El oro de Poseidón (Serie Marco Didio Falco 5)

Invictor

Fragmento

Capítulo I

I

En la vía Aurelia, la noche era oscura y tormentosa. Mal presagio para nuestro regreso a casa, antes incluso de que entráramos en Roma.

A aquellas alturas habíamos cubierto ya mil millas, empleando febrero y marzo para realizar nuestro viaje desde Germania. Las cinco o seis horas de la última etapa, desde Veyes, habían sido las peores. Mucho después de que los demás viajeros se hubieran refugiado en las posadas al borde del camino, nos encontramos a solas en plena calzada. La decisión de continuar la marcha para alcanzar la ciudad aquella misma noche había sido una opción ridícula. Los demás componentes de la partida eran conscientes de ello y todos sabían quién era el responsable: yo, Marco Didio Falco, el hombre al mando. Probablemente estarían expresando su malhumor entre dientes, pero no alcanzaba a oírlos. Ellos viajaban en el carromato, totalmente empapados e incómodos pero en situación de apreciar que había alternativas aún más frías y húmedas. Yo iba montado a caballo, completamente expuesto a la lluvia y al azote del viento.

Sin previo aviso, aparecieron las primeras viviendas, los altos y abigarrados edificios de pisos que flanquearían nuestro camino a través de los barrios pobres e insalubres del distrito del Trastévere. Casas ruinosas sin balcones ni pérgolas se apretaban unas contra otras en una lúgubre formación solo interrumpida por negras callejas en las que normalmente se apostaban los ladrones a la espera de recién llegados a Roma.

En una noche como aquella, pensé, tal vez prefirieran apostarse en la comodidad y seguridad de sus camas. O tal vez estuvieran al acecho en la esperanza de que el mal tiempo hiciese bajar la guardia a los viajeros; como quiera que fuese, yo era consciente de que la media hora final de un largo viaje puede ser la más peligrosa. En las calles aparentemente desiertas, las pisadas de los caballos y el traqueteo de las ruedas del carro anunciaban nuestra presencia de forma estentórea. Presintiendo amenazas contra nosotros por todas partes, cerré la mano en torno a la empuñadura de la espada y palpé el cuchillo oculto en la bota. Unos cordones empapados sujetaban la hoja contra los hinchados músculos de la pantorrilla, lo cual dificultaba la maniobra de extraerla.

Me envolví aún más en la capa mojada pero, cuando los pesados pliegues de esta se adhirieron al resto de mis ropas, lamenté haberlo hecho. Sobre mi cabeza, un canalón de desagüe se rompió y vertió su contenido sobre mí, asustó al caballo y me dejó el sombrero ladeado. Con una maldición, pugné por dominar mi montura. Me di cuenta de que habíamos pasado el desvío que nos habría conducido al puente Probo, el camino más rápido para llegar a casa. Se me cayó el sombrero y lo abandoné donde estaba.

Un solitario punto de luz en una calle secundaria a mi derecha señalaba, como yo bien sabía, el puesto de guardia de una cohorte de los vigiles. No había más signos de vida.

Cruzamos el Tíber por el puente de Aurelio y oí en la oscuridad del fondo el ruido del río, cuyas agitadas aguas poseían una energía inquietante. Tuve la certeza casi absoluta de que, corriente arriba, se habría desbordado en las tierras bajas al pie del Capitolio, convirtiendo una vez más el Campo de Marte —que en el mejor caso no pasaba de ser un terreno poroso— en un lago insalubre. Una vez más un fango turgente, del color y la textura de las aguas fecales, estaría rezumando en los sótanos de las lujosas mansiones cuyos propietarios de clase media se peleaban por obtener las mejores vistas de la ribera.

Mi padre era uno de ellos. Debo confesar que la idea de verle achicar las hediondas aguas que anegaban su vestíbulo me regocijó.

Una poderosa racha de viento detuvo en seco mi caballo cuando intentamos doblar una esquina para salir al foro del mercado de ganado. Arriba, tanto la Ciudadela como la cima del Palatino resultaban invisibles. Los palacios de los Césares, iluminados por las lámparas, quedaban también fuera de la vista, pero ahora ya me encontraba en territorio conocido. Apresuré el paso de mi montura para dejar atrás el Circo Máximo, los templos de Ceres y de la Luna y los arcos, fuentes, termas y mercados cubiertos que eran la gloria de Roma. Todo aquello podía esperar; por el momento, lo único que deseaba era mi cama. La lluvia se deslizaba como una cascada por la estatua de algún antiguo cónsul, corriendo por los pliegues de bronce de la toga como si se tratase de cañadas. Cortinas de agua barrían los tejados, cuyos canalones eran totalmente incapaces de dar abasto, y auténticas cataratas se precipitaban desde los pórticos. Mi caballo pugnaba por buscar refugio en las aceras, bajo los toldos de las tiendas, mientras yo tiraba de las riendas para que volviese la cabeza y obligarlo a seguir por la calzada.

Nos abrimos paso con esfuerzo por la calle del Armilustrio. En aquella vaguada, algunas de las callejas secundarias sin alcantarillado parecían totalmente intransitables, ya que el agua llegaba a la altura de la rodilla, pero cuando tomamos la vía principal iniciamos la ascensión por la empinada cuesta, que, si no inundada, resultaba peligrosamente resbaladiza. Durante todo el día había llovido tanto sobre las calles del Aventino que ni siquiera se alzaba a recibirme la pestilencia habitual; sin duda, el acostumbrado hedor a excrementos humanos y a actividades insalubres regresaría al día siguiente, más intenso que nunca después de que tanta agua hubiera empapado los estercoleros en los que se apilaban las basuras.

Una sensación tan familiar como deprimente me indicó que había encontrado la Plaza de la Fuente.

Aquella era mi calle. El acre callejón sin salida tenía un aspecto más sombrío que nunca para un extraño que regresaba al lugar. Sin luces y con las contraventanas cerradas y los toldos recogidos, el callejón no ofrecía el menor atractivo. Vacío incluso de su habitual multitud de degenerados, seguía, sin embargo, impregnado de dolores y penas humanas. El viento penetraba ululando en la calle y rebotaba contra nuestros rostros. A un lado se alzaba mi bloque de pisos, como un anónimo baluarte republicano levantado para resistir a los bárbaros merodeadores. Cuando me detuve, una pesada maceta se estrelló contra el suelo junto a mí; no me cayó encima por apenas un par de dedos.

Abrí con esfuerzo la puerta del carruaje para que bajaran las almas agotadas de las que era responsable. Envueltos como momias para protegerse del mal tiempo, los ocupantes descendieron con aire ceremonioso, pero cuando la tormenta se abatió sobre ellos, dejaron las piernas al descubierto y corrieron a refugiarse en la caja de la escalera.

Formaban el grupo mi prometida, Helena Justina, su asistenta, la hija menor de mi hermana y nuestro carretero, un recio celta que, supuestamente, debía ayudarnos como escolta. Seleccionado por mí personalmente, el hombre se había pasado la mayor parte del trayecto temblando de terror, pues, lejos de su tierra natal, había resultado ser más tímido que un conejo. Era la primera vez en su vida que el hombre salía de su Bingio natal. Ojalá lo hubiese dejado allí.

Por lo menos, había tenido conmigo a Helena. Mi amada era hija de un senador, con todo lo que ello entraña, naturalmente, y más animosa que la mayoría. Había conseguido engañar a los mesoneros que intentaban negarnos sus habitaciones más decentes y había sabido desembarazarse sumariamente de los villanos que en los puentes reclamaban ilegales derechos de peaje. En aquel momento, sus expresivos ojos negros me informaban de que, una vez concluyeran aquellas últimas horas de viaje, se proponía encargarse de mí. Cuando mi mirada se cruzó con la suya, no malgasté energías en una sonrisa congraciante.

Todavía no estábamos en casa. Mis habitaciones quedaban seis pisos más arriba. Ascendimos por la escalera en silencio y a oscuras. Después de pasar medio año en Germania, donde hasta los edificios de dos plantas eran una rareza, los músculos de mis muslos protestaban por el esfuerzo. Allí solo sobrevivían los más aptos. Si algún inválido en apuros económicos alquilaba alguna vez una vivienda en un bloque de la zona de la Plaza de la Fuente, o se recuperaba rápidamente con el ejercicio o moría a causa de las escaleras. Ya habíamos perdido unos cuantos de aquel modo. Esmaracto, el casero, mantenía un provechoso negocio con la venta de los efectos personales de los inquilinos que morían.

Al llegar arriba, Helena sacó de debajo de la capa una bolsa para yescas. La desesperación hizo que mi pulso fuese firme, de modo que no tardé en hacer saltar una chispa y hasta conseguí encender una velilla antes de que la chispa se apagara. En el quicio de la puerta, el baldosín, aunque borroso, todavía anunciaba que M. Didio Falco tenía allí su consulta de investigador privado. Tras una breve y acalorada disputa mientras intentaba en vano recordar dónde había guardado el gancho para poder levantar el picaporte desde fuera, tomé prestado un broche de Helena, lo até a un pedazo de cinta arrancada de mi propia túnica, descolgué el broche por el agujero y luego tiré de él.

Por una vez, el truco funcionó (normalmente, uno acaba rompiendo el broche, se gana una bofetada de la chica y acaba por pedir prestada una escalera para entrar). Esta vez había una explicación para mi éxito: el pestillo estaba roto. Temiendo lo que iba a encontrar, empujé la hoja de la puerta, sostuve la vela en alto e inspeccioné mi hogar. Los lugares siempre resultan más pequeños y destartalados de lo que uno los recuerda. Aunque, normalmente, el contraste no es tan marcado.

Dejar la casa había comportado ciertos riesgos, pero los Hados, que gustan de cebarse en un perdedor, me habían hecho objeto de todas sus crueles bromas. Los primeros invasores habían sido, probablemente, insectos y ratones, pero a ellos había seguido un puñado de palomas especialmente repulsivas que a fin de instalar sus nidos debían de haberse abierto paso a picotazos a través del techo. Los excrementos de las aves salpicaban los tablones del suelo, pero eso no era nada en comparación con la suciedad esparcida por los soeces recogedores de excrementos humanos que debían de haber reemplazado a las palomas. Unos residuos inconfundibles, algunos con varios meses de antigüedad, me confirmaron que ninguno de los individuos a los que había estado dando alojamiento había resultado un ciudadano respetable y educado.

—¡Oh, mi pobre Marco querido! —exclamó Helena, anonadada. Por cansada y molesta que estuviese, delante de un hombre sumido en la más completa desesperación se portó como una buena chica caritativa.

Le devolví el broche con un gesto formal. También le entregué la vela para que la sostuviese. A continuación, crucé el umbral y, de un puntapié, mandé el cubo más próximo al otro extremo de la estancia.

El cubo estaba vacío. Quienquiera que hubiese entrado allí había hecho, de vez en cuando, el esfuerzo de arrojar sus desperdicios al contenedor que yo había provisto, pero le había faltado puntería; además, a veces ni siquiera lo había intentado. Lo que había caído fuera se había quedado en el suelo hasta que la descomposición lo había soldado a los tablones.

—Marco, querido...

—Calla, encanto. ¡No digas nada hasta que me haya acostumbrado!

Crucé la habitación exterior, que en otros tiempos había sido mi despacho. Detrás, en lo que quedaba del dormitorio, encontré más rastros de los intrusos. Debieron de haber escapado de allí aquel mismo día, al ver que el viejo agujero del techo se abría de nuevo para dejar entrar un diluvio de agua y tejas, la mayor parte de las cuales aún cubría mi cama empapada. Una postrera afluencia de gotas sucias se unían a la fiesta. Mi pobre cama no tenía remedio.

Helena se acercó por detrás. Hice un torpe intento por mostrarme animado y brillante:

—¡En fin, si lo que quiero son verdaderos problemas, puedo ponerle un pleito al casero...!

Noté los dedos de Helena entrelazados en los míos.

—¿Han robado algo?

Nunca dejo botín a los ladrones.

—Dejé todos mis muebles y enseres en casa de mis parientes, de modo que si falta algo, sé que no ha salido de la familia.

—¡Qué consuelo! —asintió ella.

Me encantaba aquella chica. Inspeccionaba el desastre con un aire de disgusto refinado, pero su seriedad pretendía hacerme estallar en una risa desesperada. Poseía un seco sentido del humor que me resultaba irresistible. La rodeé con mis brazos y me agarré a ella para mantenerme en mis cabales.

Me besó. Su expresión era de tristeza y pesar, pero su beso estuvo lleno de ternura.

—Bienvenido a casa, Marco.

Cuando la besé por primera vez Helena tenía el rostro frío y las pestañas húmedas, y también entonces había sido como despertar de un sueño sumamente agitado para encontrar que alguien me ofrecía pastelillos de miel.

Exhalé un suspiro. De haber estado a solas, quizá me habría limitado a despejar un rincón y tenderme sobre la mugre, agotado, pero era consciente de que debía encontrar un lugar de descanso mejor que aquel. Tendríamos que imponer nuestra presencia a alguno de nuestros parientes. La acogedora casa de los padres de Helena quedaba demasiado lejos, al otro lado del Aventino. Además, el trayecto era demasiado arriesgado; después de la caída del sol Roma es una ciudad despiadada y turbulenta. Eso nos dejaba a merced del auxilio divino del Olimpo... o de mi propia familia. Pero Júpiter y todos sus compañeros debían de estar libando abundante ambrosía en el apartamento de alguno de ellos y no prestaron oídos a mis peticiones de ayuda. Tendríamos que recurrir a mis parientes.

Conseguí llevar a todo el mundo abajo otra vez. La noche era tan terrible que incluso los ladrones habituales habían desaprovechado su oportunidad; el carruaje y el caballo aún seguían donde los habíamos dejado, en la solitaria Plaza de la Fuente.

Pasamos bajo la sombra del Emporio, cuyas puertas cerradas exudaban, a pesar de la inclemencia del tiempo, un leve aroma a maderas exóticas, pieles, carnes curadas y especias. Llegamos a otro edificio de viviendas con menos escaleras y un exterior menos desolado, pero al que aun así podía llamar hogar. Animados con la expectativa de una cena caliente y una cama seca, nos acercamos a la puerta de color rojo ladrillo que tan familiar me resultaba. Nunca estaba cerrada; ningún ladrón del Aventino era lo bastante valiente para introducirse en aquella vivienda.

Mis acompañantes estaban impacientes por ser los primeros en entrar, pero me adelanté abriéndome paso entre ellos. Tenía ciertos derechos territoriales. Era el muchacho que volvía al lugar donde había crecido. Volvía a pisar, con un inevitable sentimiento de culpa, la casa en que vivía mi anciana y menuda madre.

La puerta se abría directamente a la cocina. En ella había una lámpara de aceite encendida, lo cual me sorprendió, pues mi madre tenía costumbres más frugales. Quizá había presentido nuestra llegada. Era muy posible. Me preparé para el encuentro con ella, pero no apareció por ninguna parte.

Penetré en la estancia y, al instante, me detuve desconcertado.

Un perfecto desconocido estaba cómodamente instalado con las botas sobre la mesa, un privilegio que nadie tenía permitido si mi madre estaba en las inmediaciones. El individuo me observó con mirada turbia durante unos momentos; a continuación, emitió un profundo eructo, deliberadamente ofensivo.

Capítulo II

II

Como cualquier madre que se precie, la mía había convertido la cocina en su puesto de mando, desde el cual se proponía supervisar las vidas de sus hijos. Nosotros, sin embargo, teníamos otras ideas. Aquello convirtió la cocina de mamá en una animada arena en la que todos comíamos hasta ponernos enfermos mientras nos quejábamos unos de otros a grandes voces con la vana esperanza de desviar la atención de nuestra madre.

Algunas cosas de la estancia eran bastante normales. Había una mesa de trabajo de piedra, encajada en parte en la pared exterior con el objeto de distribuir el peso; delante de la mesa, el suelo se inclinaba calamitosamente. Mamá vivía en la tercera planta del edificio y su apartamento tenía una buhardilla, pero mis hermanas, de pequeñas, solían dormir allí arriba; así pues, por tradición, el humo del aceite de cocinar era expulsado por una ventana del piso de abajo mediante un abanico que agitaba quienquiera que rondara por la cocina; este abanico colgaba del pestillo de una contraventana.

Sobre la mesa de trabajo brillaba una fila de cazos de cobre, páteras y sartenes, algunas de ellas de segunda mano y con varias generaciones de abolladuras. En un estante había cuencos, vasos, jarras, manos de almirez y un heterogéneo puñado de cucharas dentro de un jarrón cuarteado. De unos ganchos que habrían soportado el peso de media res en canal colgaban cucharones, ralladores, coladores y macillos de carne. Una hilera de clavos torcidos exhibía un juego de enormes cuchillos de cocina cuyas hojas, de aspecto amenazador, estaban sujetas a agrietados mangos de hueso, cada uno de los cuales llevaba grabadas las iniciales de mi madre, JT, de Junila Tácita.

En el estante superior había cuatro de esas cazuelas especiales para cocinar lirones. No me malinterpretéis: mamá dice que los lirones son animales desagradables y prácticamente sin carne, un bocado solo adecuado para esnobs con mal gusto y con hábitos estúpidos. Pero cuando llegan las Saturnales, uno se presenta en la fiesta familiar con media hora de retraso y anda buscando desesperadamente algún presente que excuse ante su madre los últimos doce meses de abandono en que la ha tenido, esas cazuelas para lirones parecen, invariablemente, el regalo perfecto. Mamá siempre las ha aceptado con benevolencia de cualquiera de sus hijos que se hubiera dejado tentar por la propaganda comercial; después, a modo de reproche, deja que la colección crezca sin utilizarla jamás.

Manojos de hierbas secas perfumaban la estancia. Cestos de huevos y bandejas planas rebosantes de legumbres llenaban todos los espacios disponibles. Una gran abundancia de escobas y cubos proclamaba los esfuerzos de mi madre por convencer a todos de lo impecable y libre de escándalos que mantenía su cocina (y su familia).

Sin embargo, el efecto que producía la estancia quedaba estropeado aquella noche por la presencia del maleducado individuo que había eructado delante de mí. Lo observé. A ambos lados de la cabeza le sobresalía una mata de finos cabellos grises. La cúpula calva que la remataba mostraba, igual que su rostro inflexible, un intenso bronceado caoba. Tenía el aspecto de alguien que hubiera estado en el desierto de Oriente y tuve la desagradable sensación de saber de qué lugar concreto del hirviente desierto procedía. Sus brazos y piernas desnudos exhibían la coriácea musculatura que proporcionan largos años de actividad física exigente, más que los falsos resultados de un programa de entrenamiento en el gimnasio.

—¡Por todos los infiernos! ¿Quién eres? —tuvo la desfachatez de preguntar el tipo.

Por un momento, me asaltó la desquiciada idea de que mi madre había tomado un amante para iluminarle la vejez; sin embargo, tal pensamiento no tardó en escabullirse, avergonzado.

—¿Por qué no te presentas tú, primero? —repliqué, al tiempo que le lanzaba una mirada intimidatoria.

—¡Piérdete!

—Todavía no, soldado.

Había adivinado su profesión. Aunque el hombre llevaba una túnica descolorida, de un tono rosa pálido, desde mi posición reconocí claramente las suelas de tres dedos de grosor de unas botas militares. Reconocí también las suelas claveteadas, las cicatrices de reyertas cuarteleras y la actitud engreída de un legionario.

Sus mezquinos ojos se entornaron con cautela, pero no hizo el menor intento de retirar las botas de la sagrada mesa de mi madre. Dejé en el suelo el fardo con el que había cargado y descubrí la cabeza echando la capa hacia atrás. En la empapada maraña de mis cabellos, el hombre debió de reconocer los rizos de la familia Didia.

—¡Eres el hermano! —me dijo en tono acusador. De modo que había conocido a Festo. Mala noticia. Y, según parecía, estaba al corriente de mi existencia.

Reaccionando como si diera por sentado que cualquier visitante tenía que haber oído hablar de mí, traté de tomar la iniciativa de la situación.

—¡Parece que la disciplina se ha relajado en esta casa, soldado! Será mejor que quites los pies de la mesa y te incorpores si no quieres que vuelque esa banqueta de un puntapié. —La sutil presión psicológica dio resultado. El hombre bajó las botas al suelo—. ¡Y mucha calma! —añadí, por si tenía la intención de saltar sobre mí. Se sentó derecho. Un buen tanto en favor de mi hermano era que había despertado el respeto de la gente y durante al menos cinco minutos (lo sabía por experiencia) ese respeto se extendería a mi persona.

—¡De modo que tú eres el hermano...! —repitió lentamente, como si eso significara algo.

—Exacto. Soy Falco. ¿Y tú?

—Censorino. Legión Decimoquinta Apolinaria.

Podía ser. Mi malhumor se incrementó. La Decimoquinta era la desgraciada unidad en la que mi hermano había servido durante varios años... hasta que se hizo famoso al arrojar su hermoso cuerpo sobre una espesura de lanzas rebeldes en el asalto a una fortificación en Judea.

—De modo que allí conociste a Festo, ¿no?

—Exacto —respondió con una sonrisa condescendiente.

Mientras hablábamos, percibí detrás de mí los movimientos inquietos de Helena y los demás. Estaban impacientes por encontrar la cama... y yo también.

—Festo y yo éramos buenos colegas —declaró.

—Festo siempre tuvo muchos amigos. —Mi voz aparentó más calma de la que sentía. Festo, con unas copas encima, era capaz de trabar amistad con cualquier piojosa rata de taberna. Después, generoso hasta la médula, mi hermano insistía en traer a casa a su reciente amigo.

—¿Hay algún problema? —inquirió el legionario con un aire de inocencia que era sospechoso por sí solo—. Festo me dijo que si alguna vez pasaba por Roma...

—¿Podías alojarte en casa de su madre?

—¡Eso fue lo que me prometió!

Y yo sabía que la Decimoquinta Legión había sido trasladada desde el frente de guerra de Judea a Panonia, por lo que cabía esperar que gran número de sus hombres solicitara permiso para pasar unos días de asueto en Roma.

Aquello me resultaba deprimentemente familiar.

—No dudo de que así fuera —repliqué al legionario—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Unas semanas...

Eso significaba varios meses.

—¡Bien, me alegro de que la Decimoquinta Apolinaria haya ayudado a equilibrar el presupuesto de Junila Tácita! —exclamé, con la mirada fija en él. Los dos sabíamos que el tipo no había contribuido con una sola moneda a los gastos de manutención. ¡Vaya regreso a casa! Primero, mi piso destrozado; ahora, esto. Parecía que durante mi ausencia Roma se había llenado de perdedores sin escrúpulos en busca de una cama que no les costara dinero.

Me pregunté dónde se escondería mi madre. Sentía una extraña nostalgia de oírla regañarme como cuando era un niño, mientras llenaba de caldo caliente mi cuenco favorito y me despojaba a tirones de mis ropas empapadas.

—En fin, Censorino, me temo que tendré que privarte de tu alojamiento. Ahora lo necesita la familia.

—Por supuesto. Me trasladaré lo antes posible...

Dejé de sonreír. Notaba el cansancio hasta en los dientes. Indiqué con un gesto el patético grupo que me acompañaba. Todos estaban de pie y en silencio, demasiado agotados para intervenir en la conversación.

—Me gustaría que te dieses prisa con los preparativos.

El soldado dirigió la mirada a la ventana. Del exterior llegaba el chapoteo de la lluvia, más intenso que en ningún momento del día.

—No irás a echarme en una noche como esta, ¿verdad, Falco?

Tenía razón, pero el mundo me debía unos cuantos golpes, así que le dirigí una sonrisa malévola y repliqué:

—Eres un legionario. Un poco de humedad no te hará daño...

Habría seguido divirtiéndome con nuevas ironías, pero, en aquel instante, hizo acto de presencia en la estancia mi madre. Sus ojos negros, pequeños como cuentas, contemplaron la escena.

—¡Oh, has vuelto! —dijo, como si yo acabase de regresar de limpiar de malas hierbas un campo de zanahorias. Menuda, aseada y casi infatigable, pasó junto a mí casi rozándome, besó a Helena y se apresuró a hacerse cargo de mi soñolienta sobrina.

—¡Me encanta que me echen de menos! —musité. Mi madre hizo caso omiso del comentario.

—Ha habido muchas cosas de las que podrías haberte encargado...

Y no se refería a despulgar perros. Advertí la mirada que le lanzaba a Helena, en clara advertencia de que reservaba para más tarde alguna mala noticia. Incapaz de afrontar las otras crisis que pudieran haber acontecido al clan Didio, me concentré en el problema que tenía entre manos.

—Necesitamos refugio. Al parecer, la cama de mi hermano mayor ya está ocupada, ¿no es eso?

—Sí. ¡Y pensaba que tú tendrías algo que decir al respecto!

Advertí que Censorino empezaba a mostrarse nervioso. Mientras yo intentaba determinar qué se esperaba de mí, mi madre me miraba con expectación. Por alguna razón parecía representar el papel de la anciana desvalida cuyo hijo grande y fuerte ha asomado de su madriguera para defenderla. Aquella actuación era absolutamente inusitada y afronté la situación con tacto:

—Solo estaba comentando un hecho, madre...

—¡Ah, ya sabía que a mi hijo no le gustaría! —comentó ella, sin dirigirse a nadie en particular.

Estaba demasiado cansado para resistirme. Me planté ante el legionario. Probablemente el soldado se creía un tipo duro, pero a mí me resultaba más cómodo enfrentarme a él que a una madre tortuosa que se movía por motivos complejos.

Censorino comprendió que el juego había terminado. Mamá estaba dando a entender con claridad que solo le había permitido alojarse allí a la espera de que alguien se opusiera a ello. Ahora, yo estaba de vuelta y me encargaría del trabajo sucio. Era inútil resistirme a mi destino.

—Escucha, amigo. Estoy agotado y calado hasta los huesos, de modo que no me andaré con rodeos. He viajado mil millas en la peor época del año y al llegar a mi casa la he encontrado destrozada por unos intrusos, con el techo hundido y mi cama llena de escombros. Pues bien, dentro de diez minutos tengo intención de estar tendido en mi cama alternativa, y el hecho de que esta sea la que tú has estado utilizando es solo la manera que tiene la fortuna de advertirte de que los dioses son amigos volubles...

—¿Dónde queda, entonces, la hospitalidad con los extraños? —se lamentó Censorino en tono burlón—. ¿De qué vale la palabra de un camarada que te ofrece su casa?

Con cierta inquietud, aprecié un tono de amenaza en su voz. Un tono que no tenía nada que ver con lo que parecía que estábamos tratando.

—Mira, quiero la habitación que ocupas para mi novia y para mí, pero no voy a dejarte en la calle en plena noche. Arriba hay una buhardilla seca perfectamente habitable...

—¡Quédate tu buhardilla! —replicó el legionario. Luego añadió—: ¡Y que os jodan, a ti y a Festo!

—Como tú prefieras —asentí, tratando de que mis palabras no sonaran como si, para la familia, el único aspecto favorable de la muerte de Festo fuera no tener que seguir ofreciendo comida y alojamiento a una inacabable sucesión de pintorescos amigos suyos.

Vi que mi madre daba unas palmaditas en la espalda al legionario y la oí murmurarle en tono consolador:

—Lo siento, pero no puedo tenerte aquí contrariando a mi hijo...

—¡Oh, mamá, por Júpiter! ¡Eres imposible!

Para acelerar las cosas, ayudé a Censorino a hacer el equipaje. Al marcharse, me dirigió una mirada malévola, pero yo estaba demasiado ocupado con las alegrías de la vida familiar para preguntarme a qué venía aquello.

Capítulo III

III

Helena y mi madre unieron sus esfuerzos para encontrar espacio a nuestro grupo. Los criados fueron enviados rápidamente a la buhardilla y mi sobrina fue acostada en la cama de mi madre.

—¿Cómo está Victorina? —me obligué a preguntar, pues la pequeña había estado a nuestro cuidado debido a que mi hermana mayor había enfermado.

—Victorina ha muerto. —Mi madre comunicó la noticia con aparente calma, pero noté la tensión en su voz—. No pensaba decírtelo esta noche.

—¿Que Victorina ha muerto? —Casi no podía asimilarlo.

—En diciembre.

—Podrías haber escrito para comunicárnoslo.

—¿De qué habría servido?

Dejé la cuchara en la mesa y cogí el cuenco entre las manos, aprovechando el calor que aún conservaba la arcilla.

—No... no me lo puedo creer...

Falso. Victorina tenía algún problema interno y un matasanos alejandrino especializado en hurgar en la anatomía femenina la había convencido de que el mal era operable, pero el diagnóstico debió de ser erróneo o, más probablemente, el hombre habría cometido alguna torpeza durante la intervención. Es un hecho corriente. No tenía por qué quedarme allí sentado, tan sorprendido de aquella muerte.

Victorina era la mayor de todos los hermanos y siempre había tratado de un modo tiránico a los otros seis que habíamos conseguido, de un modo u otro, sobrevivir a la infancia. Yo me había mantenido, invariablemente, a bastante distancia de ella, lo cual era una actitud prudente, pues me disgustaba ser apaleado y aterrorizado. Cuando nací, ella era una adolescente y ya entonces tenía una reputación terrible: pendiente de los muchachos, un descarado parasol verde y las aberturas laterales de la túnica siempre insinuantemente amplias. Cuando visitaba el circo, los hombres que le sostenían el parasol siempre eran tipos repugnantes. Al final, escogió a un yesero llamado Mico y se casó con él. En este punto, dejé definitivamente de hablar con ella.

A mi hermana y a Mico les sobrevivieron cinco hijos, el pequeño de los cuales aún no debía de tener dos años. Sin embargo, con los riesgos que entraña la infancia, era muy posible que fuera a reunirse con su madre antes de cumplir los tres.

Helena se perdió la conversación. Se había quedado dormida, apoyada en mi hombro. Me volví un poco para dejarla en una postura más cómoda y que, a la vez, me permitiera contemplarla. Necesitaba verla para recordarme a mí mismo que los Hados, cuando se lo proponían, podían urdir un firme hilo. Helena estaba completamente relajada. Nadie ha dormido jamás tan profundamente como ella con mi brazo en torno a sus hombros. Al menos, le era de alguna utilidad a alguien.

Mi madre extendió una manta sobre los dos.

—De modo que la muchacha todavía está contigo, ¿no?

Pese a su desdén por mis anteriores novias, mamá consideraba que Helena Justina era demasiado para mí. Mucha gente era de la misma opinión, empezando por los propios parientes de Helena. Tal vez tenían razón. Incluso en Roma, con su esnobismo y su oropel, podría haber aspirado, desde luego, a alguien mejor.

—Eso parece.

Acaricié con el pulgar el suave hueco de la sien derecha de Helena. Totalmente descansada, parecía toda dulzura y delicadeza. Al contemplarla, no caí en el engaño de pensar que esa fuera su verdadera personalidad, pero aun así formaba parte de ella... aunque solo se pusiera de manifiesto cuando dormía en mis brazos.

—Oí decir que te había plantado.

—Aquí la tienes. Por lo tanto, los comentarios estaban equivocados.

Mi madre se proponía averiguar todo lo sucedido.

—¿Te plantó ella o fuiste tú quien se largó y ella tuvo que perseguirte? —preguntó. Evidentemente, mamá tenía una idea bastante clara de cómo llevábamos nuestras vidas. No hice caso de la pregunta, de modo que ella lanzó otra—: ¿Estáis ahora más cerca de formalizar las cosas?

Probablemente, ni Helena ni yo podíamos dar respuesta a eso. Nuestra relación tenía sus momentos explosivos. El hecho de que Helena Justina fuese hija de un senador millonario y yo un simple informante sin recursos no mejoraba nuestras perspectivas. No tenía modo de saber si cada día que conseguía mantenerme a su lado nos acercaba un paso más a nuestra inevitable separación o si, por el contrario, el tiempo que permanecíamos juntos terminaría por hacer imposible tal separación.

—Se dice que Tito César tenía sus ojos puestos en ella —continuó mi madre, inexorable. Era mejor no responder a eso, tampoco. Tito podía representar un duro obstáculo. Helena aseguraba haber rechazado sus proposiciones, pero ¿quién podía saberlo a ciencia cierta? Quizá, en el fondo, se alegraba de que estuviésemos de regreso en Roma y de la oportunidad de seguir impresionando al hijo del emperador. Sería muy tonta si no lo celebrase. Debería haberla retenido en provincias.

Pero había tenido que volver a la capital para informar al emperador y cobrar la paga por la misión que había cumplido en Germania. Helena me había acompañado. La vida tenía que continuar y Tito era un riesgo que debería afrontar. Si el hijo de Vespasiano buscaba problemas, estaba dispuesto a plantarle cara.

—Todo el mundo dice que acabarás decepcionándola.

—¡Hasta ahora lo he evitado!

—¡No es preciso que levantes así la voz! —comentó mamá.

Era tarde. El edificio de viviendas de mi madre disfrutaba de uno de los raros momentos en que todos sus inquilinos guardaban silencio. En la quietud, la vi tocar nerviosamente la mecha de la lámpara de aceite mientras miraba con aire ceñudo la explícita escena de cama grabada en la arcilla (una de las bromistas contribuciones de mi hermano al ajuar de la casa). Tratándose de un regalo de Festo, ahora era impensable la posibilidad de deshacerse del objeto. Además, a pesar de la pornografía, la lámpara producía una llama limpia y constante.

La pérdida de mi Victorina, aunque fuese de mis hermanos a quien menos había tratado, evocó también el recuerdo de Festo.

—¿Qué hacía aquí ese legionario, mamá? Tu hijo tenía muchos conocidos, pero no es normal que se presenten a su puerta después de tanto tiempo.

—No puedo ser desagradable con los amigos de tu hermano. —No necesitaba serlo, cuando me tenía a mí para encargarme de ello—. Quizá no deberías haberlo echado a la calle de esa manera, Marco.

Era incontestable que, desde el momento en que había hecho acto de presencia en su casa, mi madre me había animado a echar a Censorino. Ahora, sin embargo, pretendía que había sido mía la culpa. Tras treinta años de conocer a mi madre, tal contradicción no me sorprendió.

—¿Por qué no te lo sacaste de encima tú misma?

—Me temo que va a guardarte rencor... —murmuró ella.

—Eso no me asusta. —Su silencio cargó el aire de malos presagios—. ¿Hay alguna razón en especial para que me lo guarde? —Mi madre continuó callada—. ¡La hay!

—No es nada...

De modo que se trataba de algo grave.

—Será mejor que me lo cuentes.

—Bueno... parece que hay algún problema relacionado con algo que supuestamente hizo Festo.

¡Llevaba toda mi vida oyendo aquellas palabras fatales!

—¡Ah, ya empezamos otra vez! Déjate de evasivas, madre. Conozco a Festo y sé reconocer cualquiera de sus catástrofes desde un hipódromo de distancia.

—Estás cansado, hijo. Hablaremos por la mañana.

Estaba tan agotado que mi mente aún repetía el rítmico traqueteo del viaje, pero, con un misterio fraternal cargado de malos augurios cerniéndose sobre la familia, era poco probable que cogiera el sueño hasta haber averiguado con qué me topaba en casa... y todavía menos que lo conciliara después.

—¡Ah, diablos! Estoy cansado, es cierto. ¡Cansado de que todo el mundo me salga con evasivas! ¡Cuéntamelo ahora, madre!

Capítulo IV

IV

Festo llevaba tres años enterrado. Aunque los mandamientos judiciales ya habían cesado casi por completo, de vez en cuando llegaba todavía a Roma un goteo de pagarés de acreedores y de cartas esperanzadas de mujeres abandonadas. Pero ahora éramos objeto de un interés militar, y este podía resultar más difícil de desviar.

—Supongo que tu hermano no tuvo nada que ver —se consoló mi madre.

—¡Oh, claro que sí! —le aseguré—. ¡Sea lo que sea, puedo garantizarte que nuestro Festo estuvo allí, en medio del asunto, alegre y radiante como siempre! Lo único que me interesa, madre, es saber qué voy a tener que hacer (o, mejor, cuánto dinero me va a costar) para librarnos del problema en que nos ha metido esta vez. —Mi madre puso una mueca que daba a entender que estaba insultando a su hijo querido—. Dime la verdad. ¿Por qué querías que echara a Censorino tan pronto como he puesto el pie en casa?

—Porque había empezado a hacer preguntas incómodas.

—¿Qué preguntas?

—Según él, algunos soldados de la legión de tu hermano pusieron dinero en cierta empresa que Festo organizó. Censorino ha venido a Roma para reclamar su parte.

—No hay ningún dinero.

Como albacea de mi hermano, podía certificar que así era. A su muerte había recibido una carta del escribiente de su legión en la que confirmaba punto por punto lo que ya esperaba; después de saldar sus deudas locales y pagar el funeral, todo lo que quedaba para enviar a casa era el consuelo de saber que yo habría sido su heredero si Festo hubiera sido capaz de guardar alguna moneda en la bolsa más de dos días seguidos. Mi hermano siempre se había gastado por adelantado su paga trimestral. No había dejado nada en Judea y tampoco fui capaz de encontrar algo suyo en Roma, pese a la complejidad laberíntica de sus proyectos comerciales. Festo basaba su vida en un maravilloso talento para la estafa. Yo creía conocerlo mejor que nadie, pero incluso a mí me había engañado cuando se lo había propuesto.

Emití un suspiro e insistí:

—Cuéntame toda la historia. ¿De qué clase de negocio turbio se trata?

—Al parecer, era algún plan para hacer un montón de dinero.

Muy propio de mi hermano; siempre pensando que había encontrado una idea fantástica para hacer una fortuna. Y muy típico de él involucrar en el asunto a todo aquel que hubiera compartido alguna vez su tienda. Festo, con su labia, era capaz de convencer y sacarle dinero incluso a un avaro redomado al que hubiera conocido esa misma mañana; sus confiados compañeros de armas no tenían la menor oportunidad de resistirse.

—¿Qué clase de plan?

—No estoy segura.

Advertí su turbación, pero no me dejé engañar. Sin duda, mi madre sabía perfectamente de qué se acusaba a Festo, pero prefería que fuera yo mismo quien descubriera los detalles. Eso significaba que el asunto me pondría furioso y que mamá prefería estar en otra parte cuando yo diese rienda suelta a mi cólera.

La conversación se había desarrollado en voz baja, pero el estado de agitación en que me encontraba debió de ponerme tenso; Helena se estiró y despertó, despejada al instante.

—¿Sucede algo malo, Marco?

Cambié de postura con movimientos rígidos.

—Simples asuntos de familia. No te preocupes, vuelve a dormirte.

Helena mostró de inmediato su interés.

—¿El soldado? —dedujo acertadamente—. Me ha sorprendido que lo pusieras de patitas en la calle de esa manera. ¿Era algún embustero aprovechado?

No respondí, pues prefería guardar para mí las indiscreciones de mi hermano, pero mamá, que conmigo se había mostrado tan reacia a contar cómo eran las cosas, estaba dispuesta a confiar en Helena.

—No; Censorino era un legionario de verdad. Estamos metidos en algún lío con el ejército. Le permití alojarse aquí porque, al principio, solo parecía ser un compañero de armas al que mi difunto hijo había conocido en Siria. Pero una vez tuvo sus botas bajo la mesa, empezó a importunarme.

—¿Por qué razón, Junila Tácita? —inquirió Helena con aire indignado, incorporando el cuerpo hasta quedar sentada muy erguida. Helena solía dirigirse a mi madre con aquel tratamiento formal, que, cosa extraña, ocultaba una relación entre ambas mucho más íntima de lo que mi madre había permitido a ninguna de mis anteriores amistades femeninas, la mayoría de las cuales desconocía la urbanidad.

—Parece que existe algún problema de dinero con algo en lo que estuvo involucrado el pobre Festo —le explicó mi madre—. Marco va a ocuparse de investigarlo.

Me quedé sin habla.

—¡No recuerdo haber dicho tal cosa! —protesté por fin.

—No. Estarás muy ocupado, me imagino. —Mi madre cambió de tema hábilmente—. Tendrás mucho trabajo esperando, ¿verdad?

A decir verdad, ninguna cola de clientes ansiosos esperaba por mí. Seis meses lejos de Roma me habían dejado desocupado. La gente siempre quiere darse prisa con sus torpes intrigas y mis competidores ya debían de haber conseguido todos los encargos de investigaciones comerciales, de consecución de pruebas para juicios ante los tribunales y de obtención de evidencias para demandas de divorcio. No existen clientes dispuestos a esperar pacientemente mientras el mejor investigador está en Europa ocupado durante un tiempo indefinido en un caso, pero ¿qué podía hacer yo, si el emperador en su mansión del Palatino esperaba que diese prioridad a sus asuntos?

—Dudo que esté agobiado de trabajo —reconocí, pues las mujeres no iban a permitir que respondiera con evasivas.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Helena. El corazón me dio un vuelco. Helena no tenía ni idea de que se estaba metiendo en un callejón sin salida. Ella no había conocido a Festo y ni siquiera imaginaba cómo habían terminado sus asuntos en demasiadas ocasiones.

—¿A quién podemos recurrir sino a ti? —insistió mi madre—. ¡Oh, Marco! Pensaba que te interesaría dejar limpio el nombre de tu pobre hermano...

Como había sabido que sucedería, el encargo que me había negado a aceptar se había convertido en una misión que no podía rechazar.

Probablemente, se me escapó algún gruñido entre dientes que sonó a asentimiento. Acto seguido, oí a mamá declarar que no esperaba que le dedicase mi precioso tiempo a cambio de nada, mientras Helena me insistía en que bajo ninguna circunstancia podía mandarle a mi propia madre una minuta de honorarios y gastos. Me sentía como una pieza de tela nueva cardada en el batán.

No era la paga lo que me preocupaba, sino saber que estaba ante un caso que no podía ganar.

—¡Muy bien! —refunfuñé finalmente—. Si quieres saber mi opinión, el huésped que acaba de marcharse solo estaba utilizando una lejana y ligera relación con Festo para conseguir alojamiento gratis. La insinuación de algún negocio turbio solo era una manera sutil de forzarte. —Pero mi madre no era una persona que se dejara forzar. Bostecé abiertamente y continué—: Escuchad, no voy a desperdiciar mucho tiempo y esfuerzo en algo que, en cualquier caso, sucedió hace ya bastantes años, pero, si eso os hace felices, iré a hablar con Censorino por la mañana. —Sabía dónde encontrarlo; le había dicho que en el local de Flora, la bayuca local, a veces alquilaban habitaciones. En una noche como aquella, el legionario no habría ido mucho más lejos.

Mi madre me revolvió el cabello mientras Helena me sonreía, pero sus descaradas atenciones no lograron mejorar mi ánimo pesimista. Ya antes de empezar tenía la certeza de que Festo, que me había metido en problemas toda la vida, me obligaba en esta ocasión a involucrarme en el peor de todos.

—Madre, tengo que hacerte una pregunta. —Su expresión no se alteró, aunque debió de sospechar cuál iba a ser—. ¿Crees que Festo hizo realmente lo que dicen sus colegas?

—¿Cómo puedes preguntarme tal cosa? —exclamó ella con un gran esfuerzo. De haber sido cualquier otro testigo en cualquier otra investigación, su respuesta me habría convencido de que fingía sentirse ofendida para proteger a su difunto hijo.

—Muy bien, pues —asentí lealmente.

Capítulo V

V

Cuando Festo entraba en cualquier taberna de cualquier provincia del Imperio, siempre había algún parroquiano con la túnica cubierta de manchas que se levantaba de un banco con los brazos abiertos para recibirlo como a un viejo y apreciado amigo. No me preguntéis cómo lo hacía; era un truco que a mí me habría sido muy útil, pero se necesita talento para rezumar tal calor. Y el hecho de que mi hermano todavía le debiese al individuo cien monedas de su último encuentro no empañaba en absoluto la bienvenida. Más aún, si nuestro chico se colaba luego en la trastienda, donde aguardaban las prostitutas baratas, despertaba allí parecidas exclamaciones de placer entre las chicas que, pese a estar sobre aviso de con quién trataban, se echaban sobre él con adoración. Cuando entré en el local de Flora, al que había acudido a beber todas las semanas durante casi diez años, ni siquiera el gato se percató de mi presencia.

La bayuca de Flora hacía que las destartaladas tabernas habituales parecieran elegantes e higiénicas. Se alzaba en la confluencia de una sucia calleja que descendía del Aventino y un sendero embarrado que ascendía de los muelles. Tenía la disposición habitual, con dos mostradores colocados en ángulo recto donde los parroquianos de ambas calles se apoyaban con aire meditabundo mientras aguardaban a ser envenenados. Los mostradores estaban hechos de un tosco mosaico de piedra blanca y gris que alguien podría tomar por mármol, siempre que fuera prácticamente ciego y tuviera la mente puesta en las elecciones. Cada mostrador tenía tres agujeros circulares en los que colocar los calderos de comida. En el local de Flora, la mayoría de los agujeros estaban vacíos, quizá por respeto a la salud pública. El contenido de los calderos era aún más desagradable que la habitual pasta parda con partículas inidentificables que se sirve a los transeúntes en las cochambrosas tiendas de comida callejeras. Los potajes fríos de Flora estaban desconcertantemente tibios y los platos calientes, peligrosamente fríos. Se rumoreaba que, en una ocasión, un pescador había muerto en la barra después de tomar una ración de guisantes en salsa; mi hermano mantenía que rápidamente, para evitar una larga disputa legal con los herederos del hombre, este había sido troceado y servido en el local como albóndigas de bacalao picantes. Festo siempre contaba historias parecidas; dado el estado de la cocina en la trastienda de la bayuca, aquella podía perfectamente ser cierta.

Los mostradores limitaban un apretado espacio cuadrado en el que los clientes habituales, tipos verdaderamente endurecidos y resistentes, tomaban asiento y soportaban los codazos en las orejas por parte del camarero mientras este efectuaba su trabajo. Había dos mesas combadas, una con bancos y otra con sillas de tijera. En el exterior, bloqueando la entrada, había medio tonel ocupado permanentemente por un mendigo. El tipo estaba allí incluso en un día como aquel, mientras aún caían los últimos chaparrones de la tormenta. Nadie le daba nunca una moneda, pues todo el mundo sabía que el camarero le robaba las limosnas que recibía.

Pasé junto al mendigo evitando su mirada. Había algo en aquel hombre que me sonaba vagamente familiar y, fuera lo que fuese, siempre me deprimía verlo. Quizá porque sabía que, en mi profesión, un paso en falso podía mandarme a compartir el medio tonel con aquel desdichado.

Ya en el local, ocupé una silla y me sujeté al mostrador para vencer su terrible bamboleo. El servicio sería lento. Me sacudí la lluvia del pelo y eché un vistazo al familiar decorado: la hilera de ánforas cubierta con un velo de telarañas, la estantería de jarras y frascos marrones, un cántaro sorprendentemente atractivo de aspecto griego, con un pulpo como motivo decorativo, y el catálogo de vinos pintado en la pared, en vano, ya que a pesar de la impresionante lista de precios en la que se afirmaba ofrecer toda clase de caldos, desde vinos de la casa hasta las mejores cosechas de Falernia, en el local de Flora se servía invariablemente un dudoso líquido cuyos ingredientes no eran más que primos segundos de las uvas.

Nadie sabía si la Flora que daba nombre al lugar había existido realmente. Podía estar muerta o desaparecida, pero no sería aquel un caso que me prestara voluntariamente a resolver. Los rumores decían que había sido una muj

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