Jefazo

Martín Sivak

Fragmento

LUNES 12

Los presidentes bolivianos gobiernan desde el Palacio Quemado.

En 1875 los opositores a Tomás Frías arrojaron antorchas encendidas a la casa de gobierno desde la catedral contigua. Provocaron un gran incendio que no les permitió llegar al poder. Reconstruido el edificio, la fórmula Palacio Quemado parece referirse a un país inflamable desde su fundación en 1825. Sobre ochenta y tres gobiernos, treinta y seis no duraron más de un año, treinta y siete fueron de facto y hasta el momento ningún historiador ha sabido precisar la cantidad exacta de golpes de Estado e intentonas militares.

Evo Morales Ayma llegó a la presidencia gracias a la primera revolución democrática del siglo XXI. Una novedad que no se tradujo en modificaciones en la arquitectura ni en la decoración del Palacio Quemado. Su estética permanece casi inalterable, sin que le importe a ninguno de sus nuevos habitantes. Ni las chicas del protocolo que corren detrás de una agenda presidencial modificada a cada hora, desde las cinco de la mañana hasta la doce de la noche; ni las señoras de pollera y sombrero que recorren los pasillos; ni los campesinos que pisan las alfombras y el parquet.

Una escala cromática lleva hasta Morales. El salón de los espejos se divide en dos sectores, uno rosa y otro dorado. Entre telarañas y un piano negro que ya nadie toca, se exhiben espejos con marcos dorados en los que muchos buscan mirarse, una alfombra persa en tonos rojos, banquetas de mármol y cortinas grises con pompones, mientras una estufa eléctrica de la última década del siglo pasado irradia el calor que la calefacción central ya no irradia.

Una antesala blanca precede al despacho presidencial. La noche en que empezó este libro, los vidrios ahumados apenas si dejaban ver las siluetas que se movían por la oficina principal. Después de que los hombres del Presidente salieran por una puerta, Evo entró en aquella antesala blanca.

—Hola, jefazo —me dijo.

En su idioma, jefazo es un halago, una muestra de respeto. Pero el jefazo, el que manda, es él.

Saludó a la boliviana: las manos se estrechan y después los hombres se prodigan un medio abrazo.

—Gracias por todo. Tú me has apoyado mucho para que yo esté aquí. Gracias, hermano.

Intuyo que ha repetido esa frase muchas veces desde que es Presidente.

Nos habíamos conocido en Buenos Aires, en agosto de 1995, cuando asomaba en su país como un dirigente cocalero de peso. En los casi once años siguientes lo entrevisté para diarios, revistas y documentales. Fundaba su confianza en mí en los libros que publiqué sobre Hugo Banzer y sobre el asesinato de Juan José Torres, pero también en las conversaciones que habíamos tenido.

Aquella noche, vestía zapatos negros bien lustrados, pantalones oscuros de traje y la chompa —como llaman en Bolivia al suéter— más famosa: roja, azul y blanca, de escote redondo. Con ella recorrió el mundo como presidente electo y fue noticia internacional. Se transformó en un símbolo desmesurado, porque ni sus colores ni su textura tienen relevancia alguna para él ni para su presidencia ni para sus bases. En junio, el cuello de la chompa ya estaba raído.

Al entrar en su despacho, indicó: “Siéntate ahí, donde lo hice sentar al embajador americano. No se dio cuenta y estaba bajo del retrato del Che”. Enfrente colgaba, simétrico, uno de Evo: ambos son de hoja de coca y se miran. Pero en ese ambiente no prevalece el verde, sino el azul chillón de los sillones.

—¿Cómo está la relación con los Estados Unidos? —le pregunté.

—Grave: han entrado marines disfrazados de estudiantes. Tengo informes confidenciales. Ya te mostraré.

Su vocero, Alex Contreras, avisó que una docena de fotógrafos entrarían al despacho. Pidieron que nos diésemos un abrazo.

—Como si estuviéramos en La Bombonera —me dijo y contó que quería organizar un acto en el estadio de Boca durante su próximo viaje a Buenos Aires.

—Voy a escribir un libro sobre vos. Necesito entrevistarte muchas veces, mucho tiempo, como aquella vez en 1995.

—Viaja conmigo por el país. Hablemos entre las concentraciones, los actos. Y ahora ven a ver a mi equipo de fulbito: jugamos contra los compañeros mineros.

A la media hora, lucía un uniforme celeste y su remera llevaba el número 16. El equipo presidencial parecía el de los Pitufos.

Mientras entraba en calor aleteando con los brazos, dio algunas indicaciones. Desde las gradas de cemento, unas cien personas seguían cada uno de sus gestos. No tiene mucha cintura, pero le pega bien a la pelota y a veces con potencia. Esa noche le alcanzó para hacer dos goles que apenas festejó. Sus rivales, cooperativistas mineros, parecían más atentos al besamanos previo que al partido. Tuvo su consecuencia: perdieron 7 a 2.

A la medianoche Morales estaba extenuado. Al día siguiente debía levantarse a las 4.30 para volar a Quito, donde asumiría como presidente de la Comunidad Andina de Naciones (CAN). Allí pasaría un sofocón con el presidente de Perú, Alejandro Toledo.

—Oye, Evo. La CAN no es un sindicato y tú no me vas a enseñar de Economía a mí —le dijo cuando su colega habló de exclusión y pobreza.

—Y si tú sólo puedes enseñar lo que dice el Banco Mundial.

—¿Cómo me dices eso? —se enfadó aún más Toledo.

—Sí, de aquí tú te vas a trabajar al Banco Mundial.

La reunión terminó ahí.

De martes a miércoles Evo durmió bien, como cada vez que duerme en la llanura o en el trópico.

MIÉRCOLES 14

A las 5.03 de la mañana un grupo de ministros y viceministros llenó la pequeña sala de entrada del Palacio Quemado. Había reunión de Gabinete con el Presidente. Pero mientras intentaban despertarse, se enteraron de que Morales no había podido salir de Iquitos, en la Amazonía peruana, por la niebla. “Habrá Gabinete igual”, informó la recepcionista, una policía de pelo rojizo y ondulado. Hubo tiempo, entonces, para que discutieran sobre un tema que les incumbe por igual: cómo levantarse a las 4.30. Un viceministro le explicó a un ministro que para despertarse en hora duerme con la televisión encendida y dormita hasta que suena el reloj-alarma. Bostezaban mientras se movían para calentar sus cuerpos: hacían dos grados centígrados de temperatura. Unos quince soldaditos, de uniforme rojo y blanco, mochila blanca y bayoneta, entraron al hall central repiqueteando.

Subí al baño del tercer piso. Había objetos que nada tienen que ver con este gobierno, como un cuadro con las banderas de los Estados Unidos y Bolivia que dice “Unidos en la lucha contra el narcotráfico”, y otros que sí, como banderas del Movimiento Al Socialismo (MAS) y máscaras de carnaval.

Tatiana, la jefa de Gabinete del Presidente, me dijo que habría lugar para mí en el avión con Morales hasta Villamontes, en el departamento de Tarija, pero no en el helicóptero que volaría hasta La Higuera, el pueblo donde fue asesinado Ernesto Che Guevara.

—Pero coordinaremos —agregó Tatiana.

Coordinaremos significa intentaremos arreglarlo. Habría que añadir: aunque resulte complicado. En general, no hay coordinación, pero los afanes gastados en que las cosas se arreglen forman parte integral de la bolivianidad.

Cuando faltaban quince minutos para las seis de la mañana, Álvaro García Linera, el vicepresidente de la República, entró en la oficina de Tatiana. Rígido en su traje negro sin corbata y con gabardina gris. Un mechón de pelo lacio y canoso que caía sobre la frente le daba un aire de skater maduro.

Tatiana le pasó una llamada del Presidente. Todavía no había salido de Iquitos.

—Jefazooo —se escuchó.

—Hola, hermano —contestó su vice—. Los periódicos salieron bien: le dan buena cobertura a tu viaje… Sí, esos dos grupos mineros están en pugna. Lo que tenemos que hacer es buscar un punto intermedio. Bueno, hermano, abrazo.

Después de cortar, contó que había pedido dos cosas: que le llevaran jean y zapatillas y que yo viajara en su avión. Antes de perderse en un pasillo, le preguntó a Tatiana qué decretos debía firmar. La sencillez hacía que la oficina pareciera una casa de correos o un club de fútbol, nunca esos cien metros cuadrados donde se toman las mayores decisiones de Estado.

Al rato decidieron un cambio de planes con los aviones. Evo viajaría en el 01 (el más grande de la flota presidencial), pero yo no podría subir en la escala de El Alto, donde cargaría combustible. Álvaro y los ministros usarían el avión 03. Me tocaría volar, junto a otras sesenta personas, en el Hércules.

En el trayecto al aeropuerto, un mayor de la policía indicó que los Hércules son seguros, pero ofreció un contraejemplo. “Hace diez años uno se cayó a un río o una laguna a minutos de despegar. Un almirante salió a flote, pero luego buceó para rescatar su billetera. Venía de vender algo o iba a comprar algo. Tenía tantos dólares que a los del equipo de rescate nos dio doscientos a cada uno.” La anécdota, de todos modos, no ayudó a que le perdiera miedo al Hércules.

El avión pertenece a la flota de Transporte Aéreo Boliviano. Un detalle lo singulariza: unos alambres unen la aleta de la cola del avión con las alas y la parte de adelante. Adentro parece una pequeña fábrica de metal con ventanas inalcanzables y tres filas de bancos con redes rojas de las que usan los paracaidistas. Su temperatura es de frigorífico. Los pasajeros (ministros, generales, coroneles, agentes de inteligencia, una enfermera y periodistas) se taparon con mantas hasta que los motores lo transformaron en un horno.

Algunos miembros de seguridad llevaban heladeras de telgopor.

—¿Es armamento, capi? —le pregunté al encargado de la seguridad del vicepresidente.

—No, es para el pescado que traeremos de Tarija. De regreso, el avión vendrá cargado con ese pescado que es una maravilla.

Dos horas después el Hércules aterrizó en Villamontes. El acto reunía a las fuerzas vivas del pueblo: los colegiales con sus uniformes azul y blanco y un par de alumnas con los zapatos de taco que habían estrenado en algún casamiento; las maestras que retaban a los alumnos charlatanes; militares y policías; los masistas que le decían al Presidente, en banderas: “Gracias por devolvernos la dignidad” y le ofrecían cartas, guirnaldas, frutas, pescado, sombreros, flores, fotos y hasta documentos. En el palco, militares y policías enviaban mensajes de texto hacia destinos inciertos; un ministro se quedó dormido y otro caminaba para no imitarlo. Se habían despertado a las cuatro y media de la mañana y el calor del mediodía los tenía planchados. Un custodio, identificado con la inscripción “Police” en su remera marrón, lucía un chaleco antibalas; limpió el vaso del Presidente con una gasa y después lo llenó de agua.

“Éste es un acto cívico”, inició el locutor. A Evo no le gusta esa definición: él liga lo cívico a sentimientos localistas. Desde la primera frase y hasta su cierre, el acto destiló formalidad en un país donde la informalidad es un rasgo característico de la política. Pero en los actos oficiales, como el de Villamontes, se canta el himno nacional y cada orador saluda a las personas importantes del palco; hay un locutor oficial, un músico oficial, un programa oficial y un sentido oficial.

Las audiencias no comulgan con esas formas. Muchas veces, los equipos fallan, la electricidad se corta, los horarios no se cumplen y hasta la vestimenta puede desentonar: en Villamontes, el Presidente llevaba una camisa de manga corta, un jean gastado con el bolsillo descosido en la nalga, y zapatillas azules.

Evo habló de la guerra del Chaco (1932-1935) que enfrentó a Bolivia y Paraguay. Recordó a los cincuenta y dos mil muertos de Bolivia, entre los que estaba su tío Luis Morales. En buena parte de las familias del Occidente del país existe un muerto de aquella contienda que despertó conciencia nacional. Pero como los discursos de Morales son multitemáticos, también elogió a los héroes presentes, que se protegían del sol bajo una carpa; dijo que todos los funcionarios públicos deberán aprender guaraní, quechua o aymara; a los niños, les prometió computadoras en los colegios.

El acto pretendía homenajear a las Fuerzas Armadas. El Presidente contó que cuando llegó al Palacio Quemado temía a los edecanes. “Ahora ya tengo confianza: gracias a las Fuerzas Armadas por su participación en la nacionalización de los hidrocarburos.”

Cerró con un grito:

—¡Que vivan las Fuerzas Armadas!

El 1° de mayo de ese año, cuando anunció el decreto de nacionalización de los hidrocarburos, el Presidente dispuso que las Fuerzas Armadas ocuparan los pozos de petróleo y las plantas de las empresas extranjeras que operan en Bolivia. Quería que se sintieran parte del proceso y que empezaran a internalizar a un nuevo enemigo: las trasnacionales.

Con ese último grito empezó un desfile militar que incluía buzos tácticos y los soldados de infantería camuflados con ramas que toleraban los cuarenta y tres grados. Durante la retirada en desorden, García Linera se convirtió en un polo de atracción: señoritas de Villamontes de menos de quince años se sacaban fotos con él. “A mí me pareces muy lindo y a mi madre más todavía”, le dijo una tarijeña todavía en escuela primaria. Las camionetas de la delegación pasaron por viviendas precarias debajo de las que fluye el gas que no llega a sus cocinas: sólo el tres por ciento de las casas cuenta con conexión a domicilio.

Al llegar al hangar de la pista de Villamontes y por esa vez, sólo por esa vez, Morales no decidió.

—¿Siete no pueden subir al 03? —le preguntó al coronel responsable del vuelo.

—Seis, señor Presidente.

Anunció que alguien debería quedar abajo. “Yo subo y también suben Álvaro, Juan Ramón [Quintana, ministro de la Presidencia], Alex [Contreras, el vocero] y la ministra de Salud [Nila Heredia], que tiene que inaugurar un hospital. Quedan Janet [su asistente] y Martín [por mí]. ¿Qué hacemos?”

—Haremos un sorteo —propuso García Linera.

El vicepresidente sacó de su bolsillo una moneda de cincuenta centavos. De un lado, el número y la frase “La unión hace la fuerza”; del otro, un escudo de la República de Bolivia. Voló la moneda y cayó en su mano. Vi el número y me contuve: era mi pasaje a La Higuera.

Morales suele decidir. En sus primeros seis meses como Presidente (es decir, desde que asumió hasta esta gira) promulgó el decreto de nacionalización de los hidrocarburos, lanzó un esbozo de reforma agraria, empezó el proceso de desamericanización de Bolivia después de más de medio siglo de dependencia con los Estados Unidos, selló una alianza de largo plazo con Fidel Castro y Hugo Chávez, y concretó la elección de los convencionales de la Asamblea Constituyente mediante la que se proponía refundar el país.

El 03 tiene cuatro asientos de cuerina beige enfrentados entre sí, un quinto que da a una de las ventanillas y un sexto —en verdad, apenas medio asiento— entre los pilotos, donde se sentó el Presidente. Para el despegue se puso los Ray Ban de Tom Cruise en Top Gun, pero no permitió que le sacaran fotos.

Se divierte en las avionetas y helicópteros: a veces pide a los pilotos que hagan acrobacias. Ríe con las cosquillas propias y el susto de los otros.

—¿Comemos? —preguntó después de despegar.

—Hay comida —contestó Contreras—, pero no hay platos.

—Comeremos con la mano, pero —dijo Evo.

Contreras sacó la yuca y las papas de una bolsa de plástico, una Coca Cola de dos litros y una caja de cartón con trozos tibios de conejo, pollo y cabrito. Cuando nos disponíamos a comer, el piloto recordó dónde había guardado unos platos de café. Sobre ellos apoyamos el almuerzo. Como Evo no tenía mesa, el ministro de la Presidencia le cortó en una bandeja de metal los restos de cabrito y puso papas y yucas. El vice sacó un pimiento que compartió con el Presidente.

Hablaron del acto.

—Me emocioné con el discurso del último soldado —dijo Álvaro.

—Se viene un momento nacionalista. Tenemos que poner una materia en la escuela sobre nacionalismo —agregó Morales—. A mí me enseñaron la historia de Colón, de La Pinta, de La Santa María, pero nada de nacionalismo. Eso no puede seguir así. ¿Vieron cómo cantaron las niñas La Patria? Grabemos un disco con esa canción.

Contó que ese día le entregarían documentos que probaban que la empresa petrolera Transredes financió algunos de los actos masivos que convocó la elite de Santa Cruz (el departamento más rico del país) para reclamar su autonomía del poder central. “Así funciona la oligarquía cruceña”, soltó. Ya veía en esa región la oposición más poderosa a su gobierno.

Desde un colchón de nubes —donde apenas se divisaba lo que alguna vez fue la ruta del foco guerrillero de Guevara— se entusiasmó con la idea de que esa zona se transformara en un destino turístico masivo. Dejó la política por un rato y habló de un tema que lo entretiene: su estado civil.

—Éste es el gobierno de los solteros —me dijo—. Cada vez que vuelvo de un viaje tengo miedo de que Álvaro haya hecho un decreto imponiendo una primera dama.

—Cuando te conocí planeabas casarte. ¿Qué pasó?

—Sí, claro. Fue la única vez que estuve cerca de casarme. Pero el compañero David (Choquehuanca, su canciller) me convenció de que no lo hiciera. No me casé y ya no creo que me case. Además, yo estoy casado con Bolivia. Alguna vez me dije: tanta gente me quiere, pero no me quiere una mujer. Y eso pasaba en la década del noventa. Yo proponía matrimonio y me decían “No, te van a matar, te van meter en la cárcel”.

—¿Quién te dijo eso?

—Algunas compañeras de la clase media, de la clase profesional. Y nuestras compañeras también me decían: “Yo me quiero casar, pero para estar todo el tiempo contigo”. Y es difícil. Imagínate salir a las cinco de la mañana y la dejas ahí, botada en la cama.

El vocero le pasó el hilo dental. Evo cortó un pedazo y lo hizo circular. Nos sacamos de entre los dientes los restos de animales, menos el vice que había traído cepillo.

—Álvaro —le pregunté—, ¿no es peligroso que vueles con el Presidente?

—Si nos quieren matar, nos matarán pues.

En Valle Grande, esperaban los embajadores de Cuba y Venezuela, Rafael Dausá y Julio Montes, encargados de ejecutar la cooperación de sus países con Bolivia. En esa primera etapa, Cuba ayudaba con la construcción de hospitales y centros oftalmológicos, con el trabajo de médicos y alfabetizadores y con becas para cinco mil estudiantes que cada año viajan a estudiar a la isla. Venezuela anunció que invertiría mil quinientos millones de dólares en el sector de hidrocarburos, que compró bonos y que daría créditos para, entre otras cosas, industrializar la producción de hoja de coca. También prestaba dos de sus helicópteros y algunos aviones para los viajes al extranjero del Presidente. Ambos países asesorarían en temas de inteligencia y seguridad.

Además de los embajadores, unos cinco mil pobladores aguardaban. Algunas señoras mayores lloraron cuando el Presidente pasó a su lado y una militante del MAS le hizo ojitos a García Linera.

El escenario, construido con madera y telas, ocupaba parte de la calle principal del pueblo. Después de los discursos sonó una versión rapeada de “Hasta Siempre” y la delegación recorrió un hospital recién inaugurado gracias a la financiación de La Habana. En la corrida hacia los helicópteros —ya se acumulaban dos horas de atraso— quedó en tierra la ministra de Salud.

Desde el cielo se veía la geografía intrincada que transitó Guevara. Así es Bolivia: ni el Estado ni un presidente fuerte doblegan su tozudez. La falta de recursos para construir caminos y puentes ha provocado más desintegración en un país ya signado por la desintegración.

En un patio de La Higuera, el locutor, el tercero del día y quizás el más solemne, pidió: “Con unción cívica entonemos las canciones de nuestros Estados”. Primero debió haberse escuchado el himno de Cuba, pero en su lugar apareció la voz de Silvio Rodríguez lamentándose por un unicornio. Entre banderas de Cuba y Venezuela, canturreaban médicos cubanos y jóvenes venezolanos. Desde el escenario los acompañaba Camilo Guevara, el hijo del Che, de pelo largo anudado con una colita.

García Linera, profesor de la universidad pública, improvisó una clase sobre el homenajeado. “El Che representa el espíritu y la pasión de la revolución durante el siglo XX.” Dijo que la guerra —la guerra de Guevara— continuaba, pero por otros medios. Miró a Evo y arriesgó: “Presidente, sin Guevara usted no estaría acá”.

Ya no quedaba luz en La Higuera. Los organizadores trajeron la torta con setenta y ocho velas. Y todos le cantaron el happy birthday, en un escenario en penumbras y sin que el homenajeado pudiera soplar y agradecer.

En medio de los aplausos, un custodio —y jugador del equipo presidencial— me informó que él ocuparía mi lugar en el helicóptero para, inferí, poder llegar a tiempo al fulbito de la noche. Me negué con un pobre argumento “entremos los dos” y una convicción: en estas giras no se puede perder el helicóptero de la historia.

Sin asiento para los dos en las naves donde viajaban Morales y su vice, debía subirme a otra donde García Linera fue invitado por el jefe de seguridad por, valga la redundancia, razones de seguridad.

—No, yo viajo aquí —contestó, mientras orinaba en un descampado.

Evo sugirió que corriéramos para llegar a tiempo. Atravesamos barros, yuyos, arbustos y árboles intentando localizar la zona de aterrizaje del segundo helicóptero. Ya en la nave, un cubano bien informado dijo que haríamos algo peligroso.

—¿Qué? —pregunté.

—Viajar en helicóptero de noche por una zona montañosa con poca visibilidad.

Después de cuarenta y cinco minutos hasta el aeropuerto Viru-Viru de Santa Cruz, dos avionetas trasladarían a la delegación hasta El Alto y de ahí bajaría directo hasta el Coliseo de La Paz. Esta vez, los rivales trabajaban en el programa de televisión “El mañanero”.

Evo me indicó que fuera el árbitro del partido. Me dieron un silbato, pero apenas lo usé: los jugadores cobraban solos y decidían desde los laterales hasta los foules. Alguien reclamó una mano que no vi y al rato un gordito buscó el guiño de Morales y me reemplazó sin demasiado trámite.

Cuando promediaba el primer tiempo, el equipo de los Pitufos goleaba 5 a 0 a los periodistas de “El mañanero”. En el descanso, el viceministro de Régimen Interior, Rafael Puente, le dio explicaciones a Morales: había declarado que Carlos Sánchez Berzaín, ex mano derecha de Gonzalo Sánchez de Lozada (presidente 1993-1997 y 2002-2003), entró clandestino al país, pero debió retractarse. Durante el segundo tiempo, monótono por la diferencia entre ambas escuadras, el ingreso de un camarógrafo consiguió hacer reír al público porque le hizo unas cuantas faltas a Evo. No se quejó: los militares son los que le dan más patadas.

Después de ducharse en el vestuario, salió con el pelo mojado y sin peinar y vestido con el equipo verde de la selección boliviana. Parecía agotado: en las últimas quince horas había estado en tres países, había pasado la mayor parte del tiempo en aviones o helicópteros y había pronunciado cuatro discursos.

—Sube al auto —me ordenó.

Bajó la ventanilla y Walter Chávez, uno de sus principales asesores y responsable del área de comunicación, le mostró un afiche que había preparado para la campaña electoral. Faltaban dos semanas para elegir los convencionales constituyentes que reformarían la Constitución y para el referéndum que definiría la autonomía, el principal reclamo de Santa Cruz. En los dos casos plebiscitaban los primeros seis meses del gobierno.

—Métale, jefazo —le dijo a Chávez e indicó al chofer que lo llevara a su casa.

El BMW 750 de vidrios polarizados estacionó en la puerta del edificio en la calle 20 de Octubre donde a veces duerme.

—¿Qué es lo que más te sorprendió desde que estás en el Palacio? —le pregunté.

—La burocracia: vivo preso de la burocracia. Lo que más me preocupa es perder el contacto con la gente, especialmente en La Paz ya que en el interior, por los actos y las concentraciones, es más fácil. Otro tema es la seguridad (riéndose), pero poco a poco me voy acostumbrando.

—¿Cómo es el mecanismo de la toma de decisiones para alguien como vos que no tiene experiencia en el Poder Ejecutivo?

—A veces hay plan a, b, c y yo decido. Cuando estoy seguro de algo tomo la decisión solo.

—¿Qué decisión tomaste solo?

—En la posesión del alto mando militar. Salteé dos promociones en las designaciones. Había algunos ministros que no querían y otros estaban asustados.

—Hoy te vi entre multitudes, con asesores, con seguridad. ¿Qué pasa cuando estás solo?

—Solo estoy más inspirado. Sobre todo a la noche. Yo duermo unas dos horas y me despierto cada diez, quince minutos. Ni prendo la luz. Estoy pensando y se me vienen ideas.

—Alguna vez me contaste que cuando te despertás a la noche rezás por tus padres. ¿Lo seguís haciendo?

—Cuando hay problemas muy serios después de descansar un poco, como a la una de la mañana, rezo a mis padres, creo en mis padres, regreso a mi Madre Tierra.

Pocos minutos antes de la una, bajó del BMW y se dispuso a dormir o a rezar.

JUEVES 15

La Paz, en feriado nacional, no se parece a sí misma: está en silencio. No se escuchan bocinas ni se oye a los niños voceadores que gritan los destinos de los pequeños buses y así buscan prevalecer en la pelea por pasajeros.

Sobre el mediodía, el Presidente pidió una sopa que no pudo tomar y entró a toda prisa al aeropuerto militar de El Alto. El avión 01, tapizado en bordó con alfombra al tono, detalles de cuerina marrón y lugar para seis personas, tiene una incomodidad: le falta baño. Antes de despegar, la tripulación sirvió mandarinas y Coca Cola para mitigar el hambre. Morales durmió hasta el aterrizaje en el cuartel de la Unidad Móvil para el Patrullaje en el Área Rural (UMOPAR) de Chimoré, en El Chapare. En esta región, donde se cultiva la hoja de coca, Evo se forjó como dirigente sindical. Es su territorio.

Desde el cuartel fue a un restaurante pequeño, donde las cocineras salieron a abrazarlo. Sentado ante mesas de plástico blancas con manteles rojos y rodeado de postres, de gaseosas y de esterillas de maderas que dividían los ambientes, pidió sopa de pescado para algunos y pescado frito con yuca y papa para otros.

Contó que esa mañana le había ofrecido el viceministerio de Deportes a Milton Melgar (ex futbolista de la selección de Bolivia, de River y de Boca) para reemplazar a uno de los tres viceministros que echó por supuestos hechos de corrupción.

—¿Y jugará en tu equipo? —pregunté.

—Claro. Si acepta, asume el lunes y el miércoles juega: tenemos un partido difícil.

Anunció que el canal bolivariano Telesur transmitiría en directo las olimpiadas de los colegios secundarios en El Chapare.

—La semana pasada unos jóvenes que vendían empanadas me preguntaron por las olimpiadas y no por el gobierno. Para mí, el deporte es la mejor manera de integración y más en un país pobre como Bolivia. Algunos colegios se quejaron de que había estudiantes de hasta veintidós años en las olimpiadas. Pero si el deporte hace que esos changos vuelvan al colegio, mejor. Y ahora tenemos que incorporar matemáticas.

Mientras cuchareaba la yuca hervida, pidió un nuevo plato de sopa. Delfín Olivera, encargado de armonizar las relaciones entre militares y campesinos, le contó que se estaba formando un nuevo sindicato. “Arma una reunión con ellos a puertas cerradas que quiero conocerlos”, le ordenó. Olivera comentó que no resultaba fácil que los campesinos empezaran a confiar en los militares. En la cabecera, un coronel le habló como militar: “Señor Presidente, la semana pasada hubo dos helicópteros de la DEA haciendo pruebas”.

—¿Pruebas de que? —interrogó.

—La fábrica que hace esos helicópteros sugirió que los verificasen.

Evo añoró la vida disipada de El Chapare. “Qué lindo sería jugar paleta y hacer una siesta”, dijo al saber que debía viajar a Yapancani, en Santa Cruz.

—¿Te gusta volar en helicóptero? —le pregunté cuando las hélices giraban.

—No, pero estoy obligado.

Como despegó con la puerta abierta, el pelo del Presidente se hizo punk. Al rato, desde el cielo se vio Yapacani: una multitud rodeada de distintos tonos de verde.

—¿Preparaste el discurso?

—Hablo lo que me nace —contestó y al comprobar la cantidad de simpatizantes largó un “uuuuuuuuu”.

Morales concibe a la política como esa demostración de fuerza que son las marchas o, como él prefiere llamarlas, las concentraciones. Constituyen la prolongación del dirigente y el tamaño de su poderío. “Si te ven solito, el Imperio o los organismos internaciones, te van a imponer políticas.”

A ciento veinte kilómetros de Santa Cruz de la Sierra, el Presidente quiso demostrarle a la elite cruceña cuántos miles lo acompañaban. El helicóptero aterrizó sobre un campo desparejo, donde un cordón de cuarenta soldados apenas contenía a sus simpatizantes.

Esa semana el Comité Pro Santa Cruz, grupo que expresa a la elite y tiene influencia sobre buena parte de la población de ese departamento, le había pedido que se definiera sobre la autonomía y Morales contestó en Yapacani: “Quieren la autonomía para que los orureños entren con pasaporte a Santa Cruz”. Y adelantó que votaría por el No a la autonomía, pese a haber sostenido lo contrario durante los primeros meses de su gestión.

En su discurso miró los cuatro puntos que había garabatea do en un papel: historia del MAS, Nacionalización, Unidad, Asamblea Constituyente. Pero se centró en la guerra por venir: la guerra por la tierra. Aunque la Revolución de 1952 inició un proceso de reforma agraria, la dictadura de Hugo Banzer (1971-1978) entregó treinta millones de hectáreas en Santa Cruz y en el Beni a un reducido grupo de personas y de esa manera inauguró un proceso de neolatifundismo que nunca se desmanteló.

La elite cruceña pretendía que la Prefectura (la gobernación, manejada por el Comité Pro Santa Cruz) administrara y repartiera pequeñas extensiones de tierra no explotadas. Morales, en cambio, prometió que el Estado nacional se encargaría de ello.

Después del acto las señoras, que jamás abandonaron en el llano caliente sus polleras del Altiplano, cubrieron al Presidente de guirnaldas trenzadas con hojas de coca y lo coronaron con un sombrero de cuero con tres ramas. Las gotas de sudor bajaban por su frente. Un par de campesinos se desmayaron por el sol.

En el helicóptero advirtió que había vuelto a dejar fuera a la ministra de Salud. Fue durante la última corrida entre las miles de personas que pugnaban por tocarlo.

El responsable del área VIP del aeropuerto de La Paz lo recibió con un: “Sin novedad”. Ésa es la frase que más oye un presidente de Bolivia. Se la dicen al entrar a la Casa de Gobierno a un regimiento o al subir al avión.

—¿A dónde vamos, señor Presidente? —preguntó el acompañante del BMW presidencial.

—A Alfa 330 —contestó y se rió.

Ésa es la clave de la casa presidencial de San Jorge.

El acompañante informó que había un parte de inteligencia: un grupo de Sin Techo intentó ocupar la propiedad de Morales en Cochabamaba.

—¿Estaban armados? —preguntó.

—No, sólo tenían machetes. Dirigentes campesinos los contuvieron y no hubo enfrentamientos. La situación, señor Presidente, está controlada.

Al minuto, se quedó dormido aferrado a la manija del auto.

San Jorge es la despersonalizada residencia de los jefes de Estado bolivianos. La planta baja dispone de un ambiente casi vacío sin ningún detalle para que un presidente se sienta en casa o incluso para que se sienta presidente. Sánchez de Lozada invirtió algunos miles de dólares para hacerla propia, pero tuvo que dejar San Jorge, y la propia presidencia, cuando El Alto y La Paz se sublevaron en octubre de 2003. En el comedor del primer piso, se destacan las cortinas bordó, un televisor de pantalla plana, sillones de un rosa gastado, una mesa ratona de bronce y la foto oficial del nuevo mandatario.

Al entrar, Evo se desplomó en el sofá.

—¿Está la sopa? —preguntó al mozo que había entrado a preparar la mesa.

—Todavía.

En Bolivia, todavía significa todavía no.

—Pero la pedí desde El Alto —se quejó.

Agarró el control remoto, separó las piernas y se extendió hasta quedar casi acostado. En el zapping pasó por un partido del mundial de Alemania, un informe sobre Tom Cruise, un desfile de Fashion TV y se detuvo en CNN en inglés.

—Me gustaría entender: es importante —dijo.

Entró Janet, su asistente, y él siguió con los ojos en la pantalla.

—¿Novedades, jefa? —inquirió.

—[El ministro de Aguas Abel] Mamani pidió reunión urgente.

—Ponlo a las cinco [de la mañana].

—¿Qué más?

—Nada.

—¿Álvaro?

—Está en su casa.

—Llámalo.

A la sopa de carne le puso locoto, un pimiento verde muy picante, cortado en tiras. Era una cena, pero podía ser un desayuno. Las comidas y su agenda diaria se parecen entre sí todos los días del año. “Yo no sé qué son las vacaciones, no está en mi cultura. La última vez que me tomé unas fue hace cuatro años.”

—¿Y un día libre tampoco?

—Tampoco. Es que yo no sé hacer eso. No puedo estar un día sin hacer lo que hago: reunirme, ir a los poblados, conversar con las bases, discutir con los ministros. Tú sabes: yo siempre fui así, incluso antes de ser presidente.

—¿Y no te cansás?

—A veces sí. Hoy me desperté a las cinco y tuve que dormir dos horas más. Me duermo en los aviones antes de que despeguen. O en los helicópteros con todo ese ruido.

Existe en él un enorme voluntarismo de poner el cuerpo, de suplir con la prepotencia del trabajo las debilidades de la administración y sus propias limitaciones.

Mientras tomaba la sopa lo distrajo un informe sobre el futbolista brasileño Ronaldo en plena fiebre mundialista.

—Lula dijo que él estaba gordito y Ronaldo le contestó que al menos no tomaba alcohol —conté, en referencia al supuesto alcoholismo de Lula que había denunciado el New York Times.

—La última vez que vi a Lula estaba un poco demacrado. Es desgastante esto. Yo tuve mi última noche de tragos antes de asumir la presidencia. Por cinco años no tomaré.

Janet trajo el celular: “Es Álvaro”.

—¿Tú lo llamaste o él llamó? —preguntó.

—Él llamó.

Después de que cortaran prendí el grabador con el problema de siempre: en las entrevistas Evo se pone más solemne, cambia el tono de su voz y estructura un discurso con frases que también suele decir en sus arengas públicas.

—Ayer presidiste un acto militar y un homenaje a Guevara, quien peleó contra el ejército de Bolivia. ¿Cómo vas a hacer para que en tu gobierno convivan las Fuerzas Armadas y el guevarismo?

—Hay guevaristas en las Fuerzas Armadas. En aquellos tiempos los militares no podían entender al guevarismo. Ahora las Fuerzas Armadas están apoyando este proceso democrático de transformaciones profundas. El Che vino, pues, a buscar cambios y cuando enfrente estuvo el ejército lo combatió. No había una buena orientación política e ideológica en muchos sectores de la izquierda boliviana, incluso el movimiento campesino lo traicionó. De esos tiempos a los de ahora la única diferencia sería la lucha armada. Nosotros estamos apostando también por la liberación de los pueblos, pero en democracia y pacíficamente.

—En 1995 me dijiste que El Chapare iba camino a convertirse en Chiapas y que había una posibilidad de guerra civil. ¿Te preparaste para esa guerra?

—Si fuera tan tonto para contarte esas cosas, compañero. Este movimiento político que organizamos ha frenado cualquier confrontación armada. Esta lucha sindical ha hecho que llegáramos al gobierno de manera pacífica.

Salió del cuarto para reunirse con un diputado. A su vuelta, contó que no se siente a gusto en la residencia. Que no tiene privacidad. Que controlan quién entra y quién sale. Su idea de vivir allí con los presidentes de la cámara de Diputados y Senadores y García Linera para trabajar las veinticuatro horas del día quedó trunca: sólo reside Eduardo Novillo, el número uno de la Cámara Baja. Esa noche, como la anterior, el Presidente dormiría en su departamento de la calle 20 de Octubre.

SÁBADO 17

Mientras Alex Contreras tomaba el desayuno oficial del Palacio —licuado de papaya, café con leche y un pan con manteca y mermelada de durazno—, sonó su celular:

—¿Cómo que ya salieron, camarada? —preguntó.

Cortó y dijo: “Nos han dejado: tenemos que volar al aeropuerto”.

Contreras nunca pierde sus tonos suaves y suele reprochar con la palabra camarada al final de la frase.

“Vamos, jefe, métale que perdemos el helicóptero”, indicó al taxista que parecía vivir una vida en cámara lenta. Mandaron unas motos de escoltas para que abrieran el tráfico. El vocero contó que hace un par de meses, para no perder un avión, se subió en la parte de atrás de una moto escolta y llegó justo. Nosotros también.

En el helicóptero, el embajador cubano le contó al Presidente que la noche anterior Fidel Castro había visto las imágenes del acto por el cumpleaños de Guevara al que definió como “el juramento de La Higuera”. Le anticipó que el comandante tenía una sorpresa para él.

—Dime, jefazo —pidió Morales.

—Quizás venga a Bolivia.

El mediodía estaba espléndido.

El Alto, desde donde despegó el helicóptero, parece una ciudad de tierra y ladrillo por el color de sus casas. Veinte años atrás sólo había seis urbanizaciones que rodeaban algunas fábricas y para principios de este siglo ya contaba con ochocientos mil habitantes. Creció de manera exponencial por las migraciones internas y el aumento de la miseria en el campo que, en algún sentido, se reprodujo allí: en 2001 el cincuenta y tres por ciento de sus habitantes no tenía agua potable y el promedio de ingreso por familia rondaba los dos dólares diarios. De todos modos, los paceños ricos perdieron por dos razones: ya no pueden controlar la olla de La Paz desde sus partes altas y los alteños se han convertido en una poderosa fuerza social capaz de paralizar a la capital política del país y derribar un gobierno, como ocurrió con el de Sánchez de Lozada.

Viajábamos hacia Los Yungas, otra región cocalera. Desde el helicóptero se veía el camino sólo preparado para el paso de un vehículo y medio, pero por donde finalmente pasan dos. Contreras contó que cae al precipicio uno por semana. Allí, los bloqueos de caminos de los campesinos suelen ser muy eficaces: siembran de piedras la ruta y se esconden en las montañas. Cuando llegan los desbloqueadores, les tiran piedras y palos y pueden pasar semanas de indefinición. Su fuerza y capacidad de movilización también podría afectar al gobierno de Morales que estableció que cada familia podría cultivar mil seiscientos metros cuadrados de coca. Muchos cocaleros yungueños no simpatizaban con ese límite.

Desde el cielo no se distinguían poblados hasta que en la ladera de un cerro, entre montañas y cocales, se vio a una multitud que esperaba al Presidente en Irupana, un pueblo pequeño. Como el helicóptero no podía aterrizar, empezó a dar vueltas y vueltas para bajar en algún sitio sin aplastar a nadie. Anoté en mi cuaderno “montaña rusa del Italpark”, y traté de describir, en vano, la cara de susto de algunos pasajeros. Pensaba en los funerales presidenciales y otras sonseras cuando el helicóptero consiguió enfilar hacia una cancha de fútbol.

Sobre el acoplado de un viejo camión, el locutor, algo disfónico por entretener a los pobladores, gritó:

—Llegó el presidente cocalero. Él planta coca como nosotros. Él es nuestro hermano.

En el acto se inauguró un proyecto de industrialización de la producción de la hoja de coca con el aporte inicial de Venezuela de un millón de dólares.

El primer número de la tarde se demoró porque Los Yungueñitos, un grupo de la zona, saludó a Evo, pero uno de ellos estalló en un llanto que se prolongó y prolongó al punto de que el locutor le pidió que dejara de llorar y tocara. Con la música en vivo de las quenas, las zampoñas y los platillos, dos mujeres sacaron a bailar al invitado principal.

Enseguida se cortó la electricidad. “Tenemos un problema técnico”, informó el locutor. Se produjeron avalanchas a la derecha del escenario. “Estamos dando una mala imagen”, lamentó. Mientras se resolvía el problema técnico, Morales recibió cartas, documentos, guirnaldas, plaquetas, cartulinas con detalles en coca y se acercó a hablarle a una joven que sostenía una bandera.

—¿Cómo se llama? —le preguntó.

—Milka.

—¿Cuántos años tiene?

—Diecisiete.

—¿De dónde es usted?

—De Irupana. ¿Y usted?

—De Oruro —contestó el Presidente.

El regreso de la electricidad lo obligó a dirigirse a la multitud.

—Me pongo un poco celoso. Con tanta gente van a ganarle al Chapare. “Juntos hemos luchado”, me dijo una compañera recién y botaba lágrimas. Fue así. A veces empezaban ustedes las marchas. A veces empezábamos nosotros. La coca despertó a este instrumento político. El problema de la cocaína sigue siendo de los Estados Unidos; no nuestro. La coca sigue siendo un pretexto para someternos. En Irak entran por el petróleo. Aquí, por la coca. La coca industrializada, al principio, no nos va a dar platita, pero tenemos

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