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Eso que no se nombra
Había una vez una princesa.
La princesa vivía triste en una ciudad llena de palacios a medio hacer y de otras princesas más o menos tristes, como ella. Esa ciudad de nombre auspicioso y poético, Buenos Aires, se encontraba en un reino muy lejano, en los confines del mundo, un país vigoroso y con aires de grandeza que parecía ser la definición misma del progreso, un verdadero milagro de la civilización.
La República Argentina, ese era el nombre del reino, no tenía un rey, sino un presidente, y no tenía una reina, sino varias. Todas las princesitas de Buenos Aires y sus madres reinas vivían en enormes castillos parecidos a los europeos, construidos para ellas por sus padres y esposos, que tampoco eran reyes, sino estancieros, políticos, dueños de criaderos y frigoríficos, y demás actividades que no implicaran hacer demasiado.
El día en que realmente se vieron por primera vez, ninguno de los antepasados de Federico y de Victoria estaba en el salón de retratos, que también era el salón de té.
Aunque fue en su casa donde se realizó ese primer encuentro, no eran los parientes de Victoria los que colgaban de las paredes, sino retratos del siglo XVIII traídos de Francia, que su madre gustaba de colgar imaginando que pertenecían a la familia de su esposo. En realidad, el padre de Victoria descendía de prestamistas franceses que habían fundado un banco en 1867 en la Ciudad de Buenos Aires, y que nada tenían que ver con la nobleza de su país de origen.
Los rostros de los antepasados de Federico, en cambio, no habían sido retratados nunca. Lo primero que recordaba de su padre era un silencio. Los dos sentados a la vera del Río de la Plata mirando cómo se movían esas olas marrones que traían gente y más gente. Un brazo apoyado sobre una rodilla, el otro descansando sobre la tosca que hacía las veces de piedra para un río que no era pedregoso. Lo recordaba perfectamente, porque él trataba de imitarlo doblando sus piernas todavía cubiertas con pantalones cortos y medias, enredándose en los cordones de los botines y tratando de no lastimarse con ese barro duro que sostenía al río.
Su padre le había enseñado el silencio. Pero él sabía bien que en ese silencio había muchas palabras dando vueltas por la cabeza, palabras que se preparaban para llevar a cabo una idea, para poner todo en orden en la fábrica, para sostener a la familia cuando los momentos no fueran los mejores. Podían pasar horas sentados a vera del río escuchando las canciones de las lavanderas negras, los gritos al pasar de los señoritos bien que se divertían provocándolas, el ruido del viento del este pegando sobre la superficie del agua. Silencios de melancolía por la tierra abandonada, una tierra que Federico no conocía, pero que allí estaba, hacia el norte, detrás del río que se convertía en mar, hacia el punto en donde su padre fijaba los ojos llenos de lágrimas que no se derramarían nunca.
Federico no conocía esa tierra lejana, pero sabía bien que su padre la extrañaba. Su padre había llegado desde Lisboa con dos pares de botas —un verdadero lujo—, un sombrero, tres camisas y un cuchillo que no dejaba ver a nadie, pero que lo sentía en la piel. Nada más que eso. En su cabeza, sin embargo, traía los conocimientos de zapatería que su padre le había legado, las lágrimas de su madre besándole la frente, y el sueño de progresar en esa ciudad que había enviado rumores de progreso con el viento del sur.
Cuando José Elisalde tenía catorce años, pisó por primera vez Buenos Aires. Estaba acompañado solamente por una carta que su padre enviaba a un primo, quien ya vivía en la ciudad. Cumplió los dieciocho años trabajando en una zapatería. A los veintidós se casó con María Spontoni, recién llegada como él, y, antes de cumplir los veinticinco, tuvo a su primer hijo. El niño casi muere víctima de la pobreza que respiraba, pero sobrevivió gracias a la tenacidad de su madre y al trabajo del padre. Federico llegó luego, y le siguieron dos niñas.
Federico vivió hasta los siete años en un conventillo llamado Los Naranjos junto a sus padres y sus hermanos. La mañana del día que abandonaron el inquilinato, su padre lo llevó a ver el río. Y esa vez habló:
—Mañana comenzaremos a vivir mejor, Federico.
Y fue así, puesto que José Elisalde ya era el dueño de la zapatería del primo de su padre, en la que había comenzado a trabajar recién llegado de Europa.
Tres años después, fue el dueño de dos zapaterías que, al año siguiente, transformó en una fábrica con quince empleados y que, hacia 1890, era una de las empresas que calzaba a los habitantes de Buenos Aires, a los de los pueblos de los alrededores y, poco tiempo después, a los de la novísima ciudad de La Plata.
No era una novedad semejante progreso: el país abría las puertas a todo aquel que quisiera emprender algo, y su padre sí que deseaba hacerlo. Bagley había hecho su fortuna a base de naranjas; el alemán Bunge, construyendo casas. Federico había sido testigo de toda la lucha de su padre por sacar adelante la fábrica, de la pobreza que su madre cocinaba, de los vestidos que suspiraban sus hermanas, del aprendizaje de su hermano en la zapatería, que le costó varias uñas heridas y un dedo.
Para él estaba destinada otra cosa. No se acordaba de cómo había aparecido el deseo de convertirse en doctor; siempre había estado allí. A la distancia, podía pensar que quizá hubiesen sido las uñas heridas de su hermano, o la miseria que lo rodeaba en el conventillo y de la que sus padres lo protegían casi con furia. Tal vez, el deseo de que algo se reparase en todo aquello que contemplaba con ojos de niño.
El deseo estuvo ahí, en 1894, cuando su padre lo enfrentó seriamente en el salón —porque en la casa respetable de la calle Florida tenían salón— y lo trató como a un hombre de diecisiete años:
—¿De verdad quiere ser médico?
—Sí, padre.
—¿Está seguro?
—Sí —aseguraba mientras sostenía la severa mirada de su padre.
—Va a ser difícil. A esa gente no le va a gustar que usted esté ahí, y se lo van a señalar todo el tiempo. Nunca va a ser uno de ellos.
—No quiero ser uno de ellos.
—Bien. Me alegro. Sea médico, entonces.
Ese mismo año, entró a la Universidad de Buenos Aires, donde fue mal recibido por no ser uno de los señoritos bien que estudiaban allí. Uno a uno, todos fueron desfilando para pelearse con el zapaterito que aspiraba a médico. A algunos los venció, otros lo molieron a palos. Progresivamente, lo fueron dejando en paz y se volvieron contra algún provinciano que aspiraba a porteño.
Con el tiempo, se le adosó un señorito que siempre estaba de muy buen humor, quizá porque pertenecía a una de las familias más conocidas de Argentina, quizá porque eso lo preocupaba muy poco. Carlos Serment Lezama siempre le estaba hablando, aun mientras daban los exámenes. Probablemente, fue el único amigo que hizo en la universidad, hasta que se recibió de médico y comenzó a trabajar para la Asistencia Pública de la ciudad después de asociarse al Partido Socialista, sin otro objetivo que arreglar ese gran descalabro que era Buenos Aires. Era una tarea casi imposible. Pero su padre había logrado cumplir su sueño, y él no veía razón para no lograrlo también.
Conoció a Victoria sin que ella tuviera algo que ver con los planes que se había trazado, y gracias a esa amistad con el señorito al que le sobraban las conexiones y el dinero.
Bajo la mirada de esos antepasados de mentira que colgaban de las paredes, Victoria callaba presa de ese sentimiento que la sometía sin palabras. Era un sentimiento que podía masticarse, una masa amorfa, blanca, maleable, un poco dulce y un poco amarga que no se deslizaba por la garganta. La sensación asfixiante de la nada.
Una princesa debía ser como la nada y debía aspirar a convertirse en una esposa también parecida a esa masa amorfa y maleable, blanca, dulce y amarga. Someterse a las más imperiosas e inútiles voluntades ajenas, voluntades que hacían su parecer sobre una persona que se ofrecía gentilmente en sacrificio. Una nada que le garantizaría una existencia: ser esposa, ser de alguien más para reinar y hacer su voluntad convirtiendo a su futura hija —por supuesto que la tendría— en un ser que también sería nada.
Isabel Lezama de Serment prefería que sus hijos la llamaran “Madame”, tal como hacía la gente de servicio, en lugar de “madre” o “mamá”. Los señores —y los señoritos— debían dar el ejemplo a la servidumbre.
—Madame le informa que ya está el té —le anunciaron el día que volvió a conocer a Federico.
Una vez, solo una, el “Madame” exigido se había transformado en “mamá, me siento triste”, pero una mirada torva y el dolor áspero después de la bofetada habían sido suficiente aliciente para dejar de usarlo.
Estaba en esa edad, que más bien es un estado de ánimo, en que todavía soñaba con un hombre ideal. Un príncipe que la rescatara de aquel castillo donde estaba prisionera, y que la convertiría en reina después de matar al dragón. Miraba desde su ventana todas las noches, balanceándose muy lentamente con el agua del río, suspirando por él.
No era bonita y la primera preocupación de Madame al entrar en esas cuestiones de conseguir un príncipe fueron sus mejillas. Si Victoria hubiese sido más morena, o al menos un poco menos blanca, el constante rubor que usurpaba sus pómulos no habría significado nada. Pero la salud no estaba de moda, las mejillas rojas eran solo para la gente de servicio, las cocottes maquilladas, las obreras sucias de los conventillos y los niños pegajosos saboreando un caramelo robado de alguna tienda de la calle Florida.
Al principio, los médicos temieron lo peor: una manifestación histérica, enfermedad muy en boga en esos años. Se consultó a varios especialistas, que le diagnosticaron desde una malformación craneana determinada por los genes franceses de su padre hasta la tuberculosis más terminal que pudiera describirse y que solo podía curarse en la rivière francesa. Incluso, un adivino llegó a asegurar que Victoria, en una vida pasada, había sido una princesa rusa, que se desangró hasta morir, asesinada por Pedro I. El carmín de las mejillas, evidentemente, era la marca de la sangre y del asesinato impune.
El rumor de que Victoria Serment Lezama era la reencarnación de una princesa rusa le dio interés a su figura menuda y desprovista de gracia. El interés duró casi dos años, hasta que los padres de Julia Rodríguez Anselmo frustraron la fuga de su hija con un joven poco conocido, sobrino —hasta donde podía asegurarse— del gobernador de la provincia de Salta. Nada hacía más interesante a una niña que una fuga frustrada, y la pobre Victoria, poco interesante en sí misma y sin hablar una pizca de ruso, quedó en el olvido.
Superado ese primer interés por Victoria, fue más difícil llamar la atención sobre ella, en especial cuando hablaba poco y casi siempre lucía asustada. Las otras princesas, por piedad o —las menos— por amistad sincera, se aproximaban a ella para conversar. Los jóvenes se mantenían discretamente al margen. Una fortuna y una familia no alcanzaban para atraer a un hombre que, se sabe, será descuartizado por las críticas de la familia de la muchacha en el momento de intercambiar la primera sílaba. Un joven debía ser alentado para demostrar interés por una niña. Victoria no solo no alentaba; Victoria repelía. Le aseguraba a Carmen, su prima, que, cuando encontrara a un hombre de su agrado, ella lo sabría. Y, en ese momento, sería capaz de todas las sonrisas del mundo. Hasta entonces, se mantendría al margen de expresar cualquier situación sentimental que le pasara por el corazón.
Cuando su sobrina Carmen Lezama Laprida entró en sociedad, las charlas amenas bajo los árboles y los paseos coquetos por Palermo que la prima demostró desempeñar con sobrada destreza convencieron a Madame —quien no veía diferencias entre ellas— de que las mejillas de su hija eran la raíz del problema. La señora sabía perfectamente que su sobrina no podía ser más bonita ni más simpática que su hija. Madame prohibió a Victoria cualquier tipo de ejercicio, charla o emoción que acrecentara ese espantoso defecto. En particular, esa emoción que coloreaba las mejillas más que ninguna.
Un día de mayo de 1906, mientras se ausentaba de la conversación entre su madre y su tía —no la madre de Carmen, sino otra de las hermanas de Madame—, Victoria masticaba esa masa informe de la nada y ejercía con mucha habilidad uno de los preceptos que regían a la sociedad porteña: la mejor dama era aquella que escondía mejor. Esconder sus emociones ante las pequeñas revanchas cotidianas a las que cada una sometía a la otra con malicia. Una nueva vajilla, un nuevo viaje a París, una reforma, una criada recomendada que la otra no conocía. No era la guerra política a la que se sometían sus maridos, no. Era otra, más privada, pero no por eso menos sangrienta. Había alianzas, claro; Victoria lo sabía perfectamente. No necesariamente esas alianzas eran de sangre, sino más bien se correspondían con las alianzas políticas y económicas de sus maridos. Guardar, también, los secretos. Cuanto más sucios, más oscuro y húmedo era el lugar donde debían ser escondidos. Los había de todo tipo; solo bastaba escarbar para encontrarlos. Si tenían que ver con los antepasados, tanto mejor para los otros y tanto más difícil de ocultar. Alguno se ensuciaría —todas las familias conocidas estaban emparentadas—, pero el resultado sería interesante.
Y, lo más importante, esconder eso que se sentía. Lo que sus mejillas gritaban y su cabeza se encargaba de enmascarar. Tenía tan escondido eso que ni siquiera podía definirlo en palabras.
Cada dama podía, a su modo, entretener su soledad delineada por la ausencia de palabras. Victoria no decía mucho, pero pensaba demasiado. Se anticipaba a todo, se divertía con teorías, maquinaba diálogos excepcionales que después nunca diría, se enamoraba con la mente de un nuevo galán —por más que dijera que no le interesara— para luego olvidarlo por completo convencida de que no era quien esperaba.
Madame y tía Josefina continuaban discutiendo sin hacerlo. Miró la porcelana sobre la mesa. Era bellísima: rosas minúsculas pintadas por manos francesas, con el borde en oro, cubiertas por la comida pronunciada en francés que todos odiaban halagar. El plato con las rositas se le hizo insoportable y desvió la vista hacia algún punto en la alfombra. Su madre notó la mirada y afirmó:
—Endereza un poco la espalda, Victoria.
Las damas discutían otra vez sobre su soltería.
Victoria había comenzado a dudar de la llegada del príncipe. Quizá fuera la mala ubicación de la casa, un poco alejada del centro de la ciudad, o tal vez el hombre correcto se había confundido de palacio, al ver que todos los que había eran más o menos parecidos.
—¿Y qué sucederá si no se casa? —preguntó Josefina, siempre dispuesta a discutir.
—Victoria es una muchacha débil; se quedará aquí, en casa.
—A mí me parece que está en excelentes condiciones, ¡mira sus mejillas!
—Sus mejillas expresan su condición delicada. Tú sabes —murmuró Isabel cubriéndose los labios, como si Victoria, sentada justo delante de ella, no pudiera advertir el gesto.
—Yo la veo bien. ¿Vamos a pasear, Victoria?
—Iremos más tarde a pasear por Palermo. A Victoria no le gusta la gente.
—Invité solo a Victoria, Isabel.
—No creo que ella quiera, si no más tarde estará cansada para nuestro paseo.
—No estará cansada, Isabel, caminar le sacará esa palidez. ¿Quieres ir, Victoria?
—Dijiste que tenía las mejillas coloradas.
—Ahora no las tiene, Isabel.
Victoria movió la cabeza en un movimiento aprendido durante muchos años para esconder aquello que pensaba. Si quería ir con su tía u obedecer a su madre era algo que ella no podía terminar de decidir. En realidad, en lugar de esas dos opciones, habría preferido que la dejaran en paz. Pero esa libertad no estaba dentro de los planes de nadie, ni siquiera de los de ella.
—Bien, entonces iremos. Te hará bien. Espero que nos encontremos con alguno de mis amigos.
—Y yo espero que no —respondió Isabel.
Victoria sabía que no tenía propósito intervenir en esas discusiones entre las hermanas; discusión que siempre era la misma, que nunca llegaba a ningún lugar y que consistía en una sola pregunta y una sola respuesta.
—¿Por qué siempre haces lo que te da la gana? —preguntó Isabel rechinando los dientes.
—Porque me da la gana —respondió Josefina como siempre.
—Parece que lloverá, Victoria.
—No lloverá, Victoria. No lleves nada, no será necesario.
Victoria miró por la ventana deseando saltar hacia la Avenida Alvear y que cientos de carros y los pocos automóviles le pasaran por encima, sin prestar demasiada atención al clima que haría durante el paseo con su tía.
—No creo que vaya a llover. Quizá mañana —dijo por fin.
—Tendrás frío de igual modo.
—No lo tendrá, Isabel.
Carlos apareció en ese momento, olisqueando como siempre el olor a madera que había en el salón. Victoria aún no podía creer que su hermano siguiera sintiéndose a gusto envuelto por aquel aroma. A ella, el olor a madera muerta le provocaba náuseas.
—Bien, señoras, eliminen sus planes. Vendrá un amigo a tomar el té.
—Carlos, ¿cómo te atreves a invitar?
—¿Sin avisarte? Bien, verás, mamá, lo encontré en la calle y no pude resistirme. Un amigo de la universidad de quien después perdí el rastro. Federico Elisalde, ¿lo recuerdan? Creo que alguna vez lo traje aquí.
—No lo recuerdo, pero suena interesante —murmuró Josefina—. Pero, veamos, ¿qué puede tener de interesante?
—Precisamente por lo que me ha contado. Está trabajando en Asistencia Pública y tiene un proyecto para los conventillos. Todo un socialista.
—¿Es de esos Elisalde que tienen la fábrica de zapatos?
—Precisamente. Pero ahora él y sus hermanos son gente conocida. Incluso, una de sus hermanas se casó con un Tornquist. ¿Suficiente relación para ti, Madame mamá?
—Ernesto Tornquist no cuenta.
Victoria apenas recordaba a la amistad que mencionaba Carlos. S