cristiana, se infiltró en el desordenado campamento aragonés y atravesó con su espada a Ramiro I.
Tras dar muerte al asesino de su rey, los aragoneses huyeron desmoralizados.
—¡Victoria! —clamaron cristianos y musulmanes de Castilla y Zaragoza, los dos reinos amigos.
El joven Rodrigo Díaz había vivido su primera batalla desde la retaguardia.
—¡Seré pronto un caballero! —suspiró en cuanto entró en Burgos, y durante ese tiempo continuó con mayor pasión su formación en la escuela, si bien ya no estaba a su lado Sancho, a quien su padre había llevado a la corte.
Una tarde en la que Rodrigo disputaba un combate contra tres compañeros a la vez, entró en el patio el príncipe:
—¡Majestad!
—He venido a buscaros, Rodrigo. Castilla está lejos de León. Mi padre quiere que gobierne este condado, y cuento con vos. ¡Mañana os armaré caballero!
—¡Qué honor, majestad!
—Recordadlo, sois mi amigo. Y estáis preparado para ser no un caballero, sino el mejor caballero de mi corte.
3. PRIMEROS DUELOS DEL CAMPEADOR
A su muerte, el rey Fernando I dividió su