Novelas y cuentos 2

Osvaldo Lamborghini

Fragmento

I

En la biblioteca inembargable de un linotipista erudito, no tan viejo pero al borde de la muerte (un nombre con varias pronunciaciones —Luis Antonio Sullo—, infatigable en su lucha para que los libros dijeran lo que alguna vez susurraron: no leía jamás, pero sus subrayados eran perfectos. Lo que alguna vez quisieron decir, y lo dijeron, mucho mejor que sus rayas debajo de las letras, lo que querrán decir alguna vez —no se los ve muy apurados— aquí, aquí el presente) al borde de su última herejía, porque así mueren los histéricos, antes llamados posesos, de cáncer a los 56 años: Buenos Aires, aquí el presente. Podremos entonces tirar a la basura toda esa basura, esa trama de rayas en los libros que fingías enseñarnos, esa manera tan “suya” de subrayar y no leer que te envidiamos (siempre) / aprovechemos el rato que le falta para insultarlo. La oportunidad se ha presentado y no habrá otra. Está en su cama, fresco como una rosa: por fin la enfermedad, gracias a los muchos cuidados, terminó por florecer (Buenos Aires, seguro, ¿pero aquí el presente?). El cuerpo de Sullo tendido en la cama, la cabeza casi blanca: —pero el presente como un regalo: —¿Aquí el presente?— solía preguntar en asamblea (siempre era extraordinaria), pero para agregar en seguida, señalando el índice en varias direcciones. Los que recuerdan comentan que decía (además de cualquier cosa):

—Aquí por lo menos Buenos Aires, pero hoy me siento un poco raro por la multitud que me acompaña aun cuando sabe, y bien que lo sabe, estoy muerto.

Tanto aprendimos de su humor, que mientras lo amortajaban nos dábamos el lujo de volverle la espalda y entre los amigos copiarle el chiste: —¿Aquí el presente?— Era su chiste, el mayor del mundo: nadie se atrevería a reírse.

La ciudad de Buenos Aires, por lo menos. Te amortajan, Sullo, y ya no podrás ironizar sobre nosotros. Tu invalidez de muerto, pero no, prematuro caprichoso, no te pasearemos cadáver en silla de ruedas (sobre tu regazo un subrayado, jamás un libro), ahora Sullo a merced de nuestro humor, impotente ante la merced de toda nuestra merced, que empezará con el saqueo de todos los subrayados de tu biblioteca —¡jamás nos diste el gusto de leer un libro!— “Lástima no poder subrayar a máquina”, decías, pero a máquina se escribe, y hasta puede llegar a decirse en los mil tonos plateados de la ironía que se aprenden en una ciudad reprobada, Buenos Aires, el viejo chiste:

—Aquí el presente.

De un viejo.

Pero no se te escapa entonces, como tal vez no se te escape ahora, único muerto paseado en silla de ruedas (no, ayer chocamos con otro), la arbitraria pretensión de suprimir con tus subrayados los textos, ni la pregunta que nada tiene que ver con el tiempo, y con la historia menos:

—Hundidos hasta el cuello en lo informe, si aquí el presente, el pasado ¿dónde, entonces? y dónde el futuro: porque si aquello de “a mí no me gusta el cómo” merece nuestro aplauso (Aplausos), el cuándo es tierra de tumba, por eso se prefiere la silla de ruedas. Pero ustedes perdieron la capacidad de responder a pesar de que les abrí mis puertas, que fue una manera, no la única, de cerrarles las suyas en sus propias narices. Me interesaron por su capacidad para el chiste largo, ese que termina por hacer perder la paciencia e impone hablar de otra cosa, esa segunda que se condensa porque resultó interminable la primera. Sí, aquí el presente. Me gusta Buenos Aires porque la Cruz brota sola de la tierra (aquí se terminó la milonga de cualquier Evangelio). Ahora a mí mismo me subrayo, aunque no es a mí a quien le corresponde, y menos los juegos que condeno de antemano (el plumero está escondido, también en la vida eterna). Ahora despacio, déjenme ver: sí, éste es el bar de Talcahuano y Cangallo. No, falta una cuadra, pero ahora sí, estoy seguro, es éste: Bartolomé Mitre y Talcahuano. Me parece que me equivoqué, muchachos. Era el de Talcahuano y Cangallo: tengan cuidado porque grande será la tentación (ya hablaremos). Aquí no estamos solos, pero precisamente aquí ocurrió el asesinato. Y ahora sí a casa, a recuperar la mortaja remendada.

—Bueno, amigo Sullo, silencio. Usted tiene razón, el chiste es largo, o tal vez nunca hubo uno tan breve como el de llamarle chiste a lo que impone cambiar la eternidad, estilos. Que causarán gracia o tedio, y no estará usted para subrayarlos: apenas un linotipista, apenas un plomo en forma casual de letra que uno se encuentra por la calle, uno de esos que los cirujas revenden, como nosotros lo revenderemos a usted y lo poco que le queda, hasta su mortaja remendada.

Ya estábamos de nuevo en su cuarto.

—El pánico —dijo Sullo, sonriente— “Murió por estrangulamiento de mortaja”... Eso mismo, sí, tenés razón, Rosita (Hablaba con su mujer. Ella no hablaba con nadie).

Eso mismo. Algo habrá pasado con la silla de ruedas, pero se terminó la costumbre de pasear al fantasma. Aquí el presente, en Buenos Aires, que se hará popular. Morir estrangulado por la propia mortaja. Popular como la cera: el brillo de la cara muerta y su museo: nacer fantasma y resucitar como fantasma, convertir en soga de ahorcarse la propia nalga. La ironía de Buenos Aires supera a Buenos Aires. Piensen que Sullo estaba tan bien, tan de buen morir. La enfermedad, al fin, gracias a tantos cuidados terminó por fl orecer:

—Señora, tal vez convenga una maceta.

Por el momento no debo preocuparme: el cansancio es una buena señal, la coherencia que inventarán será una buena señal. Los que le encuentran una “forma” al destino, sólo son los personajes de las novelas, de esas que ahora ya no se escriben. Pero, no hay más remedio, a veces las cosas se complicarán un poquito. Algunos no le encontramos ninguna forma al —en fin— destino. Si se la encontráramos, hasta nos gustaría tener uno. Pero acusarme a mí mismo en una novela (francamente buena) de mi ridícula pretensión de escribir una novela, no me exime...

Quería darle entrada a la palabra exime, que puede llegar a representar un gran papel. Habrá perdido su tiempo el lector. Pero el Lector soy yo. Pero eso tampoco me exime. Explicar ya es otra cosa, se parece a confesarse sistemáticamente, en un doble sentido: cada vez que la Iglesia lo prescribe, y también a esa manera de referirse a alguien diciendo que “hace las cosas por sistema”, aunque el sentido es triple, en este caso, y no doble: si explicar equivale a confesarse sistemáticamente —Buenos Aires, ¿aquí el presente?—, puede entenderse (mal, casi seguro) que explicar equivale a confesar un sistema. Pero es una lástima que la serpiente se muerda la cola, pues da lo mismo subrayarlo (escribirlo, nunca) así como queda subrayado, que hacerlo exactamente al revés: si confesarse equivale a explicarse sistemáticamente (mal, casi seguro) —y como se recordará el sentido es triple en este caso, y no doble—, es probable que podamos atormentarnos con una nueva esperanza: explicación, confesión y sistema son posibles. Pero debo fumar menos: así como la televisión nos devuelve viejas películas, los años nos eximen —por fin— de comentarios.

II

El hombre que nace culón, el hombre que nace nalgudo, durante toda su vida arrastra ambos motes a la vez: culón, nalgudo. La gente tiene preocupaciones graves como para entrar en estas diferenciaciones aparentemente sutiles. También los literatos las tenemos, pero, es nuestro oficio: nos gustó meternos con esto de las palabras y ahora sobran las quejas: diferenciar el sentido de culón respecto al de nalgudo, de pronto (cuando nosotros también quisiéramos opinar sobre el hombre en general) se convierte en nuestra preocupación ineludible y más urgente: —Mirá que escribías mal, Sullo (subrayo).

Pero, realizado el trabajo de establecer las diferencias (ya lo realizamos), los derrotistas batimos palmas, locos de contentos. ¡Qué fracaso! Porque no hay diferencia alguna: culón y nalgudo se refieren a los glúteos con mucha carne y grasa, digamos: “adiposos”, que suena a insulto. Con lo anal propiamente dicho, nada que ver: lo anal, ausente. El material de consulta fue escaso. Conformarse pues con notas dispersas y “relatos arquetípicos”. En cuanto al uso, la gente habla de Culón. De nalgudo, jamás. Detestan quedarse en la superficie, suponemos.

El culón en general es un “me da lo mismo” mientras que Nal, por momentos personaje arquetípico de esta historia —no en todo momento, no siempre arquetípico y metido en una historia que a veces es capaz de dejar de serlo—, desde niño padeció las angustias y los tóxicos, o las toxinas si plantean una sinonimia aceptable con los tóxicos, del sufrimiento perpetuo, aunque no siempre perpetuamente sufrido. El culón cree tener un cuerpo proporcionado, que hasta puede gustar a quienes la armonía, culona o no, les resulta seductora. Pero aquí se habla de una mayoría relativa de culones. Nal, en cambio, no tiene la dicha de sentir ninguna clase de pertenencia a la misma, y por lo tanto (ya veremos) vive las peripecias de un héroe trágico o las de un desgraciado.

Nal cree que su cuerpo, destinado a ser “perfecto”, fue alterado durante el último minuto por el demente que dirige estos planes de producción, alterado de manera deliberada. El demente sórdido y tenaz, anticipándose a la befa y a la humillación universales, programó colocarle una parte (grotesca) que no coincidiera con el todo, sólo para que Nal se sintiera ridículo y humillado durante el tiempo que le tocara vivir. Todo por pura maldad, porque rompía la monotonía: fue una de las pocas veces que El Sabio Loco del comic se salió con la suya. Así, creemos, florece el delirio. Nal pensará que ya desde niño lo persiguieron y maltrataron, como si él tuviera la culpa de ser culón (aunque es él mismo quien se siente culpable y se atormenta): tachar la estupidez psicoanalfabeta del paréntesis último.

Aunque estas estupideces Sullo son típicas de los linotipistas-semi. Subrayar demasiado, leer poco, como si entender fuera un suicidio.

Por supuesto, por haber nacido grueso de atrás, hasta su familia que lo cuida y lo protege para evitarle a Nal (y evitarse a sí misma) perjuicios irreparables, también se ríe de él además de utilizarlo para descargar sus malos humores: existen testimonios incuestionables respecto a este matiz del problema, así como también se comprobó que la tentación de palmear los glúteos de Nal generalmente es irresistible aun tratándose de excelentes personas. Es inútil contar las experiencias practicadas con malvados, sádicos, perversos y psicópatas de toda clase: resulta fácil imaginar los resultados y conclusiones de las mismas. Para ellos, el ineludible destino del culón es sufrir humillaciones dolorosas de toda índole. Entrando ya en el plano de los testimonios recogidos, asombrosamente la causa de tal destino “se debe a que los demás, los que no somos culones, con algo tenemos que divertirnos en este mundo”.1

El Sabio Loco tuvo el cuidado de dotar a Nal de un carácter bonachón, así todo marcha sobre ruedas como suele decirse, y la cuestión se reduce —entre las buenas personas— a encontrar el pretexto para nalguear (amistosamente) al pan de Dios: —¿Se graduó tu hijo, Nal? ¡Te felicito! (Y nalguean cuando Nal ya había tendido sus brazos para recibir los del amigo de toda la vida— Su esposa encenderá la luz esa noche: habrá creído escuchar un sollozo que partía el corazón. Un sueño, tal vez. Un alma en pena...

Quizá por única vez, todo le salió perfecto al Sabio Loco (esta vez), ya que Nal es noble además de bonachón. Afrontó el dolor de la vida cotidiana, porque comprendió desde joven que aislarse de sus semejantes era engañarse a sí mismo. Debía procurar integrarse, y además, lo mejor posible. Por más que se encerrara, el nalgueador compulsivo le daría caza. Su verdugo tenía todo a su favor. Nal, que vivía sufriéndolo, ya que le conocía todas las tretas, tan hábiles algunas que él —todavía— se veía obligado a responderle cortésmente, con una sonrisa en los labios.

Como un ejemplo entre mil: el acecho expectante del nalgueador compulsivo de la combinación de un conjunto de elementos: bache en la calle, ómnibus repleto, cercanía Nalnalgueador compulsivo: tropezón del vehículo en el bache y... “¡Ay, Dios, el cielo y tú me envían esto de regalo!”, se diría el nalgueador cuando fingiendo trastabillar caía sobre su presa y al menos por dos o tres segundos, con la excusa de no derrumbarse sobre una pobre anciana, desplomábase sobre Nal y nalgueaba, brevemente pero nalgueaba a su gusto. (Sí, perfecto, término que no se usa, pero durante ese instante, ¿qué otra cosa era Nal que un impotente nalgudo?) Encima el nalgueador se defendía con irónicas excusas: “¡Oh, mil perdones le ruego a usted!” y Nal, que iba a matarse trabajando a su empleo, debía sonreír rastreramente, para no terminar preso por energúmeno y además perder el trabajo. (“Reaccioné así, señor Jefe, porque yo lo venía observando, ¡si los reconozco a una legua!, y todo fue un pretexto para nalguear y nalguear, nada más”. Silencio, incómodo silencio: “¿Puedo preguntarle, señor Nal, qué es eso de nalguear?” Silencio. Algo difícil de explicar: “Usted, señor Jefe, es un hombre cuyo cuerpo goza de exactas proporciones, no creo que conozca al repugnante personaje que no puede vivir si no aferra aunque sea por un segundo, día tras día, las protuberantes nalgas de alguien como yo, cuyas proporciones inexactas se manifiestan justo ahí: y uno sufre hasta el llanto cuando comprende que vive nada más que para que ese sujeto repulsivo lo nalguee y se relama al nalguearlo”. Pero los jefes se manejan con una lógica mendiga, casi asilar: “Pienso señor Nal, que se trata de un carterista o de un degenerado invertido”. Nal lo miraba con los ojos empañados: “Entonces les tendría piedad, señor Jefe, me haría el distraído hasta cierto límite y le ofrecería un poco de dinero para no hundirlo más en su infierno marginal”. Y aquí Nal cometía el error de exaltarse, casi gritar y perjudicarse a sí mismo: “¡No y no! señor Jefe, yo veo que usted también ha caído en la trampa. ¿Carterista invertido? Sí, en este momento me río, pero le juro que no de usted. ¡Ni carterista ni invertido, se trata de otra clase de asocial! ¡EL NALGUEADOR COMPULSIVO!, cuyo único deseo es nalguear y nalguear! ¡Oh Dios!, ¿para qué habré nacido?” La mirada del jefe, licenciado en Economía Ricardo Tomás Tarquis, lo traspasaba: incoherente pregunta, luego de haberla ya respondido: nació para que lo nalguearan. Esta falla lógica convencía al jefe: Nal, no le convenía a la Empresa. Ya el silencio, además de incómodo ahora era hostil por parte del superior. Luego, el veredicto, el triunfo del nalgueador. El jefe: un adiós para siempre: “Le deseo que no lo vuelvan a nalguear, señor Nal, pero esta empresa necesita hombres cuya personalidad no esté afectada en lo más mínimo. Espero que la ley atrape a esos monstruos que sólo quieren una cosa en la vida: nalguear y nalguear. Usted los descubrió. Lo felicito y adiós”.)

Nal entonces pensaba jugarse entero: asesinaría al próximo nalgueador. Pero, lo más triste de ser condenado a prisión por asesinato, se relaciona con los otros reclusos. Le dan una tremenda importancia al hecho de que el crimen se realice por dinero o por otros motivos. No les interesan los otros motivos. El primer día se explican dulcemente: la condena es larga y, matar, un asunto grave. Luego, una noche, lo llevan al baño y lo violan. Es la ley. Después el trato con ellos se vuelve difícil. Existe esa noche. Después, una mañana siguiente. La frase reclusa es terrible, Buenos Aires: —“Mató por nada: sin duda, es puto”.

Cada vez que imaginaba una de estas escenas (con el jefe, las del ómnibus repleto y el compulsivo nalgueador, de imaginarias no tenían nada, salvo que hacían llamear su imaginación), se reafirmaba más en su proyecto de trabajo, trabajo, trabajo y vida normal. Llegó así a formar una familia, a la que mantenía con decencia. Era un hombre tranquilo y apacible y así salieron (o educó) a su esposa y a sus hijos.

Familia aparte, sin embargo, el acontecimiento del año era el partido Casados vs. Solteros, todos trabajadores de la Empresa, al que seguía un gran asado, que venía —si así se dice— al pelo después del enfrentamiento deportivo. Jamás se negó Nal a ocupar su puesto de arquero, y aunque nunca desertó, ni siquiera se le pasó por la cabeza semejante idea, lo cierto es que para él era un día difícil. Con los pantaloncitos del equipo, las... resaltaban todavía más, así como el peso de las bromas aumentaba, tanto las inocentes, las amistosas que en lo íntimo de su alma lo alegraban de ser un culón, y lo invitaban a que interiormente se vivara a sí mismo diciéndose: “¡Y viva Nal, y viva Nal, gran arquero y gran culón!” Pero aunque lo disimulaba, él tenía su orgullo futbolístico, y a pesar de la lógica rivalidad entre equipos, todos eran compañeros y amigos: entonces, cuando de pronto se lucía y salvaba un gol, le hubiera gustado que todos aplaudieran (y así lo hacían muchos de Solteros incluso), pero nunca faltaba una serpiente entre estos últimos, que cascabeleara, pero a los gritos: —¿Vieron eso muchachos? Te pasaste Nal, ¡al Culón, al Culón, al Culón! ¿Por qué el Sabio Loco lo programó tan pacífico? A mucha honra, él era un asesino. Pero está escrito en la página 17. “Vos tenés ganas de ir al baño”, le dirían en la cárcel, una noche: además del chiste, culón, violado y puto.

Jugaban por puro hábito, estrechar lazos para “aumentar el nivel de comunicación”, como decía el sub-jefe de Relaciones Públicas Internas. Desde un punto de vista estrictamente técnico-deportivo, para los solteros la cuestión se limitaba a mantener viva la nostalgia de los once rollizos, de modo que se cansaran rápido tratando de correr los 90 minutos. Si se proponían este objetivo, les bastaba con hacerles peligrar el área tres o cuatro veces durante el primer tiempo y cruzar entre algunos de ellos (los Solteros) un par de pases complicados a gran velocidad, así además los cabezas sentadas rivales al mismo tiempo que —digamos— echaban los bofes, se ponían nerviosos. Otra salvedad, desconocida por los legos, es que lo que a todos les puede parecer una virtud de Casados: ser más serios y unidos entre ellos y más responsables en cuanto a las instrucciones del capitán, en realidad se les convertía en una contra. Le bastaba a Solteros cansar y perturbar al capitán y a dos o tres de los más respetables del equipo rival, para que todos sintieran e hicieran lo mismo —como si la experiencia de ser padres los aniñara y, ahora que comprendían a los suyos, trataran, siempre, de seguir el ejemplo de los “viejos”.

También disminuía la eficacia de Casados el hecho de creer que los jugadores del equipo contrario eran tan peligrosos como lo fingían. Un jugador de Solteros, por ejemplo, recibía la pelota y se ponía a hacerles caras a sus compañeros como si tuviera toda una estrategia de gol pensada. Corría como una saeta además hacia... y ya tenía a los diez que habían preferido el orden al caos, galopando inútilmente detrás de él, y a Nal mordiéndose los puños en el arco por no poder acudir en una situación de peligro. Pero no (en su caso) por el afán de obtener la victoria, pues sabía que el resultado ya estaba escrito en el cielo antes de empezar a jugar: Solteros: 6, Casados: 1 —“penal premio” porque los veteranos se lo merecían por el esfuerzo, más otro hecho con cierta influencia: el Jefe de Personal vestía la camiseta de Casados, y no haremos público aquí su alias —“La Hiena Vergara”— por demasiado obvio. Pero a no hacerse demasiadas ilusiones. La caricatura del horror se simplifica. Con su propia nalga, Cul se ahorca, con la parte fibrosa. El horror de Buenos Aires, ciudad, supera a Buenos Aires, donde sólo el horror. Como sólo el odio entre viejos amigos, subrayados hasta el cansancio, es interesante. Porque es ilegible, como el amor. Allí no hay que leer: sublime, entonces, es allí donde hay que ir. A ese chiste que se anula a sí mismo por lo largo. Ya no se lo escucha: se habla de otra cosa. El amor, el amor. Un chiste demasiado largo, tan largo como el amor, ¿amor mío?

* * *

Terminado el partido empezaban, lamentablemente, a “desarrollarse los acontecimientos”, las pioladas y las bromas de mal gusto, ese repugnante clima de “formamos todos una gran familia” creado generalmente por los acostumbrados al naranjín, pero que la juegan de campeones del “vinacho” —como dicen ellos, y a las tres copas ya perdieron, ya están en pleno show, pero manifestando sus preferencias por el género sentimental—: abrazándose con todo el mundo, babeándose y buscando una manera infalible de asegurarle amistad a todos los compañeros. Los más inteligentes y seguros de sí mismos creen, en algún momento, haberla encontrado. Pegándose una fuerte palmada en la frente, empiezan a llevarse a sus colegas aparte, uno por uno, para decirles en plan confesional:

—Mirá, hermano, yo te quiero tanto, que te lo juro por mi madre: te chuparía la pija si fuera puto, sí, te lo juro, y vos sabés que yo no soy puto.

Este tipo de declaraciones creaba problemas, y el encargado de relaciones públicas internas tenía que andar a los saltos para evitar trifulcas, pues muchos de los “tan queridos” que su compañero llegaría a ese extremo (si fuera puto) para demostrárselo, pero el tan querido (sabía que no era puto), con lágrimas en los ojos y además una lógica perfecta, deducía que la respuesta adecuada era:

—Y vos sabés que yo estaría a tu disposición: lo primero que haría al levantarme a la mañana sería enchufártela en la boca. Te digo más, me quedaría sin trabajo, porque te inundaría de leche la garganta en la misma jeta del Gerente General. (Éste, que estaba presente, opinaba para sí que había otras formas de manifestar la amistad).

Y ya empezaba la pelea, precedida de diálogos aclaratorios de asombrosa lucidez:

—A mí no me inundarías de leche un carajo, ¿o al final te creés que soy puto en serio? ¡Avisá! Sos vos el que la mirás con cariño...

Como ya tenían audiencia, ninguno de los dos quería dar el brazo a torcer (ni a cojer, dado el tema en cuestión). El defraudado porque primero le ofrecían chuparle la pija, y después cagarlo a trompadas, quería comérselo vivo al incoherente de mierda:

—Para que lo sepas, viejo, a mí no me gusta la carne de chancho, y tampoco soy ningún bufarrón. Buscate un marinero, si no andás muy necesitado: si estás muy caliente a Vos no te basta toda la tripulación de un portaaviones...

Chupapijas (si fuera puto) alcanzó a ponerle negro el ojo derecho, y El Desocupado (por dejársela mamar en la misma jeta del...) buen derechazo a la mandíbula y además la siguió obsesionado con el tema de dejársela chupar (¡por su culpa se había quedado sin trabajo!):

—Si yo quiero que me la chupen, tengo diez minas que andan relocas por prendérseme a la teta.

El otro boludo, también incansable:

—Claro, vos tenés tetas. ¿Qué marca de corpiño usás?

Volaban las trompadas, pero poquito: la nula resistencia para el alcohol y el exceso de público ayudaban a evitar desgracias. Pero:

En cierta ocasión, ayudaron estos dos giles a la aparición de un fanático de la verdad: El japonés, ingeniero electrónico, demasiado impasible (era muy tímido, a escondidas se había tomado tres cinturones negros, perdón se quiso decir tres vasos), con toda calma les explicó que irían a parar todos los degenerados al hospital, hasta Nal.

—¿Y por qué? —preguntó Nal.

—Vos los excitás, vos culón.

Que irían a parar todos al hospital, o directamente a la tumba, si era muy fácil: mientras él los iba matando a todos, todos a la fosa común. Aquello era tierra, no asfalto.

Hablaba en serio.

En serio partió por la mitad a todas las sillas de madera con el canto de las manos: ¡Karatecas carajo!

Fue una vergüenza. Todos (29) se refugiaron en las duchas y lograron trabar la puerta. Desde una ventana parlamentaban con el señor Tokuro, inútilmente.

—¿Pero en qué lo hemos ofendido, hombre? —le preguntaba Heredia, el que quería tanto a todos que les chuparía la pija (si fuera puto).

Tokuro: El que falta a la palabra falta al honor. El que hoy falta al honor traiciona al amigo, es capaz de traicionar Patria y Emperador.

Con la puerta trabada, Heredia otra vez empezó a envalentonarse:

—Pero cortelá Tokuro, yo no faltaba a ninguna palabra, a ningún honor, tampoco traicioné. Y no me venga con su puto Emperador.

Tokuro: Para la conversación exacta, las mismas palabras. Ya mismo pido disculpas por groserías que tendré que yo, Tokuro, decir. Usted le dijo señor Heredia al señor Mancini que le chuparía la pija tanto le quería. Yo no lo he visto. Ahora, ofensa grave: dijo “puto” a Emperador Japón.

Heredia empezó a aporteñarse otra vez:

—Pero avivesé, Tokuro, yo le dije que se la chuparía si fuera puto. Hasta se lo juré por mi vieja, y le aviso, ¿eh?, le aviso, yo con esas cosas no juego.

Tokuro: Pero ¿usted quiere a señor Mancini?

Heredia: Eso no significa que vaya a chuparle la pija. Eso sería en el caso de que yo fuera puto.

Tokuro: Usted es puto.

Heredia: Mire, Tokuro, debe ser un lío que usted se hizo con el idioma.

Tokuro: No, ningún lío con el idioma. Usted es puto.

Heredia: Me parece que esto va a terminar mal, no me obligue, Tokuro, todo tiene un límite...

Mentira: Tokuro cinturón negro, y aterradora fama de violento cuando se creía en la causa justa. Heredia estaba cagado hasta las patas.

Tokuro: Yo lo obligo. Usted tiene que chupar pija a señor Mancini...

Heredia: ¡Pero cómo, cómo...!

Tokuro: Yo no sé cómo. Yo no soy puto.

Heredia: Señor Tokuro, todo era una broma. Usted interpretó mal.

Tokuro: Yo entendí bien. Usted le dio el sí. Que incluso se la haría chupar aunque estuviera frente al Gerente General. ¿Miento señor Gerente General?

Gte. Gral.: No, no es que mienta, ocurre que según el nivel del diálogo, la confraternización se excede. Usted sabe, una palabra trae a la otra.

Tokuro: Pero Heredia quería chupar pija Mancini, y otra palabra trae Hiroshima.

Heredia: ¡Si fuera puto! Entienda, Tokuro: me encantaría chuparle la pija a Mancini si yo fuera puto, lo elegiría a él para que me rompiera el culo.

Tokuro: Es puto. ¿Por qué si no pensar qué cosas haría si fuera puto?

“El coro” empezaba a hartarse. Que Heredia y Mancini se las arreglaran con Tokuro... Así se lo dijeron a Heredia.

Heredia: Soy un buen muchacho, señor Tokuro, se lo pido por favor... (llorando a lágrima viva). No podré volver al trabajo, ni a mi casa...

Tokuro: Uds. deciden. Yo quiero aquí fuera a Heredia y Mancini. Uds. creen que esa puerta es segura. La rompo y entro. Golpe en el cuello a cada uno. Golpe mortal. Uds. deciden. Gerente debe venir también. Mancini dijo que se la dejaría chupar en su propia jeta.

* * *

Era un atardecer cualquiera, o como diría el más canalla de los sofistas: cualquiera (era un atardecer). Una bandada de pájaros quería volver a sus nidos. Precisamente. Precisamente eso era lo difícil. Si la bandada, disfrazada de jugadores de fútbol, se atrincheraba en unas duchas, atemorizada por un solo pájaro, el samurai, un pájaro con la manía del honor. ¿Deben tener coraje los hombres? Un arquero Cul-on ¿tiene además la obligación de ser un héroe? Porque cada uno había pasado lo suyo en la vida, y ahora, que todo parecía haberse tranquilizado, tenía que reaparecer, como un fantasma: Lo Suyo en la Vida, otra vez. Qué traidor, qué puñalada podía ser un poco de esperanza. Miraron a la Empresa como pidiéndole amparo. La Empresa era el Gerente General, el doctor Mariano Soria. A nadie le importa Mariano Soria. Pero la Empresa, ahora resulta evidente, no estaba preparada para enfrentarse al Tokuro de la palabra empeñada ni a la fuerza que generaba, esta vez en su propia contra, esa palabra empeñada e incumplida por dos de sus más humildes representantes.

Ya discutían en la sala de las duchas para que luego, solidarios y unidos, ese nipón demente no los desnucara por el último chiste, cuando, claro (no precisamente), todo se trataba de un simple chiste, y a los gritos, desde la ventana se lo comunicaron a Tokuro:

—¡Todo se trataba de un simple chiste!

El sol tocó la blanca dentadura del señor Tokuro, quien pensó unos minutos y luego, riendo con su risa más límpida, exaltado se les unió sin abandonar su puesto. Dijo:

—¡Todo se trataba de un simple chiste!

—Pero, claro, señor Tokuro. —Nal se atrevió (increíble) a contestar por todos—. Si todos somos amigos y trabajamos juntos, nos ganamos el pan en la misma Empresa, lo de prometerse esas cosas es una costumbre de nuestro amado país, la Argentina, ahora en guerra con el Imperio Británico.

Eufóricos, todos al unísono:

¡Argentina, Argentina, Argentina!

Todavía con destellos en su dentadura, el señor Tokuro se levantó adoptando un aire marcial cuando se coreó una vez más la palabra ¡Argentina! El señor Tokuro entonces confesó:

—Mis simpatías todas argentinas, y yo voy a dar mi vida por este país tan raro, Argentina: ¡todo era un simple chiste! Esto me alivia. Los iba a matar porque estaba triste por la deshonra de la palabra incumplida. Yo me alisté como voluntario para Malvinas.

Miró los avances del cielo, cuyo color actual, mañana o en mil años, retornaría. Era un país enorme y raro lleno de chistes, pero la palabra se cumplía, pensó. Luego, cortésmente:

—Gracias. Ayudaron a conocer a extranjero esta tierra. Algún día comprenderé la llanura de sus chistes. Pero me alegro porque la palabra será cumplida. Vengan, señor Heredia, Gerente, señor Mancini. Yo puedo desempeñar el papel de testigo. Cierran las ventanas y que nadie mire repugnante acto íntimo que se va a cometer. Vengan, señor Heredia, señor Mancini. También tiene que estar presente Gerente General. Luego despedir a Mancini. Así se dijo. Gracias: era chiste el intento de incumplir la palabra.

Agua fría para la sala de duchas. “Eso pasaba por culpa de un culón metido”, decretó el Gerente General. Era evidente la injusticia de la acusación a Nal, pero ni a Nal le importaba: punto muerto, estaban en las mismas. Ezequiel Jansky, un ingeniero de origen polaco que nunca hablaba, explicó la moral Tokuro: moriría en su puesto de vigilancia. Que él, Jansky, no lo había comentado, pero boxeaba. Lo hacía con otro nombre y que los críticos ya lo consideraban el probable campeón sudamericano de los medios pesados (Línea Corea). Podía enfrentar al japonés aunque eran casi amigos. Por lo menos, él era el único profesional: tenía que intentarlo. Y no estaba pidiendo permiso ni una opinión. Que era preferible hacerlo antes que se ocultara el sol, o tendrían que pasar la noche allí. Ahora el karate estaba de moda, él no lo negaba, pero que él doblaba en estatura y en peso al señor Tokuro. Ya los norteamericanos lo habían probado en la segunda guerra mundial. Era el mismo caso de Tokuro: mucho alarde de karate, pero si él, Jansky, lograba contener el primer ataque y colocarle un buen golpe en la mandíbula el K.O. de Tokuro era una fija. Además: ¿iban Mancini y Heredia a cumplir la orden aberrante de un loco para quien la historia se había detenido hacía dos mil años? Era cobarde2 y vergonzoso para ellos, 29 hombres, que un solo tipo, desarmado, los dominara. Lo que pretendía Tokuro era una inmundicia, y además era... la indignación le impedía hablar... ¿en serio iban a volverse putos?... Había recorrido algo de mundo y jamás escuchó una orden tan asquerosa. Practicó un poco solo haciendo piernas y sombra. Luego se encaminó hacia la puerta. Todos lo bendijeron y le desearon suerte. Pero no la tuvo.

En cuanto lo vio aparecer en tren de gresca, el señor Tokuro habló casi sin poder contener las lágrimas:

—Por favor, señor Jansky, con usted no: lo aprecio de verdad y me comporté como un imbécil. A usted tendría que haberlo dejado ir, por supuesto. Pero ahora cálmese y váyase a su casa. Entre nosotros no debemos hacernos daño.

—Yo también lo apreciaba antes, Tokuro. Pero ya le tomé bronca —dijo Jansky— así que ahora voy a romperle la cara primero, y luego llamaré a la policía para denunciarlo por esa inmundicia que usted quiso imponer por la fuerza. ¿Está borracho, drogado? ¿Es loco o le pica el culo?

“Complicadísimo, entender”, pensó Tokuro. Sobre todo: loco o picar el culo.

—¡Pero Jansky! —exclamó serio, consternado— para cuando llegue la policía, si consigue vencerme, a esos dos ya les habré enseñado a no mentir. Juro, yo, que Heredia chupará pija a Mancini.

—¡Basta! —ordenó Jansky, y avisó a Tokuro, porque era un peleador leal el polaco.

Empezó la lucha y los golpes de karate que esperaba no llegaban. Entonces Jansky —descolocado— le lanzó un directo de izquierda a la cara del japonés. A partir de ese momento Jansky se empezó a sentir muy raro. Tokuro no era sólo karateca, boxeaba y como un profesional. Tenía Jansky los brazos caídos, gacha la cabeza. El cráneo entero le zumbaba y seguía la lluvia de golpes. El último acto: Tokuro le pegó varios puñetazos en la garganta quizá demasiados. Jansky, que tenía 23 años, murió en el acto.

No era mal hombre, Tokuro, pero ya se dijo que hay una migaja de esperanza que termina por destruirnos. Tokuro no lloraba porque según las costumbres de su tierra (y otro secreto que ahora, él mismo revelará) cuando se abatía a un “enemigo”, cuidando no perder el aspecto marcial, todos los pensamientos del soldado japonés debían centrarse en la grandeza de la Patria y en el Emperador. Pero se hubiera abrazado al cadáver del pobre muchacho y hubiera llorado a lágrima viva si hubiera estado solo. Pero había algo que no lograba explicarse. En principio, Jansky no era rival para él. Boxeó porque conocía la pasión del joven ingeniero. También porque el boxeo era menos mortífero que el karate. A su manera —marcial— Tokuro había querido darle una oportunidad al pib-be, como lo pronunciaba él. Pero Tokuro, Tokuro seguía diciéndose, debía encontrar el motivo por el que, con tanta saña, había aplicado esa tanda de puñetazos en la garganta que le habían causado la muerte a Jansky. Entonces recordó un folleto editado por La Casa Imperial, y que él recibió en el frente. El folleto se titulaba La causa justa.

Tratando de razonar objetivamente, Tokuro le dijo a Tokuro que ese folleto era el culpable de muchas de las crueldades niponas durante la guerra. El razonamiento principal de aquella vieja literatura era que sólo se debía acudir a la violencia cuando existía una causa justa. Pero que una vez tomada la decisión, todos, todos sin excepción los que se cruzaran en el camino entre el que reivindicaba su honra, su orgullo o su propiedad, debían recibir el trato que le cupiera al criminal cuando fuera hallado. Desde que su amigo Jansky (ahora que el muchacho estaba muerto, le parecía una irreverencia llamarlo “casi” amigo), se había aliado a La Palabra Incumplida —y no sólo eso: mientras los criminales se quedaban fuera de peligro (ocultándose, por algo eran criminales), su amigo Jansky ponía todo su valor a disposición de ellos para que pudieran rehuir el justo castigo... “Complicadísimo”, susurró Tokuro en la mente de Tokuro, porque según las reglas, Jansky... ¿se había convertido incomprensiblemente en un enemigo? Por más que quisiera rehuirla, Tokuro (le dijo a Tokuro) ésa era la triste verdad. Pero triste. Tokuro seguía sintiéndose muy triste. Tenía que lograr que La Palabra Fuera Cumplida o castigar a los criminales, o podría acusársele de haber matado a su amigo Jansky, nada más que para halagar su vanidad de combatiente, con el agravante de haberlo despreciado como rival al recurrir a su adiestramiento en el boxeo —deporte que le parecía infantil y despreciable— en lugar de abreviar los sufrimientos del muchacho (“¿Por qué, complicadísimo, te aliaste a los criminales?”) con un solo golpe de karate que en un segundo te habría matado: amigo mío, valiente guerrero Jansky.

Tokuro cantó una canción tristísima en su idioma.

Alguien lloró (en su idioma) en la sala de duchas. Otro observó, pero seriamente preocupado y triste, que en la tele cuando había una muerte, enseguida se cubría el cadáver con una manta. Perdida la silla de ruedas, y por ahora en la maceta, Zullo apostó: no se trataba esta vez de un chiste largo sino de una muerte nítida como un tajo. Pero que Tokuro mimaba de agonía a esa muerte. Quería seguir viendo el cuerpo de

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