El arte de pensar

Rolf Dobelli

Fragmento

Creditos

Título original: Die kunst des klaren denkens

Traducción: Nuria Villagrasa

1.ª edición: junio, 2016

© 2016 by Carl Hanser Verlag München

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-476-3

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Prólogo

El sesgo de supervivencia

La ilusión del cuerpo de nadador

El efecto del exceso de confianza

La prueba socia

La falacia del coste irrecuperable

La reciprocidad

El sesgo de confirmación

El sesgo de confirmación

El sesgo de autoridad

El efecto contraste

El sesgo de disponibilidad

La trampa de «empeorará antes de mejorar»

El sesgo del relato

El prejuicio de retrospectiva

La sabiduría de chófer

La ilusión de control

La tendencia incentivo-superrespuesta

La regresión a la media

La fatalidad de la dula

El sesgo de resultado

La paradoja de la abundancia

El sesgo de agradar

El efecto de dotación

El milagro

Pensamiento de grupo

El descuido de la probabilidad

El sesgo del riesgo cero

El error de la escasez

La desestimación de las probabilidades previas

La falacia del jugador

El ancla

La inducción

La aversión a la pérdida

La pereza social

El crecimiento exponencial

La maldición del ganador

El error fundamental de atribución

La falsa causalidad

El efecto halo

Las vías alternativas

La ilusión del pronóstico

La falacia de la conjunción

Encuadre

El sesgo de acción

El sesgo de omisión

El sesgo de autoservicio

La adaptación hedónica

El sesgo de autoselección

El sesgo de asociación

La suerte del principiante

La disonancia cognitiva

El descuento hiperbólico

Epílogo

Bibliografía

Agradecimientos

Sobre la ilustradora

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Prólogo

Todo empezó una noche de otoño de 2004. A invitación del editor Hubert Burda, viajé a Múnich para participar en lo que se llamó un «intercambio informal con intelectuales». Nunca antes me había considerado un «intelectual» (estudié empresariales y me hice empresario, es decir, lo contrario de un intelectual), pero había publicado dos novelas y evidentemente eso bastaba.

En la mesa estaba Nassim Nicholas Taleb, por entonces un oscuro financiero de Wall Street con inclinaciones por la filosofía. Le fui presentado como experto en la Ilustración inglesa y escocesa, sobre todo en David Hume. Obviamente me habían confundido. No dije nada, sonreí algo inseguro a mi alrededor y dejé que la pausa así producida pareciera una prueba de mis vastos conocimientos filosóficos. De inmediato, Taleb acercó una silla libre y me la ofreció dando palmaditas en el asiento. Por suerte, tras unas pocas frases, la conversación se desvió de Hume a Wall Street, donde al menos podía participar. Nos divertimos con los errores sistemáticos que cometen los directores ejecutivos, sin excluirnos a nosotros mismos. Hablamos del hecho de que, al examinar en retrospectiva sucesos improbables, estos parecían mucho más probables. Nos reímos de los inversores que apenas podían separarse de sus acciones con las cotizaciones por debajo del precio de compra.

Poco después, me envió unas páginas de su manuscrito, que comenté y en parte critiqué, y acabaron formando parte del éxito de ventas mundial El cisne negro. El libro catapultó a Taleb a la liga de las estrellas intelectuales mundiales. Con una creciente hambre intelectual, devoré la bibliografía sobre heurísticas y sesgos. En paralelo, se intensificó el intercambio con numerosas personas a las que se podría considerar la intelligentsia de la Costa Este norteamericana. Años después, me di cuenta de que, junto a mi trabajo de escritor y empresario, había completado un auténtico estudio de psicología social y cognitiva.

Los errores de lógica, tal como utilizo aquí ese concepto, son desviaciones sistemáticas respecto de la racionalidad, de los pensamientos y comportamientos óptimos, lógicos y sensatos. La palabra «sistemático» es importante, porque solemos equivocarnos en la misma dirección. Por ejemplo, sobrevaloramos nuestros conocimientos con más frecuencia que los infravaloramos. O bien el riesgo de perder algo nos mete más prisa que la perspectiva de ganar algo. Un matemático lo calificaría de distribución asimétrica de errores de lógica. Por suerte, pues la asimetría a veces hace que los errores sean previsibles.

Para no perder por imprudencia el patrimonio que había acumulado a lo largo de mi actividad literaria y empresarial, empecé a recopilar errores de lógica sistemáticos junto con notas y anécdotas personales. No tenía intención de publicar esa lista, la hice solo para mí. Pronto me di cuenta de que no solo me resultaba útil en el terreno de la inversión de capitales, sino también en la vida empresarial y privada. El conocimiento de los errores de lógica me convirtió en alguien más sereno y sensato: reconocía a tiempo mis propios errores de lógica y podía evitarlos antes de que causaran graves perjuicios. Y por primera vez advertía si los demás actuaban de forma insensata y podía estar preparado para tratarlos, quizás incluso con ventaja. Pero, sobre todo, de ese modo había conjurado el fantasma de la irracionalidad; tenía a mano categorías, nociones y razones para ahuyentarlo. Desde Benjamin Franklin, los rayos y truenos no son más raros, ni más débiles ni más silenciosos, pero son menos espantosos... y lo mismo me pasa a mí desde entonces con mi propia insensatez.

Los amigos a quienes se lo conté pronto empezaron a interesarse por mi pequeño compendio. Ese interés desembocó en una columna semanal en el Frankfurter Allgemeinen Zeitung y en el semanario suizo SonntagsZeitung, en innumerables presentaciones (sobre todo para médicos, inversores, consejos de administración y directores ejecutivos), y finalmente en esta obra. Voilà. Ahora la tienen en sus manos; no su suerte, pero sí al menos un seguro frente a un infortunio autoinfligido demasiado grande.

ROLF DOBELLI, 2011

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El sesgo de supervivencia

Por qué habría que visitar cementerios

Da igual adónde mire Reto, por todas partes ve estrellas del rock. Aparecen en televisión, en las portadas de las revistas, en los programas de conciertos y en páginas de seguidores en internet. Sus canciones se oyen con fuerza: en el centro comercial, en la propia lista de reproducción, en el gimnasio. Las estrellas del rock están ahí. Son muchas. Y tienen éxito. Animado por el éxito de innumerables héroes de la guitarra, Reto formó una banda. ¿Lo logrará? La probabilidad es de un pelo por encima de cero. Como tantos otros, presumiblemente acabará en el cementerio de los músicos fracasados. Esta necrópolis cuenta con diez mil veces más músicos que los escenarios, pero a ningún periodista le interesan los fracasados, salvo las estrellas caídas. Eso hace que el cementerio sea invisible para los profanos.

El «sesgo de supervivencia» (survivorship bias) significa que, como los éxitos generan una mayor visibilidad en el día a día que los fracasos, se sobrestima sistemáticamente la perspectiva de éxito. Como profano, usted sucumbe (igual que Reto) a una ilusión. Ignora lo minúsculamente pequeña que es la probabilidad de éxito. Detrás de cada escritor de éxito se ocultan cien más cuyos libros no se venden. Y detrás de estos, otros cien que no han encontrado editorial. Y detrás de esos, cientos con un manuscrito empezado en el cajón. Pero nosotros solo oímos hablar de los triunfadores e ignoramos lo improbable que resulta el éxito literario. Lo mismo vale para fotógrafos, empresarios, artistas, deportistas, arquitectos, premios Nobel, presentadores de televisión y reinas de la belleza. A los medios de comunicación no les interesa en absoluto enterrar a los fracasados en los cementerios. Tampoco ellos son culpables de eso. Significa que esa reflexión debe asumirla usted, si quiere reducir el sesgo de supervivencia.

Como muy tarde, el sesgo de supervivencia le pillará en cuestiones de dinero: un amigo crea una nueva empresa. Del círculo de inversores potenciales también forma parte usted. Ve la oportunidad, podría convertirse en la próxima Microsoft. Quizá tenga usted suerte. ¿Qué aspecto tiene la realidad? El escenario más probable es que la empresa apenas arranque de la parrilla de salida. Lo más probable es la bancarrota a los tres años. De las empresas que superan los tres años, la mayoría quedan reducidas a una pyme con menos de diez empleados. Conclusión: se ha dejado deslumbrar por la presencia mediática de las empresas de éxito. Así pues, ¿no corremos riesgos? Sí. Pero hágalo consciente de que el diablillo del sesgo de supervivencia deforma las probabilidades como un cristal pulido.

Veamos, por ejemplo, el Dow Jones. Se compone de ruidosos supervivientes. Porque en un índice de acciones no constan las empresas pequeñas y las fallidas, es decir, la mayoría. Un índice bursátil no es representativo de la economía de un país. Del mismo modo que la prensa no informa representativamente sobre toda la multitud de músicos. También la enorme cantidad de libros sobre el éxito y cómo alcanzarlo deberían despertar su escepticismo: los fracasados no escriben libros ni dan conferencias sobre su fracaso.

El sesgo de supervivencia se volverá bastante difícil si usted mismo forma parte del montón «superviviente». Aunque su éxito se base en la pura casualidad, descubrirá puntos en común con otros afortunados y los interpretará como «factores de éxito». No obstante, al visitar el cementerio de los fracasados (personas, empresas, etcétera), se daría cuenta de que estos también habían aplicado con frecuencia esos supuestos «factores de éxito».

Si suficientes científicos investigan un fenómeno concreto, sucederá que un par de esos estudios, por pura casualidad, aportarán resultados estadísticamente relevantes, por ejemplo, sobre la relación entre el consumo de vino tinto y una mayor esperanza de vida. De ese modo, estos (falsos) estudios enseguida logran un elevado nivel de popularidad. Un sesgo de supervivencia.

Pero ya basta de filosofía. El sesgo de supervivencia significa que usted sobrevalora sistemáticamente la probabilidad de éxito. Para remediarlo, visite lo más a menudo que pueda las tumbas de los proyectos, inversiones y carreras que en su día prometían mucho. Un paseo triste, pero saludable.

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La ilusión del cuerpo de nadador

¿Harvard es una universidad buena o mala? No lo sabemos

Cuando el ensayista y agente de bolsa Nassim Taleb tomó la decisión de hacer algo contra sus obstinados kilos, echó un vistazo a diversos deportes. Los corredores le daban una impresión flaca y triste. Los culturistas parecían anchos y tontos. Los tenistas, uf, ¡tan de clase media alta! Pero los nadadores le gustaron. Tenían esos cuerpos elegantes y bien formados. Así que decidió meterse dos veces por semana en el agua clorada de la piscina local y entrenarse en serio. Tardó bastante tiempo en darse cuenta de que había caído en la trampa de una ilusión. Los nadadores profesionales no tienen esa constitución física perfecta porque entrenen mucho. Es al revés: son buenos nadadores porque tienen ese cuerpo. Su constitución física es un criterio de selección, no el resultado de su actividad.

Las modelos hacen publicidad de cosméticos. Así, algunas consumidoras llegan a la conclusión de que los cosméticos las embellecerán. Sin embargo, no son los cosméticos los que convierten a las mujeres en modelos. Las modelos han nacido bellas por casualidad, y en realidad solo por eso se las tiene en cuenta para la publicidad de cosméticos. Como en el caso de los nadadores, la belleza es un criterio de selección, no un resultado.

Siempre que confundimos el criterio de selección con el resultado nos dejamos engañar por la «ilusión del cuerpo de nadador» (swimmer’s body illusion). Sin esa ilusión, la mitad de la publicidad no funcionaría.

Pero no se trata solo de cuerpos atractivos. Harvard tiene la reputación de ser una de las mejores universidades. Numerosas personas de gran éxito han estudiado en Harvard. ¿Significa eso que Harvard es un buen centro? No lo sabemos. Quizá la universidad sea horrible, pero capta a los estudiantes mejor dotados del mundo. Yo viví así la Universidad de St. Gallen. Su reputación es excelente, pero la enseñanza (hace veinte años) era mediocre. Por algún motivo —‌una buena selección de los estudiantes, el clima en el angosto valle, ¿la comida del comedor?—, pese a todo, muchos de sus graduados se han convertido en algo.

Los cursos de MBA (máster en administración de empresas) de todo el mundo seducen con estadísticas de ingresos. Los interesados cuentan con que un MBA aumenta el sueldo en un equis por ciento de media. El sencillo cálculo debe demostrar que las exorbitantes tasas universitarias quedan cubiertas en poco tiempo. Muchos caen en la trampa. No quiero suponer que los centros manipularon las estadísticas. Y aun así sus declaraciones no tienen valor. Los que no aspiran a un MBA están hechos de una pasta distinta que los que aspiran a un MBA. La diferencia salarial de los últimos tiene cientos de razones distintas del título de MBA. De nuevo tenemos aquí la ilusión del cuerpo de nadador: el criterio de selección se confunde con el resultado. Cuando se plantee seguir unos estudios de posgrado, búsquese motivos diferentes al aumento de sueldo.

Cuando pregunto a la gente afortunada dónde radica el secreto de su suerte, suelo oír frases como: «Hay que ver el vaso medio lleno en vez de medio vacío.» Como si esas personas no pudieran aceptar que han nacido afortunadas y ahora se inclinaran por ver lo positivo en todo. Los afortunados no quieren reconocer que la felicidad es en gran parte innata y permanece constante a lo largo de la vida. La ilusión del cuerpo de nadador también se da como autoilusión. Si después los afortunados encima escriben libros, el engaño se vuelve pérfido.

Por eso, ahora trace una amplia curva para evitar los libros de autoayuda. En el cien por cien de los casos, están escritos por personas con una tendencia natural a la suerte. Pues bien, despilfarran consejos en cada página. Se obvia que hay miles de millones de personas a las que esos consejos no les funcionan, porque los desafortunados no escriben libros de autoayuda.

Conclusión: en cualquier lugar donde se recomiende algo de valor —‌músculos de acero, belleza, elevados ingresos, larga vida, aura, suerte—, observe bien. Antes de tirarse a la piscina, eche un vistazo al espejo. Y sea sincero consigo mismo.

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