Entró en puntas de pie y con la nariz fruncida por el asco.
Cada objeto de la oficina estaba cubierto de polvo. En el piso, junto al fichero metálico de tres cajones, había decenas de macetas vacías amontonadas de manera irregular. La mujer las sorteó con pasos cortos y se detuvo frente a Balestra.
Él la observó desde el otro lado del escritorio, forzando media sonrisa desde su sillón raído. Aunque las trataba a menudo, no terminaba de relajarse frente a aquellas mujeres pasadas de moda y actualizadas a base de Botox y Pilates. Las conocía bien, eran la mejor parte de su clientela: atractivas, omnipotentes, olvidadas por esposos e hijos, aferradas con uñas y dientes a un matrimonio destruido, al alcohol, a las pastillas, a hobbies estrafalarios o a las horas extras que les dedicaban sus jardineros y personal trainers.
—Si vino a contratarme puede descontar la tintorería de mis honorarios —dijo Balestra señalando el otro sillón raído.
Ella lo fulminó con ojos verdes e irritados. Llevaba el cabello rubio recogido en una cola de caballo, y el cuerpo enfundado en una blusa escotada y una falda satinada ajustada que resaltaba su figura. Se tocó la nariz con una mano saturada de anillos y cadenas que tintineaban con cada uno de sus movimientos.
—Intenté llamarlo pero parece que no atiende ni el teléfono ni el celular… Vengo de parte de Martina Ordóñez —dijo, aún de pie.
Martina Ordóñez lo había contratado hacía seis meses porque le preocupaba que su marido la engañara, mientras que el pobre tipo inventaba viajes y congresos de Biología para que ella no sospechara que se sometía a quimioterapia. Martina Ordóñez. Tenía razón. Su marido la engañaba con un cáncer de próstata.
—¿Y usted es…?
—Miriam Hirsch.
—¿Por qué no se sienta?
—Preferiría no hacerlo. Y además estoy apurada.
—Usted dirá.
—Quiero que siga a mi marido y… le saque unas fotos.
—¿Para su álbum familiar?
—Para el juicio de divorcio —dijo la mujer, sin ocultar su fastidio.
Balestra festejó su propio chiste en silencio y después intentó ser más gentil, tampoco era cuestión de dejar ir a una posible clienta:
—¿Su marido la engaña?
Miriam Hirsch asintió con dientes apretados.
—¿Sabe con quién?
—No, pero los miércoles se encuentra con… mujeres en un departamento que tenemos en Puerto Madero.
—¿Cómo lo sabe? Bajó la vista y descansó el peso de su cuerpo en la otra pierna.
—Por un mail anónimo…
Su incomodidad significaba sólo una cosa: que escondía algo. Pero a él no le importaba saberlo. Al menos por ahora.
—¿Su marido tiene una amante estable? ¿Relaciones casuales, prostitutas…?
—No lo sé. Eso tiene que averiguarlo usted, ¿no?
Balestra tomó el atado de cigarrillos y encendió uno. Miriam Hirsch contuvo la respiración para que él sintiera la obligación de incorporarse y abrir la ventana. Pero Balestra no se movió; a esa hora la avenida Entre Ríos siempre era un caos. Pensó en bocinazos, frenadas e insultos, y su dolor de cabeza se hizo más intenso.
Miriam Hirsch seguía de pie frente a él, y miraba la oficina como si fuera un cadáver lleno de gusanos. Al fin soltó un largo suspiro.
—¿No me va a preguntar nada de mi marido? ¿Cómo es, dónde trabaja…?
Balestra reprimió sus ganas de echarla a empujones, y dijo:
—Sólo necesito la dirección del departamento de Puerto Madero y la del trabajo. Ah… y una foto.
Después volvió a fumar en silencio. La mujer buscó algo en su cartera y le extendió una fotografía.
—Andrés Hirsch.
Bronceado, con traje azul, los hombros anchos y un pelo ceniciento que le cruzaba la frente, Hirsch aparentaba la misma vitalidad que su mujer pero con menos cirugías.
—Todavía es buenmozo… no creo que ande con prostitutas —dijo ella.
—Con pinta y con plata puede andar con quien quiera, lo digo por experiencia.
—Conmigo ya no va a joder más. Sáquele las fotos al muy hijo de puta.
Balestra valoró el insulto chabacano: un toque de realismo que la alejaba de su apariencia de muñeca Barbie para la tercera edad. Miró el calendario pegado con cinta scotch en la pantalla de su computadora, que estaba apagada, como siempre. Se suponía que aquel círculo rojo que encerraba el jueves 10 debía recordarle el vencimiento de algo que podía ser un impuesto, el geriátrico de su madre, un préstamo o cualquiera de las deudas que tenía.
La mujer, que no podía ver la pantalla, sonrió lo suficiente para que Balestra notara su ironía:
—Un detective con computadora… ¿desde cuándo?
—Los tiempos cambian. Le aclaro que cobro la mitad por adelantado y la otra mitad al final de la investigación.
—Mire que pasado mañana es miércoles…
Aunque hacía más de dos meses que nadie le encargaba un caso, Balestra decidió que si tenía que trabajar para ella, al menos intentaría marcarle los límites:
—Esta semana va a ser imposible. Tengo que resolver otros casos.
La mujer soltó un bufido mientras escribía algo en el dorso de una tarjeta.
—Somos pocos detectives para una ciudad con tantos maridos infieles…
—Acá tiene un adelanto y mi tarjeta.
—Su teléfono…
—No. Si quiere decirme algo, venga a verme a San Isidro. Ahí tiene la dirección de mi casa.
Le entregó la tarjeta y un sobre: dentro, Balestra encontró el doble de lo que costaba toda la investigación.
—Cuando me entregue las fotos le pago el resto.
—Con esto basta.
—Eso lo decido yo. Y ya que está páguele a alguien para que limpie este chiquero. Si sabía que estaba tan sucio no venía.
—Y si sabía que su marido le metería los cuernos tampoco se hubiera casado.
Fue la única vez que ella sonrió, pero Balestra supo contemplar la belleza que se escondía detrás de aquel abanico de arrugas.
—A la oficina de Capital, Andrés va generalmente por la mañana, después se va a la fábrica, que queda en San Martín. Haga el trabajo con muchísima discreción. Tiene que sacar las fotos este miércoles, sin falta. Venga a verme cuando haya terminado.
Con carácter, precavida, decidida y sensual, la señora Hirsch se fue como vino: sin saludar, en puntas de pie, bamboleando un culo que se resistía al paso del tiempo.
Cuando se quedó solo, Balestra guardó los billetes en un bolsillo y la foto en un cajón. Al ver la cara de idiota saludable de Andrés Hirsch, se dijo por enésima vez que éste sería el último caso de infidelidad que aceptaba.
Se asomó a la ventana: el tránsito estaba detenido por una manifestación frente al Congreso. Las bocinas sonaban entre los insultos. En medio de la avenida, un taxista discutía con su pasajera mientras ella sostenía a un niño que vomitaba a través de la ventanilla abierta. Más arriba, el cielo seguía tan azul como en los últimos días: nada parecía indicar la proximidad de la tormenta que todos esperaban.
Balestra bajó la persiana, y sin embargo eso tampoco le devolvió la calma. Sintió unas ganas enormes de estar en la isla, viendo el río bajar y subir su espejo marrón durante el resto del día, del año, de los veinte años que le quedaban por vivir. El Tigre era la promesa que cada semana lo ayudaba a soportar Buenos Aires; cada viernes, al atardecer, se subía a su lancha y con ella se adentraba en los canales oyendo el canto de los pájaros, ansioso por llegar a su casa.
El domingo era siempre una tortura: tener que regresar a la ciudad para buscar personas desaparecidas durante años o perseguir hombres y mujeres infieles, niños descarriados y drogadictos en recuperación. Una vida de mierda en una ciudad de mierda. Pero sólo debía sobrevivir hasta el viernes. Entonces podría volver a la soledad del Tigre… después de todo hacía veinticinco años que venía aguantando la agresividad de aquella ciudad que no era la suya y que nada tenía que ver con el Uruguay en el que recordaba haber vivido la primera mitad de su vida.
Se cebó un mate, pero el agua ya estaba fría. En la cocina buscó algo para beber, pero sólo encontró una botella con un resto de vino tinto. Sirvió un vaso, lo probó y lo escupió en la pileta. Bebió un trago de agua de la canilla para quitarse el sabor agrio del vino y luego regresó al escritorio. Lo esperaba una pila de papeles, fotos y tarjetas relativas a los últimos casos. Algún día ordenaría los expedientes y los guardaría en los cajones del fichero. Pero no hoy. Tenía plata y comenzaba a oscurecer: se merecía un vermouth y una picada. Abrió el cajón del escritorio, tomó la foto de Hirsch y anotó la dirección de la oficina del tipo en un papel.
Buscó su celular en vano. Intentó llamar para que sonara y apareciera, pero se le había gastado la batería. Siguió buscándolo durante un rato, hasta que al fin se dio por vencido. Entonces se dirigió al baño para encontrarse con su reflejo desmejorado: un metro ochenta de altura y ciento diez kilos dentro de una camisa arrugada y un traje gris gastado, tan gastado como los cabellos negros que le cubrían la cabeza y que, en las sienes, comenzaban a volverse plateados para recordarle que ya había empezado la cuenta regresiva de su muerte. Como si él no lo supiera.
Se lavó la cara, se cambió la ropa y salió a la calle.
Afuera el aire caliente estaba tan quieto como el tráfico. Los conductores seguían insultándose unos a otros. Un grupo de chicos de la calle había aprovechado el atasco para limpiar los parabrisas de los vehículos a pesar de las quejas de los conductores; otros hacían malabares con naranjas junto al cordón. Los empleados de los negocios permanecían en la calle viendo el espectáculo, como si la desesperación de aquellos que no podían regresar a sus casas fuera el aliento que ellos mismos necesitaban para seguir trabajando hasta que se cumpliera su horario de salida.
Balestra caminó por Entre Ríos alejándose del Congreso, desde donde llegaban los gritos de un megáfono que reclamaba justicia por algo que él no llegaba a entender, pero que podía ser cualquier cosa: los porteños se indignaban con facilidad, eran verdaderos profesionales del reclamo.
Cruzó avenida Belgrano y en la esquina de Combate de los Pozos buscó al Rengo, que mendigaba en medio de la vereda sosteniéndose en las muletas: las mismas ropas ajadas de siempre, la barba crecida y la piel sucia de tierra y hollín.
Al verlo, el linyera sonrió con los tres dientes negros que aún le quedaban en la boca.
—¿Viste qué quilombo?
—¿Qué pasa?
—Los bomberos… cruzaron las autobombas frente al Congreso y no dejan pasar el tráfico.
—¿Qué piden?
—Agua deben pedir, si hace tanto que no llueve…
—¿Y vos? ¿Todo bien?
—Peor que los bomberos. Todo el día acá parado y no junté un mango… tendría que conseguirme uno de esos pendejos drogados que llevan las rumanas… los pendejos dan más lástima que los viejos, ¿viste?
—Tengo un laburito…
—¿Sí? Era hora, loco…
Balestra le entregó el papel con la dirección de la oficina de Andrés Hirsch.
—Mañana andá a esta dirección y mirame a este tipo —dijo, mostrándole la foto, que el Rengo contempló durante algunos segundos.
—Lo que usted diga, jefe…
Buscó un billete de veinte y se lo entregó al Rengo. Cuando Balestra se fue, el mendigo seguía mirando el rostro de Juan Manuel de Rosas.
Llamó a Débora desde el teléfono del bar. Después se ubicó en su mesa de siempre, al fondo. Desde la barra, el Polaco le marcó al mozo que había comenzado a trabajar ese día: un morocho andino de baja estatura, una mata de cabellos enredados y un gesto que mostraba la fragilidad de un bonsái recién trasplantado. Balestra lo llamó y le pidió un plato de quesos y fiambres, un americano cargado y le recordó que le pusiera poco hielo. El mozo regresó trayendo un vaso de hielo con unas gotas de Cinzano, Fernet y soda. Balestra se bebió la copa de un trago, volvió a llamar al mozo y le pidió que se inclinara sobre la mesa. Con una mano apartó la solapa del saco para que el otro pudiera ver la culata del arma.
—Al próximo ponele sólo dos hielos. Por cada hielo de más, te llevás una bala.
El mozo palideció. Después sonrió, nervioso, y se alejó en dirección a la barra. Balestra lo vio hablar con el dueño y señalar su propia mesa. El dueño saludó a Balestra con la misma mano que luego utilizó para golpear la nuca del mozo, que los miraba sin entender nada.
Débora llegó dos americanos más tarde: pantalones y blusa blanca, chaqueta beige de mangas tres cuarto. Para entonces Balestra ya había recuperado la tranquilidad y cierta facilidad de palabra; al verla llegar se incorporó con la intención de besarla, pero ella rechazó el beso, se sentó y se inclinó hacia delante para comenzar un reproche que él apenas si oyó, concentrado en aquella blusa que prometía un par de tetas bronceadas por el sol del Caribe.
—¿Por qué no nos encontramos directamente en tu oficina?
—Tenía ganas de salir un poco, a veces pienso que no convivo demasiado con los porteños.
—Yo soy porteña, pero la convivencia te la debo. Bastante tuve en mis vacaciones.
—¿Sabés que la mayoría de los divorcios se producen después de las vacaciones?
—No me extraña.
Balestra llamó al mozo, que esta vez se acercó con el mismo respeto con el que se hubiera acercado a un relicario que contuviera los huesos de un mártir.
—Un Gancia con limón y mucho hielo, y otro americano.
Cuando regresó, el mozo mostró con orgullo el vaso repleto de Gancia en el que flotaban sólo dos cubos de hielo. Balestra negó con la cabeza, meditando el mismo dilema de siempre: nada lo entretenía más que desvirgar a los mozos que contrataba el Polaco, pero no había nada que lo irritara tanto como una bebida mal preparada.
—¿Querés una bala por cada hielo que no pusiste?
Aburrida, Débora retiró un cigarrillo del paquete de Balestra y alejó al mozo diciendo:
—Está bien, no le des bola.
—¿Cómo te fue en el Caribe?
—Bien, mal... igual que siempre. ¿Y vos? Te hacía en el Tigre…
—¿Y perderme este encuentro? Ni loco.
Débora se inclinó un poco más: la hendija que separaba sus tetas a Balestra le provocó una erección que él no trató de reprimir, sino de mantener hasta que llegara el momento oportuno. Un momento que, al parecer, se vería aplazado hasta nuevo aviso.
—Vine a saludarte nomás. Tenemos una cena en la casa del director del canal.
—Ni que fuera un canal de cocina… ¿Cuándo nos vemos?
—El miércoles a la mañana tengo libre… ¿nos vemos en la oficina?
—No puedo. Tengo un caso.
—Quizá el fin de semana esté libre… Enrique está preparando un informe especial sobre la trata de blancas en la Triple Frontera.
—Hablando de colores, decime: ¿bombacha negra o blanca?
—Te dejo con la intriga. Pero si querés el fin de semana puedo llevar todo el muestrario al Tigre.
Débora apoyó su vaso en la mesa, se puso de pie y fingió decirle algo al oído: con su cabello suelto ocultó de los demás clientes una lengua tibia que acarició el lóbulo de la oreja izquierda de Balestra. Después dijo
—Te llamo.
y se fue.
A Balestra no le quedó otra que esperar a que el bar cerrara y terminar la noche hablando con el Polaco, uniendo sus esfuerzos para que los recuerdos de Uruguay se volvieran más nítidos con cada vaso de grapa.
Al día siguiente despertó con las ropas pegadas al cuerpo, bañado de sudor. Estaba sentado frente al televisor: en la pantalla, un oso escarbaba con sus pezuñas la entrada de un hormiguero. Al ver su larga lengua rosada impregnada de insectos, Balestra recordó el aliento de Débora endulzado por el Gancia. Su propio aliento era una mezcla de tabaco y alcohol que resultó inmune al cepillo de dientes y el dentífrico con sabor a menta.
Se duchó y preparó el mate. Pasó el día revisando la máquina de fotos, limpiando el arma y esperando que el Rengo apareciera con alguna información que pudiera justificar el operativo del día siguiente. Sin embargo, cuando llegó, el Rengo estaba preocupado por otra cosa.
—¿Problemas con la competencia, Rengo?
—Mataron a la Loca —dijo el mendigo mientras se quitaba su disfraz de tullido. Apoyó las muletas contra una pared y flexionó las piernas.
—¿Quién es la Loca?
—Una minita joven, linyera también, a veces se dejaba coger…
Más por solidaridad que por interés, Balestra hizo algunas preguntas para aparentar que compartía la tristeza del Rengo.
—¿Una pelea?
—La Loca no era boluda… ella no se peleaba con nadie.
—¿Cómo murió?
—Quemada.
—¿Qué?
—La encontraron toda chamuscada en la boca del subte.
Los ojos del Rengo dejaron caer unas lágrimas que formaron dos surcos verticales en su rostro cubierto de tierra y hollín. Sollozaba y se sorbía los mocos para demostrar una entereza que había perdido hacía años, cuando llegó borracho a una concentración y se despidió de su carrera de futbolista dándole una paliza a su director técnico y a dos dirigentes de Nueva Chicago. Balestra pensó en ofrecerle un pañuelo de papel, pero al fin optó por servir dos vasos de grapa.
Con el primer vaso el Rengo recuperó un poco de memoria y recordó lo que había ido a hacer a aquella oficina de la avenida Entre Ríos.
—El tipo entró a las ocho en el edificio, solo, con un auto de la reputamadre… después salió a pie con otro tipo a la hora del almuerzo. Los seguí. Comieron en un restaurante japonés, de esos donde la gente come pescado crudo… La comida hay que cocinarla, eso lo sé hasta yo. Después volvieron a la oficina y a eso de las dos el tipo se fue solo en el auto.
—Gracias, Rengo.
Ablandado por las huellas del llanto del Rengo y por la tercera grapa, Balestra le entr