El amor de mi vida

Rosa Montero

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Unas palabras previas
El siglo de la aniquilación
Si un día tu hija se vuelve loca
Literatura borracha
Entre los terrores y las maravillas
Este cuerpo nuestro que nos mata
La espía septuagenaria
La rara memoria periférica de Stanisław Lem
El universo en un grano de arena
La belleza del monstruo
De chinos, chilenos y marcianos
Atracciones perversas
El padre y el dolor
La locura del mundo
Con la piel encendida
Con falditas y a lo loco
El rey Arturo y la fragilidad de los escritores
Nuevas y buenísimas
Chetenché Glubglubb Chetyeketyovovó
La extraña pareja
Antropología alienígena
Raros viajes al cuerpo
El jardín al que nunca volveremos
Theroux y otros buitres
Polvo y cenizas
Los buenos escritores pueden ser miserables
Así suena Thomas Mann
Indigna
Muertos y requetemuertos
La agitada vida de los paramecios
La magia de las miniaturas
La verdad del impostor
La dama de las nieves y otros tipos insólitos
El placer de aprender
El fragor de los imperios al derrumbarse
Pequeños libros gordos
Las salpicaduras de la sangre
Las páginas tediosas de ‘La montaña mágica’
El gran animal que acecha en la selva
Familia sólo hay una (afortunadamente)
Una declaración de amor sobre el abismo
Un trozo de cielo muy pequeño
Cuánto anhelo de gloria y cuánto miedo
Cuando la vida hace daño
Escribir es resistir
Contra la muerte
Sobre la autora
Créditos
02_Dedicatoria

Para la gran hermandad mundial

de amantes de los libros

03_Introduccion

Unas palabras previas

En una de las muchas entrevistas que le hicieron tras ganar el Nobel, el gran Vargas Llosa dijo: «Lo más importante que me ha pasado en la vida ha sido aprender a leer». Exacto, qué bien dicho. Es una de esas frases sencillas y certeras que iluminan el mundo y te permiten entender mejor tu propia vida. ¿Qué hubiera sido de mí sin la lectura? No puedo concebirlo: incluso dudo de que siguiera siendo humana. Sin libros, tal vez hubiera sido un marsupial o un paquidermo, pongo por caso. Quiero decir que me es tan difícil imaginarme sin leer como imaginarme transmutada en hipopótama.

En su precioso libro Letraheridos, la escritora Nuria Amat propone un juego para literatos: si, por un maldito capricho del destino, tuvieras que elegir entre no volver a escribir o no volver a leer nunca más, ¿qué escogerías? Sin duda se trata de una disyuntiva muy cruel; la mayoría de los novelistas hemos empezado a escribir de niños y la escritura forma parte de la estructura básica de nuestra personalidad. Es una especie de esqueleto exógeno que nos permite mantenernos de pie; de hecho, creo que muchos sentimos que, de no escribir, nos volveríamos locos, nos haríamos pedazos, nos descoseríamos en informes fragmentos. Teniendo en cuenta todo esto, parecería que la respuesta es fácil de deducir, ¿no es así? Pues se equivocan. He planteado esta interesante cuestión a más de un centenar de autores de diversos países, y sólo he encontrado a dos que hayan escogido seguir escribiendo. Los demás, yo incluida, hemos elegido sin ninguna duda poder seguir leyendo. Porque la mudez puede acarrear la indecible soledad y el agudo sufrimiento de la locura, pero dejar de leer es la muerte instantánea. Sería como vivir en un mundo sin oxígeno.

Siempre me ha dado pena la gente que no lee, y no ya porque sean más incultos, que sin duda lo son; o porque estén más indefensos y sean menos libres, que también, sino, sobre todo, porque viven muchísimo menos. La gran tragedia de los seres humanos es haber venido al mundo llenos de ansias de vivir y estar condenados a una existencia efímera. Las vidas son siempre mucho más pequeñas que nuestros sueños; incluso la vida del hombre o la mujer más grandes es infinitamente más estrecha que sus deseos. La vida nos aprieta en las axilas, como un traje mal hecho. Por eso necesitamos leer, e ir al teatro o al cine. Necesitamos vivirnos a lo ancho en otras existencias, para compensar la finitud. Y no hay vida virtual más poderosa ni más hipnotizante que la que nos ofrece la literatura. Estoy convencida de que a todos los humanos nos aguarda en algún rincón del mundo el libro que sería perfecto para nosotros, la lectura que nos abriría las puertas de ese mundo maravilloso que es la literatura. De modo que aquellos a quienes no les gusta la lectura sólo serían individuos que aún no han tenido la suerte de encontrar su precioso libro-llave personal. Verán, yo creo mucho más en esta predestinación que en la amorosa. En realidad me es bastante difícil confiar en la existencia de una media naranja sentimental, de un alma gemela que ande pululando por ahí a la espera de que un día nos tropecemos. Pero en los libros, ah, eso sí: en los libros sí creo. En el susurro embriagador de las buenas novelas. En las historias que parecen estar escritas sólo para mí.

Porque, cuando nos gusta un libro, siempre nos parece que sus páginas nos hablan directamente al corazón, que sus palabras son nuestras y sólo nuestras. Y en alguna medida es cierto que es así, porque al leer completamos la obra, la interpretamos, la enriquecemos con nuestra necesidad y nuestra pasión. No hay dos lecturas iguales. Ahora bien: aunque la experiencia de la lectura sea única, lo cierto es que gracias a los libros nos hermanamos. Cuando, yendo en el metro o en un avión, veo a alguien ensimismado en una novela que a mí me ha gustado, siento una instantánea afinidad con esa persona. ¡De algún modo me encuentro dentro de su cabeza y de sus emociones! Yo también he estado allí y he vivido lo que él o ella está viviendo. Gracias a los libros compartimos nuestros sentimientos, aprendemos de los demás y nos sentimos acompañados no sólo en nuestra pequeña existencia, sino en algo mucho más general, mucho más grande que nosotros, algo que nos engloba a través del tiempo y del espacio. ¿No es prodigioso poder vibrar con las palabras de alguien que lleva muerto un siglo, por ejemplo? Cuánta esperanza hay en el acto de leer. La esperanza de poder entender a otro ser humano. De sumarte a su fugaz trayecto por la vida.

Para mí los libros son verdaderos talismanes. Me parece que, si tengo algo a mano para leer, puedo ser capaz de aguantar casi todo. Son un antídoto para el dolor, un calmante para la desesperación, un excitante contra el aburrimiento. Nunca me siento sola ni existen horas perdidas cuando puedo sumergirme en algún texto. Por eso siempre he acarreado pesos descomunales en mis maletas de viaje (¡vivan los libros electrónicos!), aterrada por el riesgo de caer algún día en la apabullante soledad, en el vértigo que la ausencia de lecturas origina. Y aun así, pese a lo previsora que soy (o lo maniática), una vez me quedé varada varios días en un pueblecito de la India sin nada que leer: aún lo recuerdo con gran desasosiego. En fin, no sé vivir sin ellos. Sin los libros. Soy como la conmovedora anciana en la portada de este libro. Es una foto de André Kertész del asilo de Beaune (Francia) en 1929; así que la viejecita es una asilada, está sola en el mundo, probablemente enferma, es pobre y se encuentra cercada por la muerte. Y, sin embargo, ¡qué invulnerable se la ve, protegida por el hechizo de la lectura! Creo que, desde los cuatro años, todos los días he leído algo, siquiera un par de líneas. Los libros son la presencia más constante de mi existencia. Mi mayor apoyo. En muchos sentidos, el amor de mi vida.

Los textos aquí reunidos han nacido de esa pasión lectora. Los más largos vienen de una serie llamada «Mundos de papel» que saqué en El País Semanal en el año 1998. Los textos más cortos son mucho más recientes; pertenecen a la serie «Lecturas compartidas» que estoy publicando en Babelia, el suplemento cultural de El País, desde hace un par de años. Aunque la longitud es muy diferente y esto hace que los artículos también lo sean, en realidad los dos trabajos parten de un enfoque parecido: en ambos casos cada capítulo se centra en uno o varios libros, pero no se habla sólo de las obras, sino también de algo más: del entorno social, de los autores, de la vida. Los textos van mezclados unos con otros, entreverando los largos y los cortos, porque creo que así se guarda mejor ese natural desorden de la lectura, ese placer errático de ir cogiendo ahora este volumen y después este otro. Por último, el artículo que habla de Una mujer en fuga, la biografía sobre Carmen Laforet, no pertenece a ninguna de las dos series, sino que fue un texto único que publiqué en 2010 en Babelia.

Madrid, 2011

04_Capitulo 1

El siglo de la aniquilación

Viaje de un naturalista alrededor del mundo, de Charles Darwin

Charles Darwin sólo tenía veintidós años cuando en 1831 le ofrecieron la posibilidad de embarcar en el Beagle, un barquito de la Marina británica que iba a dar la vuelta al mundo para cartografiar las costas de Suramérica y hacer diversas mediciones geográficas. Darwin, hijo y nieto de médicos, era un chico alto, fuerte y feo que pertenecía a una familia whig, es decir, liberal. Su abuelo, Erasmo, había sido un ardiente evolucionista. Pero Erasmo pertenecía al rompedor y progresista siglo XVIII; luego llegó el XIX y soplaron aires reaccionarios, de manera que el padre de Darwin, aunque librepensador, prefirió maquillar un poco sus ideas para poder ser perfectamente respetable. Con esa misma obsesión por la respetabilidad creció Charles Darwin, lo cual, unido a su desesperado afán por complacer a los demás, llegaría con los años a amargarle la vida y casi a destruírsela.

Pero por entonces, en 1831, Darwin no era todavía nada más que un joven alegre con una carrera académica muy poco brillante. Abandonó los estudios de Medicina cuando tuvo que presenciar cómo operaban a un niño sin anestesia; luego se sacó a trancas y barrancas el título de Humanidades, y decidió hacerse sacerdote. No es que fuera lo que se dice un gran creyente, pero eso, ser sacerdote en una parroquia rural, era la mejor salida para los caballeros de buena familia que no servían para nada, y además le permitiría dedicarse a sus aficiones, que desde siempre habían sido la geología, la botánica y sobre todo los bichejos informes y viscosos: las babosas, los gusanos, las larvas. En ésas estaba, recién terminada la carrera y contemplando un tedioso futuro sacerdotal salpicado de gusarapos, cuando surgió lo de la vuelta al mundo.

La oferta la hacía el capitán del Beagle, Robert FitzRoy, que sólo tenía veintiséis años y era el perfecto antagonista de Darwin: aristócrata, veterano en viajes y aventuras, arrogante y vehemente, un tory conservador hasta la médula. Pese a las diferencias, sin embargo, los dos jóvenes se cayeron muy bien. FitzRoy quería un compañero de buena cuna con el que poder hablar durante la larga travesía (intimar con la tripulación hubiera sido rebajar su autoridad), y, si de paso era un naturalista, mejor que mejor. Darwin podía pagarse las expensas del viaje y, aunque perteneciente a una familia whig, iba a ser sacerdote: era un muchacho respetable, en fin, que probablemente podría encontrar pruebas irrefutables de la existencia del Diluvio Universal en las remotas costas de Suramérica.

Porque FitzRoy era un hombre de orden; más aún, era un fiero paladín del viejo orden, y estaba dispuesto a luchar con todas sus fuerzas contra las hordas de liberales y progresistas y ateos que estaban invadiendo el mundo entero y en concreto Inglaterra. ¡Pero si la Ley de Reforma acababa de permitir que votara la clase media! Y había algunos enloquecidos radicales (no los whigs, desde luego) que incluso pretendían que votaran los pobres. Por no hablar de todos esos científicos pervertidos que pergeñaban tremendas teorías en contra de la doctrina cristiana. Como el francés Lamarck, que acababa de morir, octogenario, siendo una de las personas más odiadas de su época, ya que había diseñado una teoría evolucionista según la cual las especies, en vez de ser inmutables y creadas por Dios, se transformaban y adaptaban a las influencias ambientales. El respetable Darwin también aborrecía a Lamarck, naturalmente, y creía en la creación divina y en todo lo que había que creer; de manera que sí, ese joven tan feo y tan robusto podía ser el más adecuado para encontrar las pruebas del Diluvio.

Y así fue como el 27 de diciembre de 1831 empezó un viaje que habría de durar cinco años y que terminó por cambiar nuestra idea sobre el mundo. El comienzo fue un tanto ominoso: nada más salir del puerto, Darwin empezó a marearse como un perro. Cinco años más tarde regresaría a Inglaterra vomitando con la misma constancia con la que se fue: jamás consiguió acostumbrarse al mar.

Sin duda el joven naturalista demostró un coraje y un tesón extraordinarios al aguantar todos los peligros y las incomodidades de un trayecto semejante. El Beagle era un barquito muy pequeño, de apenas veinticinco metros de eslora, en el que se apretujaban setenta y cuatro personas: para poder dormir, Darwin tenía que sacar un cajón y meter los pies en el agujero. En ocasiones, como cuando dieron la vuelta a Tierra del Fuego, llegaron a permanecer más de ocho meses seguidos a bordo sin encontrar un solo asentamiento civilizado, recorriendo las costas más salvajes, con la cubierta alfombrada de nieve y zarandeados por horribles tormentas. «Odio el mar, lo aborrezco», escribía el pobre Darwin pocos meses antes de regresar a casa.

Para entonces se había convertido en un famoso geólogo y científico, gracias a los especímenes que había ido mandando a Inglaterra desde distintos puertos, y, sobre todo, gracias a los huesos de enormes dinosaurios que había encontrado en Suramérica. De modo que regresó célebre y con miles y miles de tarritos que contenían de todo, desde hongos a ratas. Traía también algo menos visible, pero mucho más importante: infinitas preguntas dentro de su cabeza. Pasó el resto de su vida respondiéndolas.

Porque Darwin, pese a su carácter dulce y algo pusilánime, siempre demasiado respetuoso con lo respetable, poseía una mentalidad científica rigurosa y avanzada, y una formidable inteligencia. La curiosidad de Darwin era imponente: jamás dejaba de preguntar, observar, deducir, estudiar. Ni siquiera su vida privada estaba libre de su incesante análisis; cuando empezó a hacer manitas con su prima Emma, con la que más tarde se casaría, anotó: «El deseo sexual hace salivar», y relacionó este hecho con el comportamiento de su perra Nina.

Esta intensa emoción por el descubrimiento de la realidad impregna el Viaje de un naturalista alrededor del mundo, que es el libro que Darwin publicó, a su regreso a Inglaterra, basándose en los diarios de la travesía. Se trata de una obra escrita por un joven sobre la empresa más extraordinaria de su vida, y, como tal, exuda vitalidad y fuerza. Es, en gran medida, un libro de aventuras formidable, con tribus caníbales, bandoleros, revoluciones y terremotos; Darwin escaló montañas, atravesó desiertos y glaciares y se convirtió en un verdadero atleta, en un hombre curtido y resistente. El libro tiene algo físico, una celebración de la gloria de la juventud y de la existencia.

Además, y aunque Darwin no deja de aplicar sobre todas las cosas su mirada sensata y analítica, los territorios por los que viaja siguen manteniendo cierto aroma fabuloso; es un mundo aún fantasmagórico por el que se abre paso la luz de la observación y la razón. Y así, el libro está lleno de prodigios: mares fosforescentes, nieve roja como la sangre, un granizo tan grueso que es capaz de matar a decenas de ciervos o criaturas tan extraordinarias como el Diodon, un pececillo que, cuando es devorado por un tiburón, escapa del estómago del monstruo abriéndole a bocados un agujero en las entrañas. A veces sorprende comprobar todo lo que Darwin y sus contemporáneos no sabían sobre temas que hoy aprende un párvulo. Como cuando se interroga sobre el porqué de las fiebres de las «zonas malsanas», ignorante aún de que la malaria es transmitida a través de la picadura de los mosquitos: «En todos los países malsanos, dormir en la costa hace correr el mayor riesgo. ¿Es por el estado del cuerpo durante el sueño? ¿Es porque se desarrollan más miasmas durante la noche?». Y en la palabra miasma late la imprecisa y amenazadora oscuridad de un mundo arcaico.

Pero el Viaje de un naturalista alrededor del mundo es, sobre todo, un testimonio vivísimo y escalofriante sobre la bestialidad del ser humano, y sobre un siglo XIX devastador, genocida y carnicero que unía la irrupción de unos métodos de destrucción masiva con la falta de conciencia. En primer lugar está la esclavitud, para entonces ya fuertemente cuestionada en todo el mundo (Inglaterra había abolido el comercio esclavista con América en 1807), y de la que Darwin da testimonios espeluznantes: una noble anciana brasileña que usaba un aparato triturador de dedos para castigar con él a sus criadas; los alaridos de un esclavo sometido a tortura por su amo; un niño de seis años golpeado en la cabeza con un látigo por traer un vaso poco limpio. Darwin, ardiente antiesclavista, sólo pierde su serenidad científica cuando trata este tema.

Pero hay algo en el libro aún peor, y es el testimonio de la sistemática eliminación de los indios a manos de los blancos. Conocemos la atrocidad de la esclavitud porque los nietos de aquellos negros cautivos se ocupan hoy de rememorar a sus mayores; pero no queda nadie para reivindicar la historia de los pueblos indígenas exterminados, para hablar por ellos de su heroicidad y su agonía. Ni siquiera Darwin lo hace: es un hombre progresista y compasivo, y está horrorizado ante las carnicerías que presencia, pero también es hijo de su época y comparte los prejuicios dominantes. Y, así, es machista, y considera que los salvajes son seres inferiores (aunque dignos de todo respeto), y posee, sobre todo, una fenomenal ceguera etnocéntrica. Por ejemplo, nunca se plantea que el «hombre blanco» no tenía ningún derecho a invadir las tierras de los «salvajes»: para él, los europeos, y principalmente los ingleses, tienen no sólo el derecho, sino el deber de llevar la religión cristiana y la civilización a las zonas remotas del planeta.

Aun así, el relato de las matanzas que hace el espantado Darwin resulta difícilmente soportable. En especial cuando habla de las tribus de las pampas y del general argentino Rosas. A la llegada del Beagle a Suramérica, el general Rosas, más tarde dictador del país y hoy un prohombre de la historia rioplatense, estaba inmerso en una «guerra de exterminio», así la denominaba él mismo, contra los indios de la zona. Los indígenas sólo tenían lanzas; los soldados de Rosas (parecidos a una horda de bandoleros, dice Darwin), fusiles y cañones. Los perseguían sin cuartel por las grandes llanuras, y, cuando los atrapaban, los mataban a todos: hombres y mujeres, ancianos y niños. «Los indios sienten actualmente un terror tan grande, que ya no se resisten en masa; cada cual se apresura a huir por separado, abandonando a mujeres y niños. Pero cuando se consigue darles alcance, se revuelven como bestias feroces y se baten contra cualquier número de hombres. Un indio moribundo agarró con los dientes el dedo pulgar de uno de los soldados que le perseguían y se dejó arrancar un ojo antes de soltar su presa», anota Darwin.

De la masacre generalizada sólo se salvaban las muchachas jóvenes y bellas, que eran entregadas a la tropa (a la horda de bandoleros), y algunos niños pequeños, que eran vendidos como esclavos: «¡Cuán horrible es el hecho de que se asesine a sangre fría a todas las mujeres indias que parecen tener más de veinte años! Cuando protesté en nombre de la humanidad, me respondieron: “Y ¿qué otra cosa podemos hacer? ¡Tienen tantos hijos estas salvajes!”». Olvidaba sin duda Darwin, al plantear su queja, que se trataba de un genocidio fríamente programado: no había que vencer a los indios, sino borrarlos del planeta.

«Aquí todos están convencidos de que ésta es la más justa de las guerras, porque va dirigida contra los salvajes. ¿Quién podría creer que se cometan tantas atrocidades en un país cristiano y civilizado?», escribe el naturalista en su diario, y añade que, tiempo atrás, estos indios vivían en grandes poblados de dos mil o tres mil habitantes. Ahora, sin embargo, en esos últimos y atroces años de agonía, «no sólo han desaparecido tribus enteras, sino que las restantes se han vuelto más bárbaras; en vez de vivir en los grandes poblados (...) vagan actualmente por las llanuras inmensas».

Darwin es un poco menos crítico en Australia, cuando habla del triste destino de los aborígenes a manos de los británicos: «A todos los indígenas de la isla de Tasmania se los han llevado a una isla del estrecho de Bass. Esta cruel medida se hizo inevitable, como único medio de poner fin a una tremenda serie de robos, incendios y asesinatos cometidos por los negros y que, tarde o temprano, hubiesen acarreado su exterminio. Confieso que todos estos males y sus consecuencias son probablemente efecto de la infame conducta de algunos de nuestros compatriotas (...) Muchos indígenas habían sido muertos o hechos prisioneros en los continuos combates que se sucedieron por espacio de bastantes años; pero nada llegó a convencer a aquellas gentes de nuestra inmensa superioridad como la declaración del estado de sitio de toda la isla, el año 1830, y la proclama que llamaba a las armas a toda la población blanca para apoderarse de los indígenas. El plan adoptado se parecía mucho al de las grandes cacerías de la India», escribe Darwin con ácida ironía. En 1835, cuando los tasmanos fueron deportados, no quedaban más que doscientas diez personas; siete años más tarde sólo sobrevivían cincuenta y cuatro, lo que puede dar una idea de las condiciones en las que los tenían. Yo he visto en Australia la fotografía del último de ellos: era una mujer madura de expresión lacerantemente triste, vestida con humildes ropas occidentales. Debió de morir sobre 1880, y con ella se acabó la memoria de un pueblo.

Un fragor de batallas, un estruendo de pólvora recorre todo el libro de Darwin. Por un lado están los combates de exterminio contra los indios, y por otro, alegres matanzas de animales. Las criaturas salvajes, aún ignorantes del poder de las balas, morían en abrumadoras cantidades. Cien pumas abatidos en tres meses por los habitantes de un solo pueblo, doscientas tortugas gigantes cazadas en un solo día por la tripulación de un único barco. Darwin anota que las bestias, muy abundantes apenas cinco años atrás, comienzan a escasear: guanacos, jaguares, canguros... El diario del naturalista chorrea sangre. El siglo XIX es el siglo de la aniquilación.

Pero también hay otro tipo de aniquilaciones metafóricas: como, por ejemplo, la muerte del Dios antiguo. Porque a lo largo de su viaje Darwin no sólo no encontró pruebas fehacientes de la existencia del Diluvio Universal, sino que sus meticulosas observaciones le hicieron poner en duda todas sus creencias.

Por entonces, el mito del Génesis era mantenido como una verdad literal: Dios había creado el mundo y a todas sus criaturas en siete días, y Adán y Eva, nuestros padres, eran exactamente iguales a los modernos humanos. El arzobispo Ussher y el doctor Lightfoot, de la Universidad de Cambridge, hicieron ciertos cálculos y fecharon la creación del mundo a las nueve de la mañana del 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo, y esta necedad había sido impresa en numerosas biblias. Pero los datos que iba acumulando Darwin contradecían fundamentalmente todo esto: no sólo las tierras no habían sido inundadas por el Diluvio, sino que Suramérica se había elevado sobre el nivel del mar; no todos los animales habían sido creados desde el principio, sino que la fauna ancestral, compuesta por gigantescos dinosaurios, no tenía nada que ver con la actual; los primitivos salvajes de Tierra del Fuego no se parecían al Adán divino, y, en las Galápagos, animales de la misma especie eran morfológicamente diferentes de isla en isla, lo que parecía sugerir una evolución.

Todas estas dudas trajo Darwin consigo al regresar a casa en octubre de 1836, además de un conflicto personal irresoluble. Porque eran dudas heréticas e infamantes; la evolución era considerada una idea disoluta y atroz, indigna de un caballero. Si al ser humano se le emparentaba con las bestias, ¿qué le impediría comportarse como una bestia, una vez perdida la dimensión divina? Sólo las turbas radicales se atrevían a sugerir algo tan subversivo: pero Darwin era un hombre respetable. Además, la blasfemia seguía teniendo pena de cárcel, y más de un radical había dado con sus huesos en prisión por algo así.

Entonces empezó la doble vida de Darwin: o su agonía. A los pocos meses de volver de su viaje comenzó a anotar sus cada vez más peligrosas reflexiones en una serie de cuadernos clandestinos. Ahí, en esas páginas secretas, contra sus propios valores, sus intereses y su voluntad, fue componiéndose dolorosa y lentamente la teoría de la evolución. Mientras tanto, su éxito y su fama como geólogo crecían. Cada vez era más célebre, y cada vez tenía que mentir más con respecto a sus ideas y sus creencias: y esto en un hombre que era radicalmente honesto. Ni siquiera su mujer sabía lo que pensaba.

No es de extrañar que se pusiera enfermo. Aquel muchacho robusto y portentosamente atlético del viaje del Beagle se convirtió, nada más iniciar sus cuadernos secretos, en un semiinválido: tenía mareos, jaquecas, palpitaciones, desmayos y, sobre todo, brutales ataques de vómitos. Algunos dicen que los cinco años de constante mareo marino le destrozaron el organismo, y también es probable que hubiera contraído en Chile el mal de Chagas tras la picadura de una chinche; pero es imposible no relacionar sus males con la extremada angustia de su situación. Durante toda su existencia fue un enfermo crónico; gravemente incapacitado y muy deprimido, vivió encerrado en sí mismo y no volvió a salir de Inglaterra jamás.

En 1844, siete años después de haber comenzado sus trabajos clandestinos, Darwin escribió una reveladora carta a un joven botánico llamado Hooker: «Estoy casi convencido (totalmente al contrario de la opinión con la que partí) de que las especies no son (es como confesar un asesinato) inmutables». Era la primera vez que se lo mencionaba a alguien, y Hooker guardó el secreto durante muchos años. Y desde luego se trataba de un asesinato: con su descubrimiento, Darwin estaba acabando con el mundo al que él mismo pertenecía.

Porque su teoría de la evolución, que hoy es la base de toda la ciencia moderna, era ciertamente aterradora: no sólo no había habido un Dios meticuloso, perfectamente organizado y previsor en el principio de todas las cosas, sino que los cambios evolutivos se producían ciegamente, torpemente, por azar. La naturaleza creaba monstruos, y algunos de esos monstruos, por pura casualidad, resultaban ser más aptos para enfrentarse al medio ambiente y sobrevivían. Ese mundo absurdo e insensato («la torpe, derrochadora, errónea, rastrera y horri

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