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“Yo soy acusada,
mejor diré calumniada”
La Buenos Aires liberal de 1820
El primer libro de esta colección concluye con un panorama sombrío. En el territorio del antiguo Virreinato del Río de la Plata durante la década de 1810 se libró la guerra revolucionaria contra los españoles. Desde el inicio, esa guerra implicó una enorme movilización de hombres y recursos económicos que, a lo largo de los años, produjo una contracción en la economía difícil de sostener.
A partir de 1817, con la victoria de José de San Martín en la batalla de Chacabuco, la guerra de independencia se desarrolló fuera de las Provincias Unidas del Río de la Plata, con la gran excepción de la región del norte —sobre todo, la zona de Salta— donde Miguel Martín de Güemes resistió el avance español. Mientras tanto, San Martín y Bolívar avanzaban sobre Perú desde el sur y el norte, respectivamente. Gracias a esta gran campaña militar sudamericana la guerra contra los españoles se fue concentrando en la zona del Alto Perú, la actual Bolivia. En 1821 Perú declaró su independencia de España y en 1825 se creó el estado de Bolivia, en honor a Simón Bolívar.
En el territorio de la actual Argentina, no obstante, los conflictos armados no se extinguieron: comenzaba un largo período de guerras civiles. Después del fracaso de la Constitución de 1819 y la caída del Directorio, las provincias se replegaron sobre sí mismas. A partir de ese momento existirían como provincias autónomas, unidas solo de manera nominal y eventual bajo el nombre de Provincias Unidas del Río de la Plata. Hacia 1820 el territorio del antiguo virreinato se hallaba dividido en provincias con límites territoriales bastante laxos, que no coincidían con los actuales: Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, Córdoba, Santiago del Estero, Salta, Tucumán, La Rioja, San Juan, Mendoza y San Luis. Con el tiempo, se desprenderían Catamarca y Jujuy.
El cuestionamiento de las provincias obligó a Buenos Aires a abandonar su pretensión de heredar el dominio sobre los territorios del antiguo Virreinato del Río de la Plata por ser su capital. La derrota de Buenos Aires en 1820 implicó una crisis política en el propio gobierno de la provincia, que incluyó la sucesión de varios gobernadores en un breve periodo. Además, los dos caudillos del litoral, Estanislao López —de Santa Fe— y Francisco Ramírez —de Entre Ríos—, lograron invadir el territorio bonaerense. El estado de confusión y crisis hizo que dos militares porteños, Martín Rodríguez y Juan Manuel de Rosas, intervinieran para apaciguar a las áreas rurales de la provincia, la campaña bonaerense.
Una vez pacificada la provincia, Martín Rodríguez fue elegido gobernador de Buenos Aires. Probablemente su medida de gobierno más importante fue nombrar ministro de gobierno a Bernardino Rivadavia, personaje que ya había participado de las luchas entre facciones políticas durante la época del Primer Triunvirato.
Entre 1821 y 1824 el gobierno de Martín Rodríguez y su ministro Rivadavia promovió cambios en la provincia. Buenos Aires abandonó su intención de gobernar todo el territorio que había sido colonia española. Más aún, se concentró en realizar un cambio interno a nivel político, económico, religioso y cultural que fuera capaz de darle un progreso económico y social independiente del resto de las provincias que le disputaban el poder. Apoyados por los comerciantes y hacendados que habían sobrevivido a las asperezas de la guerra de independencia, estos cambios se realizaron en el marco de las ideas liberales heredadas de la Revolución Francesa y marcaron una etapa de orden en el ámbito provincial.
En 1821 una ley electoral estableció los mecanismos para elegir a los miembros de la Sala de Representantes, quienes a su vez elegirían al gobernador de la provincia. De este modo la elección del jefe de gobierno era potestad de la población a través del sufragio universal masculino. Se buscaba una legitimidad orientada a combatir las asambleas populares, la modalidad de disputa política durante la década de 1810. La gran reforma que permitió llevar adelante este proceso fue la supresión de los dos cabildos de la provincia, el de la ciudad de Buenos Aires y el de Luján. Se daba así por finalizada la época de “cabildos abiertos” que había dado inicio al proceso emancipador. La expresión política debía encauzarse a través del sufragio.
Otra de las reformas liberales en la provincia tuvo efecto en la Iglesia. La reforma eclesiástica suprimió algunas órdenes religiosas, capturó sus bienes —sobre todo los diezmos— para el Estado provincial y puso bajo la órbita estatal a todo el clero. Por supuesto, generó grandes conflictos en la sociedad porteña y discusiones políticas que se canalizaron a través de la prensa. Por ejemplo, uno de los revolucionarios de 1810, fray Cayetano Rodríguez, publicó una serie de textos en contra del secularismo de las políticas rivadavianas en un periódico que había fundado a tal efecto, El oficial del día.
A pesar de la oposición de algunos sectores hacia políticas que se consideraban peligrosas para el orden social, la provincia de Buenos Aires logró dotarse de instituciones públicas que le fueron dando un marco de orden y estabilidad. Sin embargo, a diferencia del resto de las provincias, no logró promulgar una Constitución que regulara legalmente la dinámica de la política local.
En la reforma de la sociedad porteña por parte de Rivadavia y sus aliados tuvo un papel principal la difusión de las ideas ilustradas. Para los intelectuales liberales era necesario educar a la mayor cantidad posible de personas. Si el sufragio era universal, los que votaban debían estar educados —ilustrados—, al menos, para entender a quién debían votar. La ilustración aparecía como la forma de evitar los excesos y desórdenes del período anterior. Este objetivo se llevó a cabo a través de varios canales: la expansión de la prensa y la libertad de expresión, una reforma educativa —que veremos en el próximo capítulo— y la difusión de canales de expresión pública como modo de difusión de las ideas. Entre los canales de expresión pública favorecidos por el Estado de la época rivadaviana encontramos los espectáculos populares, que incluían las Fiestas Mayas —como forma de adoctrinar a la población y recordar los sucesos que habían llevado a la independencia— y, también —el núcleo de este capítulo— la actividad teatral.
En una sociedad con altos índices de analfabetismo, el teatro se convirtió en uno de los medios más poderosos de pedagogía política y difusión de las ideas ilustradas, y, por esta razón, se convirtió en un campo de batalla. La política y la lucha por el poder se cruzaron en el escenario.
Trinidad Guevara, el teatro y la política
“La” Trinidad Guevara había nacido en la Banda Oriental hacia fines del siglo XVIII (no se conoce con exactitud la fecha de su nacimiento, se supone que fue en 1798 por la edad declarada —75 años— en su partida de defunción en 1873), en el seno de una familia dedicada al teatro. Su ingreso a las artes dramáticas fue precoz: hizo su debut en la Casa de Comedias de Montevideo a los trece años, dirigida por Bartolomé Hidalgo.
Trinidad llevaba una vida que desafiaba los cánones patriarcales. A los dieciocho años había tenido una hija —Carolina Oribe Guevara— sin estar casada. El padre de su hija era Manuel Oribe, que tenía unos seis años más que ella y del que hablaremos en próximos capítulos de este libro. La niña no era una hija ilegítima, sino una “hija natural”, dado que ninguno de los progenitores tenía impedimento para casarse pero no habían contraído matrimonio. A pesar de no haber formado una familia legítima, Manuel Oribe tenía contacto con esta niña y con Trinidad.
Pese al escándalo —o quizá gracias a él— Trinidad Guevara fue la actriz favorita de los porteños en la década de 1820. Y en 1821 se vio inmersa en una pelea pública directamente relacionada con las reformas rivadavianas.
Como mencionamos, estas medidas tuvieron especial efecto en la iglesia, en particular a fines de 1822 con la Reforma del Clero. Gracias a la libertad de prensa, muchos clérigos se dedicaron a oponerse al gobierno fundando periódicos o publicando libelos. Mencionamos antes a fray Cayetano Rodríguez, pero también entre esos miembros de la Iglesia se hallaba el Padre Francisco de Paula Castañeda, acérrimo opositor a “la” Trinidad.
El padre Castañeda creó distintos periódicos de corta duración: Doña María Retazos, El Desengañador Gauchipolítico, El Amigo de Dios y el Amigo de los Hombres, El Despertador Teofilantrópico Misticopolítico y varios más. Podemos decir que él mismo se vio beneficiado por la política de promoción de libertad de prensa del gobierno que combatía.
Desde sus periódicos el padre Castañeda se dedicaba a denunciar las políticas liberales de Rivadavia, tales como difundir la obra de Jean-Jacques Rousseau, filósofo francés librepensador y anticlerical.
En esos años, otra actriz, llamada Francisca Ujier, o “la” Ujier, exhibía también sus talentos teatrales. Entre la Ujier y la Trinidad se desarrolló una rivalidad silenciosa pero feroz. Y en una Buenos Aires que desde 1806 estaba fervorosamente politizada, la preferencia por una u otra actriz tenía ribetes políticos. La Ujier, mujer de moral y comportamiento digno, era protegida por el Padre Castañeda. La Trinidad, actriz amada por la sociedad porteña, tenía una conocida y hasta escandalosa asociación con el grupo rivadaviano.
El 20 de junio de 1821 el padre Castañeda publicó en El Despertador Filantrópico Misticopolítico un comunicado —aparentemente escrito por la misma Ujier— que acusaba a Trinidad Guevara de prostituta, perturbadora de la paz de las familias y de usar un medallón con el retrato de uno de sus amantes. Las sospechas recaían sobre Manuel Bonifacio Gallardo, hombre de Rivadavia, miembro de la Sala de Representantes.
Trinidad se hizo escuchar a través de un escrito impreso que circuló en Buenos Aires:
Exposición de la actriz de este Coliseo, doña Trinidad Guevara, a consecuencia del libelo infamatorio publicado en el número 59 del “Teofilantrópico”.
Público respetable: La agresión tuvo por causa el propósito de defender el decoro de la señora Ujier… Y un periodista sacerdote ha venido a ser el sacrificador. Así se me ha calumniado en un papel que bien podría servir de tumba a la libertad de imprenta en el país más fanático de ella. Según el autor, yo pertenezco a las furias, no a las mujeres.
Pero ¿he dicho cosa alguna contra esa señora Ujier? ¿He obrado yo contra ella o ha sido el mismo público? Y aunque fuera justo vengarse en mí, ¿sería preciso que un periodista sacerdote fuera el sacrificador y la gran Buenos Aires el templo donde yo fuera sacrificada?
Yo soy acusada, mejor diré calumniada… Hambre rabiosa con que despedazan a una mujer que nunca los ofendió… El pueblo ilustrado la reputará como una mujer no criminal sino infeliz a Trinidad L. de Guevara.1
Después de publicar este texto en su defensa Trinidad Guevara, ofendida, decidió retirarse de los escenarios por un tiempo.
El escándalo puede parecer frívolo —y hasta podría habitar los actuales programas de chismes de la farándula— pero no lo es. Los términos en los que se manifiesta Trinidad Guevara describen con claridad el período en el que vivía. De hecho, como fuente histórica es una expresión muy concentrada de la política cultural producto de las reformas rivadavianas.
Público respetable: La agresión tuvo por causa el propósito de defender el decoro de la señora Ujier… Y un periodista sacerdote ha venido a ser el sacrificador. Así se me ha calumniado en un papel que bien podría servir de tumba a la libertad de imprenta en el país más fanático de ella. Según el autor, yo pertenezco a las furias, no a las mujeres.
Trinidad elegía dirigirse al público en general, algo perfectamente esperable en una actriz, pero también muy llamativo en esos años en los que el gobierno transitaba el proceso de construcción de ese público. Recordemos que la idea de promover el teatro era parte de una tarea pedagógica dirigida a un público no letrado, al que se estaba educando en la idea de “ver teatro”. El público ilustrado debía ser “creado” por la sociedad a través de la educación.
La actriz mencionaba a la Ujier porque era su contraparte, pero no es a ella a quien dirigía el comunicado sino a ese “periodista sacerdote” que se había convertido en su “sacrificador”. Insistimos, Trinidad nos está contando la historia de la época. La enemistad entre Rivadavia y sus aliados por una parte y el cuerpo eclesiástico por la otra era inevitable después de las reformas. Sin embargo, la figura de Castañeda como periodista sacrificador era posible, paradójicamente, gracias a que las reformas rivadavianas le permitían tener varios periódicos al mismo tiempo, y criticar desde esos medios de prensa al gobierno provincial. La actitud del padre Castañeda lleva incluso a Trinidad a acusarlo de atentar contra la libertad de imprenta, uno de los bastiones de la expresión pública del período.
Pero ¿he dicho cosa alguna contra esa señora Ujier? ¿He obrado yo contra ella o ha sido el mismo público? Y aunque fuera justo vengarse en mí, ¿sería preciso que un periodista sacerdote fuera el sacrificador y la gran Buenos Aires el templo donde yo fuera sacrificada?
Trinidad Guevara conocía de letras y este párrafo lo demuestra. Ese “público respetable” al que hacía referencia en el primer párrafo, en este se convertía en “la gran Buenos Aires”, el templo donde el Padre Castañeda la sacrificaba. La referencia helenística no es casual. El anticlericalismo de la Ilustración tenía como contrapartida la difusión de la mitología griega y romana a través del teatro, la poesía y el ensayo. Autores como Juan Cruz Varela escribían obras de teatro que tenían por título Argia o Dido, de clara referencia grecorromana. Trinidad, que no era ajena a estas tendencias, convertía a Buenos Aires en un templo donde el público contemplaba, como una gran obra de teatro, el sacrificio oficiado por el Padre Castañeda.
Yo soy acusada, mejor diré calumniada… Hambre rabiosa con que despedazan a una mujer que nunca los ofendió… El pueblo ilustrado la reputará como una mujer no criminal sino infeliz a Trinidad L. de Guevara
El último párrafo parece contener una repetición. Pero Trinidad, conocedora de su época, volvía a cambiar de lugar al público al que se dirigía. Se declaraba acusada y calumniada, despedazada por alguien a quien ya no nombraba. En cambio, nombraba —el cambio es esencial— al “pueblo ilustrado”, al que le correspondería juzgar si ella era una criminal o una mujer infeliz.
La apelación al pueblo ilustrado nos habla no solo de la relación de Trinidad con su público, sino que nos muestra con qué clase de público hablaba: el mismo que, mientras era espectador de una obra protagonizada por Trinidad Guevara, estaba siendo adoctrinado en las ideas de la Ilustración y así se estaba convirtiendo en ese “público ilustrado” al que apelaba la actriz.
Este público ilustrado clamó por la vuelta de Trinidad al teatro y ella regresó triunfal a las tablas un tiempo después. La Ujier debió conformarse con ser parte de ese público ilustrado y el padre Castañeda —que continuó su prédica contra Rivadavia y sus reformas— terminaría exiliado en la provincia de Jujuy, de la que su hermano sería electo gobernador.
1. Capdevila, Arturo, La Trinidad Guevara y su tiempo, Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1951, pp. 13-35.
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“Me resuelvo a sufrir
la censura que cae sobre mí”
La Sociedad de Beneficencia
Como mencionamos en el capítulo anterior, en diciembre de 1822 se concretó la ley de Reforma del Clero propulsada por el gobierno de Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia. Fue una de las políticas más importantes del período rivadaviano y una de las más polémicas. La reforma implicaba la supresión del fuero eclesiástico, la eliminación del diezmo, la financiación estatal de los costos del culto católico y lo más importante: la supresión de las órdenes del clero regular, cuyas posesiones —sobre todo tierras y bienes conventuales— pasaron a formar parte del Estado provincial.
Gracias a estas medidas —y a otras medidas económicas como el préstamo pedido a la casa Baring Brothers— Buenos Aires pudo llevar adelante una reforma que, sin recursos, habría sido mucho más compleja. Sin embargo, esta reforma tuvo consecuencias que el Estado provincial debió afrontar. Instituciones religiosas como la Hermandad de la Caridad o la Casa de Ejercicios Espirituales —que fueron eliminadas— habían sido las encargadas de la beneficencia o el cuidado del Hospital de Hombres y del Hospital de Mujeres. Ahora sus funciones debían ser reemplazadas por la actuación del Estado provincial. Este reemplazo implicaba una redefinición del propio aparato del Estado —en este caso, el de la provincia de Buenos Aires, incluido el ministro Rivadavia—, que debía absorber funciones de otra esfera.
Como consecuencia, por decreto del 2 de enero de 1823 se creó la Sociedad de Beneficencia. La medida tuvo una característica fundamental, nueva y diferente de cualquier otra tomada por Rivadavia u otras agencias de su gobierno: estaba formada por mujeres patricias, esto es, mujeres de la alta sociedad porteña.
Recordemos que la revolución y la independencia de España habían traído cambios a nivel político y social que no habían significado cambios para el estatus de las mujeres: continuaban siendo definidas por la familia a la que pertenecían y, en particular, por los hombres con los que estaban relacionadas y a los que estaban sujetas. El hecho de que —en el marco de las reformas liberales ilustradas— Rivadavia tomara la decisión de dar un lugar a las mujeres transformándolas en funcionarias estatales de la provincia de Buenos Aires fue un hecho que tardaría mucho tiempo en repetirse. En efecto, habría que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para que sucediera.
Aunque las mujeres patricias que constituyeron inicialmente la Sociedad de Beneficencia fueron nombradas por el gobierno, el decreto establecía que en lo sucesivo ellas mismas elegirían a las integrantes de esa Sociedad. El objetivo de la Sociedad de Beneficencia era fomentar la educación femenina y asegurar la organización de los establecimientos pertinentes. La Sociedad no se ocupaba de todo tipo de escuelas —la educación formal obligatoria llegaría mucho después— sino, especialmente, de las escuelas a las que concurrían niñas pobres y huérfanas que no podían afrontar el costo de la instrucción privada, corriente en esos años.
Las reformas de Rivadavia tenían como objetivo fundamental ilustrar a la población. Y así como se valía del teatro para transformarla en “público ilustrado”, se valía de la Sociedad de Beneficencia para formar mujeres ilustradas que, a su vez, harían de sus hijos hombres ilustrados. Si las reformas no implicaban un cambio de paradigma en la concepción del lugar de la mujer como “cuerpo que procreaba” al menos creaban la posibilidad de que ocuparan un lugar en un ámbito que históricamente le había estado vedado: la esfera pública.
Esa participación de las mujeres en la esfera pública fue un inconveniente al momento de la creación de la Sociedad de Beneficencia. Las primeras elegidas para integrarla rechazaron amablemente su designación. No querían ocupar un lugar tan visible, tan “público”, en un ámbito que siempre había sido masculino y que podía incluso ser visto como un demérito: una mujer pública era una prostituta. Además, en una sociedad profundamente católica como la del Buenos Aires de aquella época pueden haber influido en su negativa las políticas anticlericales de las reformas rivadavianas. Sin embargo, el rechazo no detuvo al ministro Rivadavia, que recurrió —curiosamente, por primera vez— a Mariquita Sánchez de Mendeville.
Mariquita Sánchez era una dama patricia por excelencia, tal vez la más firme candidata a ser una de las seleccionadas para integrar esa primera Sociedad de Beneficencia. Y tenía una relación cercana con el grupo rivadaviano. ¿Por qué, entonces, el ministro no había recurrido antes a ella? Es posible que se debiera a su apresurado casamiento con Washington de Mendeville, en 1819, a pocos meses de la muerte de su marido, Martín Thompson. Además Mendeville era unos años más joven que ella —Mariquita falsea su fecha de nacimiento en el acta de matrimonio para disminuir la diferencia de edad— y los rumores tal vez influyeron para que no fuera convoca