1. ENCUENTRO CON EL DIOS DEL MAR
Hacía un mes que navegábamos. Habíamos fondeado aquí y allá, en islas y más islas, a pedido del granuja, del rufián italiano, o del arqueólogo inglés. Mrs. Dolly Vanbruck accedía siempre; a ella lo único que le importaba era andar, zarpar, alzar velas, costear, arribar para volver a largarnos, y tenderse en el puente del «Lady Van», casi completamente desnuda (fue una verdadera precursora), untada de pies a cabeza, oyendo, sin oír, al inglés explicar que en Patmos, en la altura donde San Juan dictó el «Apocalipsis», el viento sopla día y noche, para asombro piadoso de los turistas, y que en Rodas lo más importante no son las murallas, ni la calle de los Caballeros, ni el palacio del Gran Maestre, sino la pequeña Afrodita arrodillada del museo, que con ambas manos levanta y escurre su cabellera de mármol. Al italiano, esas referencias y otras, más técnicas, más intrincadas, lo hacían sacudirse y alejarse hacia la proa, con irascibles silbidos y tarareos.
Por supuesto, yo prefería a Mr. Jim. Lo conocía y admiraba desde que pasé a poder de Mrs. Vanbruck, siete años atrás, y me encantaba escucharlo. Es enorme y diverso lo que aprendí de él, sobre esto y aquello, sobre Egipto, mi patria, hasta sobre la Reina Nefertari, mi adoración, hasta sobre mí mismo. En cambio lo detestaba a Giovanni, a quien había calado inmediatamente, a partir del momento infeliz en que Mrs. Vanbruck y él se encontraron, poco antes, en esa Nápoles turbulenta en la que tantos encuentros se producen, organizados por la indiferencia y la mofa del Destino, o por la habilidad de los que con el Destino colaboran, los canallas, hijos de zorras y de malandrines, cuando no vástagos de desgraciadas princesas y condesas, ansiosas de dólares y huérfanas de liras. Por lo demás, era obvio que Mr. Jim, septuagenario, reumático, puro huesos, calvicie, pipa y guiños, estaba, sin remisión ni solución, enamorado de Mrs. Vanbruck. De ello me percaté en seguida, pues no por nada soy fantásticamente viejo y experto en amores. Con igual certidumbre práctica me di cuenta al punto (pero para eso no se necesita ser un perito como yo, ya que resulta más que indudable) de que Giovanni Fornaio era un sinvergüenza. Sólo Mrs. Vanbruck no lo advertía. El resto, el capitán, el contramaestre, el telegrafista, el médico ducho en masajes, el cocinero, el pinche y los siete hombres de la tripulación, con más el inglés y yo, inseparable de la norteamericana, lo archisabíamos. Ella no; ella, pienso yo, aparecía como una combinación curiosa de ingenua de Hollywood, remilgos, ojos puestos en blanco, aleteos, dulces y sorprendidas actitudes, y de ninfa pecadora, hambrienta de hombres, con súbitas llamaradas en los ojos seráficos, lo cual compone una mixtura física y patológica ardua de conciliar, pero lo cierto es que cada uno de nosotros (también yo) ofrece a quien logra examinarlo con agudeza, una mescolanza de contradicciones. En eso, en esa ensalada o potaje de antítesis, consiste el humano interés. De no existir dicho desconcierto, el mundo (un mundo de Adanes y Evas previos a la culpa) perdería atractivo. Sobre el tema sería factible escribir páginas y páginas; se han escrito, puesto que debemos resignarnos a recordar que nada de lo que concierne al alma y su análisis, puede jactarse de poseer la seducción de la estricta novedad. Limitémonos entonces, prudentemente, a observar a Mrs. Dolly Vanbruck, untada, estirada sobre una colchoneta, en la cubierta del «Lady Van», cuidando que la sombra del velamen la proteja del sol.
Dije que está casi desnuda. Lo está. Apenas disimula, con millonaria audacia y un género breve, aquellas partes de su cuerpo cuya exhibición es proscrita por el pudor elemental de las convenciones, fuera de la higiénica o tierna intimidad. Y las manos, como siempre, diurnas o nocturnas, se esconden bajo el disfraz de los guantes. En el anular de la izquierda, sobre el ceñido forro de los dedos, arroja rayos orgullosos, no bien la mueve, el inmenso brillante de su sortija, estupendo regalo de bodas de Mr. Aloysius Vanbruck, de Filadelfia y Wall Street, difunto; y en la otra, esta vez en el dedo del medio, asimismo encima de la liviana y rosada funda, estoy yo, el Escarabajo.
Giovanni y yo dominamos, con abundancia de pormenores, el simple secreto del motivo de esos eternos guantes y su fantasía. Más allá de las puertas de los sesenta años, Mrs. Dolly Vanbruck ha logrado la trascendencia de un prodigio. Es un prodigio, un fenómeno, una creación eximia, rival de la Afrodita de Rodas; una maravilla de la ciencia; algo que en realidad debería exhibirse, no sólo para el arqueólogo, para el sinvergüenza, para el capitán, los marineros y este Escarabajo, sino para cuantos valoran los extremos de perfección que es susceptible de alcanzar la obra de arte. Cirujanos estetas, magistrales, competentes en recortar, transportar y modelar, lo han conseguido. Cuanto la configura —la cara, el cuello, el vientre, las nalgas, las piernas, los brazos— ha sido objeto de operaciones delicadas y costosas, tan sutiles que se requieren la experiencia y el buen ojo de un especialista, para detectar las ocultas puntadas que dan firmeza y armazón al artificio, al singular muñeco, recompuesto, ajustado, pintado y teñido, que es Mrs. Dolly Vanbruck, Mrs. Vanbruck acostada, ofrecida, inmóvil, sin parpadear, sin respirar casi, en la cubierta del yacht «Lady Van»; todo, con excepción de sus manos. Sus manos fueron invencibles. Los años, la avanzada madurez, la desagradable carga que Mrs. Vanbruck pretendía haber suprimido, gracias a los doctores en juventud, hallaron refugio para su postrer rebeldía, más fuerte que el asedio de los bisturíes, en las trincheras de las arrugas, en los bastiones de las artríticas falanges, en los tortuosos pasadizos de las venas, en las pecas amarillas como la muerte, en la crueldad de esas manos, delatoras, invulnerables. He ahí la justificación de dos guantes permanentes, supremo recurso. Puesto que no se redujo y asimiló al enemigo, por lo menos se lo descartó, eliminando su visible y sexagenaria agresividad. Y se difundió la versión, apenas aceptada por algunos papanatas, de que aquello de los guantes era una originalidad más, de las muchas que caracterizaban a Mrs. Vanbruck, quien se resistía a tocar, a rozar lo que fuera, sin la defensa aisladora de sus estuches. Acumulaba cientos de pares, confeccionados con los materiales y los colores más distintos, y en cualquier tiempo, a cualquier hora, el Brillante de Mr. Aloysius Vanbruck en la siniestra, y en la diestra yo, el Escarabajo egipcio de lapislázuli, comprado en París siete años atrás, lucíamos sobre los guantes variados. Aún en las oportunidades que imponían una celosa reclusión y una plena desnudez, cuando Mrs. Vanbruck gozaba de lo que Giovanni Fornaio, que casi hubiera podido ser su nieto, no estaba en situación de negarle, atreviéndose entonces la pobre y rica señora a sonreír por demás, pese a los consejos de los cirujanos, aún en esas vigilias agitadas, el Brillante y yo nos hallábamos presentes, cada uno en nuestro sitio, sobre el que había dejado de ser guante para convertirse en mitón, y descubría únicamente los dedos, obscenamente desvestidos y codiciosos de palpar, de acariciar, de hurgar, de manipular, de experimentar, de sentir. Y allá íbamos de viaje, el Brillante y el Escarabajo, recorriendo el cuerpo velludo del italiano, cada uno en un tapizado carruaje veloz, del que tiraban cinco animalitos nerviosos; el Brillante, chisporroteando de alegría, pues es evidente que lo fascinaban esos lúbricos paseos; yo, recatándome, por fidelidad a la Reina Nefertari, mi amor, mi amor perenne, pero interesándome, ¿a qué negarlo?, por las siempre instructivas excursiones. ¡Cuántas giras semejantes emprendimos, a través del napolitano! ¡Cuántas! Y ¡cuántos periplos, siguiendo itinerarios cambiantes, realizamos a lo largo de otros cuerpos jóvenes, guiados por la voluntad imperiosa de Mrs. Vanbruck! Notoriamente, la espléndida piedra tallada del izquierdo anular, de la cual Mrs. Dolly era dueña desde hacía más de tres decenios, había llevado a fin esas expediciones, incluyendo las de las estructura de Mr. Aloysius, con harta ventaja cronológica, pero nunca nos fue dado cambiar impresiones al respecto, porque entre el Brillante y yo (ignoro si por soberbia o por estupidez suya, aunque me inclino a lo último) no se ha establecido ninguna comunicación.
Navegábamos, repito, hacía un mes. A solicitud de Mr. Jim, nos detuvimos primero en la isla de Kea, para ver el león colosal; luego en la de Andros, por el museíto; en Delos, a fotografiarnos entre los falos sagrados; en Milo, a causa de las ruinas prehistóricas y del lugar decepcionante donde el labrador desenterró la Venus; en Naxos, por el portal que también nos desilusionó; y no necesito decir que en Rodas y en Creta, donde hay tesoros. Mr. Jim tomaba apuntes doquier, explicaba, explicaba y sufría de amor; yo lo escuchaba respetuosamente, y Mrs. Vanbruck hacía lo propio, colgada conmigo del brazo del italiano, si bien supongo que su atención vagaría por otros parajes (en Delos debo subrayar que los grandes miembros viriles de piedra la hicieron soñar más que los célebres leones del Ágora y los mosaicos). Empero es justo consignar aquí que se condujo con corrección. No sé qué manta, qué criterio, por lo demás muy norteamericano, de que la cultura promueve a una señora en la buena sociedad (cuando puede resultar peligroso y hasta contraproducente), la obligaba a rodear sus viajes de una proclamada atmósfera de estudio, y a incorporar a ellos, como un trofeo espiritual, como un noble estandarte que cubría acciones bastante menos académicas, al sabio, paciente y cariñoso Mr. Jim, egiptólogo y helenista, o a Monsieur Gustave, licenciado en Ciencias Naturales. Esta vez le correspondió el erudito privilegio a Mr. Jim. Lo genuino, lo positivo, no obstante, es que Mrs. Vanbruck gozaba incomparablemente más en las islas escogidas por su napolitano, que eran las mundanas, las del turismo chic, que en las que su maestro personal elegía. Y debo confesar que también yo, harto, desde hace más de tres mil años (¡tres mil años, oh Isis!) de amontonar ciencia y de vivir la Historia, a veces junto a gloriosas figuras cuya vinculación conmigo hubiera deslumbrado a Mrs. Dolly, de enterarse, y la hubiese impulsado a considerarme con muchísima más reverencia, sentía, como ella, la ventaja, el alivio, de descartar los monumentos, las vitrinas y las colecciones, y de instalarme bajo una sombrilla, en su mano, con Mr. Jim que anotaba el diccionario de jeroglíficos —en Mykonos, en Hydra, en Santorín—, examinando a Giovanni Fornio, esculpido e insolente, quien desde una roca multiplicaba las monerías atléticas, dedicadas a todos los bañistas.
Ahora habíamos dejado atrás las Cícladas y singlábamos rumbo a las Espóradas del Norte, porque a Giovanni el capitán le había prometido que en Skiathos pescaría langostinos, salmonetes y pulpos. Fueron aquéllos los últimos días de mi relación con Mrs. Vanbruck, y los peores. De repente, el trato de Mrs. Dolly y el italiano se tornó difícil, complejo y por fin tempestuoso, imagino que porque al muchacho le había dado por beber, o porque en alguna de las islas topó con alguien que le ofreció mejores perspectivas que su propietaria actual, o por ambas razones. Su flamante actitud se concretó en una demanda loca, que osciló entre la súplica, el reclamo y la porfía: Giovanni Fornio se emperró en que Mrs. Dolly le regalara su brillante. ¡El Brillante, santo Dios y santos Dioses! ¡El solitario de Mr. Aloysius, veneración de duques, de maîtres d’hôtel, de joyeros, de banqueros, de gigolos, de cuantos frente a él se doblaban! Había perdido la cabeza. Una vez, en el encierro de nuestro camarote, le echó a la señora el aliento de whisky a la cara y llegó a forcejear para quitárselo. Por descontado, para el Brillante y para mí se terminaron las excursiones festivas por matorrales de vello, por laderas de costillas y por arcanos penumbrosos. La situación se fue agravando y culminó una mañana, en que el «Lady Van» cruzaba con aires de cisne, delante del cabo Artemision, en el extremo de la isla de Eubea, próximos ya a Skiathos y sus pesquerías.
A las doce, bajo el horno del sol, Giovanni estaba fatal y rotundamente borracho. Se balanceaba, al circular por la cubierta, pese a la absoluta quietud del mar, y los marineros descalzos, embozadamente, se burlaban entre ellos. Mr. Jim nos leía a Mrs. Dolly y a mí, en la serenidad de la popa, un libro sobre la escultura helénica. Cerró el volumen y nos señaló, en una elevación de la costa, lo que sobrevive del templo de Artemisa Proseoa, y nos recordó que es llamada «la diosa de los mil nombres», para desesperación de los mitólogos y sus archivos. Luego nos dijo que ahí mismo se desarrolló la derrota inicial de la flota persa, por obra conjunta de la tormenta y de los griegos y, durante escasos segundos, el calmo mar se pobló para nosotros, merced a su evocación, de espumas revueltas, naves incendiadas, destrozadas arboladuras, gritos, férreos choques y el bramar y el hervir del oleaje. Fue un instante: a bordo del «Lady Van», la hora transcurría en medio de una muelle bonanza. Ni la brisa más leve oreaba el Egeo, sobre el cual se deslizaba el yacht como si resbalase lentamente, al compás del benigno, apagado, acunante murmullo de los motores que nos adormecía, por más que la elocuencia de Mr. Jim hiciese restallar las llamas de la escuadra de Jerjes. Una delicia. De pronto, aquel filosófico sosiego, en cuya composición entraban por dosis iguales la mansedumbre del día; el discurrir apacible del barco; la certeza, como soñada en nuestro semidormido abandono, de que nada tan violento, tan fanático, tan febril como la quimérica batalla naval de Artemision podía materializarse, porque esas barbaridades sólo existen en los fabulosos textos de los historiadores, de pronto, aquella despreocupación divina se rompió impetuosamente, como si, en efecto, insospechables y frenéticos, los bajeles de Jerjes y de Temístocles nos rodeasen, crujiendo, entreverándose, aniquilándose, clavándose los inflamados espolones. Algo monstruoso irrumpió en nuestra culta concordia, con tan insólita furia que ni tiempo tuvimos de salvaguardarnos. Nadie reaccionó, ni los cercanos marineros, ni el atónito Mr. Jim, ni la amodorrada Mrs. Vanbruck. ¡El italiano, el italiano, el demente Giovanni Fornaio, estaba sobre nosotros, vociferando, resoplando y braceando, tal la alegoría de un quemante ciclón!
Y lo caprichoso, lo inicuo, es que se las tomó conmigo, que hasta entonces nada tenía que ver con el asunto. En vez de emprenderlas con el Brillante, fue conmigo, con el inocente Escarabajo de lapislázuli, que se ensañó su rabia. Lo razonable hubiese sido que si a Giovanni se le iba el alma tras los quilates del solitario, insistiese en su exigencia, y si ésta no surtía efecto, reiterase el forcejeo, pero... ¡qué va!: Giovanni Fornaio sabía que el aro del Brillante no podía atravesar el promontorio formado por el nudillo de Mrs. Dolly, sino mediante el auxilio paciente y hábil del ladino jabón, así que, estrafalariamente, con una típica maquinación de beodo, abandonó la posibilidad resbaladiza de ese recurso, y empezó a tirar de mí, a riesgo de desarticular el dedo de la norteamericana, mientras mascullaba frases coléricas, en cuya oscuridad zigzagueaba, brusca, la palabra «jettatore»:
—Questo jettatore! Questo maledetto scarabocchio jettatore!
¡Qué injuria!, ¡qué abuso!, ¡qué improcedencia! ¿De qué mierda, sacro Osiris, habrá surgido la leyenda vesánica de que los escarabajos egipcios traemos mala suerte? ¡Qué errónea información! ¡Al contrario, traemos buena suerte, somos talismanes! ¡Esto lo sabe cualquiera, menos un napolitano rústico! ¡Qué animal! ¡Por algo, luego de embalsamados los faraones y las reinas, nos colocaban en reemplazo de su corazón y sobre sus ojos, su tórax, su abdomen, en sus muñecas y dedos, en su cerrado puño o junto a sus entrañas! ¡Y éramos nosotros, nosotros, los escarabajos, los encargados de abrirle místicamente la boca al regio muerto, a fin de devolverle los atributos de la vida! ¡Nosotros, nosotros, yo, yo! ¡Miserable! ¡Ay, el muy bestia atinó a arrancarme del dedo de Mrs. Vanbruck, que chillaba, flacamente socorrida por su ineficaz idólatra, Mr. Jim!
—Jettatore! Jettatore!
Y antes de que un marinero, o el telegrafista, o el médico de los masajes y de las pomadas, que acudían a la carrera por el puente, alcanzasen a terciar y a salvarme, el bruto me arrojó por encima de la borda al mar Egeo. La última imagen que recogí, previa a la zambullida, fue el rostro de maniquí de vidriera de Mrs. Vanbruck, ya no impávido, sino torcido por el dolor y por el odio, y el titilar del Brillante en su mano trajeada de verde, relampagueando como si se riera. Ni adiós le dije a mi señora. ¿Acaso me es dado hablar con un ser humano?
Indignado, sulfurado, maldiciendo a Giovanni Fornaio y a su puerca familia, mandándolos a reunirse con los peores excrementos y a las cámaras de atroces verdugos; aborreciendo al italiano jettatore, jettatore él, culpable de mi perra desventura, empecé a descender, a descender, en el seno del agua tibia que a medida que bajaba se iba enfriando. Un mundo misterioso, enteramente nuevo para mí, me envolvía, tan poético y peregrino, que metro a metro me distrajo del origen de mi agravio y de mi exasperación, o por lo menos me hizo postergar sus manifestaciones airadas. Ya habría tiempo, a la postre, para el desahogo con palabrotas e insultos. Por el momento, estupefacto y simultáneamente cómodo, cual corresponde a un egipcio clásico, en ese ámbito de magia y hermosura, poblado de transparentes personajes inmersos que buceaban, se hundían, me besaban y desaparecian apresuradamente, me limitaba a descender, a descender, oscilando, girando, vacilando, besado, hocicado, arañado, lamido y toqueteado, al par que palidecían los colores, y que el universo, un caos inquieto y silencioso, opuesto al habitual hasta ese minuto, se tornaba azul, azul, definitivamente azul, con la pluralidad exquisita de los matices del azul, del embriagador azul, azul... azul como yo mismo, que estoy hecho de un azul que participa del turquí, del pavonado, del índigo, del zafiro y aún del celeste, según se me mire y haga rotar y juegue la luz sobre mis vetas; el mundo era encantadoramente azul, como yo, el Escarabajo preferido de la Reina Nefertari. Pero al improviso, a manera de un látigo que me persiguiese aún dentro del agua, el vocablo ultrajante —«jettatore, jettatore»— resonaba sólo para mí, en el ilimitado mutismo del contorno, y recomenzaba a amargarme el veneno del furor.
¿Cómo? —argüía yo en balde— ¡Jettatore un escarabajo sagrado! ¡Italiano imbécil! ¿Por ventura a los de lapislázuli no se nos receta para la neuralgia? ¿Y a los de amatista para las intoxicaciones y para conjurar el granizo y las langostas? ¿Y los de granate no consuelan el pesar de las viudas? ¿Y los de ámbar no preservan de los dolores de garganta y de los sortilegios? Aunque no... para eso, para contrarrestar los hechizos, estamos los escarabajos, sin diferencias materiales; también los de turquesa, los de cornalina; los de cuarzo, los de basalto, los de obsidiana, los de jaspe rojo y sardónice y cristal y marfil y cerámica, todos, todos los escarabajos, patrocinados por Ptah, dios de los artesanos, y por Hathor, diosa de los orfebres y de los mineros, y superando a la escarabea estirpe, el Escarabajo de lapislázuli, el egregio, azul como el famoso mar. ¡Italiano imbécil!
Descendía, impelido en una u otra dirección por el fluir de las corrientes livianas y afectuosas, como si danzase flotando, y la memoria de las enseñanzas acopiadas en el laberinto de mi existencia milenaria, y coronadas por las lecciones recientes de Monsieur Gustave, licenciado en Ciencias Naturales, me iluminaban acerca del escenario que me circuía y acerca de sus moradores. A las algas, a la diáfanas medusas, a las anémonas de trémulos filamentos, a los cangrejos y erizos, a las esponjas, a los hipocampos, a los innúmeros peces (los más besadores), a los seres cuya condición animal o vegetal es ardua de decidir, sucedían, en tanto la policromía agonizaba y el azul instauraba su imperio, las colonias de corales enjoyados y ramificados, adheridos a la escabrosidad geológica, los caracoles de formas de un barroco inverosímil, la confusión de las cavernas habitadas por individuos suspicaces, acorazados o translúcidos, que me espiaban en un vaivén general de moroso abanico. Yo pasaba entre ellos; intruso, me abismaba, entre ojos protuberantes y estáticos, entre tentáculos vibrátiles. Descendía, y observaba que la luz adquiría una calidad esotérica, y confería a los alrededores un tono espectral, sobrenatural, hipnótico, de escena recordada y no vivida, o de alucinación. De ese modo, sin pensar en lo grave de mi problema, que una vez más, como tantas en el transcurrir de mi biografía, era vitalmente serio, fui internándome en la hondura del mar, hasta que, a unos treinta o cuarenta metros de la superficie, terminé por posarme en una accidentada plataforma de lodo, detritus, rocas y moluscos.
Me enteré en el acto de que no estaba solo en aquel extraño elemento, o sea de que además de los innúmeros pobladores zoológicos y botánicos concentrados y residentes allí, había en ese lugar del Egeo, a escasa distancia del cabo Artemision, uno o más congéneres... ¿cómo definirlos?... uno o más participantes de las mismas esencias y condiciones particulares, que me son propias. Un sentido peculiar cuya dilucidación me escapa (pues se me escapa, en verdad, cuanto atañe al mágico secreto de mi identidad inescrutable), me advirtió de esas presencias afines, manifestadas en algo así como una vibración y un resplandor, a mí dirigidos a través de los profundos azules y, al paso que me habituaba a distinguir las imágenes que la marítima depresión me ofrecía, fui pugnando por localizar la causa de los mensajes sin duda amistosos. Partían de muy cerca. Gradualmente, dramáticamente, como si se descorriese un velo de gasa entre blanco y azul, clarísimo, que estremecían los reflejos irisados de la paulatina y temblorosa fauna, el proscenio se diseñó, exacto, con cada uno de sus altibajos y fragosidades, exponiendo la escala entera del portentoso, del lujoso azul, en apariencia preparado para recibirme a mí, príncipe de los azules azulados, azulencos y azulinos, y entonces sí, entonces pude ubicar quién o quienes buscaban establecer conmigo, tan luego conmigo, una relación o un intercambio de noticias, o qué sabía yo qué trato y correspondencia, en tan excéntrico paraje.
Me costó reconocerlos, pues estaban quebrantados, separados, por el golpe de la caída, de algunas de sus extremidades, y además los enmascaraban las costras duras, armadas por el encarnizamiento aprovechador de los parásitos organismos. Como si no bastara, hallábanse sumidos hasta la cintura en el fango. Eran dos, y a despecho de las incrustaciones, excrecencias y mohos que los corroían y desfiguraban, colegí que se trataba de dos estatuas, posiblemente de bronce, la de un hombre maduro y la de un niño, y que el mayor era quien se esforzaba por parlamentar, usando la tácita transmisión insonora que comunica a quienes somos fundamental y divinamente similares. También intuí que ambos personajes, despojados del pegadizo caparazón que los cubría, podían ser muy hermosos. El sordo texto se traspasaba hasta mí en el griego noble de la gran época, que es el que domino mejor, por mi etapa entre las prostitutas heleno-egipcias de Naucratis y en la Atenas de Aristófanes, así que me apresuré a responder a su exordio de evidente bienvenida, extremando el aticismo retórico, para publicar de entrada la excelencia de mi educación.
¡Qué cuadro raro, y qué conversación, más rara todavía! Después (nos habituamos a lo que más contrario a lo razonable parece) me acostumbré al medio, al diálogo y a sus integrantes, pero aquella vez, la primera ¡qué fantasmagóricos, qué engañosos me resultaron ese teatro y sus actores! Veía por fin con claridad el decorado: las grutas sinuosas; el acumulado cieno, del cual mis dos compañeros emergían; y, en torno, análogamente visibles y semienterradas, cien, doscientas ánforas de barro, de cuyas bocas estrechas brotaban los apéndices flexibles de pequeños pulpos averiguadores, inquilinos de sus anchas barrigas. Con el niño nunca platiqué; al otro le sobraba labia, y me confió que jamás, desde que allí yacían, había cambiado con él ni una frase ni una idea.
De golpe me refirió su historia: su desazón por charlar, sofocada hacía tantos siglos, desbordó hasta que tuve que apaciguarlo, porque apenas lo entendía. ¡Qué opuestas se mostraban, no obstante su agitación inicial, las cosas que me dijo y las que preocupaban a Mrs. Vanbruck! Si los accidentes y pormenores submarinos evidenciaron ser estrambótica, incalculablemente distintos a cuanto rodeaba y halagaba a Mrs. Dolly, en el «Lady Van» y en los numerosos hoteles y casas que por ella conocí, equiparable fue el contraste planteado entre lo que el hombre de bronce me transfería y lo que parloteaba la hija de los United States, atendida por su naturalista y su arqueólogo. ¡Qué dos mundos: el líquido, nítido, azul y el terráqueo de las aéreas contaminaciones! ¡Qué dos mundos: el del Poseidón de metal, más y más olímpico y grandioso, al paso de las horas y mientras recuperaba su serenidad augusta, y el mundo de la viuda de Mr. Aloysius Vanbruck, indomablemente ansiosa! ¡Qué ejemplo de elegancia proveía la efigie del dios del mar, cuya espléndida desnudez triunfaba, adivinada bajo el carapacho impuesto por sus gorrones pensionistas, frente a la desnudez con guantes de Mrs. Vanbruck, una desnudez zurcida y pespunteada, desprovista de auténtica distinción! Elegante fue la Reina Nefertari, cuando subía a su carro de guerra, detrás de Ramsés, o cuando avanzaba entre las majestuosas esfinges del templo de Karnak, flanqueada por los portadores de matamoscas de plumas de avestruz; elegancia la de Poseidón, cuyo brazo cortado se curvaba con tan admirable ritmo que dibujaba, en el súbito centellear del agua, al desaparecido tridente.
Su historia, resumida, comienza así: tuvo por padre al escultor Kalamis, uno de los contemporáneos más notables de Mirón, el del «Discóbolo».
—Eso nos sitúa —interrumpí— más o menos en el promedio del siglo V antes de Cristo.
—¿De quién?
—De Jesucristo.
—No lo conozco. ¿Un filósofo? Conocí a Sócrates.
—Bastante más... un dios, un dios más fuerte que el conjunto de los dioses.
—Comprendo: una nueva revelación de Zeus. Ya se comentaba, en mi época, el afán acaparador, egocentrista, de Zeus.
—Dejémoslo así. No tiene ninguna relación.
Kalamis trabajaba con primor el mármol, pulía el bronce, el oro y el marfil. En la entrada de la Acrópolis de Atenas, se colocó una sensacional, incomparable estatua suya, la de una mujer de ambiguo sonreír, que intrigaba a los visitantes.
—La recuerdo —le repliqué a Poseidón—. Es la Sosandra. En los propileos. Yo estaba en Atenas y fui a verla con Aristófanes, desde el dedo anular de su mano derecha.
Maravillóse el Neptuno de los griegos:
—¿Aristófanes? Nunca lo oí mencionar.
—Su vanidad no te lo hubiese perdonado, porque fue contemporáneo tuyo. Un poeta cómico, un individuo desagradable. De él te contaré después. Supongo que permanecerá aquí buen rato. Sosandra era un milagro, un antecedente de la Gioconda.
—¿De quién? Nombras a desconocidos: Cristo, Aristófanes, la Gioconda...
—Nada. Prosigue.
Kalamis lograba perfecciones, y tanto se valoraban sus méritos que desempeñaba en Atenas, sin carácter oficial, el cargo de organizador de las bellas artes. Un día entró en su taller un joven singular.
—Se dirigió a mí, que ocupaba el centro de la vasta habitación, abarrotada de esbozos, de fragmentos, de astillas, de polvo blanco. Yo carecía aún de alma. Me acarició con mano firme la cabeza, los ojos, la nariz y los oídos y, resbalando sobre mi pecho, se detuvo en mi vientre. Entonces vi, oí y aspiré el olor del estudio, y sentí en mi interior, como un pájaro que despierta, el aleteo del espíritu. Percibí al instante que el joven no me tocaba con voluptuosidad, sino con respeto. Percibí que aquél era un dios. Kalamis, un hombrachón vehemente, no lo juzgó así, por mucho que la regla, a la sazón, prescribía que los dioses anduviesen por la Tierra, sueltos. Capaz de inmediatos raptos de cólera y de ternura, se escandalizó de que el mocito osase manosear a Poseidón, su obra maestra, y lo echó del taller a empellones. Antes de salir, el huésped me clavó una mirada penetradora, y sus labios se entreabrieron en una delgada sonrisa, tan sutil y densa de ocultos sobrentendidos, que el escultor, al captarla, se arrepintió y pretendió impedir su partida y atrapar al infrecuente, alarmante y hermético modelo, que le proveía la casualidad. Pero fue en vano; el muchacho se escurrió; su risa retozaba; y a Kalamis no le quedó más remedio que ponerse a bosquejar en la pared, a la ligera, aquella dulce y equívoca sonrisa, que con el correr de los meses sería la de Sosandra.
—La sonrisa de un dios: ahora, al cabo de mil cuatrocientos años, me lo explico. Por desgracia, Sosandra ya no existe. En el acceso de los propileos, únicamente se halló su base.
—¿Sosandra?... ¿Sosandra...?
Una inenarrable tristeza veló el mensaje de Poseidón. Como la luz disminuía, penosamente reparaba yo en su forma y en la del niño, disfrazadas por la secular labor de algas calcáreas, de anélidos y de moluscos, en sus turbios bronces, perdidos en la opacidad de los arrecifes coralinos y en el espesor del lodo que los mantenía prisioneros. Insólito, algún gran pez arenoso, de recia aleta dorsal, se interponía entre ellos y yo, arrastrando la negrura de su sombra, y el consternado plañir de Poseidón se diluía detrás, como si también arrastrase su dolor el gordo pez incoloro, a través de lo azul, hacia el refugio y el capricho de las esponjas:
—¿Sosandra?... ¿Sosandra...?
Serenóse mi interlocutor y continuó el relato que fluía de mente a mente. Me confesó que cuando tuvo conciencia cabal de su importancia plástica, por las entusiastas opiniones de los convidados de Kalamis y de los atraídos por su nombradía, el orgullo le aseguró que estaba destinado a un preclaro edificio público, quizás a un templo dedicado al dios del mar. Y añadió un detalle conmovedor: de la imponente belleza de su cuerpo, sólo había podido aventurar una idea merced a las apreciaciones oídas, porque no se había visto a sí mismo nunca. Sabía que en su impecable armonización anatómica se conjugaban el vigor viril del atleta y el fácil equilibrio de quien domina el arte de la danza; delante de él hablan repetido hasta el cansancio, moviéndose en torno, que por momentos daba la impresión de estar enraizado en el suelo como un árbol, y por momentos parecía pronto a saltar y volar. No ignoraba ni el exacto cordaje de sus músculos, ni el poder de sus extremidades. Algunos estetas, especialmente los de mayor edad, alababan la pureza de su falo, como si criticasen una joya. Pero él, Poseidón, no logró jamás verse; su presunción emanaba de referencias; menos aún conocía su lastimoso estado actual.
Tampoco podía verlo yo, en la espesura de la acentuada lobreguez. Seres con fluctuantes vestiduras y sombrillas vaporosas, a la deriva, me abrazaban y continuaban su vagabundeo. Después del capítulo de la arrogancia, Poseidón inició el del desastre y el desengaño.
—Un próspero mercader de la isla de Thasos, al norte del Egeo, acudió al estudio de Kalamis. Se ufanó de sus minas de oro, de sus canteras de mármol, de sus viñedos, de sus olivares, de su comercio con Egipto y Fenicia. Se sacudía la abultada panza con las manos rutilantes de piedras de colores. Anduvo por el taller, revolviendo, preguntando, tocando (a él sí se le permitía tocar), describiendo la fastuosidad de la villa que le edificaban, entre castaños y abetos, y me palpó las caderas, como si fuesen las ancas de un toro, en el mercado. Con horror presagié que no me aguardaba mi destino en la abierta columnata de un templo, ni en un estadio, ni en Delfos, ni en Olimpia, sino en un patio de la villa de Thasos, para regodeo de las ínfulas de un nuevo rico. Kalamis titubeó, antes de sacrificarme, mas la oferta era tentadora, y como consecuencia poco más tarde emprendí el primero de mis dos viajes únicos. Una carreta tirada por bueyes, pausadamente me condujo al Pireo. Mi padre y maestro rehusó hacerme compañía; cuando partí, se tapó con el manto el rostro. En el trayecto, la gente aplaudía, voceaba, se agolpaba. Sobre las dos ruedas, iba yo, erecto, blandiendo el arma: el dios del cuerpo luminoso se despedía, ignorándolo, de la vida, del mundo, y se balanceaba con suave ritmo, como si deseara volverse y abarcar con los ojos a Atenas, a las murallas, al puerto, para llevárselos consigo, a una isla lueñe, frente a la costa inhóspita de Tracia. Me esperaban en el Pireo, ávidos, el mercader, un barco y la fatalidad. Había en la cubierta del trirreme, bajo el rectángulo de la vela, un gran caballo de bronce, al que un niño del mismo metal montaba y acicateaba. Reconocí en él, por su calidad, a alguien de mi condición, y pretendí hablarle, como ahora hablo contigo, pero no me respondió, y ya te lo dije, en ningún momento expresó por medio alguno que me oiga y comprenda, tanto que pienso que, a diferencia de lo que sucedió conmigo, no hubo divinidad que al niño se acercase, en el taller de su escultor paterno, para generosamente infundirle un alma. Junto a él me izaron, con cuidado sumo, varios hombres, y en breve zarpamos para el que fue mi segundo y hasta hoy último viaje. Las imágenes que recogí de las islas que dejamos a nuestro paso... Kea... Andros... Skiros... Skópelos..., con las que me ofreció el despacioso andar, arrastrado por cuatro bueyes, entre mi natal Atenas y el Pireo, pueblan mi memoria, aparte de las cotidianas que me brinda este sitio, mas hace tanto, tanto tiempo que estoy recluido aquí, como un caracol o un erizo, o una ostra, que no me atrevo a asegurar que corresponden a la realidad estricta, ya que pienso que aquellas imágenes verdaderas se han ido modificando y deformando, en el transcurso de los días y las noches, los días y las noches, los días y las noches, de suerte que hoy, la Atenas y las islas que en el recuerdo guardo, como un tesoro, como mi tesoro exclusivo, probablemente son una mera invención mía. Sin embargo, aun falsas y producto de mi idealismo, me apasionan las imágenes que inconscientemente fragüé, y nada me haría renunciar a ellas, porque sin ellas me sentiría despojado y hueco.
Mi flamante amigo suspiró, y yo, el Escarabajo, tan acaudalado de reminiscencias variadas, interpreté la ironía conmovedora de su observación, considerando que si es imposible que yo me deshaga de uno solo de mis recuerdos —pues sé que mi tonalidad, el delicioso color de mi lapislázuli, es fruto de las imágenes que acumuladas encierra, y que desposeído de una mínima parte, perdería lustre—, con mayor razón era justo que Poseidón conservara su caudal mediocre, por más que fuese apócrifo.
—Costeábamos la isla de Eubea —agregó—, y llegamos a la altura del cabo Artemision, donde algunos años atrás se había dado el combate célebre.
—Sí. El que ganaron la tormenta y los griegos.
—Ése. Y allí se desencadenó sobre nosotros un temporal que justifica el fracaso de los persas, no obstante su poderío temible. Fue atroz. Las olas saltaban sobre la cubierta del trirreme y la azotaban; troncharon el mástil, rasgaron y desclavaron la vela; quebraron los remos; cortaron las ligaduras que nos mantenían inmóviles al niño, a su caballo y a mí; jugaron encarnizadamente con la embarcación desmantelada, que levantaban y precipitaban, entre famélicos remolinos de espuma, y terminaron por tumbarla y hundirla, lanzando al agua bronces, mercader, remeros y equipajes, en un torbellino de gritos y de golpes. No te describo mi zambullida, porque acabas de sufrir un trance similar. Como peso más, fue más rápida. También fue más doloroso para mí... ¿la llamaré coquetería?... la palabra suena a grotesco, proviniendo de un Poseidón de mi envergadura... pero sí ¡que me perdone Zeus!... fue doloroso para mi coquetería estética, pues en el tumulto, las costaladas y los encontrones, me amputaron los brazos y no sé qué más, aparte de topetar la cara contra la borda. Me fui derecho al fondo, chocando contra los segmentos del maltratado corcel, el pequeño jinete sin montura y los más disparatados y patéticos testimonios de nuestra ruina. Velozmente me enterré aquí, dentro de una mezcla de barro y de amasadas y rotas conchillas, de la cual tanto el niño mudo como yo somos desde entonces cautivos infaustos, cada vez más sujetos. No me alcanzó el tiempo para percatarme del medio inhabitual que me había asignado el Destino, ya que antes de que acostumbrase mi mirada a este raro claror azul, comenzaron a descende