Título original: From Potter´s Field
Traducción: Hernán Sabaté
1.ª edición: enero, 2016
© 2016 by Patricia Cornwell
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-327-8
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Este libro está dedicado
a la doctora Erika Blanton
(Scarpetta te llamaría amiga)
Replicó Yahvé: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo».
Génesis 4:10
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Era Nochebuena
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Era Nochebuena
Anduvo con paso firme sobre la gruesa capa de nieve que cubría Central Park. Ya era tarde, aunque no estaba seguro de la hora. Bajo las estrellas, hacia The Ramble, la oscuridad envolvía los montículos y el hombre alcanzaba a oír y a ver su propio aliento, porque él no se parecía a ningún otro hombre. Temple Gault siempre había sido mágico; siempre había sido un dios en un cuerpo humano. Por ejemplo, él no resbalaba al caminar como le habría sucedido, no le cabía duda, a cualquier otro. Y no conocía el miedo. Bajo la visera de la gorra de béisbol, sus ojos escudriñaban el entorno.
En el lugar oportuno —y Gault sabía perfectamente cuál era— se agachó, al tiempo que apartaba el largo faldón de su abrigo negro. Depositó un viejo petate militar sobre la nieve y extendió las manos, desnudas y ensangrentadas, a la altura de los ojos. Aunque frías, no las notaba insoportablemente heladas. A Gault no le gustaban los guantes, a menos que fueran de látex, y éstos tampoco daban calor. Se lavó las manos y el rostro en la blanda nieve recién caída y luego, con la que había utilizado, formó una bola manchada de sangre que colocó al lado del petate, pues no podía dejar allí ninguna de ambas cosas.
Asomó a sus labios una tenue sonrisa y, como un perro activo y feliz que se dedicara a excavar un hoyo en la playa, revolvió la nieve del parque para borrar las huellas de pisadas mientras buscaba la salida de emergencia. Sí, la trampilla estaba donde había calculado y sus manos siguieron apartando nieve hasta que encontraron el papel de aluminio doblado que había colocado entre la tapa y el borde. Gault agarró la anilla que servía de tirador y abrió la trampilla. Allá abajo estaban las tapas oscuras de la red del metro y se oía el chirrido de un tren. Dejó caer el petate y la bola de nieve por el hueco. Luego, sus botas resonaron en los peldaños de la escala metálica que llevaba abajo.
1
La Nochebuena se presentaba fría y traicionera, envuelta en escarcha negra y en crímenes anunciados por la radio del vehículo. No era habitual que alguien me llevara en coche a través de los suburbios de Richmond. Normalmente, conducía yo. Normalmente, también, era la única ocupante de la furgoneta azul del depósito de cadáveres que me trasladaba a los escenarios de muertes violentas e inexplicables. Esta vez, sin embargo, ocupaba el asiento del copiloto de un Crown Victoria de cuyos altavoces surgía música navideña interrumpida por los mensajes en clave que se cruzaban agentes y central.
—El comisario Santa Claus acaba de doblar a la derecha —señalé—. Creo que anda perdido.
—Sí. En fin, yo diría que él está borracho —respondió el capitán Pete Marino, responsable de la comisaría del violento distrito que estábamos recorriendo—. En nuestra próxima parada, fíjese en sus ojos.
El comentario no me sorprendió. El comisario Lamont Brown tenía un Cadillac, lucía ostentosas joyas de oro y gozaba del aprecio de la comunidad por el papel que estaba desempeñando en aquel instante. Quienes conocíamos la verdad acerca de Brown no nos atrevíamos a abrir la boca. Al fin y al cabo, es un sacrilegio decir que Santa Claus no existe, aunque en el caso del comisario era cierto que de Santa Claus no tenía nada. Aquel hombre esnifaba cocaína y probablemente se quedaba con la mitad de las donaciones que cada año le eran confiadas para que las repartiera entre los pobres; era pura escoria. Recientemente, y dado que nuestra antipatía era mutua, Brown se había asegurado de que no se me excluyera del deber cívico de ejercer como jurado cuando fuese convocada.
Los limpiaparabrisas se deslizaban penosamente por el cristal. Los copos de nieve se arremolinaban en torno al coche de Marino y lo rozaban como blancas y huidizas bailarinas. Descendían entre las luces de vapor de sodio y acababan tan negros como el hielo que cubría las calles. Hacía mucho frío. La mayor parte de los ciudadanos estaba en casa con la familia, a través de las ventanas se veían árboles adornados, y los fuegos de los hogares estaban encendidos. Karen Carpenter soñaba con unas Navidades blancas hasta que Marino, bruscamente, cambió de emisora la radio del coche.
—Una mujer que toca la batería no me merece el menor respeto —dijo, al tiempo que oprimía el encendedor del salpicadero.
—Karen Carpenter está muerta —respondí, como si ello la eximiera de más comentarios desdeñosos—. Y en esa pieza no tocaba la batería.
—Es verdad. —Marino sacó un cigarrillo—. Ya me acuerdo. Tenía uno de esos problemas digestivos… No recuerdo cómo se llaman.
El Coro del Tabernáculo Mormón entonó el Aleluya. Yo había previsto ir a Miami a la mañana siguiente para ver a mi madre, a mi hermana y a Lucy, mi sobrina. Mamá llevaba varias semanas en el hospital. En cierta época, había sido una fumadora tan impenitente como Marino. Abrí un poco la ventanilla.
—Y le falló el corazón. De hecho, fue de eso de lo que murió en último término —continuó él.
—De hecho, es de lo que todo el mundo se muere en último término —apunté.
—Por aquí no —sentenció Marino—. En este maldito vecindario, la causa es sobredosis de plomo.
Situados entre dos coches patrulla de la policía de Richmond, con sus luces que lanzaban destellos rojos y azules, avanzábamos en el desfile motorizado que formaban policías, reporteros y equipos de televisión. En cada parada, los medios de comunicación manifestaban su espíritu navideño abalanzándose con sus libretas de notas, sus micrófonos y sus cámaras. En un frenesí de actividad, pugnaban por la cobertura sentimental de la sonrisa del comisario Santa Claus en su tradicional reparto de regalos y comida entre los niños olvidados de los barrios pobres y sus aturdidas madres. Marino y yo nos ocupábamos de las mantas, que constituían mi donación de este año.
Tras doblar una esquina, las portezuelas de los coches se abrieron a lo largo de Magnolia Street, en Whitcomb Court. A cierta distancia distinguí fugazmente una mancha de color rojo intenso cuando Santa Claus pasó ante los faros, seguido de cerca por el jefe de policía de Richmond y otros altos cargos. Las cámaras de televisión encendieron los focos y se cernieron en el aire como ovnis entre el centelleo de los flashes.
Marino, bajo su montón de mantas, masculló una protesta:
—Estas mantas huelen mal. ¿Dónde las ha conseguido, en una tienda de animales?
—Son cálidas, lavables y, en caso de incendio, no despedirán gases tan tóxicos como el cianuro —respondí.
—¡Señor! Hay que ver lo que eso la anima…
Saqué la cabeza por la ventanilla para ver mejor.
—No utilizaría una de estas mantas ni para la caseta del perro —añadió él.
—¡Pero si ni siquiera tiene perro! —repliqué—. Además, yo no le he ofrecido ninguna, ni para la perrera ni para nada. ¿Por qué nos hemos detenido en estos apartamentos? No están en la lista.
—Buena pregunta, maldita sea.
Periodistas y miembros de los cuerpos de seguridad y de los servicios sociales se hallaban ante la puerta de un apartamento idéntico a todos los que formaban aquel complejo de viviendas, con aspecto de barracones militares de cemento. Marino y yo nos abrimos paso mientras las luces de las cámaras flotaban en la oscuridad, los focos iluminaban la escena y el comisario Santa Claus soltaba su «¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!».
Nos colamos en el interior de la casa cuando Santa Claus sentaba en sus rodillas a un chiquillo negro y le entregaba varios regalos envueltos. El chiquillo, según oí, se llamaba Trevi; llevaba una gorra azul con una hoja de marihuana sobre la visera y tenía unos ojos enormes con los que miraba, perplejo, desde las rodillas de terciopelo rojo del barbudo personaje, junto a un árbol plateado salpicado de luces. La estancia, pequeña y demasiado caldeada, resultaba sofocante y olía a grasa rancia.
Un cámara de televisión me apartó a codazos.
—Vamos a entrar en antena, señora…
—Puede dejar las mantas ahí.
—¿Quién tiene el resto de los juguetes?
—Oiga, señora, va a tener que apartarse… El cámara me dio tal empujón que estuvo a punto de echarme al suelo. Noté que me subía la presión sanguínea.
—¿Necesitamos otra caja…
—No necesitamos ninguna. Por ahí.
—… de comida? Ah, bien. Ya la tengo.
—Si es usted de los servicios sociales —me dijo el cámara—, ¿qué le parece si se coloca por ahí?
—Si tuvieras dos dedos de frente —le replicó Marino con una mirada furiosa—, te darías cuenta de que mi colega no es de los servicios sociales.
Una vieja con un vestido andrajoso había roto a llorar en el sofá y un militar con camisa blanca y galones se sentó a su lado para consolarla. Marino se acercó a mí y me cuchicheó al oído:
—A la hija de esa mujer la mataron el mes pasado. Se llamaba King. ¿Recuerda el caso? —Dije que no con la cabeza. No lo recordaba. Había tantos casos… Marino insistió—: Creemos que el autor es un maldito traficante de drogas llamado Jones.
Negué con la cabeza otra vez.
Había muchos malditos traficantes de drogas, y Jones era un apellido demasiado común.
El cámara había empezado a filmar y aparté el rostro al tiempo que el comisario Santa Claus me lanzaba una mirada vidriosa de desprecio. El cámara me dio otro enérgico empujón.
—Yo de usted no volvería a hacerlo…
Mi tono de voz no dejó dudas respecto a la seriedad de la amenaza.
La prensa había centrado su atención en la abuela porque aquélla era la noticia de la noche. Alguien había sido asesinado, la madre de la víctima estaba llorando y Trevi se había quedado huérfano. El comisario Santa Claus, fuera de los focos en aquel momento, bajó de sus rodillas al chiquillo.
—Capitán Marino —dijo una asistente social—, voy a coger una de esas mantas.
—No sé qué es lo hacemos en este cuartucho —masculló él, pasándole a la mujer el montón de mantas—. Me gustaría que alguien me lo explicara.
La asistente social miró a Marino como si le recriminara no haber seguido determinadas instrucciones. Cogió una de las mantas dobladas y le devolvió el resto.
—Aquí sólo hay un niño —murmuró—. No necesitamos tantas.
—Se supone que aquí ha de haber cuatro menores. Insisto en que esta casa no estaba en la lista —refunfuñó él.
Un periodista se acercó a mí:
—Disculpe, doctora Scarpetta. ¿Qué la trae por aquí esta noche? ¿Cree que se producirá alguna muerte?
El reportero pertenecía al periódico de la ciudad, que nunca me había tratado bien. Fingí que no le oía. El comisario Santa Claus desapareció en la cocina, lo cual me extrañó, porque no vivía allí y no había pedido permiso a nadie. Sin embargo, postrada en el sofá, la abuela no estaba en condiciones de ocuparse de las andanzas de nadie.
Me arrodillé junto a Trevi, que se había quedado a solas en el suelo, sumido en el asombro por los juguetes que acababa de recibir.
—¡Vaya coche de bomberos que tienes ahí! —le dije.
—Se encienden las luces.
El chiquillo señaló un piloto que se encendía y parpadeaba en el techo del vehículo cuando se pulsaba un interruptor.
Marino se agachó también junto al pequeño.
—¿Te han dado pilas extra para el camión? —Fingió un tono de voz severo, pero no pudo disimular su afabilidad—. Tienes que pedirlas del tamaño adecuado. ¿Ves esa tapa? Hay que poner las pilas ahí. Y debes utilizar las de tamaño C…
El primer disparo sonó como el petardeo de un coche; procedía de la cocina. A Marino se le heló la mirada mientras desenfundaba la pistola y Trevi se enroscaba en el suelo como un ciempiés. Cubrí al chiquillo con mi cuerpo y escuché la rápida sucesión de disparos de una semiautomática que vaciaba el cargador junto a la puerta trasera de la vivienda.
—¡Al suelo! ¡AL SUELO!
—¡Oh, Dios mío!
—¡Oh, Señor!
Cámaras y micrófonos saltaron por los aires mientras los presentes chillaban, trataban de llegar a la puerta y se arrojaban al suelo.
—¡TODO EL MUNDO AL SUELO!
Marino se encaminó a la cocina en posición de combate, con la nueve milímetros preparada. El tiroteo cesó y la habitación quedó en completo silencio.
Con el corazón desbocado, levanté a Trevi. Empecé a temblar. La abuela seguía en el sofá, inclinada hacia delante y cubriéndose la cabeza con los brazos como si estuviera en un avión a punto de estrellarse. Me senté a su lado y estreché al niño contra mí. Trevi estaba rígido y su abuela sollozaba, aterrorizada.
—¡Oh, Señor! ¡Por favor, no…! —gimió la anciana meciéndose hacia delante y hacia atrás.
—Ya ha pasado todo —le dije con voz firme.
—¡No puedo más! ¡Oh, Dios mío, no puedo soportar más esto! ¡Dios bendito!
—Ya ha pasado todo —repetí, y la cogí de la mano—. Escúcheme. Ya ha terminado. No hay más tiros.
La abuela siguió meciéndose.
Trevi se colgó de su cuello.
Marino reapareció en el hueco de la puerta que comunicaba el cuarto de estar y la cocina, con expresión tensa y mirada penetrante.
—Doctora…
Con un gesto, me indicó que le siguiera. Lo hice y me condujo a un mísero patio trasero cruzado por cuerdas de tender la ropa, donde la nieve se arremolinaba en torno a un bulto oscuro caído en la hierba helada. La víctima era un joven negro; yacía boca arriba y sus ojos entreabiertos contemplaban, ciegos, el cielo lechoso. Su chaleco azul de plumón presentaba pequeños desgarrones. Una bala había penetrado por su mejilla derecha y, cuando le comprimí el pecho y le insuflé aire en la boca, la sangre empapó mis manos y se enfrió de inmediato en mi rostro. No podía hacer nada por él.
Las sirenas ulularon en el aire nocturno como una compañía de espectros muy furiosos que protestara por aquella nueva muerte.
Me incorporé hasta quedar sentada, jadeante. Marino me ayudó a ponerme en pie y vi por el rabillo del ojo unas siluetas que se movían.
Volví la cabeza y observé que tres agentes se llevaban esposado al comisario Santa Claus. Se le había caído el gorro del disfraz y lo distinguí no lejos de mí, en el patio trasero, entre los casquillos de bala que brillaban bajo el haz de luz de la linterna de Marino.
—Por Dios bendito, ¿qué ha sucedido aquí? —pregunté, aún aturdida.
—Parece que nuestro buen Santa Claus quería estafar a este buen San Crack y han tenido un pequeño altercado aquí fuera —respondió Marino, muy agitado y jadeante—. Por eso se había detenido la comitiva precisamente en este cuchitril. El único que había previsto hacer una parada aquí era nuestro comisario.
No salía de mi aturdimiento. Noté el sabor a sangre en la boca y pensé en el sida.
Apareció el jefe de policía y empezó a hacer preguntas. Marino le dio explicaciones:
—Seguro que el comisario decidió entregar algo más que regalos de Navidad en este barrio.
—¿Drogas?
—Eso creemos.
—Me preguntaba por qué nos habíamos detenido aquí —comentó el jefe—. La dirección no constaba en la lista.
—Pues ahí tiene la causa. —Marino dirigió una mirada inexpresiva hacia el cuerpo caído en el suelo.
—¿Ha sido identificado?
—Anthony Jones, de la saga de los hermanos Jones. Diecisiete años. Ha estado en la cárcel más veces que la doctora en la ópera. A su hermano mayor lo mataron el año pasado en un ajuste de cuentas. Fue en Fairfield Court, en Phaup Street. Y creemos que fue Anthony quien mató a la madre de Trevi el mes pasado, pero ya sabe cómo funcionan las cosas por estos pagos: nadie vio nada y no hubo acusación. Quizá podamos resolver el caso ahora.
La expresión del jefe no varió un ápice.
—¿Trevi? ¿Se refiere al niño de ahí dentro?
—Ajá. Es probable que Anthony también sea el padre del pequeño. O que lo fuera.
—¿Qué hay del arma utilizada?
—¿En qué caso?
—En éste.
—Una Smith & Wesson 38; todo el cargador vaciado. Jones no había soltado todavía el arma y hemos encontrado un cargador en la hierba.
—Disparó cinco veces y falló… —murmuró el jefe, resplandeciente con su uniforme de gala y la gorra salpicada de copos de nieve.
—Bueno, no estoy tan seguro. El comisario Brown llevaba puesto un chaleco.
—Llevaba un chaleco antibalas bajo el disfraz de Santa Claus. —El jefe repetía las palabras de Marino como si tomara notas.
—Ajá. —Marino se inclinó a examinar un extremo del tendedero y recorrió con el haz de luz el metal oxidado del poste, medio caído hacia un lado. Con el pulgar enguantado, tocó un orificio causado por una bala—. Vaya, vaya —comentó—, parece que esta noche han disparado aquí a un negro y a un polacón.
El jefe guardó silencio durante unos instantes y, por último, murmuró:
—Mi mujer es polaca, capitán.
Marino se quedó cortado y yo contuve la respiración.
—Su apellido no es polaco, jefe…
—Por supuesto. Lleva mi apellido y yo, desde luego, no lo soy —replicó el jefe, que era negro—. Le sugiero que refrene sus comentarios étnicos y racistas, capitán —añadió en tono de advertencia, con los músculos de las mandíbulas muy tensos.
Llegó la ambulancia. Empecé a tiritar.
—Mire, no era mi intención… —comenzó a disculparse Marino.
El jefe no le dejó seguir:
—Creo que es usted el candidato perfecto para asistir a las clases sobre diversidad cultural. Ya he hecho ese curso.
—Ya ha hecho ese curso, señor, pero va a hacerlo otra vez, capitán.
—Lo he hecho tres veces. No es preciso que me mande allí una cuarta —replicó Marino, más dispuesto a acudir al proctólogo que a repetir una sola clase más de diversidad cultural.
Se oyeron portazos y alguien acercó una camilla metálica chirriante.
—Marino —dije yo—, aquí ya no puedo hacer nada más. —Quería que callase antes de que se metiera en más problemas—. Y tengo que ir a la oficina…
—¿Qué? ¿Lo va a despachar esta misma noche? —preguntó Marino con cierto abatimiento.
—Creo que es una buena idea, en vista de las circunstancias —respondí, nerviosa—. Además, me marcho de viaje mañana por la mañana.
—¿Navidades con la familia? —intervino el jefe Tucker, un hombre que era muy joven para ocupar un cargo tan alto.
—Sí.
—Eso está muy bien —afirmó sin la menor sonrisa—. Venga conmigo, doctora Scarpetta. La llevaré al depósito.
Marino me miró mientras encendía un cigarrillo.
—Pasaré por allí tan pronto haya terminado —dijo.
2
Paul Tucker había sido nombrado jefe de policía de Richmond hacía varios meses, pero sólo nos habíamos visto brevemente en una gala social. Aquella noche era la primera vez que nos encontrábamos en la escena de un crimen y todo lo que sabía de aquel hombre habría cabido en una ficha de archivo.
Había sido una estrella del baloncesto en la Universidad de Maryland y finalista de las becas Rhodes. Estaba en una forma física insuperable, era excepcionalmente inteligente y se había graduado en la Academia Nacional del FBI. Me parecía que me caía bien, pero no estaba segura.
—Marino no le desea ningún mal, jefe —comenté mientras pasábamos un cruce en ámbar en East Broad Street.
Noté en mi rostro la mirada de los ojos oscuros de Tucker y percibí su curiosidad.
—El mundo está lleno de gente que no desea causar ningún mal pero lo causa, y mucho —dijo.
Tenía una voz grave y modulada que me evocó el bronce y la madera pulimentada.
—No puedo discutirle eso, coronel Tucker.
—Llámeme Paul.
No le dije que podía llamarme Kay porque, después de tantos años moviéndome en aquel ambiente, había aprendido un poco.
—No servirá de nada enviarlo a otro curso de diversidad cultural —continué.
—Marino necesita aprender disciplina y respeto.
Tucker volvía a mirar al frente.
—Es un oficial disciplinado y respetuoso. A su manera.
—Necesita aprender a serlo como es debido.
—No conseguirá cambiarlo, coronel —le aseguré—. Es un hombre difícil, irritante, maleducado… y el mejor detective de homicidios con quien he trabajado.
Tucker guardó silencio hasta que llegamos a los límites exteriores del Hospital de Virginia y tomamos a la derecha por la calle Catorce.
—Dígame, doctora Scarpetta —me comentó entonces—, ¿cree que su amigo Marino es un buen jefe de comisaría?
La pregunta me desconcertó. El ascenso de Marino a teniente ya me había sorprendido y su nombramiento como capitán me había llenado de asombro. Dan siempre había odiado los galones e, incluso después de convertirse en lo que aborrecía, seguía despreciando a los mandos como si él no lo fuera.
—Creo que es un policía excelente. Es honrado a carta cabal y tiene buen corazón.
—Doctora, ¿piensa responder a mi pregunta? —insistió Tucker en un tono de cierto regocijo—. Marino no es un político.
—Desde luego.
El reloj de la torre de la estación de Main Street indicaba la hora desde su elevada posición sobre la vieja estación de trenes abovedada, con su techo de terracota y su red de raíles. Detrás del edificio de los laboratorios aparcamos en la plaza reservada bajo el rótulo de «Forense Jefe», un espacio de asfalto nada impresionante donde mi coche pasaba la mayor parte de su vida.
—Marino dedica demasiado tiempo al FBI —comentó Tucker.
—Y presta servicios de incalculable valor —añadí.
—Sí, sí, ya lo sé. Y usted también, doctora. Pero el caso de Marino presenta un grave inconveniente. Se supone que está al mando de la Primera Comisaría y no debe ocuparse de los crímenes de otras ciudades. Y yo intento dirigir un departamento de Policía…
—Cuando se produce un acto de violencia, sea donde sea, es problema de todos —respondí—. Da igual a qué comisaría o departamento pertenezca.
Tucker fijó la mirada en la puerta de la rampa de acceso con aire pensativo. Dijo:
—Desde luego, yo sería incapaz de dedicarme a lo que hace usted a estas horas de la noche, cuando no hay nadie por aquí excepto los cuerpos de la cámara frigorífica.
—No es a ellos a quienes temo —repliqué sin inmutarme.
—Pues a mí, por irracional que sea la idea, me darían mucho miedo.
Los faros iluminaron el muro de estuco y acero, todo ello pintado del mismo color beis, insulso y deslustrado. En una puerta lateral, un rótulo rojo anunciaba a los visitantes que el interior del edificio se consideraba zona de riesgo biológico y ofrecía instrucciones para la manipulación de los cadáveres.
—Tengo que preguntarle una cosa… —murmuró Tucker. El tejido de lana del uniforme rozó la tapicería con un susurro cuando el coronel cambió de posición y se inclinó un poco hacia mí. Me llegó el aroma a colonia Hermes. Era un hombre guapo, de pómulos altos y dientes fuertes y blancos, cuyo cuerpo daba una sensación de fuerza, como si su negra piel fuera el camuflaje de un leopardo o de un tigre.
—¿Por qué lo hace? —fue su pregunta.
—¿Por qué hago qué, coronel?
Tucker se echó hacia atrás en el asiento.
—Mire —respondió mientras en el mensáfono parpadeaban unas luces—, usted es abogada y médico. Usted es jefe y yo también. Por eso se lo pregunto. No pretendo faltarle al respeto.
Esto último estaba muy claro.
—No sé por qué —confesé.
Tucker guardó silencio unos instantes; por fin, volvió a hablar:
—Mi padre estaba empleado en un almacén de maderas y mi madre limpiaba casas de ricos en Baltimore. —Hizo una breve pausa—. Ahora, cuando voy a Baltimore, me alojo en buenos hoteles y como en los restaurantes de moda. La gente me saluda. En algunas cartas que me llegan me llaman «Honorable». Vivo en Windsor Farms.
»Tengo a mis órdenes a más de seiscientos hombres y mujeres armados en esta violenta ciudad, doctora. Y sé muy bien por qué hago lo que hago: porque cuando era joven no tenía poder. Vivía con gente que no tenía poder y aprendí que todo el mal sobre el que oía predicar en la iglesia tenía su raíz en el abuso de aquello que yo no tenía.
La cadencia y la coreografía de los copos de nieve no había cambiado. Contemplé cómo cubrían lentamente el capó del coche.
—Coronel Tucker —lo interrumpí—, es Nochebuena y el comisario Santa Claus, presuntamente, acaba de matar a alguien a tiros en Whitcomb Court. Los de la prensa deben de andar locos. ¿Qué aconseja que hagamos?
—Estaré toda la noche en la central. Me aseguraré de que patrullen en torno a este edificio. ¿Quiere que alguien la escolte hasta su casa?
—Supongo que me llevará Marino, pero, desde luego, llamaré si creo que necesito una escolta adicional. Debe usted saber que esta situación se complica aún más por el hecho de que Brown me odia y ahora voy a ser testigo pericial en el caso.
—Ojalá todos pudiéramos tener tanta suerte.
—No me siento afortunada.
—Tiene razón —declaró él con un suspiro—. No debe sentirse afortunada porque la suerte no tiene nada que ver con el asunto.
—Aquí llega mi caso —comenté al ver entrar la ambulancia en el aparcamiento, sin luces ni sirenas porque no hay prisa ninguna cuando se transporta un cadáver.
—Feliz Navidad, jefa Scarpetta —se despidió Tucker cuando me apeé del coche.
Entré por una puerta lateral y pulsé un botón de la pared. La puerta de la rampa se abrió despacio con un chirrido y la ambulancia entró por ella. Los auxiliares abrieron la portezuela trasera, sacaron la camilla, la alzaron sobre las ruedas y transportaron el cuerpo por una rampa mientras yo abría una puerta que conducía directamente al depósito.
Las luces fluorescentes, los ladrillos y los suelos de color claro proporcionaban al pasillo un aire aséptico que resultaba engañoso. En aquel lugar no había nada estéril. Ni siquiera se podía calificar de limpio, según las regulaciones médicas normales.
—¿Lo quiere en la cámara? —me preguntó uno de los auxiliares.
—No. Llévenlo a la sala de rayos X.
Abrí más puertas, seguida del traqueteo de la camilla, que iba dejando un rastro de gotas de sangre sobre las baldosas.
—¿Esta noche trabajará sola? —preguntó un auxiliar de aspecto latino.
—Me temo que sí.
Desdoblé un delantal de plástico y me lo puse pasando la cabeza por la abertura, con la esperanza de que Marino se presentase pronto. Cogí una bata quirúrgica verde de un estante del vestuario y me coloqué las fundas para el calzado y dos pares de guantes.
—¿Quiere que la ayudemos a trasladarlo a la mesa? —se ofreció uno de los camilleros.
—Se lo agradecería mucho.
—¡Eh, chicos!, pongámosle el fiambre en la mesa a la doctora.
—¡Por supuesto!
—Mierda, esta bolsa también gotea. Tenemos que pedir otras.
—¿Cómo quiere que lo pongamos?
—Con la cabeza aquí.
—¿Boca arriba?
—Sí. Gracias.
—Muy bien. Uno, dos, tres… arriba.
Trasladamos a Anthony Jones de la camilla a la mesa de disección y uno de los auxiliares empezó a abrir la bolsa.
—No, no. Déjelo así —intervine—. Ya me ocuparé de eso.
—¿Cuánto tiempo estará?
—No mucho.
—Necesitará ayuda para volver a moverlo.
—Aceptaré toda la que tenga —les aseguré.
—Podemos quedarnos un rato. ¿De veras iba a hacer todo esto usted sola?
—Estoy esperando a alguien.
Poco después trasladamos el cuerpo a la sala de autopsias y lo desnudé sobre la primera mesa. Los auxiliares se marcharon y la sala recuperó sus sonidos habituales del agua corriendo por los desagües y del instrumental de acero tintineando contra las bandejas metálicas. Sujeté las radiografías del cadáver sobre los plafones iluminados, donde las sombras y formas de sus órganos y huesos se me aparecieron con nitidez. Las balas y sus múltiples fragmentos desprendidos formaban letales tormentas de nieve en el hígado, los pulmones, el corazón y el cerebro. El cuerpo tenía alojada una bala anterior en el glúteo izquierdo y una fractura curada en el húmero derecho. Jones, como tantos de mis pacientes, había muerto como había vivido.
Estaba practicando la incisión en Y cuando sonó el timbre de la puerta de recepción. No me detuve. El guardia de seguridad se encargaría de quien fuese. A los pocos momentos, oí unas firmes pisadas en el pasillo y entró Marino.
—Habría llegado antes, pero todo el vecindario ha decidido acercarse a ver el espectáculo.
—¿Qué vecindario? —Lo miré con expresión perpleja, blandiendo el escalpelo.
—Todos esos parásitos de Whitcomb Court. Temíamos que hubiese disturbios. Ha corrido la voz de que al tipo lo ha matado un policía y, después, que ha sido Santa Claus. En cosa de minutos ha empezado a aparecer gente como si saliera de las grietas de las aceras.
Todavía vestido de uniforme, Marino se quitó el abrigo y lo dejó doblado sobre una silla.
—Allá siguen rondando todos con sus botellas de Pepsi de dos litros y sonriendo a las cámaras de televisión. Increíble.
Sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de la camisa.
—Creía que iba usted por buen camino en el asunto de fumar —comenté.
—Sí. Voy cada día mejor.
—Marino, no es cosa para andarse con bromas…
Pensé en mi madre y su traqueotomía. Ni el enfisema la había curado de su hábito, hasta que sufrió la insuficiencia respiratoria.
—Está bien. —Marino se acercó aún más a la mesa—. Le diré la verdad: he bajado a medio paquete al día, doctora.
Corté las costillas y extraje la placa torácica.
—Molly no me deja fumar ni en su casa ni en su coche.
—¡Bravo por Molly! —Alabé a la mujer con la que Marino había empezado a salir alrededor del Día de Acción de Gracias—. ¿Qué tal le va con ella?
—De maravilla.
—¿Pasarán juntos las Navidades?
—Sí. Iremos a Urbana, con su familia. Hacen un pavo magnífico.
Dejó caer un poco de ceniza al suelo y se quedó en silencio.
—Esto llevará un rato —apunté—. Las balas se han fragmentado, como puede ver ahí, en las radiografías.
Marino contempló los morbosos claroscuros expuestos sobre los plafones iluminados de la sala.
—¿Qué utilizó? ¿Una Hydra-Shok? —pregunté.
—Hoy día, todos los policías de por aquí emplean la Hydra-Shok. Supongo que entiende por qué. Consigue su objetivo.
—Los riñones presentan una fina granulación superficial. Es muy joven para eso.
Marino echó un vistazo, curioso.
—¿Qué significa?
—Probablemente, un indicio de hipertensión.
Se quedó callado. Quizá se preguntaba si sus riñones tendrían el mismo aspecto. Yo sospechaba que sí.
—Me ayudaría mucho que pudiera tomar usted notas —apunté.
—No hay problema, siempre que lo deletree todo.
Se acercó a un estante y tomó lápiz y una tablilla sujetapapeles. Se puso unos guantes. Yo había empezado a dictarle pesos y medidas cuando sonó el buscapersonas que Marino llevaba al cinto. Lo soltó del cinturón, lo levantó para observar la pantalla y su expresión se ensombreció.
Se acercó al teléfono del otro extremo de la sala de autopsias y marcó un número. Habló dándome la espalda y sólo capté palabras sueltas que llegaron hasta la mesa donde yo estaba trabajando, pero su tono de voz me indicó que le comunicaban una mala noticia.
Cuando colgó, yo estaba extrayendo fragmentos de plomo del cerebro y garabateaba notas a lápiz en un paquete de guantes vacío, manchado de sangre. Interrumpí lo que estaba haciendo y le miré.
—¿Qué ocurre? —pregunté. Daba por sentado que la llamada guardaba relación con el caso,