Prólogo
Por Rodolfo Terragno
Marcelo Cantelmi estudia en este libro los magmas económico-sociales de los cuales surgieron las lavas revolucionarias que se esparcieron durante 2011 en África septentrional.
La “Primavera Árabe” es juzgada, por comentaristas frívolos, como un producto de Facebook. Politólogos superficiales, a la vez, creen que fue el aleluya de un coro que clamaba, desesperado, por libertad.
El error más grave (pero demasiado difundido) es el que liga esa eclosión con las redes sociales.
Las rebeliones podrán propagarse de boca en boca o por SMS, pero nacen de subterráneos dramas sociales que, un día, entran en erupción. Los rebeldes se sirven de los modos de comunicación que haya disponibles, sean señales de humo o smart phones.
Espartaco no precisó telegramas. La toma de la Bastilla fue posible sin teléfonos. A Lenin le bastaba el correo (no electrónico) para incitar desde Finlandia. Ni Ben Bella ni Lumumba sublevaron por videoconferencia.
La rápida propagación de los alzamientos árabes se habría producido de todos modos. No eran indispensables los medios masivos e instantáneos de comunicación.
Es cierto: impresiona la simultaneidad de los estallidos. Se alzó El Cairo y dos días más tarde Saná, situada a dos mil kilómetros. Se rebeló Bahrein y a los tres días Trípoli.
No es, sin embargo, un fenómeno de la era digital.
A principios del siglo XIX, cuando no había modo de comunicarse a la distancia, las colonias hispanoamericanas se separaron, casi al unísono, de la metrópolis. En 1810 hubo, en sólo 152 días, siete alzamientos en ciudades diseminadas por el continente. El 22 de mayo se formó la Junta de Cartagena y, el mismo día, a 4.800 kilómetros, se alzó Buenos Aires. Entre el Grito de Dolores en México y la constitución de la Junta en Santiago de Chile, pasaron 48 horas. Ambas ciudades están tan alejadas entre sí que hoy los aviones tardan ocho horas y media en unirlas.
En el caso de la independencia hispanoamericana, la simultaneidad tuvo su origen en la ocupación napoleónica de España. La nación imperial quedó en manos de Pepe Botella, el hermano de Napoleón que suplantó a Fernando VII como “Rey de España e Indias”. Los pueblos de América sintieron entonces, todos casi al mismo tiempo, que debían llenar el vacío dejado por los Borbones y prepararse para impedir el eventual desembarco de fuerzas emisarias de Bonaparte. Ese afán conduciría a las gestas de San Martín y Bolívar, quienes —sin celulares— confluyeron en el Perú.
La convergencia es frecuente en la Historia. Causas comunes producen, en el momento oportuno, movimientos simultáneos en sitios distantes.
La “Primavera Árabe”, como este libro induce a comprender, tiene su origen en la gran crisis económica y en el Lejano Oriente. Cuando China irrumpió en el mercado del mundo, se agigantó la demanda global de alimentos y se dispararon sus precios.
El alza provocó siniestros en países como Egipto, “el mayor importador de trigo en la región”, o Libia, cuya infinita legión de pobres vive de arroz. Como recuerda Cantelmi, en menos de dos meses el precio del trigo se multiplicó por dos y el del arroz, por cinco.
En ese contexto, donde una minoritaria y obscena opulencia contrasta con la miseria mayoritaria, la extensión del hambre quebrantó la paciencia, liquidó el sometimiento y despabiló al rencor.
A la vez, Occidente les soltó la mano a los déspotas. Durante la Guerra Fría, cuidaba la estabilidad de las tiranías petroleras por temor a que las sucedieran tiranías prosoviéticas. Con el comunismo evaporado, procuró que los países del área afianzaran el capitalismo y tuvieran gobiernos previsibles. Saddam Hussein y Khadafi pasaron de aliados incómodos a monstruos intolerables. Los Estados Unidos y Europa se habían erigido en padrinos de la democracia y la aseguraron con bombas, sin las cuales Tahrir habría corrido la misma suerte que Tiananmen.
La rebeldía se convirtió entonces en una gesta patrocinada, durante la cual floreció el idealismo. La heroicidad de los alzados, el ametrallamiento del aire, el resplandor de los cócteles molotov, el regocijo del triunfo y el indigno fin de los soberbios fueron los ingredientes de ese romanticismo retrospectivo que caracteriza las revoluciones victoriosas.
El Cantelmi analítico deja paso, por tramos, al narrador eximio. Convierte la historia en literatura y —sin desfigurar la realidad— elige personajes, desmenuza sentimientos y utiliza el tempo, la intriga y las emociones como lo haría un novelista.
Se detiene, por ejemplo, a interpretar los diversos colores de El Cairo, escogidos por los egipcios para “derrotar al gris superlativo” de su entorno. O el monótono verde que tiñe todo lo bendecido por Alá. O el negro, que como ningún otro color “golpea y devora”, igual que la sumisión de las mujeres que lo portan. O el blanco somnoliento del polvo de piedra caliza, alfombra de beduinos.
El libro, sin embargo, no se agota en metáforas plausibles y adjetivos definitorios. Cantelmi extiende el análisis y llega a temer que la primavera se convierta en otoño.
Los sojuzgados, encendidos sus espíritus por una chispa eventual, pueden a veces unirse contra quienes los someten. En ocasiones, esa unión les da fuerzas ciclópeas, capaces de reducir a la indignidad, y hacerle pedir clemencia en vano, al “Jefe Supremo, Hermano Líder y Guía de la Revolución, Secretario General del Congreso General del Pueblo, Presidente del Consejo de Comando Revolucionario, Coronel Muammar Khadafi ”.
No obstante, la turba triunfante no tiene capacidad de administrar. Está preparada para obedecer, no para dirigir. Cuando la polvareda de las revueltas se asienta, el poder queda en manos de quienes están formados en la gestión. Burócratas de los regímenes caídos mutan y se transforman en funcionarios de la libertad; pero a veces siguen sirviendo, de forma piadosa, a los intereses que antes se imponían sin piedad.
Cantelmi teme que eso pase (o haya pasado) en algunos de los estados árabes que dejaron atrás el despotismo. No es un temor injustificado, pero su propio libro muestra que, no estando exentos de contrarrevoluciones, aquellos países ya nunca serán los mismos. Eso lo alienta a profetizar que el porvenir obedecerá más o menos fielmente al “mandato libertario”, pese a los sectores empeñados en declararlo nulo.
Es que el gatopardismo siempre tiene sus límites. En la obra de Lampedusa, Tancredo Falconeri susurra que “es mejor tener un rey, aunque sea Víctor Manuel de Saboya, que una república”. Su tío, don Fabrizio, piensa que esa acomodaticia resignación durará “uno o dos siglos”, al cabo de los cuales todo cambiará para peor. En la realidad, la Casa de Saboya cayó poco después de escrita la novela, cuando los italianos crearon por plebiscito la república.
El destino del norte de África no será una prórroga del júbilo, pero tampoco verá resucitar lo pretérito.
Este libro sirve para descifrar el pasado e intuir el futuro.
Cuesta escribirlo con énfasis. Prologar obras como ésta nos pone, a los avaros de elogios, en la incómoda obligación de encomiar. En estos casos, la incomodidad no existe. En definitiva, el buen avaro guarda para tener cuando haga falta.
Colores
En El Cairo los egipcios pintan sus casas con colores diferentes, con gamas que intentan pelearle y derrotar al gris superlativo de las piedras y la arena. Y en el mes sagrado del Ramadán cuelgan luces de colores en los árboles de vereda a vereda, y las dejan ahí mucho después de que terminan las fiestas porque a todos les gusta ese adorno que relumbra en las noches. Los colores de El Cairo y los tonos más grises de la gente son los mismos en Alejandría o Suez. Y también los que se ven en Túnez, Marruecos o Jordania. Y en Beirut, la ciudad con más encantos de la región.
En Libia, en Bengazi, Tobruk o la martirizada Misurata no hay tantos colores, manda más el verde. Está en los muros de las casas y en las cortinas metálicas de los negocios, en los garajes y en las ventanas de los departamentos en las torres céntricas. El verde es el color del Islam y también de la bandera nacional que inventó el dictador Muammar Khadafi después de tomar el poder en 1969, casi medio siglo atrás. Pero no ha sido tan predominante en Trípoli como en Bengazi. Después de que triunfó la revolución se barrieron las banderas verdes, aunque la capital tampoco tenía ese tono en todos los sitios como sí sucedía en la enclave. Está, también, el negro que es como una bandada, una gran alfombra oscura por las ropas que cubren el cuerpo y el rostro de las mujeres y todo lo llena porque el negro, al revés de cualquier otro color, devora y golpea.
En Siria también retumba el verde pero es por las noches que se vuelve estridente. Cuando cae el sol, se enciende un raro firmamento de estrellas que alumbran desde el extremo más alto de los minaretes de las mezquitas, que en la capital siria se amontonan como racimos en cada manzana. No hay tanto verde en la persa Teherán, que se oculta como en catacumbas, porque sólo allí ese color llama a la rebelión y fue y sigue siendo el tono de los militantes del tremendo alzamiento contra el gobierno neofascista de Mahmoud Ahmadinejad y su sospechosa victoria electoral en junio de 2009 sobre el opositor Hussein Moussavi. Está el negro invadiéndolo todo, claro que sí, en ese Irán donde viste a las mujeres pero también a los clérigos y rodea la cabeza convertido en turbante de los descendientes de Mahoma.
El verde también aparece en Islamabad y en el interior de Paquistán y es la señal más persistente, junto al gris y el blanco, en la ropa de la gente de Kabul. En cambio, en toda Indonesia, en Yakarta o Bali es derrotado por un abanico de colores.
Más lejos, en Ramallah, Belén o Hebrón, vuelven los tonos diversos aunque el dominante es el blanco de la piedra caliza, del polvo que se amontona en las veredas de la capital palestina… Blanca es la alfombra que sostiene las carpas maltrechas de los pueblos beduinos en Hebrón y en todos esos otros sitios donde no hay nada que se pueda pintar porque no se les permite construir en el suelo que han habitado por siglos…
Introducción
Bouazizi, el comienzo
Trece días antes del Año Nuevo de 2010 un universitario a quien la miseria en Túnez había reducido a la precariedad de una venta ambulante roció su cuerpo con una lata de pintura, encendió con fósforos el líquido que le chorreaba desde la cabeza y los hombros y comenzó a morir convertido en una antorcha que se bamboleó hasta caer frente a la intendencia de su ciudad, Sidi Bouzid. El sacrificio de Mohamed Bouazizi, a quien el maltrato policial le había decomisado su carro con frutas y prohibido toda queja, arguyendo que no tenía permiso para andar con esas mercaderías por las calles, fue el detonante de una impactante revolución republicana en el mundo árabe. Se trató del comienzo de un terremoto institucional y libertario en una región que no había estado jamás incluida en los mapas de las democracias y los derechos que ellas garantizan. Allí los pueblos comenzaron a comprender —no de un momento al otro, aunque esa percepción de un cambio súbito y no elaborado fue tan generalizada como errónea en el resto del mundo— que la posibilidad de elegir a todo nivel (en las urnas, la expresión, el pensamiento, la prensa o la propia vida) constituía un derecho humano universal y no un atributo occidental. Las limitaciones para ejercer el libre criterio eran de tal envergadura en esas tierras que en Egipto la dictadura cobraba una multa de miles de dólares e imponía cárcel de hasta cinco años como sanción sólo por criticar al régimen, y en Libia patotas armadas invadían por las noches las casas para llevarse a un destino jamás conocido pero imaginable a quien hubiera sido escuchado por el enjambre de espías de la dictadura bromeando apenas, el infeliz, sobre la figura del mandamás Muammar Khadafi.
En todos esos páramos la cultura era la censura; el sentido común, la represión. Por lo tanto, la libertad que se conquistó posteriormente fue un abismo donde se quería caer pero del que no se sabía la forma ni la profundidad. Es interesante observar, en este sentido, la cautela que muestran los pueblos para asumir una realidad diferente, la de un Estado que contenga y no reprima. Esto es central, además, para comprender desde un lugar inteligente y no fundamentalista el sentido que en estos pueblos continúa dándose al Islam como herramienta de organización. Dicho en otras palabras, entender por qué se siguió enmascarando bajo la excusa de religión y mesianismo el estricto control social, de la caja y de las gentes en la primera etapa posterior al triunfo sobre las tiranías en Túnez, Libia, Yemen o Egipto, restringiendo y muchas veces impidiendo el cambio.
En primer lugar, lo que importa es advertir el sentido del fenómeno general. Lo que se construyó en Túnez primero, y en la plaza Tahrir de El Cairo después, fue un magnífico y necesario monumento al idealismo que también demolió los puntos de vista esquemáticos y prejuiciosos de Occidente sobre la religión, incluyendo la narración hasta ese momento prevalente de que shiítas y sunitas —es decir, las dos grandes ramas, aunque no las únicas, en que se divide el Islam— no se toleraban y, en cambio, se profesaban un desprecio irreconciliable que sólo licuaban, circunstancialmente, para arremeter contra los cristianos, los cruzados occidentales. La realidad de la Primavera Árabe descubrió lo endeble de esa suposición.
En la Plaza Tahrir o en la de la Perla en Bahrein, y también en las calles de Yemen y en los pueblos de Siria, las facciones se unieron en el mismo gesto de pelear por un mundo diferente. Ese idealismo tuvo momentos extraordinarios cuando en la batalla de Egipto los militantes de una religión organizaban, con los brazos tomados, un espacio en la plaza para permitir que los del otro credo pudieran orar sin ser avasallados, un enorme círculo que emitía una extraordinaria luz de tolerancia. Había cristianos rodeando a musulmanes hincados sobre el pavimento que luego cerrarían ese mismo espacio a la hora de la misa. Es necesario haber estado ahí para comprender la profundidad de esos gestos y lo que intentaban comunicar. Esta revolución se hizo en un contexto de búsqueda de libertad y un sentido democrático y de respeto que difícilmente pueda ser ignorado. Todo lo que vino después estuvo determinado por ese mandato, tanto para ampliarlo como para encerrarlo. El predominio de tendencias islámico-políticas, incluyendo las formaciones salafistas extremistas en Egipto, que surgieron como las alternativa a las dictaduras derrocadas, puede encontrar una explicación —no la única pero sí necesaria— en que formaron parte del ejercicio para controlar aquel ímpetu renovador y evitar que llegara realmente a socavar los intereses que habían hecho posible ese mundo. El gran aliado de los fundamentalistas ha sido una pobreza estructural que hizo que las masas confiaran en la salida mágica antes que en la iniciativa de una dirigencia política en descomposición. Pero en esa misma contradicción anidaba el germen que había producido el cambio anterior. Los pueblos tienen etapas para su desarrollo e independencia; algunas se parecen aunque los formatos mientan liberaciones y transformen en nuevos callejones sin salida los caminos de escape que se habían elegido, como suele suceder con los experimentos populistas. Sin embargo, es improbable detener un tren con el brazo. La propia historia moderna de Egipto ha sido un relato concreto de ese ejercicio, y todo lo que suceda en el futuro no será más que giros sobre una espiral que conducirá con destino inevitable al punto final que la gente demande y que ya sugirió en estos levantamientos.
El camino que abrió el suicida de Túnez, un joven de 26 años, soltero y único sostén de su madre y seis hermanos, se ha repetido con el mismo éxito en gran parte de la constelación árabe en el norte de África, enfrentando una dictadura tras otra y continuando con levantamientos populares de distinto peso pero igual significado revolucionario. Este proceso ha dejado una enorme cantidad de puertas abiertas y preguntas sin respuesta que inevitablemente deberán ser respondidas. Pero el valor principal es que este fenómeno logró sortear la primera prueba: la enorme presión que los establishment de la región y de las capitales del norte mundial han ejercido para evitar que esa corriente se profundice y amplíe. Ese intenso lobby político buscó evitar que los protagonistas de estas revoluciones republicanas quedaran en un pedestal que les proporcione el prestigio y el poder suficientes para incidir en las estrategias futuras de sus países y, centralmente, se propuso impedir que esos nuevos liderazgos generen la creencia de que es posible romper el orden las cosas, de que todo es alterable. Eso es lo que iluminó esta rebelión y lo que ilumina, en fin, el futuro. Hay un significado contundente en que la Plaza Tahrir haya sido el modelo de la indignación ciudadana que se desparramó luego desde España hasta Wall Street, a Israel y a todo el mundo. Ese efecto debería ser suficientemente elocuente para facilitar la comprensión de la profundidad de este proceso. Dicho de otro modo, los analfabetos democráticos egipcios modelaron en aquellos momentos del alzamiento una forma de destruir lo establecido y construir una democracia efectiva que terminara con la intolerancia y a la dictadura. Los modelos internacionales que imitaron esos pasos de acróbata fueron detrás de otros idealismos para recrear las instituciones deterioradas existentes y romper con un Estado ausente para elevar otro que contuviera y protegiera. En un ámbito de crisis global como la que abruma al mundo en esta etapa, esa percepción no es menor y Tahrir, para seguir tomando el ejemplo de una de las revoluciones más simbólicas, deja de ser un fenómeno distante, de camellos, pirámides y esfinges, para convertirse en una forma más universal de decir no.
Vale observar en este sentido que la intervención de la OTAN en Libia no ha sido tanto por la preocupación de garantizar el control de la riqueza petrolera de ese país que ya estaba en manos de las corporaciones y las capitales occidentales asociadas al dictador Muammar Khadafi, sino por encauzar por una vía custodiada una revolución armada que parecía de destino inevitable. Se quería erosionar la imagen de una insubordinación guerrillera cuyo perfil heroico podía acelerar el efecto dominó en el resto de la constelación de estos países tiranizados. La caída de Khadafi, cuando se tornó inevitable por los errores estratégicos de este déspota inclemente, debía ser resultado de poderes externos que velarían, de paso, por las formas futuras de ésa y las demás naciones convulsas y, en cualquier caso, que se adueñarían del valor simbólico de la revolución en el norte de África para evitar que se extendiera a espacios muy sensibles como Arabia Saudita, el mayor proveedor de petróleo de Occidente, o en última instancia para colocarle el bozal religioso y la cadena al cuello si no se podía contener totalmente a la bestia popular. Así de primitivo ha sido este trámite. Pero en gran medida esa manipulación fue un fracaso. En Siria también se formó un ejército rebelde como consecuencia del mazazo de la represión.
Suponer que los levantamientos en el norte de África se produjeron espontáneamente de un momento a otro por razones imponderables y sin historia es un fallido equivalente a atribuir el origen único y la dinámica exclusiva de ese fenómeno revolucionario a las nuevas tecnologías y al uso de las redes sociales como herramientas privativas de discusión y construcción política en estos tiempos. Internet ha tenido un efecto único y extraordinario en estos procesos, al punto de que en Túnez, el caso de Bouazizi obtuvo amplia visibilidad porque los jóvenes de ese país colgaron en la web las primeras protestas de la madre del suicida y desde allí saltaron a la red de noticias qatarí Al Jazeera, que las convirtió en una imagen mundial y un título para toda la prensa. Ese pequeño país árabe tiene poco más de diez millones de habitantes y unos 3,6 millones de usuarios de Internet, una de las mayores tasas de penetración en el continente africano. De modo que la capacidad de esparcir una noticia es y ha sido enorme, y la dictadura poco pudo hacer para bloquearla. Del mismo modo, una página en Facebook y un gerente de Google fueron factores clave en el histórico levantamiento egipcio. Resumir, sin embargo, esas revoluciones al potencial de la red y al de quienes navegaron en ellas y en sus redes sociales caracteriza como sólo un emergente democrático y limitado el que ha motivado y producido estas transformaciones. Esa percepción quita del escenario la enorme cuestión social que fue el disparador de esos levantamientos. En esas batallas y en esos territorios se lograron los éxitos que pudieron efectivamente cambiar la historia. Sin las grandes huelgas de obreros y empleados públicos de los días 8, 9 o 10 de febrero de 2011 en Egipto, Tahrir habría fracasado y el país de las pirámides tendría aún hoy firme y ratificada la dictadura de Hosni Mubarak, no importa el esfuerzo mediático que se hubiera hecho a través de Facebook o Twitter para sostener el alma de la plaza. Ésa es una gran diferencia con los procesos posteriores de los indignados en las capitales del norte mundial inspirados en aquel ejemplo que, ésos sí, estuvieron desenganchados de otros movimientos de base y se centraron en las demandas de una clase media necesariamente fuerte en un espacio en el cual se ha debilitado como nunca antes el poder obrero.
El sacrificio de Mohamed Bouazizi se produjo en un extremo de enorme desgaste entre las grandes masas empobrecidas de la región debido al abrupto incremento del deterioro de las condiciones de vida. Es por eso que en cada uno de estos países del norte africano y del resto de este espacio mundial, la rebelión no fue inicialmente en demanda de la caída de las dictaduras, sino algo mucho más específico: exigió un cambio urgente en la distribución del ingreso y una mejora de la renta. En casos como el de Libia, en los primeros instantes de la protesta, aún al margen del estímulo que imponían las revoluciones exitosas en Túnez y Egipto, el reclamo tenía como propósito que la dictadura distribuyera cuotas adicionales aliviando la maquinaria de corrupción que asfixiaba a ese país y que fue el sello de identidad de Khadafi y su familia a lo largo de la mayor parte de los 42 años de su tiranía.
Bouazizi murió por sus graves quemaduras el 4 de enero de 2011 tras una desesperante agonía de dos semanas. El acontecimiento ya había encrespado a la población que comenzó a salir a las calles tímidamente el 24 de diciembre. Pero tras el tremendo final del vendedor la gente convocó a una huelga nacional y una marcha callejera impulsada por el sindicato al que pertenecía el joven suicida. Las consignas de la movilización eran, efectivamente, el reclamo de una mejora en la situación social, una demanda que estaba lejos de torcer la historia pero que escondía el brote de una nueva relación entre la población y el poder. La dictadura comprendió pronto lo que se estaba jugando. La marcha fue duramente reprimida por el régimen de Zine El Abidine Ben Ali, que ordenó utilizar balas de plomo y negar cualquier clemencia. Fue un error que detonó como una bomba en los cimientos del régimen pero que no dejaron de repetir los restantes tiranos de la región cuando les llegó su turno. La represión potenció la protesta. Todo se precipitó ante el asombro del mundo, que veía destartalarse y morir a una de las dictaduras árabes más firmemente aliadas de Occidente no en manos de extremistas ultraislámicos o de la fantasmagórica red Al Qaeda —como se insistía en caracterizar dentro de ese mismo laberinto a toda la rebeldía en el mundo árabe—, sino en manos de simples ciudadanos sedientos de libertad y justicia.
Túnez, vale recordar, en su larga noche de tiranías, no ha diferido mucho del resto de los países de la región en cuanto a la ausencia de cualquier posibilidad ciudadana de autonomía, en la toma de decisiones, cuestión que como en el caso de los déspotas de Egipto o Libia no fue prioritaria jamás en la agenda de las capitales occidentales ya que se imponían los intereses objetivos de las potencias convirtiendo la libertad de esos pueblos en un “daño colateral”. Cuando el dictador Ben Ali huyó a Arabia Saudita el 14 de enero de 2011 llevaba 24 años en el poder y se había ratificado en cuatro elecciones de resultados dibujados, en todos los casos con mayorías insólitas. Había llegado a esa instancia tras relevar en el golpe de 1987 al legendario Habib Bourguiba, fundador en 1957 de la república de Túnez independizada de Francia, que se había aferrado al sillón por largas tres décadas cualquier cosa menos democrático. Es así: sólo dos figuras dirigieron el país durante el notable lapso de más de medio siglo.
El componente explosivo de Túnez era el mismo de alto efecto social que se esparcía como fuego en los demás países de la región. Así, luego del levantamiento definitivo en Túnez, se produjo la cascada:
- el 25 de enero estalla en Egipto;
- el 27 de enero en Yemen;
- el 14 de febrero en Bahrein;
- el 17 de febrero en Libia;
- el 6 de marzo en Siria.
Las consecuencias de lo que siguió excede incluso a sus protagonistas y la región en que se produjo, porque define con claridad el valor de los derechos republicanos y la importancia de pelear por ellos. Pero, aún más nítidamente, exhibe a quien quiera mirar lo que sucede cuando esos derechos desaparecen o nunca han existido. Ése es el valor del sacrificio de esta gente: todo lo que ha iluminado.
PRIMERA PARTE
EGIPTO
I
Crisis económica global, el parto de otro mundo
La mutación libertaria en el norte de África no comenzó el 17 de diciembre de 2010, cuando se inmoló el universitario tunecino. Ese sacrificio fue más consecuencia que causa. La búsqueda clandestina de una salida democrática a esas dictaduras se había disparado desde bastante antes, motivada por razones más sociales que democráticas vinculadas con el creciente costo de la canasta familiar alimentaria y el crecimiento de la pobreza y la miseria. Egipto esencialmente venía combatiendo por décadas y perdiendo desde las bases —sus masas— la batalla por una distribución del ingreso que acabara con una extraordinaria desigualdad. La revolución puede demorar en ejecutarse, pero es un concepto que no se diluye ni aun en la fase de la derrota. Está ahí, sobrevuela el destino de esos pueblos, le da forma a su porvenir. La revolución es la posibilidad de cambiar la historia; pero mucho más que eso, es tanto futuro como herramienta para cambiarla definitivamente.
El origen principal de esta transformación de paradigmas y de conceptos que antes se creían inalterables, y de toda la geopolítica del norte africano, se encuentra en la crisis económica mundial que fue germinando a lo largo de la última centuria y estalló al final de la década pasada con un nivel destructivo que no dejó espacio a creatividad alguna debajo de sus escombros. Ese tren fantasma atravesó por varias estaciones: primero el estallido del tsunami financiero, por el colapso de las hipotecas basura en los Estados Unidos (el 17 julio de 2007) con la agonía del quinto banco de inversión de ese país, Bearn Stearns, comprado camino a la quiebra con monedas propias y créditos de la Reserva Federal por el tercero en la escala, el JP Morgan. El segundo hito a nivel mundial fue el 15 de septiembre de 2008, con la bancarrota espectacular y sin precedentes del banco Lehman Brothers, el cuarto en tamaño de los Estados Unidos, un derrumbe que fue la metáfora de un dique derramando un océano sobre la tierra.
Esos colapsos mostraron el rostro de una crisis que ha tenido efectos de mucho mayor calado en la historia moderna de lo que se admite desde las estructuras del poder financiero y político. Fue el rediseño súbito del mundo de un modo que hubiera resultado inverosímil apenas dos décadas antes.
La crisis mutó la estructura del modelo de acumulación global y terminó con el lugar hegemónico del imperio norteamericano. Lo reconvirtió en otra cosa, menor y diferente de lo que era desde la Segunda Guerra Mundial, esmerilando en ese camino la autonomía de Washington para crear e imponer políticas en todo el mundo. El enlace entre esa capacidad y las condiciones para hacerla efectiva es nítido e indudable. Un país es poderoso políticamente desde su estructura económica, no al revés. Esta idea no implica subestimar el lugar de la conducción. Pero es esencial comprender la noción realista de que las posibilidades son siempre consecuencias y efecto de las capacidades, como un interés definido en términos de poder.1 El liderazgo se resiente si no se puede avanzar más allá de lo que antes era posible.
Sobre este derrotero de la potencia y de sus efectos globales hay que considerar que los Estados Unidos eran acreedores plenos a comienzos de este siglo, con una deuda manejable en torno a los 5 billones de dólares (millones de millones). Ese rojo se duplicó en las dos administraciones del neoconservador republicano (la aclaración es pertinente: también hay neoconservadores, y en cantidad, entre los demócratas) George Bush. Pero lo más significativo es que, desde el estallido de la crisis global en 2008, agregó 3,6 billones de dólares a su paquete de obligaciones de 14,3 billones, equivalente a casi el 100 por ciento del Producto Bruto del gigante mundial.2 Esa cantidad de deuda añadida a partir del tsunami financiero y económico más que duplica, por ejemplo, todo el saldo de producción industrial del sector privado norteamericano en 2009 (1,56 billones) y genera un costo en intereses que equivale virtualmente a todo el gasto del sector privado de la construcción en años duros como lo fue el 2009. La consecuencia es una desocupación estructural que representó hasta el año 2011 una cifra histórica de nueve por ciento, con lapsos en el limbo de hasta 180 días para lograr un nuevo empleo, hecho sin precedentes desde la Gran Depresión de 1929-1930.
Las transformaciones que produjo la pesadilla primero financiera y luego económica desplazaron como una espantosa anécdota los atentados del 11 de septiembre de 2011, cuya responsabilidad la Casa Blanca de George W. Bush atribuyó a la red terrorista Al Qaeda, del saudita Osama bin Laden. Ese personaje, y todo lo que se construyó alrededor de su imperio de maldad al estilo de un villano televisivo, es otra de las grandes arquitecturas que demolió la Primavera Árabe.
Para comprender todo el fenómeno conviene observar la profundidad y característica del cambio del que hablamos. El historiador británico Eric Hobsbawm, entre otros autores y observadores agudos de esta transición, sostiene que el siglo XX comenzó en 1914 con la Primera Guerra Mundial, una centuria después de la derrota de Napoleón en Waterloo. Y culminó con la desaparición del campo comunista a fines de la década de los 90, doscientos años después de la Revolución Francesa. Fue un siglo corto con un período de esporádico iluminismo3 que se extendió desde instantes antes del inicio de los años 50 hasta su culminación a mitad de la década del 70 con el advenimiento del monetarismo y los ritos de una sociedad individualista y “yoica”. Un período que tuvo como marca privilegiada el desmoronamiento del Estado como la estructura institucional destinada a contener a las sociedades; la concentración del ingreso; la elevación a los altares de la creatividad financiera, el mercado libre y el privilegio de la iniciativa privada a extremos de suponer cualquier regulación como una herramienta de corrupción, según la mirada excluyente y esquematizada del Premio Nobel de Economía y gurú de aquellas épocas, Milton Friedman. Ese pensamiento, así como la ruptura de la previsibilidad de los acuerdos de Bretton Woods en agosto de 1971 (el fin del patrón oro decidido por Richard Nixon por recomendación de Friedman), entregó una nueva serie de riesgosas habilidades al capitalismo que están en la fragua de la crisis y sus consecuencias, como la revolución de la que se ocupa este libro.
El inicio del siguiente siglo no corresponde al detalle calendario sino al acontecimiento que, en verdad, lo pone en marcha. Para Hobsbawm, definitivamente no marcaron ese momento los arrasadores atentados de Nueva York y Washington —teoría que sí predican menos académicos que políticos conservadores norteamericanos. Éstos fueron, en verdad, enormes golpes terroristas, y los primeros ataques en territorio continental norteamericano en toda la historia de la potencia. Pero aun así, con su tremenda gravedad, en absoluto cambiaron el mundo al margen incluso de las dos guerras, en Afganistán e Irak, que se promovieron en su nombre.
El gobierno neocon de George Bush, punta de lanza de la revolución conservadora que comienza con Ronald Reagan pero que tiene sus raíces en el agotamiento del auge de posguerra, se montó en esos atentados para recuperar la iniciativa y disparar una inasible ofensiva antiterrorista contra un enemigo fantasmagórico y cuanto menos controvertido primero en Afganistán, luego en Irak y finalmente en todo el mundo. Ese conflicto cargado de victorias que no lo fueron y esencialmente basado en mentiras, muy particularmente en el caso del país del Golfo, le permitió a Bush avanzar, lateral o centralmente, construyendo su autoridad en base a un patriotismo ciego y removiendo todo tipo de controles a sus movimientos sobre las libertades individuales en los Estados Unidos. Esa acción que tuvo como propósito reducir las capacidades de cuestionamiento social a la penetración del gobierno en la intimidad de la gente se liga necesariamente con el fomento del esquema económico desregulado y depredador4 que