Prólogo
Ciudad de la Santísima Trinidad
y Puerto de los Buenos Aires.
1801, mes de junio
Una niña mujer contempla el río. Está apoyada contra el suave tronco de un álamo y trata de esconderse de los ojos vigilantes de la ciudad. Mira el agua plateada que se muere despacio contra la costa de la ciudad. Hace frío pero ella no lo siente. Mira el río y más allá, hacia algún lugar que está lejos y no conoce.
Es una tarde fría. Tras cinco días de sudestada finalmente el cielo comienza a despejarse y llega el viento del suroeste, filoso y diáfano. La niña tiene frío pero no le importa. Importa el río que va y viene, lleva gente y trae recuerdos queridos.
A lo lejos, se ven en el río los enormes barcos grises que traen pasajeros y mercaderías al puerto. Un puerto que no existe porque la corona española aún no se decide a construirlo. La ciudad es un puerto sin puerto. Los barcos anclan a lo lejos y envían pasajeros y baúles en barquitos negros, como si fueran hormigas. Más cerca de la niña, se ven carretas y bueyes que acercarán a la costa esos baúles que son la riqueza de los comerciantes y esos viajeros que buscarán enriquecerse gracias al comercio.
Nada es más lucrativo en la ciudad que comerciar.
Nada ocupa más los pensamientos de sus habitantes.
Nada desvela y tortura más a los hombres porteños que comprar y vender.
Un hombre sentado en una de los barquitos negros siente el movimiento de río y lo maldice, despacito, en voz baja, para que el remero no lo escuche. El movimiento del río le hace sentir náuseas.
Es un río color marrón, espeso, al que por alguna razón alguna vez lo llamaron “de la Plata”. Un río que lo vio nacer pero que también lo vio marcharse cuando era muy pequeño. Un río que no conoce y del que sospecha mucho. Un río que lo mantuvo cinco días atascado en la ciudad de Montevideo por una tormenta intolerable de viento y lluvia ligera y finita. ¿Cómo se hacen negocios con esa lluvia ligera y finita que hiela y moja y es invisible?
Frunciendo el ceño, alza la vista hacia la ciudad. La silueta de Buenos Aires se dibuja y se recorta contra el cielo celeste blanco y gris. Algunas esclavas negras están machacando la ropa contra las toscas del río, se mueven, se ríen y hablan.
La ciudad es tan insignificante que apenas se puede ver desde la ribera. Es absolutamente chata y un feo fuerte aparece en primer lugar, casi cayéndose al río. Si soplara un viento un poco más fuerte quizá lograra hundirlo del todo en ese río que parece estar lleno de cosas hundidas.
El hombre trata de enfocar mejor los ojos y descubre otros edificios. Detrás del fuerte se ve la torre de un Cabildo. “Bien”, piensa, y ya se siente más a gusto. “Donde hay instituciones, hay funcionarios que comprar, hay negocios que hacer, hay leyes que cumplir y eludir cuando es necesario. Se siente más a gusto ahora que ve el Cabildo. Cádiz ya parece más lejos que antes. Ahora Buenos Aires se siente ese lugar de comercio que tanto le recomendaron.
El barquito se mueve con el viento pero él sigue observando la ciudad plana. Comparada con Madrid o Cádiz no es una ciudad. Es una pequeña aldea, con ínfulas de capital virreinal. Por lo que puede ver tiene cuatro iglesias con enormes torres. ¿Para que una aldea necesita cuatro enormes iglesias, un fuerte y un cabildo?
“Aldea pretenciosa”, pensó, “con gente igual de pretenciosa”.
Cada vez se sentía mejor: no había nada más fácil de tratar que la gente pretenciosa. Simplemente había que decir lo que ellos esperaban oír para luego hacer lo que le diera la gana. Nada más fácil. Algunos recordarían a su padre y buscarían hacer negocios con él de inmediato. Otros lo mirarían con sospecha hasta que se dieran cuenta de que solo quería comerciar. Comprar por uno y vender por cuatro. Y así la vida serena, para él y para su hermana, lejos de una Europa convulsionada.
Un ligero movimiento proveniente de un grupo de árboles un poco alejado del fuerte le llama la atención. Puede distinguir la figura de una mujer pequeña vestida de marrón oscuro apoyada contra uno de los árboles. Parece una niña. El viento hace que la mantilla negra que lleva en la cabeza se deslice hasta los hombros. Tiene la piel blanca y el pelo claro. No puede dejar de mirarla.
La joven tratando de acomodarse la mantilla, nota la mirada fija del hombre sentado en la pequeña barca, rodeado de baúles y petacas de cuero. Es un hombre moreno, de cabello muy oscuro. Parece muy grande porque las cosas se ven pequeñas a su alrededor. Tiene las manos apoyadas en las rodillas en un gesto cansado. Detrás de él hay una mujer que lleva las manos apoyadas en los costados de la barca. No puede distinguir si es una dama o una criada. La mirada del hombre la llama, la mantiene unida a través del río.
El ir y venir del agua acompasa las respiraciones de los dos. La joven incluso está ahora segura de que alguien la está meciendo entre sus brazos, abrigándola con suaves arrullos de viento diáfano del sur y olas plateadas que se deshacen en la ribera.
El hombre por un momento olvida todo, quién es, por qué esta allí, su pasado.
En ese momento no parece existir nada más que el balanceo del agua, el viento y una joven apoyada en un árbol.
La niña por un momento olvida todo, quién es, qué hace allí, su presente.
En ese momento no parece existir nada más que un río que ama, el viento que se lleva la lluvia y un hombre rodeado de baúles en una pequeña barca.
Pero todo es un instante.
Una negra sale de la nada y comienza a tirar del brazo de la joven, quien sobresaltada, deja caer por completo su mantilla. La negra toma la mantilla antes que la joven, y, sin dejar de tirar de su brazo se va con ella hacia la ciudad, desapareciendo en esa silueta gris que es mitad ciudad y mitad aldea.
El remero que conduce la barca le avisa al hombre que se prepare para descender. El hombre siente el frío nuevamente y vuelve a mirar con el ceño fruncido la ciudad. Toma de la mano a su hermana y le sonríe. Ella responde a la sonrisa y es la primera en bajar. Como siempre, confiada y segura ante lo nuevo.
“Todo va a estar bien”, piensa para sí, “mientras pueda comprar y vender, todo va a estar bien”.
1
Con la sangre
“Cuando miras el río te conviertes en una niña pacífica”, solía decirle su hermano mayor. Mirar el río, para Martina era convertirse en esa masa ondulante y plateada que la hacía sentirse acunada a pesar de estar absolutamente quieta. Era el momento en que podía ser ella y nadie más. Una sola con el agua de plata, acunada por las olas.
No debía estar ahí y en cualquier momento aparecería Paquita para arrastrarla y llevarla de nuevo a la casa. Se apoyaba contra una de las paredes que eran parte de las murallas del fuerte. Rugosa, la superficie contrastaba con la piel suave y sin huellas de la palma de su mano. A los catorce años, Martina no llevaba en sus manos, o en su rostro, huella de sufrimiento o pena alguna.
Sin embargo, tenía cicatrices.
El viento le despejaba la cara de los mechones de cabellos rizados que escapaban de las veinte horquillas y su vano intento por sostenerlo. Era agradable llevar el pelo suelto, pero, le habían dicho, era cosa de niñas. Y ella ya no lo era.
Le hubiera gustado seguir siendo pequeña. Quería jugar con sus hermanos y hacer enojar a la cocinera, que vivía siempre protestando. Quería recorrer la ribera del río de la mano de su hermano mayor mientras su madre conversaba delante junto con doña Josefa. Cuando era niña, nadie la obligaba, como hacían ahora, a mantenerse serena, silenciosa, observándolo todo, como si fuese culpable de algo que desconocía.
Y lo que más extrañaba era poder disponer a voluntad de los frascos de miel que uno de sus tíos mandaba desde Luján: ya no podía comerlos hasta cansarse, no era el comportamiento propio de una señorita decente de Buenos Aires. Ser una señorita de Buenos Aires consistía, entonces, en olvidar todo lo que la había hecho feliz de niña: los juegos solitarios, comer duraznos en el patio y llenarse la cara de almíbar, correr con Juan y Adrián durante las siestas en la quinta de doña Josefa, y hacer rondas con Micaela hasta marearse.
Pero la niñez había quedado atrás cuando ella había sangrado.
Y con la sangre, su madre comenzó a prepararla para el matrimonio. Coser, bordar, conversar. Coser, bordar, rezar. A veces, hablar con otras señoras, y salir a la misa todos los días.
Era casi una monjita pero su padre había rugido un “no” cuando su madre había hecho la sugerencia de hacerla ingresar al Convento de Santa Catalina.
Era un hombre temeroso de Dios, siempre lo decía, pero don Rodrigo Álvarez, comerciante mayorista de Buenos Aires, jamás consentiría en semejante pérdida de capital. Si una joven se convertía en monja eso equivalía a entregar una dote a cambio de ningún marido, ninguna conexión social y ninguna descendencia. Tener una hija en un convento podía ser un verdadero honor y una muestra de piedad pero también un derroche de dinero y, por más que fuesen familias muy piadosas, la piedad de don Rodrigo no llegaba a tal extremo de regalar el dinero que tanto le costaba obtener. Eran una excepción, claro, las limosnas y misas por la salvación de su alma.
Mientras miraba el río Martina tenía una suave sonrisa en los labios y una dulce mirada en el rostro y todo eso se olvidaba. Jugaba con su mente a ser niña otra vez y le contaba cosas al agua para que se las llevara a su hermano Adrián que estaba en España.
Había logrado escaparse de la horrible pesadez de la siesta obligada, fugándose por el tronco de la parra, como le había enseñado su hermano Juan, el segundo, que aún vivía con ellos. Le había costado muchísimo a causa de la falda marrón que llevaba y las enaguas de volados que usaba por debajo. Se le había desgarrado el vestido en la fuga y se sostenía la falda por temor a que alguien la viera con la ropa deshilachada.
Su hermano Juan, seis años más grande que ella, bromeaba diciendo que su vanidad era tan grande que la hacía parecer más alta. Ella respondía que no era cierto y se enojaba muchísimo, tanto que no le hablaba durante días.
Para Martina, saber que no era vanidosa era muy importante. Su madre, doña Lucía Martínez de Álvarez, era admirada en toda la ciudad por su modestia, recato, piedad y generosidad a la hora de hacer limosnas. La mujer también era temerosa de Dios y rogaba por su alma en la iglesia de Santa Catalina de Siena. Se confesaba todos los días, asistía a la misa y después se quedaba rezando rosarios por la salvación de su espíritu.
Era una mujer ejemplar, criolla de buena cuna, con un abuelo inglés del que había heredado los cabellos rubios, piel clara y los ojos azules. Se había convertido en una excelente esposa, según se decía en la ciudad, manejando la casa de don Rodrigo Álvarez, uno de los comerciantes más importantes de la capital virreinal, con efectividad y discreción. Había educado a sus hijos en el temor de Dios y la decencia, como correspondía.
Por lo tanto, nadie en Buenos Aires podía llegar a suponer que la pequeña Martina fuera vanidosa y charlatana, como a veces afirmaba Juan en las tertulias. Simplemente daban por sentado que su madre la había educado en los más firmes senderos de la modestia y el honor y que, por lo tanto, no creían que podía admirar las telas más finas o los dulces más empalagosos cuando siempre andaba vestida de oscuro y con los ojos bajos. Si se comparaba con lo que otras jovencitas usaban, Martina se sentía un saco de trigo, de esos que su tío de Luján traía a vender a la ciudad. Soso y desabrido.
Tampoco sabía la ciudad que esa niña hecha señorita, que se escabullía en las siestas, era expresiva como pocas y que solía hacer preguntas inocentes que no debía hacer. La infancia de Martina había transcurrido dulcemente entre criadas negras; reía cuando estaba feliz, lloraba cuando estaba triste, echaba chispas por los ojos cuando sus hermanos la molestaban llamándola vanidosa y sonreía dulcemente cuando se quedaba mirando al río plateado.
Todo, todo había cambiado con la sangre.
La educación que su madre se esmeró en hacerle aprender cuando llegó la sangre fue tediosa y bastante dura de aceptar. Finalmente, había terminado por resignarse.
Había ciertas cosas que no estaban bien.
Y si no estaban bien, Buenos Aires hablaba de ella.
Y si la ciudad hablaba de ella, entonces su padre se enfurecía.
Y la bestia despertaba.
De manera que a los catorce años, su expresión se había tornado seria y melancólica en presencia de sus padres o de cualquiera que fuese un vecino respetable. Un rostro inexpresivo y de mirada perdida que estaba destinado a exteriorizar obediencia y sometimiento al jefe de la familia y, en definitiva, a la clase a la que pertenecía. Se sentaba derecha, hablaba poco, hacía muchas reverencias y si no sabía qué responder guardaba silencio. Más de una vez había recibido una paliza de su padre por expresar una opinión diferente a la suya. Habiendo aprendido la lección, Martina no había vuelto a oponerse.
En las cenas, las pocas veces en que la familia se reunía por entero, los hijos permanecían callados, con la cabeza hacia abajo, escuchando las conversaciones de los mayores. Cuando Juan cumplió los veintiún años, a principios de ese año, se le permitió conversar con su padre sobre los asuntos del comercio en los que él también participaba.
Don Juan Álvarez había comenzado a trabajar con su padre en la tienda, y luego se dedicaba a llevar los productos que venían de Cádiz hasta Córdoba y Asunción. Él tenía contacto con los productos que llegaban en los barcos de modo que era el primero en ver todo. Su padre en cambio, se ocupaba de todo lo que enviaban a España, plata, sobre todo, pero también cueros y carne seca. Las cenas habían cambiado y Martina escuchaba embelesada a su hermano, quien relataba sus viajes con grandilocuencia. Juan era un contador de historias locuaz y entretenido y la libertad de comerciar por el virreinato le había dado a su rostro sereno una vida que antes no tenía.
Martina sacudió la cabeza recordando a su hermano mientras sonreía. Juan la molestaba, pero también la consentía. A veces le daba a escondidas algunos trozos de tela para que se hiciera alguna ropa, pero la madre siempre los encontraba y confiscaba. Era peor doña Lucía que la propia Aduana de Buenos Aires a la hora de detectar telas de contrabando.
Y al pensar en su hermano no pudo dejar de pensar en don Manuel.
—Qué ojos lindos tiene, Martina.
Todo había cambiado desde que había sangrado.
El cuerpo se le había convertido en un extraño. Antes nunca había sentido cosquillas en el vientre ni el corazón se le había agitado tanto que parecía salírsele del pecho. Paquita, la mulata que era su esclava propia, le había explicado que la sangre que le manchaba la ropa íntima indicaba que podía ser madre.
Paquita le dijo que la llegada de la sangre era la voluntad de Dios. Con aires de suficiencia la mulata había agregado: “Y está en la Biblia”. Para Paquita, que estuviera en la Biblia era razón suficiente para entenderlo.
Pero a Martina se le había antojado un tanto inoportuna la voluntad de Dios, que había elegido justo el momento en que ella jugaba con Micaela Espinoza trepándose por el tronco de la parra del patio.
En un momento estaba apoyando un pie en el tronco y al momento siguiente se doblaba por un agudo dolor en el vientre y sentía que un líquido caliente le corría por las piernas. Hacía dos meses que había cumplido trece años.
Llorando y temiendo morirse, se aferró de la mano de Micaela y salió corriendo hasta el salón donde su madre bordaba junto a doña Josefa Espinoza, su madrina de bautismo. Al ver la mancha que comenzaba a traspasar el vestido gris, doña Lucía se excusó frente a doña Josefa quien se levantó y se despidió rápidamente mientras arrastraba a la pequeña Micaela, rogando a Dios que su niña aún no hubiese visto nada. Las respuestas a esas preguntas eran muy difíciles de dar.
Paquita y doña Lucía la llevaron hasta el cuarto de baño donde la desvistieron y lavaron. Martina lloraba en silencio del miedo que tenía. Nadie le explicaba por qué sangraba y ya se imaginaba muerta para la media noche.
Paquita tomó de un armario un lienzo rectangular, le explicó cómo usarlo y le dijo que más tarde la ayudaría a cambiárselo, reemplazándolo por otro. Una extraña sonrisa recorría la carita redonda de la mulata.
Su madre no había dicho nada.
Finalmente se encontró acostada y arropada bajo las mantas de lana. Tenía el cuerpo alborotado en una serie de horribles dolores agudos en la parte baja del vientre, que, desde hacía un tiempo, se había cubierto de un vello oscuro y rizado. Descubrió que la punta de los senos le molestaba terriblemente en el roce con el camisón. Le dolían los brazos y las piernas. Sin soportarlo más comenzó a gemir y lagrimear.
Inexpresiva hasta la frialdad, su madre simplemente se acercó hasta ella y le dijo:
—A partir de mañana comenzarás a aprender guitarra.
Un tirón en la mano la sacó del ensueño.
Paquita le indicaba que era hora de volver a la casa.
2
La bestia
Desde ese día de su primer sangrado, Martina no pudo dejar de ponerse colorada ante la sola mención de la guitarra.
Cuando las dos mujeres la abandonaron comenzó a llorar tan desesperadamente que sentía que el pecho se le iba a salir. Tenía miedo, estaba aterrorizada de ver sangre saliendo de su cuerpo, corriendo por la pierna, pensando que se iba a morir desangrada como les pasaba a las personas heridas por los carruajes.
Una vez Juan había hablado de un hombre que se había cortado una pierna al ser atropellado por un coche; sangraba tanto que el charco había cubierto las piedras de la calle. El hombre, después de una semana, había muerto.
Martina se preguntó qué parte de su cuerpo estaba herida.
¿Se habría cortado algo? No se imaginaba otra forma se sangrar.
Un rato más tarde, Paquita volvió a entrar en su habitación. Los ojos de la mulata brillaban de travesura. Era apenas unos años más grande que su ama, pero ya sabía todo lo que había que saber acerca de los hombres y los sangrados de las mujeres.
Paquita era pícara y don Rodrigo ya le había dado varias palizas por haber estado correteando por las noches con Bonifacio, el mulato libre que herraba los caballos, quien no había podido resistirse a su juventud y descaro. En una helada noche de junio, rodeada de un yunque, varios martillos y pedazos de hierro, Paquita había conocido la pasión. Así que casi ni había sentido la paliza que don Rodrigo le había dado, después de descubrirla en la madrugada, colgada del tronco de la parra. Tenía el cuerpo caliente de besos y caricias. Qué le importaba una paliza a una esclava.
Martina escuchaba cada vez más atónita las palabras de la mulata. Fue pasando por el miedo, el espanto —cuando Paquita le dijo lo que hacían los hombres con lo que les colgaba entre las piernas—, luego la confusión —¿de verdad eso era lindo?— hasta la más absoluta vergüenza cuando la criada le dijo que ella ya lo había hecho y que cuando se casara ella también lo haría.
Para su sorpresa, luego de cinco días, volvió a sentirse bien otra vez, ya no le dolía el vientre y solo tenía un horrible dolor de cabeza. En esos días casi no salió de su habitación y, cuando dejó de sangrar, Paquita le explicó que al mes siguiente volvería a hacerlo y que estuviese preparada.
Cuando se encontró con su hermano Martina notó una nueva expresión en el rostro de Juan. Desde ese día él comenzó a tratarla con mayor calidez y afecto. Cómo se había enterado Juan de aquello, no tenía idea. O tal vez no lo supiera y ella solo lo imaginaba.
Acostumbrada a la indiferencia de su padre, Martina se sorprendió al recibir más atención de su parte. Por supuesto que no fue cálida ni amable. Cuando volvió a sentarse a la mesa con su familia, don Rodrigo alzó la vista y le dijo:
—Espero que no tengas el descaro de convertirte en una puta como tu madre.
Ninguno de los tres dijo nada al escuchar ese comentario.
Doña Lucía jamás lo contradecía, tratando de no provocar las palizas que su marido le daba. Juan había aprendido de la experiencia de su hermano Adrián y callaba, sabiendo que una protesta de su parte resultaría en más violencia para su madre. Martina, desde ese día comprendió que, a pesar de lo que Paquita le había cuchicheado, la sangre solo la haría infeliz.
Ahora ya podía ser una esposa, tener niños y, por lo tanto, tendría que casarse con una bestia igual que su padre. Porque los hombres llevaban bestias dentro de ellos que salían de la oscuridad, enfurecidos para castigar todo aquello que les molestara. Martina sabía que fuera quien fuera su marido, sería un bruto que la llamaría puta cada vez que pudiera, que maltrataría a sus hijos, y que viviría solo para contar su dinero.
Así que desde el año anterior, Martina había abandonado su vida de niña para siempre y esperaba resignada el día en que su padre le anunciara que había encontrado un marido para ella. Su único lujo consistía en mirar el río en esas escapadas de las que Paquita debía rescatarla. Con el río lograba olvidarse por un rato de que ya no sabía por qué sonreía de pequeña o por qué le gustaba tanto la miel.
Después del sangrado, Micaela había desaparecido. La veía siempre en la iglesia de Santa Catalina junto con doña Josefa pero no se hablaban. Apenas se saludaban cuando su madre saludaba a su madrina mientras caminaban por la calle de la Piedad hasta sus respectivas casas. Martina tampoco se sentía con demasiadas ganas de volver a jugar con Micaela. Cada mes, la sangre volvía a hacerse presente, recordándole que ella no podía hacer nada para evitar la voluntad divina.
El cuerpo también le estaba cambiando, aparecieron curvas donde antes no había y, para su sorpresa, dos enormes limones se instalaron en su pecho. Le parecieron demasiado grandes. Muy grandes.
—Paquita, ¿mis pechos ya tienen leche? —había preguntado una vez.
La mulata la miró seria.
—No, niña, tiene que tener un niño antes.
—¿Y entonces para qué sirve que sean tan grandes?
La criada empezó a reírse tan fuerte que Martina pensó que iba a partirse en dos. Luego de calmarse, puso una expresión pícara en el rostro y le respondió:
—Espere y ya verá, niña.
Doña Lucía comenzó a dedicarse mucho más a su hija. Si bien Martina sabía bordar y coser, ahora la obligaba a hacerlo todas las tardes, mientras antes se las pasaba jugando con Micaela. Tomó clases de baile y canto, aprendió a pintar con acuarelas y fue forzada a entrar en un miriñaque que le impedía respirar. Sus vestidos fueron alargados, para gran lamento de su padre que tenía que pagar las nuevas telas y el sastre, aunque, claro, se consoló a sí mismo separando las telas más feas de su tienda minorista. Ya no usaba el pelo suelto, sino que Paquita se lo recogía en trenzas, que luego anudaba en roscas, que luego sujetaba con horquillas. La mantilla negra ahora era obligada. El efecto le gustaba mucho y si no hubiese estado tan triste, Martina se habría pavoneado frente a todos en la ciudad; se sentía realmente bonita.
Martina descubrió que las cosas habían cambiado no solo para ell