Si ya no te quedan más lágrimas, no llores, ríe.
SHLOMIT LEVIN
(abuela de Amos Oz)
La Humanidad se divide entre aquellos que disfrutan metiéndose en la cama por las noches y aquellos a quienes les desasosiega irse a dormir. Los primeros consideran que sus lechos son nidos protectores, mientras que los segundos sienten que la desnudez del duermevela es un peligro. Para unos, el momento de acostarse supone la suspensión de las preocupaciones; a los otros, por el contrario, las tinieblas les provocan un alboroto de pensamientos dañinos y, si por ellos fuera, dormirían de día, como los vampiros. ¿Has sentido alguna vez el terror de las noches, el ahogo de las pesadillas, la oscuridad susurrándote en la nuca con su aliento frío que, aunque no sepas el tiempo que te queda, no eres otra cosa que un condenado a muerte? Y, sin embargo, a la mañana siguiente vuelve a estallar la vida con su alegre mentira de eternidad. Ésta es la historia de una larga noche. Tan larga que se prolongó durante varios meses. Aunque todo comenzó un atardecer de noviembre.
Por la mañana había estado lloviznando aguanieve, pero a esas horas el cielo era una seca lámina plomiza. El frío subía de las lápidas y de la tierra dura y lamía los tobillos como una lengua de hielo. El sepulturero de más edad se enjugó subrepticiamente la agüilla de las narices con la manga. Era el último muerto del día, le dolían los riñones a pesar de la faja y estaba deseando acabar. Además era uno de esos entierros de mierda a los que no iba nadie, apenas tres o cuatro personas, una tristeza, y peor con ese día horrible, con esa oscuridad, con ese frío. Los entierros solitarios y los entierros de niños, eso era lo más duro. El viejo sepulturero tomó aire y le dio un empellón lateral al féretro para enderezarlo sobre las guías y que entrara bien recto en el nicho. Qué frío, demonios, se dijo, aterido. Claro que más frío tendrán los muertos ahí dentro, añadió rutinariamente, como siempre. Le echó una ojeada a su joven compañero, que era fuerte como un buey y sudaba y resoplaba con su cara de bruto. Éste sí que no tiene problemas, se dijo con inquina; él, en cambio, estaba cada día más cerca de la fosa. Qué jodido era ser viejo. Colocó las manos sobre sus lastimados riñones y se dirigió al deudo.
—¿Procedemos?
La pregunta no obtuvo contestación: el tipo parecía estar petrificado. El sepulturero miró con gesto inquisitivo al otro hombre, que se sintió obligado a hacer algo y sacudió suavemente el brazo del viudo.
—Matías... Matías...
—¿Eh?
—Que dicen los hombres que si pueden proceder.
—¿Que si pueden... qué?
—Que si cierran —aclaró con incomodidad el primo de Rita.
—Ah, sí, sí.
Matías hizo un esfuerzo por concentrarse en lo que veía. El primo pateando el suelo para entrar en calor; un sepulturero grandullón guardando los útiles; otro poniendo argamasa en la boca del nicho. La paleta raspaba contra la piedra. Un pequeño ruido desquiciante. El de la funeraria se le acercó susurrando algo incomprensible; llevaba unos papeles en la mano y un bolígrafo que le introdujo expeditivamente entre los dedos. Matías supuso que tenía que firmar e hizo dos garabatos allí donde la uña del hombre señalaba. Le resultó difícil porque todo lo veía lejos, muy lejos, al otro lado de un túnel oscuro, en el extremo equivocado de un catalejo. Desde esa distancia, los nichos parecían taquillas de la consigna de una estación. Rita se iba a reír cuando se lo dijera.
—Lo siento mucho, Matías.
—Sí, sí.
—Era una mujer estupenda.
—Sí.
Los sepultureros ya habían desaparecido y ahora se estaban marchando los demás. La enfermera. El primo. La jefa de Rita en la gestoría. Incómodos, con prisas. Ansiosos de escapar de la gran noche helada que estaba cayendo sobre el viudo. Avergonzados de ser tan pocos. «Si lo llego a saber, me habría encargado yo de avisar a la gente, pero es que este hombre no se deja ayudar», se justificaba el primo ante la enfermera mientras se iban; se sentía obligado a salvar la honra de la familia. Por entonces ninguno de ellos sabía que no iba a volver a ver a Matías. Y aunque lo hubieran sabido probablemente tampoco les habría importado: la pena posee una carga magnética negativa, es como un imán que repele en vez de atraer. Allá iban los tres a todo correr, saliendo escopetados del camposanto.
Sin embargo, Matías no sentía pena. No. En realidad no sentía nada. Ni el frío que subía a bocanadas de la tierra húmeda. Parpadeó y miró el cielo. Que estaba negro como... Negro como... No consiguió encontrar un símil para ese cielo, porque era más negro que lo más negro que nunca había visto, más negro que la palabra negrura. La noche había caído muy deprisa. ¿Dónde estoy?, se preguntó de pronto, desconcertado, con un súbito sobrecogimiento, un pellizco de pánico, un mareo. En el cementerio, se contestó. Acabo de enterrar a Rita. Y de nuevo la tranquila nada en su interior. Ni un latido en el pecho, ni un pequeño recuerdo en la memoria. La quietud de la muerte sosegándolo todo.
Salió de la Sacramental sin pensar, sus pies buscando el camino y moviéndose solos. Se metió en el taxi, arrancó y condujo hasta la cercana M-30 con el mismo entumecido automatismo. La ciudad brillaba alrededor, toda encendida y viva, abarrotada de coches. Matías se sumergió en el río metálico y se dejó llevar. Conducir siempre le había gustado. Conducir sin tener en cuenta lo que hacía, amparado por su costumbre de taxista. Mientras sus manos se aferraban al volante, pensó en un tren. O, mejor, en un metro. En el retumbar del convoy que se acerca, en el vagón precipitándose sobre él, bufando y rechinando y sin poder pararse, en ruedas que machacan y laceran. Y en la muerte como un lugar tranquilo en el que refugiarse, un escondite al que uno podía ir. También pensó en la navaja que siempre llevaba en la guantera; e intentó imaginar el breve y frío dolor que causaría su filo al tajar el cuello. Pero luego, por primera vez en muchas horas, recordó a Chucho y Perra.
Salió de la carretera circular y enfiló hacia su casa. Era un camino muy conocido, pero cuanto más se acercaba a su barrio, más lejos se sentía. Lejos del mundo y de sí mismo, lejos de la normalidad y la cordura.
—Buenas noches. A la glorieta de Cuatro Caminos, por favor.
Matías se volvió, atónito, y contempló al pasajero que se acababa de subir, aprovechando su parada en el semáforo.
—A la glorieta de Cuatro Caminos, por favor —repitió el hombre.
Matías sintió el rugido hervir en su pecho, un géiser de rabia y de desesperanza.
—¡Bájese de mi coche! ¡Bájese ahora mismo! —aulló con un grito fenomenal que vibró en su bajo vientre.
El pasajero se encogió en el asiento, turulato y aterrorizado. Era un apocado informático de cuarenta y nueve años que no había tenido que enfrentarse jamás a un estallido de violencia semejante, lo cual, en los tiempos que vivimos, sin duda era una suerte.
—¡Bájese, imbécil! —berreó de nuevo Matías con todas sus fuerzas, notando que, al salir, las palabras le raspaban las cuerdas vocales.
El hombre manoteó alocadamente intentando abrir la puerta, hasta que al fin lo consiguió y se tiró a la acera. Matías arrancó furibundo, tembloroso, asustado de la intensidad de su odio. Le hubiera matado. En verdad hubiera querido poder matarle. Tragó saliva con dificultad. Con un resto de sensatez, apagó la luz verde y puso el cartel de ocupado. Iba dando tumbos con el taxi, como borracho. Unos cuantos conductores le pitaron, pero el ruido de la ciudad llegaba hasta él amortiguado, remoto. Algo le pasaba en los oídos y en los ojos, algo que le impedía ver y oír con normalidad. Se sentía muy cansado: no recordaba cuántos días llevaba sin dormir. Y sin comer. Estaba llegando ya a su calle, pero no conseguía reconocerla. La ciudad vibraba, se desdibujaba, palpitaba como una turbia masa viva al mismo compás del doloroso latido de sus sienes. Aparcó en la esquina. Le amedrentaba subir a la casa vacía.
Por fortuna, el portal estaba cerrado y la portera no se hallaba a la vista. Encendió la luz del descansillo, que se puso a tictaquear igual que un antiguo taxímetro. ¿Cómo había podido olvidarse de Chucho y Perra? Debían de llevar por lo menos dos días sin comer. Y sin salir. Los oyó lloriquear al otro lado de la hoja. Muy quedamente, porque eran perros abandonados que Rita había recogido, y la intemperie les había enseñado a ser discretos y educados. Abrió la puerta de la casa y salieron disparados a enredarse en sus piernas. Diminutos, enclenques, innobles, verdaderos escuerzos animales. Él, marrón con manchas y pelo de rata. Ella, grisácea y rechoncha, con un colmillo torcido por fuera del hocico y los ojos saltones. No se pueden poner nombres de verdad a unos perros tan feos, le había dicho a Rita cuando ella los rescató de la calle. Por eso se habían quedado con lo de Chucho y Perra. Matías los recordó enroscados sobre el regazo de su mujer cuando ya había estallado la enfermedad como una bomba. Cuando el final había comenzado.
Tragó con esfuerzo el dolor que tenía agarrado a la garganta y miró hacia el interior de la casa. El pasillo se perdía en la oscuridad.
—No —dijo en voz alta—: No.
La luz del descansillo se apagó y las tinieblas cayeron sobre él. Matías sintió un espasmo de pánico y palmoteó la pared hasta atinar con el interruptor. A sus pies, los perros gimoteaban y le lamían los tobillos con desesperado entusiasmo. Se agachó y los cogió en brazos. Luego cerró la puerta de un tirón y bajó a toda velocidad las escaleras. No paró de correr hasta llegar al taxi y depositar a los chuchos en el asiento del copiloto, en donde los animales se quedaron extrañamente quietos, acobardados. Arrancó sabiendo muy bien adónde iba. A la parcela. A la casa que se estaban haciendo Rita y él en Villaviciosa de Odón. Es decir, a la casa que ya nunca se harían. A esa hora, sin tráfico, apenas tardó veinte minutos en llegar al pueblo. Antes de entrar en la urbanización paró en el McDonald’s y compró unas hamburguesas para los perros. El tufo cálido y grasiento, que siempre le había desagradado, inundó sin embargo su boca de saliva. Descubrió, avergonzado, que tenía hambre, mucha hambre. ¿Cómo se podía tener hambre cuando se estaba viviendo el fin de todas las cosas? Humillado por las necesidades de su cuerpo, por el empeño de su carne en vivir (la carne lívida y doliente de Rita, los tubos de drenaje, los moretones, las llagas), Matías adquirió otras dos hamburguesas para él. Aunque el trayecto hasta la parcela fue muy breve, el taxi quedó impregnado de la peste dulzona de la comida.
Esa cubierta la había puesto con sus propias manos, teja a teja. Esos modestos muros los había levantado él, en sus horas libres, porque de adolescente trabajó de peón y no era mal albañil. La casita estaba ya techada, las ventanas y la puerta exterior estaban colocadas, los radiadores instalados, el baño de abajo terminado. Pero faltaban las puertas interiores, y la cocina, y pintar, y el suelo era sólo puro cemento. Disponía de electricidad, pero su única fuente de iluminación consistía en una bombilla en el extremo de un cable muy largo, y el agua venía de la toma del jardín por medio de una manguera verde. Claro que tampoco había jardín, aunque Matías lo denominara así. La parcela era un erial de tierra parda y dura cubierta de cascotes, sacos de arena y diversos útiles para la construcción. En medio de esa nada sucia y desolada, la casa, pequeña y maciza, parecía una muela solitaria en la mandíbula de un viejo.
Intentó encender la bombilla, pero debía de estar fundida. A tientas, procurando no pisar a los nerviosos perros, Matías palpó el suelo hasta encontrar el viejo televisor portátil que habían llevado a la parcela cuando Rita empezó a sentirse mal, cuando ya ni siquiera soportaba leer, para que pudiera entretenerse viendo alguna película mientras él seguía trabajando en la casa. Prendió el aparato y le quitó el sonido. De la pantalla salió un fulgor móvil y desvaído que iluminó la estancia pobremente. Por las ventanas mal selladas se colaba el viento y hacía un frío atroz. Un frío sepulcral, pensó Matías; y le pareció escuchar el arenoso chirrido de la paleta del sepulturero contra el nicho. Estaba en el cuarto que iba a ser la sala: una habitación rectangular con dos ventanas. El resplandor tristón e irregular del televisor hacía bailar sombras en las paredes. Había dos sillas de anea medio desfondadas, la mecedora en la que se sentaba Rita, un revoltijo de herramientas y brochas, un par de cacerolas con restos de pruebas de pintura, rollos del hule con que cubrió el tejado antes de techarlo y una escalera de mano. También había un cubo, dos fregonas, media docena de botes con productos de limpieza, guantes de goma, una escoba despeluchada. Todo colocado en una esquina en formación perfecta, un pequeño ejército doméstico que Rita había traído en los buenos tiempos para ir limpiando la obra. No pienso terminar jamás esta casa, se prometió a sí mismo con ferocidad. Y tenía razón, nunca la acabaría.
Medio a ciegas, en la penumbra azulosa, limpió una de las cacerolas y dio agua a los animales, y luego agarró los rollos de hule, los extendió en un rincón y se sentó sobre ellos apoyando la espalda en la pared. Sacó las hamburguesas, que estaban aún calientes gracias a sus estuches aislantes, y las compartió con los chuchos. El esfuerzo de comer acabó con las pocas energías que le quedaban. Sentía una especie de estupor, una fatiga extrema semejante al aniquilamiento. En la muda pantalla del televisor había una rubia ostentosa y neumática que se reía mucho. Matías se dejó caer de lado hasta tumbarse en el suelo, en posición fetal, arrebujado en su chaquetón de grueso paño. Tiritaba. Los perrillos se enroscaron en el hueco de su vientre, bien apretujados contra él, mirándole sin pestañear con sus ojos redondos. Estaban asustados por los cambios en la rutina, por la ausencia de Rita, por el olor de la pena de Matías, que llegaba con nitidez hasta sus hocicos. La pena huele a metal frío, te dirían los perros si pudieran. Matías tocó sus cuerpos ásperos y tibios: eran un alivio en la noche helada. Agarró la parte sobrante del hule y se cubrió como pudo con ella. Ese día, recordó de pronto, era su cumpleaños. Cumplía cuarenta y cinco. Cuánto dolor inútil, pensó. Y cayó dentro del sueño como una piedra cae dentro de un pozo, mientras el claroscuro de las imágenes televisivas danzaba silenciosamente sobre su cara.
Daniel estaba convencido de que su mujer seguía con él por el mero placer de atormentarle. Ladrillo, ladrillo, ladrillo, una pieza triple, dos agujeros. En cuanto a él, por más que se preguntaba por las razones que le hacían continuar con ella, no conseguía responderse satisfactoriamente. Bueno, sí: porque era un vago. Y quizá un cobarde. Porque siempre se dejó tentar por el mínimo esfuerzo. Sin embargo, romper no era tan difícil. Pero ¡si ni siquiera estaban casados, por el amor de Dios! Y, por fortuna, nunca quisieron tener hijos. ¡Atención, barreno! Tres filas volatilizadas. Estaba la cuestión del piso, eso sí, y la hipoteca a medio pagar. Aplastó el cigarrillo en un rinconcito del atiborrado cenicero y, a continuación, encendió uno nuevo, porque pensar en estas cosas le ponía muy nervioso. Comprarse una casa con alguien era un error. Encadenaba más que el matrimonio. Pero incluso eso tenía arreglo: siempre podían vender la propiedad, repartir el dinero y separarse. Calibró mentalmente esa posibilidad y tuvo que admitir que la veía tan remota como convertirse en un turista de la Estación Espacial. ¿Adónde se había ido la alegría del mundo? Ladrillo vertical, fila completa. ¿Qué había sido de la luminosa ligereza de los veinte años, cuando la vida era como un gran regalo de Navidad que sólo necesitaba ser abierto? ¿Cómo había conseguido acabar encerrado en una existencia tan pequeña y mezquina?
—Tú sigue, di que sí, sigue quemándote las pocas neuronas que te quedan con esas idioteces hora tras hora. Es estupendo ver cómo tiras tu vida.
Maldita sea, ya le había pillado. Normalmente, cada vez que escuchaba los pasos de Marina en el pasillo, Daniel cambiaba la pantalla del ordenador, para que su mujer no le viera jugando. O, incluso, si advertía con tiempo su llegada, se levantaba de la mesa de un brinco y hacía como que miraba los lomos de los libros de las estanterías, para disimular, o se marchaba al cuarto de baño fingiendo una urgencia. En esta ocasión, sin embargo, se había puesto a pensar, y eso le había distraído. Ponerse a pensar era lo peor que podía hacer. Precisamente para eso jugaba durante horas a los juegos de ordenador. Para detener un poco la cabeza. Echó un vistazo al reloj: las nueve de la noche. Llevaba desde las cinco de la tarde colocando ladrillos electrónicos en un pozo e intentando evitar los barrenos virtuales.
—Acabo de empezar a jugar —se defendió.
—Sí, seguro.
—Además, estoy cansado y necesito relajarme. ¡Déjame en paz, por el amor de Dios!
¿Acaso no se daba cuenta Marina de que él era el primero que se avergonzaba de comportarse así? De hecho, se avergonzaba y se despreciaba tanto que ahora tendría que ir a la cocina a servirse un whisky. Eso tampoco le gustaba a Marina, ésa era otra de sus excusas para ponerse desdeñosa y cáustica. Porque Marina también le zahería cada vez que él recurría a la bebida. Es decir, todas las noches. Y no servía de nada que Daniel le explicara, como médico, que el alcohol era el mejor ansiolítico. ¿Acaso preferiría que se atiborrara de tranquilizantes y anduviera con la mandíbula colgando? Pero ¿qué demonios quería de él esa mujer?
—Mírate, Daniel, ¿no te das pena? Aquí encerrado, a oscuras, amorrado a la pantalla del ordenador, envuelto en una apestosa nube de tabaco, con la televisión puesta hablando sola... Vaya vida de mierda.
Tanto odio, tanta frustración en esa voz pituda y un poco nasal de su mujer. Daniel dio la vuelta a la silla y se puso a mirar el televisor, que, en efecto, estaba funcionando, como siempre. Le gustaba ese ruido de fondo; y que la habitación se fuera apagando al caer la noche. Le gustaba estar a oscuras en su pequeño cuartito, alumbrado tan sólo por el frío resplandor de las dos pantallas. Le gustaba sentirse arropado dentro de esas sombras de terciopelo, de una penumbra que los destellos móviles del televisor y del ordenador parecían convertir en algo líquido. En una burbuja protectora y amniótica.
—Lárgate. Quiero ver el telediario —gruñó.
Ver el telediario era una actividad socialmente aceptada. Ni siquiera ella podría criticarle por eso. Pero Marina seguía apoyada en el quicio de la puerta, sin marcharse. Un borbotón de angustia le apretó el pecho. Por un instante sopesó la posibilidad de levantarse, sacarla a la fuerza de la habitación y cerrar la puerta. Pero si le diera un empujón las cosas se pondrían todavía peor, eso era seguro. Por el amor de Dios, él sólo quería un poco de paz.
—Daniel...
Marina pulsó el interruptor de la lámpara. La luz le golpeó los ojos; parpadeó, fastidiado, y continuó mirando con el ceño fruncido hacia el televisor, en un vano intento de ignorar a su mujer.
—Daniel.
—¡Qué quieres!
—No creas que se me ha olvidado que hoy es tu cumpleaños...
—No, claro. Cómo te vas a olvidar. Tú eres perfecta.
—Cumples cuarenta y cinco.
—Estupenda memoria.
—Salgamos a cenar para celebrarlo.
Las palabras rodaban dentro de la boca de Marina como piedrecitas dentro de una botella: duras, tintineantes. Se veía que quería rebajar la tensión, que deseaba ser amable, pero secos residuos de rabia y años de frustración lastraban las sílabas.
—No tengo ganas. Y es muy tarde. Otro día.
—Otro día no será el día de tu cumpleaños. Venga, anímate... Nunca quieres hacer nada, eres un aburrimiento.
—Como comprenderás, no es que me apetezca mucho salir a cenar contigo, con lo desagradable que estás. Además, haber venido antes.
—¡No he venido antes porque no he podido! Estaba trabajando. No como tú.
Sí, desde luego. Encima, eso. Marina era de una laboriosidad abrumadora y metía interminables horas en una pequeña tienda de bisutería y regalos que había montado con otra socia, un negocio precario que se sostenía gracias a la monumental entrega de su mujer. Aparte del trabajo, Marina cocinaba complicados platillos, y tenía los armarios ordenados con pulcritud maniática, y encontraba tiempo para ir a un gimnasio y hasta para leer. Daniel querría que hiciera eso ahora: que se fuera de su cuarto, que se marchara a ser eficiente y laboriosa en otro lado, que se pusiera a cocinar o a leer o a hacer el pino y le dejara tranquilo. Pero Marina seguía apoyada en el quicio de la puerta. No la veía pero la sentía a su espalda, una presencia exigente, un silencio irritado. Intentó concentrarse en la pantalla. Vio una ambulancia, un bulto que sacaban cubierto con una manta, mirones, policías.
—Dadas las similitudes del modus operandi en los tres crímenes, los expertos hablan ya de un asesino en serie —decía la joven reportera con una radiante expresión de alegría en la cara: gracias al interés que despertaban los asesinatos, había conseguido que la dejaran hablar a cámara en directo por primera vez—. Hasta que no se haga la autopsia no se confirmará si la última víctima falleció por la misma causa que las anteriores, una dosis masiva de insulina aplicada por vía intravenosa, pero al parecer la anciana mostraba la misma sonrisa que las otras dos víctimas, sonrisa que según el forense no es natural sino que ha sido compuesta y forzada por el asesino sobre el cadáver. Un macabro detalle por el que el criminal ha empezado a ser conocido en medios policiales como el asesino de la felicidad.
El mundo está lleno de tarados, se dijo Daniel con desapego, sumido en la bendita ignorancia del presente y sin saber aún que los crímenes del asesino de la felicidad acabarían complicándole gravemente la vida. Pero por entonces todavía estaba en la inopia y tan sólo sentía una vaga curiosidad por el caso, como todo el mundo. Los buitres de la prensa ya llevaban días picoteando en las dos primeras muertes, excitados por la rareza de los detalles: ancianos solos asesinados sin forzar la puerta, sin que mediara robo, sin más violencia que la de liquidarlos. Y, sobre todo, la inquietante chifladura de la sonrisa. Para conseguir petrificar el gesto, el asesino habría tenido que estirarles las comisuras de los labios y mantenerlas sujetas durante media hora, o puede que más, hasta que se instalara el rigor mortis. Por no hablar de la insulina intravenosa. ¿Sería quizá médico el criminal? ¿Y cómo conseguiría administrarles la inyección? ¿Drogaría antes a los ancianos o los convencería para que se dejaran pinchar?
—Toma tu regalo. Y que conste que no es de la tienda.
Embebido en el telediario, Daniel no había advertido que Marina había abandonado por unos instantes su posición de vigía malhumorada. Ahora estaba de regreso, junto a él, y le había arrojado un paquete al regazo como quien arroja basura por la borda de un barco. Daniel contempló el bulto envuelto en brillante papel rojo y adornado con una cinta dorada. Ofrecía una imagen tan chillona y artificial de la dicha que resultaba obscena.
—No quiero regalos.
Marina se encogió de hombros.
—Ya está comprado. Es tuyo. Haz con ello lo que quieras —dijo sin acritud.
Eso era lo peor: cuando su mujer se ablandaba por dentro y le miraba anegada de autocompasión. Una doctora. O una enfermera. El criminal debía de ser una mujer, eso sin duda. Las mujeres eran las verdaderas asesinas de la felicidad. Contempló a Marina: cuarenta y tres años, hilvanes de canas en la melena oscura y una leve barriguita redonda sobre la que ella solía cruzar las manos cuando se ponía a sermonearlo, en un gesto que irritaba a Daniel profundamente. Miró el rostro de su mujer, tan conocido que resultaba invisible; y su piel fina y blanca surcada por una delicada red de arrugas. Él había sido testigo de la lenta formación de todos esos pliegues. Y sobre todo del profundo surco que le partía el ceño, la marca de su progresivo enfurruñamiento. Llevaban quince años juntos.
Daniel agarró el paquete con violencia. El papel charol crepitó como un fuego alegre al arrugarse entre sus dedos. No voy a abrirlo, se dijo, o sí, lo voy a abrir y me dará lo mismo, me importará un pimiento el previsible jersey o la camisa a rayas, todo esto no significa nada, es una tontería, un convencionalismo. Pero la congoja le inundaba el pecho de una pena viscosa, porque en el fondo ansiaba que el regalo no fuera una pantomima, un fingimiento. Sintió aletear dentro de él algo parecido al amor, el eco de su antigua voluntad de quererla. Y por un momento deseó recuperar el ruinoso afecto que estaba sepultado bajo el daño. Pero no, eso era imposible. Era un anhelo ingenuo, irrealizable. Porque Marina era la asesina de la felicidad, sí, en eso era como todas las mujeres, qué duras, qué implacables, qué insaciables en su demanda de perfección. Ahí estaba, aferrada a él como un perro de presa, exigiéndole todo y un poco más que todo, exigiéndole que fuera mejor de lo que era y humillándole con esa perpetua mirada despectiva que era como el espejo de su derrota. El verdadero fracaso consistía en fracasar con una mujer al lado que magnificaba tu descalabro con la lupa de su mirada. Pero ¿por qué eran así? ¿Por qué las mujeres siempre les exigían a los hombres que estuvieran a la altura de sus malditos sueños? Daniel no le pedía eso a Marina, por el amor de Dios, en eso por lo menos él era mejor. Puede que fuera un inútil y un perdedor, pero por lo menos él no pedía de ella lo imposible, qué carajo. Él era verdaderamente más generoso y se conformaba con sobrevivir.
Le despertó su propio gemido y el insistente roce húmedo de la lengua de Perra sobre su nariz. Abrió los ojos y se topó con la fea y chata cara del animal a un par de centímetros de distancia, y un instante después recordó que Rita había muerto. Todos los días atravesaba por la misma rutina dolorosa. Emergía del sueño protegido por el aturdimiento, ligero de equipaje, inocente y amnésico, y a continuación la memoria caía sobre él como una guillotina. Rita había muerto y él estaba solo. Sin moverse, Matías respiró hondo unas cuantas veces, intentando serenarse, mientras Perra le miraba solícitamente. Como una madre, se dijo Matías con amarga ironía. Pero luego pensó que su propia madre no había mostrado nunca tanta preocupación por él.
—Vale, Perra. Vale. Gracias. Estoy bien.
La apartó con cuidado y se incorporó en el revoltijo de mantas arrugadas que hacía las veces de cama desde que regresó del cementerio. La primera noche que durmió sobre el suelo se levantó tan rígido y molido que llegó a creer que no podría volver a enderezarse del todo nunca más. Pero luego compró las mantas y se fue acostumbrando. Además, casi prefería despertarse con ese filo de dolor pegado a los huesos; así podía ocupar su cerebro sintiendo el cuerpo en vez de ceder a los malos recuerdos, a esas imágenes insoportables que le perseguían y que de cuando en cuando asaltaban su cabeza y le volvían loco.
Miró por las ventanas: el sol ya se había puesto. Era la hora azulona y sombría del último atardecer. Una hora triste. Y era también el momento de levantarse. Desde la muerte de Rita había tomado la costumbre de dormir de día y trabajar de noche, en parte porque no podía concebir que la vida pudiera continuar con normalidad faltando ella, y en parte porque los malos recuerdos parecían crecer y volverse más malos, más invencibles y obsesivos al amparo de la oscuridad. Mejor pasar las noches distraído, trabajando, y caer agotado en el nido de mantas durante el día, con la luz solar ayudando a mantener a raya las angustias. A veces, cuando se encontraba con algún taxista conocido en una parada o en los bares de la madrugada, en el Tanatorio Sur, por ejemplo, o en el Oasis, los compañeros se acercaban a interrogarle: pero qué haces, cómo estás, no se te ve. Pero ni él se mostraba comunicativo ni los otros ponían demasiado empeño: nunca tuvo mucha relación con los demás conductores. Ni con nadie, a decir verdad, salvo con ella. Y con eso le había bastado, porque ella siempre estuvo cerca, incluso en los tiempos remotos, cuando chico, en esos días en los que la madre de Matías llegaba t