Uno
Ponen las flores a las seis, cuando se van los hombres de la limpieza. Ellos trabajan desde temprano lavando y ordenando, y a las seis, cuando el gerente despide a los proveedores y anota las existencias del depósito, llega el hombrecito de la florería y una mujer arma los ramos en los floreros de cristal colorado y azul y los coloca sobre las mesas, siempre en el centro de las mesas.
Después la sala queda vacía. Quedan solas las sillas, las mesas y, en su centro y a oscuras, los floreros llenos de flores nuevas. Como no hay nadie y el público recién comienza a llegar a las diez de la noche, el gerente desconecta los acondicionadores, reina en la sala un calor asfixiante y las flores comienzan a marchitarse. A medianoche, con la sala llena de público, a causa del humo del tabaco y la costumbre de las muchachas que vacían sus copas de whisky o de coñac en el florero, las flores ya no son las mismas: están marchitas, tristes, con los pétalos amarillentos y surcados por millares de arrugas, como las caras de los viejos, como las piezas de porcelana antigua resquebrajada.
Si ella llega temprano recorre la sala vacía y mira las flores; a veces arma un ramo con las sobrantes para poner en su camarín, en la jarra de vidrio transparente, lejos de las lámparas. Cuando las flores son lindas y frescas se las lleva a su casa, al hotel, al Palace, que es una construcción de dos pisos de ladrillos rojos, vecina al Hilton. El Hilton tiene veinte pisos; allí viven los diplomáticos, los escasos turistas, los capitanes y armadores de barcos que están siempre de paso.
En el hotel las flores duran más. Tres días, y hasta una semana, se conservan. Como ella no fuma, en su habitación no fuma nadie. El aire limpio conserva lozanas las flores y, si disuelve en su agua una aspirina —le han dicho—, las reaviva. Rociándolas por las mañanas con agua mineral también parecen revivir: los capullos se abren más lentamente y guardan durante más tiempo su lozanía.
Lo que más perjudica a las flores es el calor y el humo. Esta noche se enojó con las muchachas porque volvieron a aparecer filtros de cigarrillo flotando en su florero. Así las flores sufren y el agua despide un fuerte olor a nicotina y tabaco mojado, que es como el olor de los baños de los tugurios donde los negros se emborrachan.
Dos negras fuman marihuana en el camarín. El olor de la droga se mezcla con los de la ropa y los cosméticos y afea todo. Son dos nuevas, que hacen sala, y siguen fumando aunque hace un par de noches entraron en el camarín dos oficiales de la policía militar, con unos funcionarios de control de narcóticos, y dijeron que no querían sentir más aquel olor y que si bajaba otra vez hasta la sala todas ellas iban a amanecer un día presas y a las extranjeras las botarían a Venezuela o a Costa Rica, sin decir agua va, ni darles tiempo de juntar sus maletas.
Han de ser aquellas dos que hacen sala y ahora fuman marihuana las que tiraron esos filtros de Pall Mall en el flotero. Ella no hace sala. Sale a escena cuatro veces por noche con las otras; después hace su propio show a la una y media: baila y canta con el acompañamiento de dos bailarines. Uno toca el bongó, el otro tumbadoras, la orquesta suena desde un costado oscuro y la música parece salir del centro del escenario, donde ella canta y baila.
Tarde o temprano tendrá que hablar con el gerente, decirle que la policía militar tenía razón. Pero el gerente la llamó primero y le dice que esta noche su show es a la once y media, y que no bailará antes con las otras porque llegan unos americanos muy importantes de la Florida, amigos del ministro, y ella debe atenderlos en la sala. Entonces, dice ella, que hagan algo con las nuevas, que son desordenadas y desprolijas y acabarán trayendo problemas a todos. El gerente le dice que no debe preocuparse, que con el tiempo todo se resuelve, pero que esta noche se esmere atendiendo a los americanos importantes, de la Florida.
Ella nunca hace sala, pero esta vez aceptó y a las once baja vestida con la ropa de su show: un vestido negro y rojo de seda gruesa. Antes de salir del camarín prendió un jazmín al bretel izquierdo del vestido. Se miró al espejo, controló el maquillaje y corrigió la pintura de sus labios con un tono de rouge más subido que el que suele usar.
Marcos los presentó. Uno de los americanos se llamaba Fred, el otro Douglas. Ella los había imaginado mayores, de cincuenta o sesenta años, pero eran jóvenes y hablaban español y reían sin exageración. Marcos volvió al mostrador y las dejó a las dos con los americanos. La otra muchacha es una francesa de Martinica, alta, casi mulata, de ojos grandes amarillentos. La llaman Gato y esa noche han suspendido su show.
Los hombres bebían whisky y disimuladamente aspiraban cocaína. Las convidaron. Gato tomó un grano del tamaño de una semilla de maíz, lo frotó contra sus dientes y después estuvo un rato chasqueando la lengua. Ella aceptó un pequeño sobre doblado en cuatro y lo ocultó bajo la pulsera; la aspiraría en el camarín. Antes de salir a escena era el único momento en que tomaba droga; un poco de cocaína antes del show le mejoraba la voz y, especialmente en su segundo número, hacía desaparecer toda sensación de cansancio.
Bailó dos veces con Fred, que conocía el país de ella pero viajaba más seguido a Bolivia. No se manejaba como un cliente vulgar; bailaba por el placer de bailar. Tampoco parecía apurado por irse a otro lado con ella. Tenía el pelo rubio, las manos fuertes y había estado en la guerra de Corea. Cuando ella dejó la mesa para su show, los americanos acababan de invitarlas a pasar el lunes —su día libre— con ellos en el mar. Habían alquilado un yate y querían conocer unas playas lejos de la región del canal. Ella pensó que una mañana de sol y aire libre le haría bien a su piel y consultó con los ojos a la francesa, que arqueó las cejas. Significaba que sí, y aceptaron.
Desde el escenario no se ve el público. Sólo cuando las luces altas se han apagado y el reflector gira buscando a la bailarina pueden verse desde allí algunas mesas, la silueta a contraluz de algunos clientes y las formas irregulares del peinado de sus acompañantes, que el haz de luz roza casualmente al pasar.
La orquesta va insinuando un ritmo brasileño. Al comienzo suenan levemente una guitarra eléctrica y las escobillas de la batería. Después, cuando el reflector la enfoca a ella cruzando el escenario, casi en la cornisa lateral, irrumpe la tumbadora y se acoplan el piano, el saxo y el bajo. Entonces las muchachas de la sala aplauden y la voz del animador anuncia el show de “la diosa blanca del Brasil”: ella comienza a cantar en portugués, con el registro más bajo que da su voz, y las muchachas de la sala vuelven a aplaudir.
El vestido de shantung negro y rojo cae al piso y ella muestra su malla de perlas y encaje. Sus caderas se mueven incitando las periódicas entradas del bongó y de la tumbadora bajo el haz de luz cenital. Un mes atrás el atractivo del show, creado por un músico cubano, radicaba sólo en la canción. La voz y el baile de ella eran un pretexto para el encanto de la melodía y el lucimiento de la percusión. Pero el director artístico descubrió que el público apreciaba el juego de caderas de ella dando entrada y salida a los percusionistas, y despidieron al cubano. Corrigieron el show y ahora el público se entusiasma con ella y aplaude. Y, como los clientes siempre cambian, el show seguirá en cartel durante mucho tiempo.
Con la luz cenital encandilándola, ella ni siquiera percibe las siluetas que adivinó al salir a escena. Durante los breves intervalos de silencio de la música puede oír el murmullo inevitable de la sala, pero cuando hace su número escucha sólo el ritmo de su cuerpo, y eso es mejor. Sabe que el director artístico y el gerente supervisan cada noche las reacciones del público, pero después de un mes de practicar ese show ya adivina, un segundo antes de terminar, cuántos aplausos y gritos se sumarán a los de las muchachas hacia el final de la canción.
Aparentemente, bailar es dejarse llevar por la música. Pero ella sabe que no es la música lo que conduce el cuerpo de las bailarinas: ella ha repetido esos movimientos con variaciones desde que tenía ocho años y sus tías decían que ahora Estrella iba a bailar, y ella bailaba para su padre y para sus tíos cualquier música que sonara en la radio, y los hombres tomaban cerveza o vino, y todos la llamaban Estrella, aunque su nombre era Estela, que después, mucho después, cuando ya no se llamaba Estela sino Isabel, Zulema o Equis, supo que significaba estrella en italiano.
Cuando ella baila, imagina que los hombres la miran como a través de un sueño, adormecidos por los efectos del alcohol. A ella no le gusta beber: la bebida provoca una soñolencia en la que el cuerpo se disuelve y busca adherirse a las sillas, a la mesa. Cuando piensa que los hombres del público han bebido y que sus cuerpos van a disolverse sobre las mesas y las sillas, siente que ella es para los clientes como una sucesión de ráfagas de luz, y también siente que envidian la elasticidad de su cuerpo y desean tocarlo. Ahora baila imaginando la mirada de Fred, que no alcanza a ver en la semipenumbra que los spots producen en la sala. Él la estará deseando desde la mesa y mientras tanto sabrá que todos los clientes y hasta los mozos y los músicos la desean como él, pero que esa noche será sólo suya. Eso piensa ella ahora, mientras se cambia en el camarín, entre las negras que descansan antes de volver a alternar con los clientes de la barra y las mesas.
—¿Quiénes son? —le pregunta una de las muchachas del camarín.
—Unos yanquis —dice ella, y pronuncia a la manera rioplatense deliberadamente, para hacerse oír por las otras mujeres, que la creen brasileña, o paraguaya.
—Ah —dice la otra, moviendo la cabeza como si confirmara algo sabido desde siempre.
Ella guarda la ropa del show y alisa su vestido de calle. Antes de ponérselo enjuaga sus axilas en la pequeña pileta del camarín, se suelta el pelo, corrige el maquillaje y se aplica un desodorante neutro que no altera la fragancia floral de su cuello y su pecho. Vestida es más alta que las otras, ella lo sabe y camina hacia la sala, mientras en el escenario dos panameñas hacen un número de desnudo y desde el fondo Fred la mira y sonríe, contento de volver a tenerla en su mesa.
Los cartones del mozo, disimulados bajo el florero, indican que los hombres han bebido mucho. Gato bebe jugo de frutas con hielo. Los ojos de Douglas están inyectados en sangre y balbucea al hablar. Fred la mira dulcemente. Sólo después de sentarse, besarlo y encargar al mozo una copa de champán advierte que también él está borracho, y que la mira fijamente, como antes miró al mozo, porque teme distraerse o delatarse. Recuerda cuando su padre y sus tíos la miraban bailar en aquellos días de fiesta y ella percibía el olor del vino o la cerveza en la transpiración y el aliento de aquellos hombres, y sentía asco pero seguía abrazada a ellos, cabalgando sobre sus muslos, mientras ellos cambiaban entre sí frases de dicción confusa, como si tuviesen las bocas y las gargantas dormidas.
Gato ya había hablado con ellos. Era su turno, debía contar algo de su país. Habló en castellano pronunciando cada palabra con la dicción precisa que suele agradar a los hombres. Gato hizo un gesto de desdén tratando de atraer la atención de su hombre, pero los dos americanos continuaban mirándola. Después ella quiso tocar las manos de Fred, que reposaban sobre la mesa, y preguntarle sobre la guerra. Fred contestó en español, y por momentos en inglés, y lentamente fue recuperando su expresión de sobriedad, aunque seguía mirándola muy fijo, con dulzura, y reclinada la cabeza para contrarrestar quizás algún reflejo de mareo.
En una mesa vecina vio a una mujer menuda, con cuerpo de niño. No era del lugar: había llegado acompañando a unos marinos alemanes que hablaban en voz alta. La mujercita se volvía frecuentemente y sus miradas se cruzaron. “Está mirando a Fred”, pensó ella. Entonces comenzó a imaginarse a sí misma con un cuerpo tan pequeño como el de esa muchacha, montada sobre las piernas gigantescas de Fred y envuelta en sus brazos fuertes. La mirada de él seguía fija en la suya. Cabeceaba. Ella imaginó el olor a tabaco y a whisky de esa boca y volvió a recordar el olor de su padre y sus tíos, y el temor que sintió algunas veces, un temor difuso que la obligaba a permanecer inmóvil mientras los mayores la abrazaban y acariciaban su espalda.
Fred no le inspiraba temor. Le apretó la mano con todas sus fuerzas y sintió los huesos firmes que sus dedos no alcanzaban a rodear. Fred fumaba y bebía mirándola, mientras Gato hablaba en voz baja con Douglas, que apenas comprendía ese inglés rudimentario cargado de palabras francesas y españolas.
Entonces Fred miró el reloj y dijo que sería mejor ir al hotel para beber en paz porque el salón estaba colmado de público: turistas, marineros vestidos de civil y algunos oficiales de barcos europeos con sus falsos uniformes. Las dos mujeres se despidieron del gerente; ella saludó con un beso al empleado de la caja, un hombre llamado Sarmiento, de pelo muy corto y uñas manicuradas, de quien tiempo después de trabajar en ese local supo que era argentino y que leía las manos y adivinaba las enfermedades sufridas y futuras con sólo conocer la fecha de nacimiento de una persona.
El hotel era el Hilton. Allí vivían los americanos desde hacía una quincena, esperando la concreción de un negocio. Las dos habitaciones estaban unidas por una gran sala con ventanal en el décimo piso, desde donde se veía toda la ciudad. Al rato de llegar —los hombres se estaban cambiando—, entraron en la sala dos mucamos con un carro con bebidas, hielo y comida fría. Douglas quería bailar y encendió la música. El hotel difundía viejos temas de jazz que a Gato le parecían insulsos. Fred prefería beber. Extendió sobre una mesa de cristal el contenido de un envoltorio de papel con drogas y, de a ratos, con una frecuencia que a ella le pareció exagerada, llevaba pequeñas dosis a su nariz con el mango de una cuchara de café. Ella aspiró una sola vez. Fred la invitó a sentarse junto a él, en un diván, frente a la ventana. Ella miró las luces de la ciudad y el puerto mientras él la abrazaba y la iba desnudando y pensó que ese hombre le gustaba, que era el hombre que más le había gustado en su vida, y lo dejó hacer, aunque Gato y Douglas bailaban muy cerca y se besaban sin pudor. Después fue con Fred a la habitación y desde la cama oyeron las risas y las exclamaciones groseras de Douglas en inglés, y las de Gato, una mezcla de francés y onomatopeyas que los excitó aún más, hasta que sus cuerpos se unieron sin dejar de mirarse a los ojos.
Una empleada del Hilton la despertó cuando entraba con el carro del desayuno. Fred dormía y no hubo manera de despertarlo. Gato se había marchado, tal vez sin dormir, y en la otra habitación Douglas había desconectado el acondicionador y no atendió los llamados de la mucama. Ella se duchó, tomó una copa de jugo de naranja y una tostada y se vistió para salir. Fred habría puesto antes de dormirse, al amanecer, esos dos billetes de cien dólares y ese sobrecito con droga en su bolso. Antes de salir ella arrancó el jazmín marchito que llevaba en el bretel de su vestido y lo dejó en una copa de agua, sobre la mesa de luz del lado donde él dormía.
Los ordenanzas del hall la saludaron sonrientes. Algunos la conocían y la llamaban por su nombre. Al salir a la calle el calor la envolvió como una capa asfixiante de olor a puerto y aguas servidas. La ciudad estaba despoblada. Era domingo, faltaba poco para el mediodía y la gente estaría encerrada en sus habitaciones protegiéndose del calor, o se habría marchado a la playa o a sus casas de campo.
Su hotel estaba silencioso. La mayoría de las habitaciones vecinas estaban ocupadas por clientes estables, que trabajaban en restaurantes y locales nocturnos, y a esa hora dormían. La habitación estaba fresca y ordenada: ella entró, se desnudó, volvió a ducharse y lavó su pelo con champú. Después encendió la radio y estuvo largo rato frente al espejo: se depiló las cejas, cepilló su cabello mojado para extender una loción reacondicionante y distribuyó sobre el tocador los cosméticos que llevaba desordenados en su bolso. Cuando tocó el sobrecito con la droga de Fred calculó su peso: diez o quince gramos. Trataría de venderlo al cajero a un precio razonable: otros cien dólares, calculó. No esperaba recibir dinero de Fred; había dormido con él porque le gustaba. Recordó la boca inmensa de dientes firmes y los brazos de soldado y guardó los dos billetes de cien dólares en su cartera de documentos, junto a su pasaporte y los certificados de residencia que le habían tramitado unos funcionarios del gobierno de Panamá.
Después se acostó y pensó que debía almorzar, pero no tenía hambre. Desde la cama bajó el volumen de la radio, que transmitía un programa de música venezolana, dio cuerda a su reloj despertador y conectó la alarma para las cinco de la tarde.
Una artista debe descansar. Lo importante es descansar, saber relajarse oportunamente, tener el cuerpo preparado para las exigencias de los números y los ensayos, conservar la línea, conservar el estado físico, beber lo indispensable y nunca fumar. Con la habitación fresca y dinero en la cartera, es más fácil relajarse y dormir. Pensar en Fred y en el respeto que se había ganado con el gerente y el director artístico le provocó un vago sentimiento de satisfacción, y comenzó a soñar antes de dormirse. Soñó que caminaba por un largo tren que unía Venezuela con el Istmo. El tren estaba decorado con flores y muebles antiguos. Las pasajeras eran sus tías: maestras, profesoras de música y de canto, instructoras de declamación y modistas, todas ellas vestidas en seda negra, jugando a los naipes en las mesas. Una de ellas le tendía un mazo de cartas y ella tomaba tres al azar. La mujer le mostraba las cartas y decía, como en los demás sueños, que había elegido al general y al muerto y al horror, y le vaticinaba el futuro mientras ella miraba las cartas: una representaba la figura de un oficial de las guerras de independencia; otra un cuerpo humano acostado y cubierto por horribles vendajes; la tercera era una cara a la que habían arrancado un ojo y un pedazo de frente, y de allí emanaba una masa de pus y sangre palpitante. Ella tocaba el naipe y veía que era sólo un cuadrado de cartulina totalmente negro, pero cada vez que volvía a mirar reaparecía la cara del horror, sin el ojo y parte de la frente, y la sangre y el pus latían y seguían latiendo. La mujer le hablaba del futuro pero ella sólo podía oír la frase “reina de las estrellas” pronunciada por una voz de hombre. Miraba a la mujer de los naipes; era una viejita vestida en seda negra, de piel muy blanca y pupilas transparentes, que hablaba con una voz masculina vaticinándole un futuro que ella no alcanzaba a oír.
La voz continuaba murmurando durante todo el sueño. Rato después de despertar, mientras se duchaba, ella descubrió que la voz sonaba como la de Sarmiento, el cajero, el hombre a quien esa noche debía vender el sobre con droga para evitar que alguien lo descubriese en su habitación. Tenía hambre. Se vistió con un conjunto de pantalón y camis