Una llanura tenebrosa (Mortal Engines 4)

Philip Reeve

Fragmento

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1
Supermosquitos sobre Zagwa

Theo había estado escalando desde el amanecer. Primero, por las empinadas pistas, senderos y caminos de cabras que había detrás de la ciudad; luego, cruzando resbaladizas llanuras de grava suelta; y, finalmente, por la yerma ladera de la montaña, agarrándose como podía a las hendiduras y a las grietas sobre las que flotaban las sombras azules. El sol ya estaba en lo alto del cielo para cuando alcanzó la cima. Se detuvo allí un momento para beber agua y recuperar el aliento. A su alrededor, las montañas se estremecían tras los velos de calima que surgían de las rocas calientes.

Con muchísimo cuidado, Theo avanzó hacia un estrecho espolón que sobresalía de la cima de la montaña. A ambos lados, unos escarpados barrancos se precipitaban en una caída de miles de metros llena de rocas puntiagudas, árboles y ríos blancos. Una piedra se desprendió, cayó silenciosamente y dio vueltas sobre sí misma, sin fin. Frente a él, Theo no veía más que el cielo desnudo. Se irguió, inspiró hondo, corrió los últimos metros hasta el borde de la roca y saltó.

Cayó sin parar, cada vez más y más abajo, aturdido por el centelleo montaña-cielo, montaña-cielo. Los ecos de su primer grito se fundieron con el silencio y ya no escuchó más que el latido de su corazón acelerado y el rugido del viento que zumbaba en sus oídos. Dando volteretas en el aire, emergió de la sombra del peñasco a la luz del sol y atisbó bajo sus pies —muy abajo— su hogar: la ciudad estática de Zagwa. Desde allí arriba, las cúpulas cobrizas y las casas pintadas parecían juguetes; las aeronaves, yendo y viniendo del puerto aéreo, eran pétalos arrastrados por el viento; y el río que serpenteaba por su garganta, un hilo plateado.

Theo la contempló con cariño hasta que el lomo de una de las montañas volvió a ocultarla. Hubo una época en la que creyó que jamás regresaría a Zagwa. En el campo de entrenamiento de la Tormenta Verde le habían inculcado que el amor al hogar y la familia era un lujo, algo que debía olvidar si quería cumplir con su cometido en la guerra para reverdecer el mundo. Más tarde, siendo un esclavo en la ciudad-balsa de Brighton, había soñado con su hogar, pero había creído que su familia no querría que regresara. Eran antitraccionistas chapados a la antigua y dio por hecho que, al escapar para unirse a la Tormenta, se había condenado a ser siempre un proscrito. A pesar de todo, allí estaba, de regreso a sus colinas africanas, y ahora era el tiempo que había pasado en el norte lo que le parecía un sueño.

Todo era obra de Wren —pensó mientras caía—. Wren, la extravagante, valiente y divertida muchacha que había conocido en Brighton, su compañera esclava.

—Vuelve con tu madre y tu padre —le había dicho después de que escaparan juntos—. Aún te quieren, y te recibirán encantados, estoy segura.

Y llevaba razón.

Un ave sobresaltada pasó volando junto al costado izquierdo de Theo y le recordó que estaba en el aire, rodeado por un montón de rocas de aspecto amenazador y descendiendo a toda velocidad. Abrió la enorme cometa que llevaba atada a la espalda y dejó escapar un grito triunfal cuando las alas tiraron de él hacia arriba y su vertiginosa caída se convirtió en un grácil y remontado vuelo. Mientras surcaba el aire, el rugido del viento fue apagándose, desplazado por otros sonidos más amables: el susurro de los amplios paneles de seda de silicona, el chirrido del cordaje y las varillas de bambú.

Cuando era más joven, Theo solía llevar allí su cometa para poner a prueba su valor en los vientos y las corrientes. Muchos jóvenes zagwianos lo hacían. Desde que había vuelto del norte, seis meses atrás, a veces observaba con cierta envidia cómo sus alas brillantes se recortaban frente a las montañas, pero no se había atrevido a acompañarlos. El tiempo que había estado fuera le había cambiado demasiado. Se sentía mayor que los chicos de su edad y, a pesar de ello, tímido cuando estaba en su compañía. Se avergonzaba de las cosas que había sido: un piloto de los Acróbatas, un prisionero, un esclavo... Aquella mañana, no obstante, todos los demás jinetes de las nubes se habían quedado en la ciudadela para ver a los extranjeros. Y, consciente de que tendría el cielo entero para él solo, Theo se había despertado deseoso de volver a volar.

Se deslizó por el viento como un halcón, contemplando cómo su sombra nadaba por los espolones de la montaña bañada por la luz del sol. Los verdaderos halcones, suspendidos en el cielo cristalino a sus pies, se apartaban con agudos graznidos de sorpresa e indignación cuando él pasaba planeando a su lado, un esbelto muchacho negro bajo una vela azul celeste que invadía su elemento.

Theo hizo una pirueta y deseó que Wren pudiera verlo. Pero Wren estaba muy lejos, surcando los Caminos de las Aves a bordo de la aeronave de su padre. Después de escapar de la Nube 9, el palacio aéreo del alcalde de Brighton, y de alcanzar la ciudad-tracción de Kom Ombo, Wren había ayudado a Theo a conseguir un pasaje en un carguero que se dirigía hacia el sur. En el muelle, mientras la aeronave se preparaba para partir, se habían despedido y él la había besado. Y, aunque Theo ya había besado antes a otras chicas (algunas, mucho más guapas que Wren), el beso de Wren aún seguía con él. Su mente continuaba reviviéndolo incluso en momentos tan inesperados como aquel. Cuando la había besado, todas sus risas y gestos irónicos la abandonaron. Se quedó temblorosa, y seria, y muy quieta, como esforzándose en escuchar algo que no alcanzaba a oír. Durante un momento, tuvo deseos de decirle que la quería y pedirle que fuera con él, o de ofrecerse a quedarse con ella. Pero Wren estaba tan preocupada por su padre, que había sufrido una especie de ataque, y tan furiosa con su madre, que les había abandonado y se había precipitado con la Nube 9 hacia el desierto, que hacerlo habría sido aprovecharse de ella. Su último recuerdo de Wren era cuando la vio echar la vista atrás mientras su nave se alejaba por el cielo. Ella le dijo adiós con la mano y se fue haciendo más y más pequeña hasta desaparecer del todo.

¡Hacía seis meses! Medio año ya… Definitivamente, iba siendo hora de dejar de pensar en ella.

Así que, durante un rato, no pensó en nada. Simplemente descendió en picado, giró en el aire juguetón y viró hacia poniente frente a la montaña que lo separaba de Zagwa, una montaña verde donde los jirones y bancos de niebla fluían desde el dosel formado por el bosque nuboso.

Medio año. El mundo había cambiado mucho en ese tiempo. Cambios repentinos, estremecedores, como el movimiento de las placas tectónicas cuando las tensiones acumuladas durante los largos años de guerra de la Tormenta Verde se liberaron de improviso. Para empezar, la stalker Fang había desaparecido. Ahora, en la pagoda de Jade había un nuevo líder, el general Naga, que tenía reputación de ser un hombre duro. Su primera acción como líder había sido hacer retroceder el avance de la Traktionstadtsgesellschaft por los pantanos de Rustwater y destruir las ciu

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