La reina del hielo seco

Fragmento

NI POLLO NI PASTA

Salpico a mi novio y corro por la orilla a las carcajadas. Ni siquiera me detengo cuando mi pareo se desata y, luego de convertirse en un mandala suspendido en el aire, cae al agua. Meto panza y me adentro al mar. Desde la orilla, Junior enumera todo lo que piensa hacerme cuando me atrape. Le retruco con gestos burlones, tan agrandada que nunca me percato de la ola gigante que de la nada rompe en mi espalda. Los que saben aconsejan aflojarse y dejarse llevar por la furia del mar; yo hago justamente lo contrario en un intento desesperado por no perder la parte de arriba de mi bikini que de todos modos se sale. Necesito aire. Quiero salir a la superficie pero soy abducida por un remolino de espuma arenosa y salada. Doy mil vueltas hasta que un repentino volantazo me devuelve al interior de aquel remís. El chofer trata de sobrepasar una camioneta de la que sale una mano con el gesto de fuck you. Aturdida, me aferro al asiento con la vista puesta en el rosario que cuelga del espejo retrovisor y que ahora se balancea de lado a lado.

“¿Podría ir un poquito más despacio?”, le pido cuando ya no me quedan dudas de que moriré sin conocer Copacabana. Luego de clavarme la mirada a través del espejo retrovisor, el tipo baja la velocidad. En la radio suena Relax, don’t do it, pero ya no logro volver a apoyar mi espalda contra el respaldo.

* * *

Estoy en el bar frente al check-in, te pedí un tostado, le escribo a mi novio y me pierdo en las páginas de una revista del corazón. Modelo con el kimono abierto y un bebé  colgándole de las tetas asegurando que la maternidad “es el analgésico del alma”;  galán  de telenovelas exhibiendo su flamante tatuaje; empresario entrado en años practicando kitesurf (posa con el pulgar en alto); su hija, unas páginas más adelante, anunciándole al mundo que dará qué hablar como artista plástica.

¿Dónde te metiste? ¡Vamos a perder el avión!, escribo histérica al advertir que en nuestra fila de check-in no queda nadie. Mi percepción del tiempo se va distorsionando; los pocos segundos que paso con la vista clavada en mi celular a la espera de una respuesta se me hacen tan largos que decido llamarlo. No puedo creer que atienda el contestador. Dentro de mi ranking de fatalidades, la peor es imaginarlo nuevamente en los brazos de su ex, en la casa del country. “Si te arrepentiste, podrías al menos tener los huevos para dar la cara”, quiero reprocharle, pero corto. Como poseída, marco redial. De nuevo el contestador: “¿Por qué no atendés? ¡Vamos a perder el avión!”.

Manoteo el tostado, ya gélido y gomoso, y lo engullo casi sin sentirle el gusto. Me toco la teta izquierda; la posibilidad de que a Junior le haya pasado algo camino al aeropuerto empieza a atormentarme. Si en los próximos minutos no da señales, voy a llamar a lo de su ex, por más prohibido que lo tenga. Y que sea lo que Dios quiera… Esta vez no me voy a quedar en silencio escuchando la voz de esa comedora de yogures para el tránsito lento, no señor, esta vez voy a presentarme y le voy a explicar, con lujo de detalles, el motivo de mi llamado. No me importa que después se ponga loco con el temita de “las nenas” y esa estupidez de las “secuelas psicológicas” si se enteran de que ya sale con alguien. ¿Y yo qué? ¿Acaso yo no existo? ¿A mí quién me contiene mientras deambulo sola con mi alma?

Limpio el monitor empastado de lágrimas y maquillaje contra mi jean y respiro hondo tratando de juntar coraje. En el momento en el que oprimo la tecla llamar, Junior aparece corriendo por el hall del aeropuerto. Aun si me cruzo de brazos a la espera de una explicación, no puedo evitar sonreír de felicidad. 

Le echa toda la culpa a un viejo suicida que provocó un caos de tránsito en plena autopista. “¿Y por qué no me atendías?”

“Si el teléfono nunca sonó”, responde él mirando la pantalla, incrédulo. Huelo a boicot tecnológico apenas me entero de que “las nenas” durmieron anoche en su casa.

* * *

“¿Querías ventana?”, me pregunta, tan instalado que ya se sacó los zapatos y tiene el antifaz en la frente.

“Todo bien”, digo agarrándole fuerte la mano mientras leo que el life vest is under my seat y que en caso de emergencia no tengo la más puta idea de cómo usarlo.

“¡Uy, estás helada!”, exclama; me corto la lengua antes de confesar que es la primera vez que me subo a un avión, aunque mi cara me debe estar delatando porque enseguida me convida con una pildorita azul y blanca que acepto al mejor estilo Syd & Nancy.

El capitán del Boeing 737 con destino a Río de Janeiro nos da la bienvenida en tanto carreteamos para el despegue. Cierro los ojos e intento pensar en cosas agradables: camarao, mango, papaya, Capullito de alelí, Lanza perfumi, Maria Bethania…

Me pica la nariz, como si alguien me pasara una pluma por la cara. Me quiero rascar pero estoy tan dormida que no hay forma de que mi mano acate órdenes. Abro un ojo y veo a Junior apuntándome con su iPhone a las carcajadas: “¡No sabés las fotos que te saqué!”.

“¡No me parece gracioso!”, le digo desabrochándome el cinturón y me le abalanzo. No escucho razones, ni siquiera el reto de una azafata que me ordena que apague “el dispositivo” y vuelva a abrocharme el cinturón de inmediato. Al cabo de una lucha encarnizada, logro arrebatarle el teléfono y me apresuro a borrar una foto tras otra. No bien termina la secuencia con primeros planos de mi boca abierta y babeada, aparece una imagen desconcertante: un enorme cartel publicitario de Johnny Walker del que parece colgar, al lado del clásico logo del dandy, un hombre en bermudas y pelo embarullado.

“¡¿Y  esto?!”, exclamo al hacer zoom y comprobar con espanto que se parece demasiado a mi padre.

“Es el viejo que quería matarse…”

Quiero preguntarle si saltó, pero de nuevo mi cuerpo no responde; quedo muda, con la nariz contra la ventana en tanto las luces de Río de Janeiro acaparan el panorama.

NO SOMOS NADA…

Un avión de juguete impactó contra el lomo de una vieja perra policía. A pesar del golpe, el animal siguió echado en el piso con el hocico metido en la rendija de una puerta. Uno de los chicos se acercó lentamente y recuperó el juguete; ante la arenga del resto, le dio un bestial tirón de cola a la perra y salió disparado.

“¡Hey! ¿Qué hacen?” Los chicos se escabulleron entre risas apenas se asomó el hombre que unos segundos antes iba y venía por el balcón hablando por teléfono. “¿Cómo tengo que decirles que su abuela no se siente bien? ¡Vuelen de acá!”, ordenó, y enseguida volvió a llevarse el aparato a la oreja: “¡Te dije que era una pésima idea dejármelos! ¡Qué me importa que la zona donde vive el padre Murphy esté pegada a una villa! ¡Por Dios! ¡Peor es que rompan las pelotas acá!”, exclamó con la voz fugazmente áspera al propinarle una patada a la perra que comenzó a raspar la puerta cuando se escucharon unos lamentos provenientes del dormitorio de su madre. “¡No pierdas más tiempo y vení de una vez que en un rato esto va a ser un mundo de gente!... dale, sí, chau, sí, sí, yo también te amo, dale, apurate…”

Unos segundos después, la puerta del dormitorio se entornó dejando entrever la cara compungida de su cuñado Charly: “Bauti, tu madre quiere hablarles en privado”, dijo al mismo tiempo que entablaba una suerte de pulseada contra el hocico de la perra, que a toda costa quería escurrirse adentro del cuarto. Bautista la tomó del collar: “Encerrala en el balcón antes de que la mate”, le ordenó a su cuñado que, al igual que la perra, de pronto le interrumpía el paso con el dedo en alto: “Esteee, ehhh, una cosita, Bauti... ¿No te parece que sería oportuno ir llamando al diario por el aviso fúnebre, cosa de ir poniendo a todo el mundo al tanto?”, preguntó.

El mayor de los Álvarez Echagüe resopló: “¡Dejate de joder con el aviso que mi mamá todavía no se murió! ¿Por qué en cambio no hacés algo útil y te ocupás de los chicos hasta que llegue Damasia?”, dijo cerrándole la puerta en la cara; la sonrisa complaciente de Charly mutó hacia una mueca inquietante. Si su suegra viera cómo ahora arrastra a su adorada Paca y la arroja como una bola de bowling contra las macetas del balcón...

“¡Perra de mierda!”, exclamó al descubrir las marcas de las patas impresas en sus chupines blancos. La perra pareció mirarlo fijo a través del vidrio, a pesar de sus cataratas.

* * *

Bautista avanzó por la habitación de su madre como un novio indeciso camino al altar. El olor a alcohol en gel mezclado con la esencia de lavanda parecía haber emborrachado a su hermana Finita, que se balanceaba aferrando la mano huesuda de su madre y repetía un Ave María tras otro. Recién salió del trance cuando Bautista abrió la cortina y unos rayos de sol cayeron sobre su piel blanca y tirante.

“¡Cerrá!”, ordenó con muecas vampirescas, pero su hermano jamás quitó la vista de la tanga atigrada que se delineó a través del ambo rosado de la enfermera; tan obnubilado que ni siquiera parpadeó cuando su madre volvió a lamentarse de dolor.

“¿No prefieren que me quede?”, preguntó la enfermera, viéndola retorcerse entre las sábanas. Bautista asintió como un idiota hasta recibir un pisotón de su hermana, dispuesta a ponerle la chata a su madre para evitar seguir pagándole horas extras a esa vaga. “Mamá quiere hablarnos en privado, Bauti”, recalcó y, con tal de que la enfermera volara, la guió hacia la puerta: “Vos andá a descansar a tu casa que cualquier cosa te llamamos”.

Ya sin distracciones, Bautista no tuvo más remedio que recalar en su madre. La observó estirar el cuello como un pichón hambriento hasta que Finita le colocó el vaso entre los labios; el agua cayendo por la quijada, filosa como un arma blanca. Le pareció mentira que fuera la misma mujer que galopaba en aquel portarretratos. Silver o Silverado se llamaba el tobiano, recordó hasta que el ataque de tos de su madre lo devolvió a la habitación.

—¡Respirá hondo, ma, vamos! —Bautista le levantó los brazos huesudos con la inquietante sensación de arrancarlos. Luego de un par de golpes en la espalda, Beba recuperó el aire. Balbuceó unas palabras pero su voz era imperceptible, tan baja que ya parecía estar hablando desde el más allá:

—Hay algo que tienen que saber… —aseguró intentando despegar la cabeza de la almohada.

—¿No preferís reservar fuerzas para cuando venga el padre Murphy, ma? —sugirió Bautista al notarla cada vez más pálida—. Recién hablé con Damasia y me dijo que en diez minutos están llegando.

Su madre negó.

—No quiero hablar con un cura, quiero hablar con mis hijos. ¿Y Antonio? ¿Dónde está su hermano? —preguntó, aturdida.

Finita soltó el aire: “Antonio vive hace años en España”, dijo por octava vez en lo que iba de la tarde y, ante la enésima cara estupefacta de su madre, volvió a apiadarse: “Pero no te aflijas que está viajando especialmente para verte”.

Beba Álvarez Echagüe braceó hasta aferrar las manos de sus hijos a cada lado de la cama. Sabía que en cuanto dijera lo que tenía para decir, probablemente no quisieran volver a tocarla.

“Les ruego que no me juzguen, no podría descansar en paz si lo hacen…”

Finita le besó la frente. “Jamás haríamos algo semejante.”

“Sí que lo van a hacer, abandonar a un hijo es algo imperdonable…”, aseguró bajando la mirada.

Pareció que transcurrió un siglo hasta que uno de sus hijos volvió a hablar.

“¿Qué decís, mamá?”

“Fue cuando recién me vine para Buenos Aires, mucho antes de conocer a su padre. Yo limpiaba la casa de una señora que vivía con su único hijo, Ángel de Jesús, un seminarista con el que viví una historia de amor apasionada…”

Aun si Finita se preguntó a los gritos en qué momento su madre trabajó limpiando casas, Beba continuó su relato entre silbidos agonizantes: “Él estuvo a punto de dejarlo todo por mí, pero las artimañas de la madre terminaron separándonos. Al poco tiempo descubrí que estaba embarazada. Sola en el mundo y sin posibilidades, tomé la decisión de darla en adopción, con la esperanza de que otra familia pudiera cuidarla”, argumentó desconsolada a pesar de haberse quedado sin lágrimas.

“D E L I R A”, moduló Bautista apenas Finita soltó, como si quemara, la mano de su madre.

Hubo un silencio repentino en el dormitorio, salvo por las últimas gotas de aceite de lavanda burbujeando sobre el hornito de cerámica. Con el índice tembloroso, Beba señaló un cuadro: “En mi caja fuerte hay una carta donde le explico cómo fueron las cosas. No voy a poder descansar en paz hasta que no se la entreguen en mano…”

—¿Por qué nos decís todo esto ahora? No puedo creer que estas sean tus últimas palabras —se lamentó Finita sin hacer caso a las muecas desesperadas de su hermano.

—Es el propio destino que me acorrala. Justamente hoy, el día de mi partida, ella cumpliría 40 años… —Bautista quiso decirle que de ninguna manera iba a morir y que pronto iba a recuperarse pero la avidez le ganó de mano:

—¿Qué otras personas están al tanto de esta historia?

—Júrenme que van a buscarla. Necesito que le digan que no hubo un día en que no la pensara —insistió Beba con la mirada ida y la voz cada vez más lejana.

—Por favor, mamá, tranquilizate y contanos quién más sabe de esto —la sacudió el mayor de los Álvarez Echagüe.

Beba miró a su alrededor, desconcertada:

—¿Y Antonio? ¿Dónde está su hermano?

—Antonio está llegando en cualquier momento de España. Me estabas hablando de tu hija y yo te preguntaba si había alguien más al tanto —arremetió intentando volver al grano. La cara de desconcierto de Beba se acentuó cuando irrumpieron unos ladridos lejanos.

—¿Qué le pasa a Paca? ¿Por qué no está conmigo en el cuarto? —preguntó mirando el colchoncito escocés junto a su cama.

Un instante después, el llanto desconsolado de un niño indujo al mayor de los Álvarez Echagüe a pararse de un salto: “¡¡¡Beltrán!!!”, exclamó y disparó hacia el living seguido por su hermana.

* * *

El niño más alto lloraba y se sostenía el brazo. “¡Me mordió! ¡Me mordió!”, dijo señalando el balcón abierto que, salvo por un par de buxus moribundos, se veía desolado. Bautista le apuntó con un dedo a su cuñado: “¡Menos mal que ibas a ocuparte de los chicos!”.

El nene se abrazó a la pierna de Bautista y gritó como un loco cuando Finita intentó inspecc

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