Un extraño en mis brazos

Lisa Kleypas

Fragmento

 

Título original:

A stranger in my arms

 

Traducción:

Delia Lavedan

 

Diseño de tapa:

Raquel Cané

 

 

© Ediciones B, S. A., 2012

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.8244-2012

ISBN EPUB:  978-84-15389-98-9

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Contenido

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Créditos

 

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Epílogo

 

1

 

—Lady Hawksworth, su esposo no está muerto.

Lara miró a James Young sin pestañear. Sabía que no había oído bien… O quizás Young estuviera bebido, aunque hasta aquel momento Lara nunca se había enterado de que fuese aficionado a la bebida. También era posible que se hubiera vuelto un poco chiflado por tener que trabajar al servicio del actual lord Hawksworth y su esposa. Porque, si se les daba tiempo, ambos podían volver loco a cualquiera.

—Sé que es un impacto de proporciones para todos ustedes —siguió diciendo Young con expresión muy seria. Detrás de las gafas, los ojos con que contempló a Lara brillaron de nerviosismo—. En especial para usted, milady.

Si la noticia hubiera provenido de una fuente menos fiable, Lara la habría desechado al instante. Pero James Young era un hombre prudente y honesto que había servido a la familia Hawksworth durante al menos diez años. Su tarea al gestionar los ingresos generados por sus propiedades, tras la muerte de su esposo, había sido excelente, a pesar de que la suma de dinero a supervisar era muy pequeña.

Arthur, lord Hawksworth, y su esposa Janet, contemplaron a Young como si también ellos dudaran de su cordura. Formaban una pareja ideal: ambos eran rubios, altos y esbeltos. Aunque tenían dos hijos, éstos habían sido despachados a Eton, y muy raramente se los veía o mencionaba siquiera. Arthur y Janet parecían preocuparse por una sola cosa: disfrutar de sus recién adquiridas fortuna y condición social tan ostentosamente como fuera posible.

—¡Absurdo! —exclamó Arthur—. ¿Cómo se atreve a presentarse ante mí con semejante tontería? Explíquese de inmediato.

—Muy bien, milord —replicó Young—. Ayer recibí la noticia de la llegada a Londres de una fragata con un insólito pasajero. Parece que tiene un parecido inexplicable con el difunto conde. —Dedicó una mirada respetuosa a Lara antes de proseguir—: Sostiene ser lord Hawksworth.

Arthur, escéptico, soltó un bufido de desdén. Su delgado rostro, marcado por profundas arrugas de cinismo, se encendió. Su larga nariz picuda se contrajo de furia.

—¿Qué clase de indignante engaño es éste? Hawksworth murió hace más de un año. Es imposible que sobreviviera al naufragio del barco que lo traía de Madrás. ¡Por Dios, la nave prácticamente se partió en dos! Todos los que estaban a bordo desaparecieron. ¿Está diciéndome que mi sobrino se las arregló para sobrevivir? Ese hombre debe de estar loco si piensa que alguno de nosotros va a creerle.

Janet apretó los labios.

—Muy pronto se verá que no es más que un impostor —dijo, crispada, mientras alisaba las puntas del oscuro encaje de estilo Vandyke que adornaba el corpiño y la cintura de su vestido, que era de seda verde esmeralda.

Young, indiferente ante la furiosa incredulidad de los Crossland, se acercó a la ventana. Junto a ésta estaba sentada Lara, Larissa, en un sillón de madera dorada, con la mirada clavada en la alfombra que cubría el suelo. Como todo lo que podía verse en Hawksworth Hall, aquella alfombra persa era suntuosa hasta el extremo de rozar el mal gusto, y mostraba un espectacular diseño de flores surrealistas que desbordaban un florero chino. La gastada punta de un zapato negro emergió por debajo del vestido de luto de Larissa cuando, distraída, siguió el borde de una flor escarlata con el pie. Parecía perdida en sus recuerdos, y no advirtió que Young se acercaba hasta quedar junto a ella. Se enderezó bruscamente, como una escolar pescada en una situación reprobable, y alzó la mirada hasta ver la cara de Young.

Incluso cubierta por su vestido de bombasí oscuro, cerrado y modesto como el de una monja, Larissa Crossland exhibía una suave y elegante belleza. De espesa melena oscura, siempre como a punto de soltarse las horquillas, y de sensuales ojos color verde claro, resultaba una mujer original y llamativa. No obstante, su apariencia originaba escasa pasión. Era admirada a menudo, pero nunca perseguida… Nunca cortejada ni deseada. Quizá se debiera a su carácter, taciturno y reservado, el cual mantenía a todo el mundo a distancia.

Para muchos de los que vivían en el pueblo de Market Hill, Lara era una figura casi sagrada. Una mujer con su aspecto y posición podía habérselas apañado para cazar un segundo esposo, pero ella había preferido dedicarse a tareas benéficas. Se mostraba indefectiblemente amable y compasiva, y su generosidad se volcaba tanto sobre el noble como sobre el mendigo. Young nunca había oído a lady Hawksworth pronunciar ni una sola palabra desagradable sobre nadie, ni sobre su esposo, que prácticamente la había abandonado, ni sobre sus parientes, que la trataban con humillante tacañería.

Pero a pesar de su aparente serenidad, había algo perturbador en sus traslúcidos ojos verdes. Cierta callada turbulencia, que sugería emociones e ideas que jamás se había atrevido a manifestar. Hasta donde Young sabía, Larissa había decidido darse por satisfecha con vivir a través de las vidas de las personas que tenía a su alrededor. La gente solía decir que lo que necesitaba era un hombre, pero nadie parecía capaz de pensar en el caballero adecuado.

Lo cual, indudablemente, había sido una suerte, si al fin resultaba ser verdad que el difunto conde estaba vivo.

—Milady —murmuró Young con tono de disculpa—, no quise perturbarla. Pero pensé que querría ser informada de inmediato sobre cualquier asunto relacionado con el difunto conde.

—¿Existe alguna posibilidad de que pueda ser verdad? —susurró Lara, con el gesto ensombrecido por una mueca de preocupación.

—No lo sé —fue la cuidadosa respuesta de Young—. Como nunca se encontró el cuerpo del conde, supongo que existe la posibilidad de que él…

—¡Desde luego que no es verdad! —exclamó Arthur—. ¿Es que habéis perdido ambos el juicio? —Pasó como una tromba frente a Young y, adoptando una expresión protectora, apoyó la mano sobre el delgado hombro de Lara—. ¡Cómo osa ese canalla hacer pasar a lady Hawksworth por semejante tormento! —protestó con toda la falsa piedad que pudo.

—Estoy bien —lo interrumpió Lara, que se había puesto rígida a su contacto. Una arruga frunció su tersa frente. Se liberó de su mano y fue hacia la ventana, ansiando escapar de aquel recargado salón. Las paredes estaban tapizadas con una brillante seda rosada, y mostraban adornos de pesadas volutas de color dorado. En todos los rincones podían verse jarrones con exóticas palmeras. Daba la impresión de que cada centímetro disponible estaba ocupado por una colección de lo que Janet llamaba “chucherías”: armatostes con pájaros de cristal y plantas cubiertas por cúpulas transparentes.

—¡Cuidado! —exclamó Janet, con voz aguda, cuando las pesadas faldas de Lara rozaron una pecera colocada sobre un trípode de caoba y lo hicieron bambolearse.

Lara contempló la aburrida pareja de pececillos de colores que nadaban en el cuenco de cristal, y observó luego el rostro estrecho y enjuto de Janet.

—No deberían ponerlos en la ventana —murmuró Lara—. No les gusta mucho la luz.

Janet soltó una carcajada despectiva.

—Tú debes de saberlo muy bien, estoy segura —dijo ácidamente, y Lara supo que mantendría los peces exactamente donde estaban.

Tras un suspiro, Lara desvió la mirada hacia los prados que rodeaban Hawksworth Hall. La tierra que se extendía alrededor de la antigua fortaleza normanda estaba salpicada por bosquecillos de castaños y robles, y surcada por un río ancho y torrentoso. El mismo río proporcionaba tanto la corriente para el molino como un canal de navegación para el cercano pueblo de Market Hill, un puerto próspero y bullicioso.

Una bandada de patos silvestres se posó sobre el lago artificial situado frente a la mansión, obstaculizando el majestuoso avance de una pareja de cisnes. Más allá del lago había un camino que llevaba hasta el pueblo, y un antiguo puente conocido por los lugareños como “el puente de los condenados”. La leyenda decía que el mismo diablo lo había puesto allí, con la expresa intención de quedarse con el alma del primer hombre que lo cruzara. Según esa leyenda, el único que se había atrevido a poner el pie sobre el puente era un antepasado de los Crossland, que tras desafiar al diablo se había negado a entregar su alma. El diablo echó entonces una maldición sobre todos sus descendientes: todos tendrían dificultades para engendrar hijos varones que continuaran con el linaje.

Lara casi creía en la historia. Cada generación posterior de Crossland había tenido muy pocos hijos, y la mayoría de los varones había muerto a una edad relativamente temprana. Como Hunter.

Con una triste sonrisa en el rostro, Lara se obligó a retornar al presente y se volvió hacia el señor Young. Éste era un hombrecillo bajo y menudo, de modo que su rostro quedaba prácticamente al nivel del de ella.

—Si ese desconocido es en verdad mi esposo —dijo con serenidad—, ¿por qué no ha regresado antes?

—Según él cuenta —respondió Young—, flotó en el océano durante dos días, siguiendo las huellas del naufragio, y fue recogido por una barca pesquera que se dirigía a Ciudad del Cabo. Resultó herido en el naufragio, y no recordaba quién era. Ni siquiera sabía su nombre. Pocos meses después recuperó la memoria y se embarcó rumbo a Inglaterra.

Arthur volvió a resoplar con desprecio.

—¿No recordaba su propia identidad? Nunca oí nada semejante.

—Aparentemente, es posible —respondió el administrador—. He hablado del asunto con el doctor Slade, el médico de la familia, y me confirmó que se conocen más casos como ése, aunque son raros.

—Qué interesante —dijo Arthur, con tono sarcástico—. No me diga que da usted crédito a toda esta farsa, Young.

—Ninguno de nosotros puede determinar qué es verdad hasta que el desconocido sea entrevistado por quienes conocieron bien a lord Hawksworth.

—Señor Young —intervino Lara, disimulando la inquietud que la turbaba—, usted tuvo trato con mi esposo durante muchos años. Le agradecería mucho que fuera a Londres y conociera a ese hombre. Aunque no se trate del difunto conde, debe de estar en problemas y con necesidad de ayuda. Algo hay que hacer por él.

—Cuán propio de usted, lady Hawksworth —señaló Young—. Me atrevería a decir que la mayoría de las personas ni pensaría en ayudar a un desconocido que trata de embaucarlos. Es usted una mujer realmente bondadosa.

—Sí —afirmó con ironía Arthur—. La viuda de mi sobrino es santa patrona de mendigos, huérfanos y perros vagabundos. No puede resistirse a dar a los demás todo lo que tiene.

Tras el comentario sarcástico de Arthur, Lara sintió que le ardía el rostro.

—Los huérfanos necesitan el dinero mucho más que yo —replicó—. Necesitan gran cantidad de cosas que otra gente puede suministrarles con toda facilidad.

—He asumido la tarea de preservar la fortuna de la familia para las futuras generaciones —murmuró Arthur—. No para derrocharlo en niños sin padres.

—Muy bien —intervino de pronto Young, interrumpiendo la tensa discusión—. Si a todos les parece bien, partiré hacia Londres junto al doctor Slade, quien conocía al difunto conde desde su nacimiento. Veremos si hay algo de cierto en lo que dice ese hombre. —Dirigió a Lara una sonrisa tranquilizadora y añadió—: No se preocupe, milady. Estoy seguro de que todo saldrá bien.

 

Aliviada tras escapar de la presencia de los Hawksworth, Lara se encaminó hacia la vieja casita del guardabosque, que se encontraba a cierta distancia del castillo, según se seguía la orilla del río, bordeada de sauces. La casita distaba mucho de ser la construcción isabelina original, toda recubierta en madera, que había sido alguna vez utilizada como alojamiento para huéspedes y parientes de visita. Por desgracia, el interior lo había destruido el fuego el año anterior, cuando un visitante descuidado había volcado la lámpara de aceite e incendiado todo el lugar.

Ni Arthur ni Janet vieron motivo alguno para reparar la casita, y decidieron que tal como estaba era suficiente para Lara. Ella podía haberse puesto a merced de la generosidad de otros familiares, o incluso haber aceptado el ofrecimiento de su suegra para convertirse en su compañera de viaje, pero Lara valoraba mucho su intimidad. Era mejor quedarse cerca de los ambientes conocidos y de los amigos, a pesar de las incomodidades de la casita.

Aquella vivienda de piedra era oscura y húmeda, y estaba impregnada de un olor a moho que ninguna limpieza a fondo podía eliminar. Era infrecuente que algún rayo de sol entrara por la única ventana batiente. Lara se había esforzado por hacer el lugar más habitable; había cubierto una de las paredes con una colcha hecha con retazos y colocado muebles que ya no querían en Hawksworth Hall. El sillón que había junto a la chimenea estaba adornado con una manta azul y roja, tejida por una de las niñas mayores del orfanato. Cerca del hogar se veía una salamandra tallada en madera, regalo de un anciano del pueblo que había asegurado que protegería la casita de todo daño.

A gusto con su soledad, Lara encendió una vela de sebo y se quedó allí de pie, junto a la chisporroteante y humeante luz. De improviso, sintió un violento escalofrío por todo el cuerpo.

Hunter… Vivo. No podía ser verdad, desde luego, pero la sola idea la llenaba de desasosiego. Fue hasta su angosto lecho, se arrodilló en el suelo y buscó debajo de los flejes chirriantes que sostenían el colchón. De allí sacó un paquete envuelto en tela, lo desató, y dejó a la vista un retrato enmarcado de su difunto esposo.

Arthur y Janet le habían ofrecido el cuadro como una muestra de generosidad, pero Lara sabía que estaban ansiosos por librarse de todo lo que les recordara al hombre que había ostentado el título de conde antes que ellos. Ella tampoco deseaba tener aquel retrato pero lo había aceptado, pues asumía en su interior que Hunter era parte de su pasado. Había cambiado el rumbo de su vida. Quizás algún día, cuando el tiempo hubiera suavizado sus recuerdos, colgaría el retrato a la vista de todos.

Hacía tres años que Hunter se había embarcado para la India, en una misión semidiplomática. Como accionista menor de la Compañía de las Indias Orientales, y poseedor de ciertas influencias políticas, había sido designado asesor de los administradores de la empresa en Asia.

En realidad, Hunter había sido uno de tantos oportunistas ansiosos por sumarse a la multitud de ociosos y libertinos que pululaba por Calcuta. Allí vivían como reyes, disfrutando de orgías y fiestas interminables. Se decía que cada casa contaba con al menos cien sirvientes, que cuidaban cada detalle de la comodidad de sus amos. Además, la India era el paraíso para un jugador, y allí abundaban los juegos exóticos… Algo irresistible para un hombre como Hunter.

Al recordar el entusiasmo de su esposo ante la partida, Lara sonrió con tristeza. Hunter se había mostrado más que ansioso por alejarse de ella. Inglaterra había empezado a cansarlo, al igual que su matrimonio. No cabía duda de que Lara y él no formaban una buena pareja. Una esposa, le había dicho Hunter una vez, era una molestia necesaria, útil tan sólo para tener hijos. Al ver que Lara no lograba concebir, se había sentido profundamente ofendido. Para un hombre que se jactaba de su fuerza y su virilidad, la ausencia de hijos era algo difícil de tolerar.

La mirada de Lara se posó sobre el lecho, y se le formó un nudo en el estómago al recordar las visitas nocturnas de Hunter, su cuerpo pesado aplastándola, la dolorosa invasión que parecía no terminar nunca. Pareció casi un acto de misericordia cuando él comenzó a alejarse de su cama y a visitar a otras mujeres para satisfacer sus necesidades. Lara no había conocido nunca a nadie con tanta fuerza física y tanta vitalidad. Casi se podía creer que hubiera sobrevivido a aquel violento naufragio del cual nadie había logrado escapar.

Había dominado tanto a todos los que le rodeaban que Lara fue sintiendo cómo se marchitaba su espíritu a la sombra de Hunter a lo largo de los dos años que habían compartido. Cuando él se marchó a la India se sintió agradecida. Abandonada a su propia suerte, Lara pronto se comprometió con el orfanato local, y dedicó su tiempo y su atención a mejorar las vidas de los niños allí alojados. La sensación de ser necesitada era tan gratificante que enseguida encontró otros proyectos en los que involucrarse: visitar a los enfermos y a los ancianos, organizar fiestas de caridad, e incluso actuar de mediadora en muchas disputas. Cuando recibió la noticia de la muerte de Hunter sintió tristeza, pero nunca lo echó de menos.

No, pensó con cierta culpabilidad, no lo quería de regreso.

 

Durante los tres días siguientes, no supo nada del señor Young ni de los Hawksworth. Lara se esforzó para seguir con sus actividades como de costumbre, pero las noticias se habían esparcido por todo Market Hill, propagadas por los sirvientes de Hawksworth Hall.

Su hermana Rachel, lady Lonsdale, fue la primera que acudió a visitarla. La brillante calesa negra se detuvo en la mitad del sendero que conducía a la entrada, y de ella emergió la delgada figura de Rachel, que avanzó a solas hacia la casita. Rachel era la hermana menor de Lara, pero daba la impresión de ser la mayor, a causa de su gran estatura y una dulce serenidad que le confería cierto aire de madurez.

Alguna vez habían sido proclamadas ambas como las hermanas más atractivas de Lincolnshire, pero Lara sabía que la belleza de Rachel eclipsaba la suya. Rachel poseía perfectas facciones clásicas: grandes ojos, una boca pequeña y fina, nariz ligeramente respingada. Por contraste, el rostro de Lara era redondo en lugar de ovalado, tenía una boca muy grande y su lacio cabello oscuro —que mostraba una brava resistencia a ser ondulado por los bigudíes— se soltaba constantemente de las horquillas.

Lara salió a la puerta para recibir a su hermana, y la hizo pasar con gesto ansioso. Rachel estaba lujosamente ataviada, y llevaba el cabello castaño peinado hacia atrás, lo que dejaba al descubierto su delicado pico de viuda en la frente. Una dulce fragancia de violetas rodeaba su cabello y su piel.

—Querida Larissa —dijo Rachel, al tiempo que recorría con la mirada toda la estancia—, por milésima vez, ¿por qué no vienes a vivir con Terrell y conmigo? Hay una docena de cuartos vacíos, y estarías mucho más cómoda.

—Gracias, Rachel. —Lara abrazó a su hermana—. Pero no podría vivir bajo el mismo techo que tu esposo. No puedo fingir que tolero a un hombre que no te trata como es debido. Y estoy segura de que lord Lonsdale siente por mí el mismo desagrado.

—No es tan malo…

—Es un marido abominable, por mucho que trates de mostrarlo de otra manera. A lord Lonsdale no le importa un comino nadie más que él mismo, y nunca le importará.

Rachel frunció el entrecejo y se sentó junto a la chimenea.

—A veces pienso que la única persona, hombre o mujer, que realmente le gustó a Terrell fue lord Hawksworth.

—Estaban cortados con el mismo patrón —coincidió Lara—, salvo que a mí, al menos, Hunter nunca me levantó la mano.

—Fue sólo una vez —protestó Rachel—. Nunca debería habértelo dicho.

—No fue necesario que me lo dijeras. El cardenal que tenías en la cara era prueba suficiente.

Ambas quedaron en silencio, recordando el episodio sucedido dos meses atrás, cuando lord Lonsdale había pegado a Rachel durante una discusión. La marca sobre la mejilla y el ojo de Rachel había tardado varias semanas en desaparecer, y la había obligado a ocultarse en su casa hasta que fue posible salir sin despertar sospechas. Ahora Rachel sostenía que lord Lonsdale lamentaba profundamente haber perdido el control. Ella lo había perdonado, y deseaba que Lara hiciera lo mismo.

Pero Lara no podía perdonar a nadie que hiciera daño a su hermana, y sospechaba que el desdichado episodio volvería a ocurrir. Aquello casi la hizo desear que Hunter estuviera de veras vivo. A pesar de sus defectos, él jamás habría aprobado que se golpeara a una mujer. Hunter le hubiera dejado claro a lord Lonsdale que dicho comportamiento era inaceptable. Y Lonsdale le hubiera hecho caso, ya que Hunter era una de las pocas personas a las que realmente respetaba.

—No he venido a hablar de eso, Larissa. —Rachel contempló con cariño y preocupación a su hermana, mientras ésta se sentaba sobre un taburete tapizado—. Me enteré de las noticias sobre lord Hawksworth. Dime… ¿Es cierto que va a volver contigo?

Lara negó con la cabeza.

—No, desde luego que no. Se trata de algún chiflado de Londres que afirma ser mi marido. El señor Young y el doctor Slade han ido a verlo, y estoy segura de que pronto lo tendrán confinado en el manicomio de Bedlam o en la prisión de Newgate, según se trate de un loco o de un criminal.

—¿Entonces no hay ninguna posibilidad de que lord Hawksworth esté vivo? —Al ver la respuesta en el rostro de Lara, Rachel soltó un suspiro—. Lamento decirlo, pero me siento aliviada. Sé que tu matrimonio no fue bueno. Todo lo que quiero es que seas feliz.

—Y yo a ti te deseo lo mismo —dijo Lara con seriedad—. Y te encuentras en circunstancias mucho peores que en las que yo jamás estuve, Rachel. Hunter distaba mucho de ser el esposo ideal, pero él y yo nos llevábamos bastante bien, salvo en… —se interrumpió, súbitamente ruborizada.

No le resultaba fácil hablar de temas íntimos. Rachel y ella habían recibido una educación puritana, de unos padres afectuosos pero distantes. A ellas les quedó la tarea de aprender acerca del acto físico en sus respectivas noches de boda. Para Lara, el descubrimiento había sido desagradable.

Rachel pareció leer su pensamiento, como de costumbre.

—Oh, Lara —murmuró, mientras los colores subían a su rostro—. Me parece que lord Hawksworth no fue tan considerado contigo como debía. —Bajó la voz y añadió—: Realmente, hacer el amor no es algo tan terrible. Hubo ocasiones, con Terrell, en los primeros tiempos de nuestro matrimonio, en los que incluso me pareció más bien agradable. Más adelante, por supuesto, no ha sido lo mismo. Pero todavía recuerdo cómo era al principio.

—¿“Agradable”? —Lara la contempló estupefacta—. Por una vez has conseguido impresionarme. Cómo hiciste para que te gustara algo tan humillante y doloroso, es algo que escapa a mi comprensión… A menos que trates de hacerme una broma de mal gusto.

—¿No hubo momentos en los que lord Hawksworth te besó, te abrazó estrechamente, y te sentiste cobijada y…, bueno, femenina?

Lara, perpleja, permaneció en silencio. No acertaba a comprender cómo hacer el amor —un término que le parecía irónico para un acto tan repulsivo—, podía llegar a no ser doloroso.

—No —respondió, pensativa—. No recuerdo haberme sentido así. Hunter no era muy dado a los besos y los abrazos. Y cuando todo terminó, yo me alegré.

El rostro de Rachel se ensombreció por la compasión.

—¿Alguna vez te dijo que te amaba?

Lara no pudo evitar soltar una áspera carcajada ante la idea.

—¡Por Dios, no! Hunter nunca habría reconocido cosa semejante. —Una triste sonrisa se asomó a sus labios—. Él no me amaba. Era otra mujer con la que debía haberse casado, en lugar de hacerlo conmigo. Creo que lamentaba a menudo su error.

—Jamás me lo contaste —exclamó Rachel—. ¿Quién es?

—Lady Carlysle —musitó Lara, vagamente sorprendida al comprobar que, después de tanto tiempo, el nombre seguía dejándole un amargo sabor en la boca.

—¿Y cómo es? ¿La conociste?

—Sí, la vi algunas veces. Hunter y ella eran discretos, pero era obvio que ambos hallaban gran placer en su mutua compañía. A ella le gustaban las mismas cosas que a él: cabalgar, cazar, los caballos... No me cabe duda de que solía visitarla en privado, incluso después de nuestra boda.

—¿Por qué no se casó lord Hawksworth con ella?

Lara se abrazó las rodillas y bajó el mentón, adoptando forma de ovillo.

—Yo era mucho más joven, mientras que ella era ya mayor para tener hijos. Hunter quería un heredero… Y supongo que creyó que podría moldearme a su gusto. Traté de complacerlo. Desgraciadamente, no fui capaz de darle lo único que parece que quería de mí.

—Un hijo —murmuró Rachel. Lara supo que Rachel pensaba en su propio aborto, ocurrido hacía pocos meses—. Ninguna de las dos ha tenido mucho éxito en eso, ¿verdad?

—Tú, al menos, has demostrado que eres capaz de concebir —replicó Lara, con el rostro encendido—. Con la ayuda de Dios, algún día tendrás un hijo. Yo, por el contrario, he intentado de todo; bebí tónicos, consulté cartas lunares y me sometí a varios esfuerzos ridículos y humillantes. Nada dio resultado. Cuando finalmente Hunter partió para la India, me alegré de que se fuera. Era una bendición dormir sola y no tener que preguntarme, cada noche, si oiría el ruido de sus pasos acercándose a mi puerta. —Lara se estremeció ante los recuerdos que asaltaron su mente—. No me gusta dormir con un hombre. No quiero volver a hacerlo nunca más.

—Pobre Larissa —murmuró Rachel—. Deberías habérmelo contado antes. ¡Siempre te muestras tan ansiosa por resolver los problemas de los demás, pero tan reacia a hablar de los tuyos!

—Si te lo hubiera contado, no habría cambiado nada —dijo Lara, haciendo un esfuerzo por sonreír.

—Si hubiera dependido de mí, habría elegido a alguien más adecuado para ti que lord Hawksworth. Creo que papá y mamá quedaron tan deslumbrados por su posición social y su fortuna que pasaron por alto el hecho de que no congeniarais.

—No fue culpa de ellos —dijo Lara—. La culpa fue mía… No estoy hecha para ser esposa de nadie. No debería haberme casado. Soy mucho más feliz viviendo sola.

—Ninguna de las dos logró formar la clase de pareja que esperaba, ¿no es así? —dijo Rachel con triste ironía—. Terrell y su mal carácter, y el necio de tu marido… No son precisamente príncipes azules.

—Por lo menos, vivimos muy cerca una de la otra —comentó Lara, tratando de disipar el nubarrón de pesadumbre que parecía cernirse sobre ambas—. Eso hace que todo sea más fácil de soportar, al menos para mí.

—Y para mí también —Rachel dejó su asiento y la abrazó con fuerza—. Ruego para que, de ahora en adelante, sólo te ocurran cosas buenas, querida. Ojalá lord Hawksworth descanse en paz… Y que puedas encontrar pronto un hombre que te ame como mereces ser amada.

—No reces por eso —suplicó Lara, con alarma a medias fingida, a medias real—. No quiero ningún hombre. Reza por los niños del orfanato y por la pobre señora Lumbley, que está quedándose ciega, y por el reumatismo del señor Peachman, y…

—¡Tú y tu lista interminable de desventurados! —exclamó Rachel, sonriendo con afecto—. Muy bien, también rezaré por ellos.

 

En cuanto Lara llegó al pueblo se encontró acosada por preguntas, ya que todo el mundo quería conocer detalles del regreso de su esposo. No importaba cuán insistentemente ella afirmara que la aparición de lord Hawksworth en Londres era, seguramente, un embuste; los habitantes de Market Hill querían creer otra cosa.

—Vaya, quién tenemos por aquí. La mujer más afortunada de Market Hill —exclamó el quesero apenas Lara entró en su tienda, una de las tantas que se alineaban a lo largo de la calle principal. Dentro, el aire estaba impregnado de un fuerte pero agradable olor a leche, proveniente de las piezas y hormas de queso almacenadas en los estantes de madera.

Lara sonrió sin entusiasmo, apoyó su cesto de mimbre sobre una larga mesa y aguardó a que le entregara la horma de queso que llevaba cada semana al orfanato.

—Soy afortunada por muchas razones, señor Wilkins —respondió—, pero si se refiere al rumor acerca mi difunto esposo…

—Qué maravilla, volver a recuperar su lugar —la interrumpió entusiasmado el quesero, con su rostro jovial de larga nariz, rebosante de buen humor—. Otra vez la señora del castillo. —Introdujo un queso enorme dentro de su cesto. Había sido salado, prensado, envuelto en muselina y sumergido en cera para darle un sabor suave y fresco.

—Gracias —respondió Lara en un tono de voz neutro—, pero, señor Wilkins, debo decirle que estoy segura de que la historia es falsa. Lord Hawksworth no va a regresar.

Las señoritas Wither, una pareja de hermanas solteronas, entraron en la tienda, y emitieron algunas risillas al ver a Lara. Sendos sombreros idénticos, adornados con flores, cubrían sus pequeñas cabezas canosas, que se movieron al unísono en un veloz intercambio de murmullos. Una de ellas se acercó a Lara y apoyó su mano frágil y surcada de venas azules sobre el brazo.

—Querida, las noticias nos llegaron esta misma mañana. Nos alegramos tanto por usted, no sabe cuánto…

—Gracias, pero no son verdad —respondió Lara—. El hombre que sostiene ser mi esposo es, indudablemente, un impostor. Sería un verdadero milagro que el conde hubiera logrado sobrevivir.

—Creo que no debe usted perder las esperanzas, al menos hasta que le digan otra cosa —dijo el señor Wilkins, justo cuando desde la trastienda aparecía su robusta esposa, Glenda. Ésta corrió presurosa a colocar un ramo de margaritas en el cesto de Lara.

—Si hay alguien que merece un milagro, milady —dijo alegremente Glenda—, ésa es usted.

Todos daban por sentado que estaba esperanzada con las noticias, que deseaba el regreso de Hunter. Sonrojada e incómoda, Lara aceptó sus buenos deseos, sintiéndose culpable, y salió enseguida de la tienda.

Emprendió una rápida caminata a lo largo de la sinuosa orilla del río, y pasó frente al pequeño y ordenado camposanto y toda una sucesión de casitas de paredes blancas. Su destino era el orfanato, una finca desvencijada situada al este de la aldea, detrás de una empalizada de pino y roble. El orfanato era un llamativo edificio de piedra arenisca y ladrillos azules, con techo de tejas azules esmaltadas. El método utilizado para fabricar aquellas tejas especiales, resistentes a la escarcha, sólo era conocido por el alfarero de la aldea, que un día se había topado por casualidad con la fórmula, y juró que se la llevaría consigo a la tumba.

Jadeando de cansancio, tras el esfuerzo que suponía caminar tanta distancia con un pesado cesto en el brazo, Lara entró en el edificio. Antaño había sido una lujosa mansión, pero tras la muerte de su último ocupante el lugar había quedado abandonado, hasta arruinarse casi por completo. Con varias donaciones privadas, provenientes de la gente del pueblo, se había reparado la estructura hasta hacerla habitable y poder así albergar a dos docenas de niños. Dádivas posteriores habían provisto los salarios anuales de unos cuantos maestros.

Lara sufría al recordar la fortuna que una vez había tenido a su disposición. ¡Cuánto podría hacer ahora con aquel dinero! Pensaba la cantidad de mejoras que ansiaba hacer en el orfanato. Había llegado incluso a tragarse su orgullo, y se había dirigido a Arthur y a Jane para preguntarles si no estaban dispuestos a hacer una donación para los niños, petición que había sido fríamente rechazada. Los nuevos condes de Hawksworth sostenían la firme convicción de que los huérfanos debían aprender que el mundo era un lugar duro, en el cual debían abrirse camino por sus propios medios.

Tras un suspiro, Lara entró en el edificio y dejó el cesto junto a la puerta de entrada. Le temblaba el brazo por el esfuerzo de cargar tanto peso. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver la cabeza de rizos castaños de alguien que se escondía detrás de una cortina. Tenía que ser Charles, un rebelde muchachito de once años que constantemente buscaba la forma de causar problemas.

—Me gustaría que alguien me ayudara a llevar este cesto a la cocina —dijo Lara en voz alta, y de inmediato apareció Charles.

—¿Lo trajo usted sola todo el camino? —preguntó con tono malhumorado.

Lara miró sonriendo aquel pequeño rostro pecoso, en el que brillaban unos enormes ojos azules.

—No seas huraño, Charles. Ayúdame con el cesto, y mientras vamos a la cocina podrás explicarme por qué no estás en clase esta mañana.

—La señorita Thornton me echó del aula —respondió él, mientras levantaba un extremo del cesto y miraba fijamente el queso que había dentro—. Estaba haciendo mucho ruido, y no le prestaba atención a la maestra.

—¿Y eso por qué, Charles?

—Aprendí la lección de matemáticas antes que nadie. ¿Por qué tenía que quedarme quieto, sin hacer nada, sólo por ser más listo que los demás?

—Entiendo —respondió Lara, pensando con pesar que tal vez tuviera razón. Charles era un niño inteligente, que necesitaba más atención que la que podía ofrecerle la escuela—. Hablaré con la señorita Thornton. Mientras tanto, debes portarte bien.

Llegaron a la cocina, donde la cocinera, la señora Davies, los saludó con una sonrisa. La cara redonda de la señora Davies estaba colorada a causa del calor que hacía en la cocina, en la que hervía una olla llena de sopa. Sus ojillos castaños brillaron con interés.

—Lady Hawksworth, nos ha llegado de la aldea el más sorprendente de los rumores…

—No es verdad —la interrumpió Lara, con expresión sombría—. No se trata más que de un desgraciado desconocido que está convencido —o que trata de convencernos— de que es el difunto conde. Si mi esposo hubiera sobrevivido, habría venido a casa mucho antes.

—Supongo que sí —acordó la señora Davies, aparentemente decepcionada—. Sin embargo, sería una historia muy romántica. Si no le molesta que se lo diga, milady, es usted demasiado joven y bonita para ser viuda.

Lara sacudió la cabeza y le sonrió.

—Estoy más que satisfecha con mi actual situación, señora Davies.

—Yo quiero que siga muerto —dijo Charles, provocando que la señora Davies se sofocara, espantada.

—¡Vaya pequeño diablillo que eres! —exclamó la cocinera.

Lara se acuclilló hasta que el niño y ella estuvieron a la misma altura, y le acarició el alborotado cabello.

—¿Por qué dices eso, Charles?

—Si es el conde, usted no va a venir más. La obligará a quedarse en casa para hacer lo que él le ordene.

—Charles, eso no es verdad —dijo Lara con seriedad—. Pero no hay motivo para hablar de este tema. El conde está muerto… Y las personas no vuelven de la muerte.

 

El polvo del camino cubrió las faldas de Lara cuando ésta emprendió el regreso hacia la mansión Hawksworth, pasando a través de varias granjas de arrendatarios rodeadas por empalizadas de esteras entretejidas con barro. El sol brillaba sobre el agua que corría, caudalosa, bajo el puente de los condenados. Cuando ya estaba cerca de la casita de piedra, oyó que la llamaban. Al ver a su antigua doncella, Naomi, que venía corriendo desde el castillo, sosteniéndose las faldas recogidas para no tropezar, se detuvo sorprendida.

—Naomi, no debes correr así —la reconvino Lara—. Vas a caerte y podrías lastimarte.

La rolliza criada jadeaba debido al esfuerzo y a la febril excitación que la dominaba.

—Lady Hawksworth —exclamó, tratando de recobrar el aliento—. Oh, milady… El señor Young me envió a decirle… Él está aquí…, en el castillo… Todos están aquí… Debe venir de inmediato.

Lara parpadeó, confundida.

—¿Quién está aquí? ¿El señor Young me ha mandado llamar?

—Sí, lo han traído a él de Londres.

—¿Él? —preguntó Lara, con voz alterada.

—Sí, milady. El conde ha llegado a casa.

 

2

 

Las palabras parecieron revolotear y zumbar en torno a Lara, como si fueran mosquitos. “El conde ha llegado a casa, llegado a casa…”

—Pero…, no es posible —musitó.

¿Por qué habría el señor Young llevado al desconocido de Londres hasta allí? Se pasó la lengua por los labios resecos. Sentía la boca como de estopa. Cuando habló, la voz que le salió no parecía la suya.

—¿Lo…, lo has visto?

La criada asintió con la cabeza, privada súbitamente del habla.

Lara clavó la mirada en el suelo y, con enorme esfuerzo, logró pronunciar algunas palabras coherentes.

—Tú conoces a mi esposo, Naomi. Dime, ¿el hombre que está en Hawksworth Hall…? —Alzó una mirada implorante hacia la criada, incapaz de terminar la pregunta.

—Así lo creo, milady. No, de hecho estoy segura de ello.

—Pero… El conde está muerto —insistió Lara, casi paralizada—. Se ahogó.

—Déjeme acompañarla al castillo —dijo Naomi, tomándola del brazo—. Tiene mal aspecto, y está muy pálida. No hay que sorprenderse; no todos los días un esposo muerto regresa junto a su mujer.

Lara se soltó dando un salto hacia atrás.

—Por favor, necesito unos minutos a solas. Iré al castillo en cuanto esté lista.

—Claro, milady. Les diré a todos que la esperen. —Tras dirigirle una mirada preocupada, Naomi retrocedió y se alejó, presurosa, por el sendero que llevaba hasta el castillo.

Lara entró en la casita tambaleándose. Fue hasta la jofaina y echó agua tibia dentro del recipiente de loza. Se enjuagó el polvo y el sudor de la cara con movimientos metódicos; su mente era un torbellino de pensamientos. Nunca antes se había encontrado en una situación tan extraña. Siempre había sido una mujer práctica. No creía en milagros y nunca había rezado pidiendo uno. Y mucho menos un milagro así.

Pero aquello no era ningún milagro, se dijo, mientras se soltaba el desarreglado cabello e intentaba volver a recogerlo con las horquillas. Sus manos, temblorosas, se negaron a obedecerla y toquetearon con torpeza horquillas y peines, hasta que al fin éstos cayeron al suelo.

El hombre que la esperaba en Hawksworth Hall no era Hunter. Era un desconocido, y muy astuto, pues había logrado convencer al señor Young y al doctor Slade de que su historia era cierta. Lara sólo debía recobrar su compostura, juzgarlo por sí misma y confirmar ante los demás que, ciertamente, aquel hombre no era su esposo. Así quedaría zanjado el asunto. Aspiró con fuerza varias veces, para darse ánimos, y siguió colocando horquillas, sin orden ni concierto, en su cabello.

Cuando se contempló en el espejo cuadrado del estilo Reina Ana que hacía equilibrios sobre la cómoda de su cuarto, pareció que la atmósfera había cambiado, que el aire se había vuelto más denso y opresivo. Dentro de la casita reinaba tal silencio que podía oír el alocado latido de su corazón. Creyó ver algo en el espejo, un movimiento pausado que la paralizó. Alguien había entrado en la estancia.

Lara se quedó inmóvil, con la piel erizada, en un helado silencio, y vio que en el espejo una nueva imagen se unía a la suya. El bronceado rostro de un hombre… Cabello castaño, corto, veteado por el sol; oscuros ojos pardos; la boca ancha y decidida que tan bien recordaba... Alto; grandes hombros y pecho… Una presencia física y un aplomo que hizo que el cuarto pareciera encogerse a su alrededor.

Lara dejó de respirar. Deseaba echarse a correr, gritar, desmayarse, pero parecía haberse convertido en piedra. Él estaba detrás de ella, y su cabeza y sus hombros sobrepasaban en mucho su altura. Su mirada encontró la de ella en el espejo. Los ojos eran del mismo color, pero sin embargo… Nunca la había mirado así, con aquella intensidad, que provocaba ardor en cada centímetro de su piel. Era la mirada ávida del ave de presa.

Lara se estremeció de miedo cuando él alzó suavemente las manos y tocó su cabello. Fue soltando, una a una, las horquillas de su brillante mata de pelo oscuro, y las dejó sobre una cómoda que tenía al lado. Lara lo observaba, temblando ante cada leve tirón de cabello.

—No es verdad —susurró.

—No soy un fantasma, Lara —dijo él con la voz de Hunter, profunda y ligeramente ronca.

Ella logró apartar la mirada del espejo y, tambaléandose, se dio vuelta para quedar cara a cara frente a él.

Estaba mucho más flaco, y su cuerpo se veía enjuto, casi piel y huesos, con los músculos destacándose en su notable prominencia. Tenía la piel bronceada, con un brillante tono cobrizo que resultaba demasiado exótico para un inglés. Se le había aclarado el color del cabello hasta alcanzar una mezcla de tonos marrones y dorados.

—Yo no creí… —Lara oyó su propia voz como si le llegara de muy lejos. Sentía una gran opresión en el pecho, y el corazón ya no podía mantener su alocado ritmo. Aunque trataba de respirar profundamente, parecía no poder aspirar suficiente aire. Una espesa niebla se abatió sobre ella, tapando todo sonido y toda luz, y Lara se hundió velozmente en el oscuro abismo que se abrió de pronto.

 

Hunter la atrapó cuando caía al suelo. Sintió el cuerpo de Lara liviano y sensual en sus brazos, a los que se adaptó fácilmente. La llevó hasta la estrecha cama, se sentó sobre el colchón y la acomodó en su regazo. La cabeza de Lara cayó hacia atrás, y dejó a la vista su marfilínea garganta, rodeada por la tira negra de tela de su vestido de luto. Él la co

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