A Élida Gayoso y Alberto Daversa,
mis padres

La Patagonia, ¿por qué estos áridos desiertos se han apoderado de tal manera de mi memoria?
CHARLES DARWIN,
Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo (1845)
A ellos les debemos todo lo que es fundamental en nuestros ideales sobre la vida y el mundo. Ellos fueron la primera fuerza civilizadora, los primeros marineros, los primeros comerciantes y los primeros colonizadores y colonos en la Tierra. Su civilización era ya antigua cuando la de Egipto nacía.
IGNATIUS DONNELLY,
Atlantis, The Antediluvian World
[La Atlántida: el mundo antediluviano] (1882)
Hace miles de años existió una civilización que dejó a la humanidad el legado de la palabra, de la navegación, del placer por el arte y por la ciencia, y que, por sobre todas las cosas, nos enseñó a sondear el territorio de los sentimientos. Estos amantes de la vida nos arrancaron del fondo de las cavernas y mostraron el camino de la luz. Los atlantes, como eran conocidos por los antiguos, inspiraron a autores de todas las épocas, que escribieron cientos de libros acerca de su vida y desaparición. Algunos aseguran que una catástrofe destruyó sus ciudades, otros siguen persiguiendo sus tesoros. Los coleccionistas de historias miran con sopor el rompecabezas de piezas faltantes.
Un hombre descubrió por azar un nexo entre la leyenda atlante y la hermandad más antigua de la historia. Su nombre es Belisario Carpo, un pisciano de aspecto juvenil y desgarbado, alto y con lentes de marco de metal que le daban un aire entre intelectual y roquero, ayer biólogo y curioso; hoy, guardador de secretos y vocero de la Hermandad de las Ballenas.

La primera vez que escuché hablar sobre la Atlántida fue a los siete años. Estábamos en la playa y mi madre me contaba acerca de una ciudad perdida en medio del mar, poblada por sirenas, torres de cristal y hombres mitad humanos, mitad caballos marinos. Esa fantasía quedó impresa en mi imaginación de manera tal que, cuando caminaba por la arena y veía algo que no fueran caracoles partidos o conchillas, me parecía descubrir una señal o quizás una invitación cifrada para acceder a esa ciudad fantástica. Una de esas veces, creí ver una estrella de mar entre las olas, y encontré la excusa perfecta para adentrarme más y más en ese universo atlántico. El primer intento de investigación marina terminó en manos del guardavidas y con una multitud a mi alrededor que intentaba comprender por qué un niño asustadizo cometía semejante insensatez.
Mi madre, alarmada, evitó el tema por casi veinte años, tiempo suficiente para que yo aprendiera a nadar y me recibiera de biólogo marino.
Platón me proporcionó nuevas noticias sobre ese continente al que llamaba “el dominio de Poseidón”. La Atlántida habría sido fundada por los hijos que el dios engendró con la mortal Clito y fue considerada por la Antigüedad como el paraíso perdido, un reino en donde brotaban delicias y respuestas a todos los problemas. Su organización era perfecta; la riqueza, inagotable. Cosechaban dos veces al año, poseían diez reyes y se juzgaban entre ellos.
Tamaña dicha le costó la desaparición; trágica para unos, necesaria para otros. Zeus los transportó hacia el fondo del mar.
A Turquía, Lanzarote, Azores, Madera, Egipto, Creta, Grecia, los mares Mediterráneo y Egeo y el océano Atlántico aún se los considera parte del mito atlante, y recientemente se sumaron África y Sudamérica. Innumerables relatos multiplican la existencia de ese territorio incomparable, desparramado por el globo y en la memoria ancestral de quienes aman el mar.
Desde donde lo mirara, un túnel otrora oscuro se encendía y me pedía que avanzara. Las noticias escapaban de los libros de arqueología, y el no saber cómo y dónde se encontraba mi sueño despertó una especial atracción por lo secreto y comencé a creer en lo invisible. Pronto supe que la búsqueda me llevaría toda la vida. Pero fue en la adultez, guiado por ideales que hice propios, cuando conocí las satisfacciones y pesadillas de esta obsesión.
Acababa de graduarme y estaba a apunto de emprender un viaje de perfeccionamiento al exterior del país cuando una carta selló mi destino: la invitación de un biólogo alemán que residía en el Sur argentino y una propuesta de trabajo. Hugo Stern, tal es su nombre, buscaba un profesional que pudiera hacerse cargo del laboratorio, ya que él se dedicaba casi todo el tiempo a estudiar cetáceos y su comunicación entre grupos. Me proponía no sólo acompañarlo en sus investigaciones, sino organizar expediciones de avistaje de ballenas, pingüinos y elefantes marinos, y hacerme cargo de la “escuelita”, que recibía a la población local, formaba a guías turísticos, y promovía la ciencia y la preservación de la fauna y la flora de la región.
Hoy, tratando de entender aquel mecanismo, sigo emocionándome al recordar el momento en que decidí cambiar mis planes y aceptar la propuesta. No creo haber sido un excelente hijo, ni tampoco alumno o deportista; mi única virtud fue seguir ese rayo de luz incierto, que en algunas ocasiones alumbró una salida. Cuando un ínfimo cometa toma fuerza en la noche, cuando las ciudades se apagan para verlo y todos los ojos se clavan en él, disfruto al pensar: yo lo vi primero, lo vi de día.
Jamás pensé encontrar a un hombre como Stern. Fue él quien, con su mirada fija y su barba blanca, ensanchó los límites de la persona en la que me convertiría con la ayuda del tiempo. “Somos cáscaras”, decía, “pero en nuestro interior hay semillas”. ¿Y qué usaríamos para fructificar? El agua.
Tales de Mileto afirmó que, de los cuatro elementos ––la tierra, el aire, el agua y el fuego––, el agua es el primordial, el que nutre las formas y les da vida. Nacemos un noventa por ciento agua y al morir nos convertimos en minerales deshidratados. En el planeta predomina el agua y las hembras dan a luz según los movimientos de las mareas. El agua es raíz de las emociones, pantano inagotable de especies vivas, recuerdos y temores fantasmales. No hay nada más triste que el desierto. Sus plantas tienen espinas y casi todos sus animales son venenosos. En el agua los movimientos se transforman en danza, y si nos sumergimos en ella entramos en un silencio sonoro. El agua satisface la sed, naturalmente, y calma la locura… excepto la mía, a la que ha exaltado.
En la universidad la información científica y sus desafíos a corto plazo habían detenido mi curiosidad. Sólo cuando conocí a Stern supe que mis estudios eran la antesala de todo lo que estaba por venir, y ahora me esperaban el lugar y el momento precisos.
Sin embargo, nadie creyó en mi decisión. Amigos y familiares tenían preparada mi fiesta de despedida a los Estados Unidos, el destino de mi beca. Mi padrino de tesis llamó por teléfono, reprobando mi renuncia a la beca. Mi novia, Mariana, amenazó con abandonarme, pero nada parecía importarme. ¿Quién podría creer que un digno ejemplar de la raza humana podría optar por algo que no fuera lo mejor para su comunidad?
En ese estado de ánimo conocí a Stern. A decir verdad, estaba casi muerto.

Cuando en lo alto del cielo nada
había sido nombrado
y abajo la tierra firme no había
sido mencionada por su nombre,
del abismo, su progenitor,
y de la tumultuosa Tiamat, la madre de todos,
las aguas se mezclaron en un solo conjunto.
Todavía no habían sido fijados los juncales,
ni las marismas habían sido vistas.
cuando los dioses no habían sido creados,
ni ningún nombre había sido pronunciado,
ni ningún destino había sido fijado,
los dioses fueron creados.
Lajmu y Lajamu
fueron llamados por su nombre.
Poema babilónico de la Creación, Tablilla 1
Diario de Stern

El avión dio varias vueltas antes de aterrizar y cuando las alternativas de salvataje parecían haberse agotado ––quién sabe quizá también la nafta––, tocamos suelo sureño. Llegué a Puerto Madryn una mañana de octubre. El aire de ese lugar y yo nos conocíamos, entró por mis pulmones como un viajero en territorio común. No hubo ningún cartel o indicación con mi nombre en la recepción del aeropuerto, ningún rostro apacible se acercó a ayudarme con las valijas. En el silencio de esa ciudad extraña descubrí que algo del pasado había muerto en ese instante. Más allá de los resultados que obtuviera allí, nada podría ser como fue, una rueda descontrolada empezaba a girar aunque no supiera cómo ni para qué. Un hombre de unos cuarenta y cinco años, con el cabello trenzado, me sacó de mis pensamientos. Era alto, con ojos profundos y el rostro tallado color madera.
—¿Belisario Carpo? Mucho gusto, mi nombre es Nahuel.
Ese indio mapuche había acompañado a Stern desde que se instaló en la Argentina. Tenía un sentido de la orientación único, una gran sensibilidad y participaba activamente en la escuelita.
—No sé quién llegó peor: si el equipaje o el dueño ––dije––. No fue un vuelo muy agradable…
—Algo de nuestra fantasía nos dice que ya estamos muertos cuando volamos —dijo Nahuel—… pero eso nos pasa a todos, no se preocupe… Peor cuando se venía en barco, o a caballo.
—No creo que su jefe me hubiese esperado tanto tiempo.
—Tranquilícese. Él espera lo que tenga que esperar. Usted vino en el momento justo y se lo agradezco. Nuestros ancestros así lo dispusieron, y si no, créame, este encuentro habría sido imposible o, en el peor de los casos, no tendría sentido.
El comentario pareció un reproche. Hundido por el peso del cargamento, de las horas de vuelo y de mi propio cansancio, busqué en el bolsillo de la campera la foto de Mariana. Por pudor no la saqué, pero el contacto de la yema de mis dedos con el papel me producía algo similar a la confianza.
Nos encaminábamos a Punta Pirámide, en el Golfo Nuevo, a 105 kilómetros de Madryn, sede de la Fundación Stern. Bordeamos la ciudad y seguimos de largo por el Golfo Nuevo. El cielo amenazaba despejarse, formando nubes de luz furiosa que atravesaban las más gruesas y permitían que pasara el sol. Escenas de un tiempo perdido surgían nítidas, rápidas, imposibles de retener en la memoria, como si el pasado y el presente se fundieran en ese lugar. De pronto, sentí un inesperado malestar. No recuerdo si Nahuel preguntó si quería parar por un momento. Pero lo que sí recuerdo es la sensación de pisar la arena fría, una carrera desarticulada, y después un chorro de agua de mar en la cabeza.
—A esto se le llama entrada triunfal —dije.
—Yo diría que sí —dijo el indio—, la estrella ya la tiene…
—¿Por qué?
—Mire.
Casi al alcance de mis manos, pude ver una estrella de mar, húmeda, viva. La invitación, por fin, había llegado.
El paisaje es llano, sin árboles. Todo el tiempo sopla el viento, el verdadero dueño de la Patagonia. Mis ojos se entretenían encontrando vida en un cuadro aparentemente inhabitado, en la sencillez del paisaje y su vastedad. Una verdadera belleza.
En una hora llegamos a la reserva Natural del Chubut, en la Península de Valdés. Una lengua de tierra que se adentra en el mar. Ahí los visitantes pagan para ingresar y los que habitan en Pirámide o en las cinco estancias que la componen, siguen de largo a destino. Las fincas viven del turismo y de la lana de oveja. Pirámide es un pueblo con trescientos habitantes, casi todos viven del mar y de las haciendas de la península.
Stern era un hombre de casi setenta años, ojos grises y porte altivo. Al revés de lo que imaginé: un Jacques Cousteau alemán. Cuando entramos con Nahuel en el salón de la casona, un chalet de dos plantas construido en el mismo terreno de la Fundación, oímos una fuerte discusión que provenía desde su despacho. Ningún lujo adornaba el lugar, pero el buen gusto resaltaba la pureza de las formas, el predominio de los colores naturales y crudos, el aroma a madera fresca. Confieso que en ese momento mis expectativas eran enormes, sin embargo, el malestar sufrido en la playa había menguado considerablemente mi valentía y el tenor de las palabras que oía no era del todo alentador.
Algunos propietarios de hoteles que en esa jornada habían organizado paseos se sintieron ofendidos por la actitud de Stern que, sin tapujos y con un altoparlante, había expulsado a dos barcos que asistían al apareamiento de las ballenas. El comisario Fernández, aspirante a diputado, venía a interceder a favor de los turistas.
—Parece mentira que para favorecer a unos pocos impidan el apareamiento. Estoy absolutamente convencido de que la presencia de barcos desconocidos las amedrenta. Venimos siguiéndolas durante días y noches enteros, ¡y cuando empezamos a pasar inadvertidos aparecen los barcos de su amigo López Viso y arruinan todo! La próxima vez no respondo por