Índice
Créditos
Al lector
HERMANOS
1. Río sagrado
2. Ciego por un día
3. Círculo encantado
4. Sari de la suerte
5. Milagros ocultos
6. Rama y Lakshmana
7. Laus Deo
8. Primero en la lista de espera
9. Baja colateral
10. Médicos de verdad
11. Tierra del padrino
12. Primeras impresiones
13. Tecnología punta
14. Un gigante en medicina
15. Una luz oscura
16. Ser y bendición
17. Territorio sin camino
18. Adivino o charlatán
19. Ciencia de vida
20. Dedo en el pulso
21. Dolores de parto
22. Curas milagrosas
23. Sueño americano
24. Experiencia cumbre
Posfacio
Fotografías
Agradecimientos
Notas
Créditos
Título original: Brotherhood
Traducción: Javier Guerrero
Edición en formato digital: noviembre de 2013
© 2013 by Deepak Chopra y Sanjiv Chopra
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427
08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito legal: B. 25.483-2013
ISBN: 978-84-9019-648-9
Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
A nuestros increíbles y cariñosos padres
Krishan y Pushpa Chopra
Al lector
Escribir un libro de memorias a cuatro manos era territorio inexplorado para nosotros. No teníamos ningún modelo a seguir. Cuando dos personas escriben juntas, combinan sus voces en una. ¿Por qué nosotros no? Deepak podría haberse controlado para no dominar a su hermano pequeño (lo prometió). Sanjiv sabe defenderse y sacar con suavidad el codo cuando corre el riesgo de que lo tiren del nido.
En cambio, elegimos esta forma original de presentar la historia de nuestras vidas, porque demostró ser más emocionante para nosotros, y esperamos que también lo sea para el lector. Un hermano tiene libertad de explicar cómo recuerda los días de infancia en Jabalpur y Shillong, viendo a través de sus ojos recuerdos, nostalgia, negación y fantasía. Después se ofrece un segundo punto de vista. Los hechos como tales no cambian: una gran casa colonial en Jabalpur donde nuestro padre veía una retahíla de pacientes cada día y nuestra madre alimentaba en silencio a los más pobres. Los hechos no son más que la semilla de un recuerdo. Era mejor dejar que cada hermano sembrara sus propias simientes, con libertad para dejar que el pasado se desplegara a su manera personal y peculiar. No miramos los capítulos del otro durante el proceso de redacción. No hubo discusiones sobre quién tenía razón.
Otro motivo para escribir como voces separadas vino de nuestro editor, que sentía que detrás de los hermanos Chopra se extendía el mundo más grande de la inmigración y el sueño americano. Los dos elegimos salir de India sin dinero ni propiedades, salvo la propiedad intelectual de un diploma en medicina y algunos sueños. No muchos estadounidenses eran conscientes de la inmigración india en los años setenta, y mucho menos de una «diáspora india». Se centraban en sus propios problemas; para empezar y muy en especial el conflicto de Vietnam, que creó una grave escasez de médicos y abrió la puerta para que dos doctores jóvenes practicaran la medicina aquí. El punto de vista general, para ser francos, era que los médicos extranjeros eran necesarios pero no bienvenidos.
India tampoco quería que nos fuéramos. El gobierno había prohibido el examen escrito que un doctor tenía que aprobar antes de que Estados Unidos le ofreciera un visado y solo se permitía cambiar una miseria en dólares para viajar al extranjero. No obstante, había una resistencia más profunda en marcha. India es una cultura materna que de verdad hace de madre, que abraza a sus hijos con fuerza y es muy reticente a dejarlos ir. Tan jóvenes —y ansiosos por reivindicarnos— como éramos, oímos que se vertían lágrimas a nuestra espalda en el aeropuerto de Delhi, y no solo por parte de nuestros padres. Nuestra decisión de apartarnos hacía que no fuéramos ni completamente indios ni completamente estadounidenses. Nos habíamos agarrado a un doble destino.
Al nacer, un par de gemelos idénticos comparten los mismos genes, pero cuando cumplen setenta, sus perfiles genéticos son drásticamente diferentes. El ADN real no ha cambiado, pero su actividad sí, subiendo y bajando, recombinando miles de interruptores. Esta divergencia nos ocurrió a nosotros, solo que era un conjunto de genes culturales lo que compartíamos. Como se verá, nuestras vidas tomaron caminos radicalmente distintos. Deepak desempeñó un papel fundamental en llevar a Occidente la espiritualidad india y la tradición médica del Ayurveda. Sanjiv continuó en la senda de la medicina occidental para convertirse en profesor de la facultad de medicina de Harvard. Ha habido tiempos, francamente, en que nos preguntábamos si comprendíamos la realidad del otro. Así es la fascinación y el dolor de empezar tan unidos.
Hoy un destino doble es más común que nunca. Según cálculos actuales de la Oficina del Censo, el 20 % de los estadounidenses tiene al menos un progenitor que ha nacido en el extranjero. El tejido del país ha cambiado, aportando sentimientos encontrados en todos lados. Así que un doble libro de memorias tiene sentido para los hermanos Chopra. La duplicidad sigue siendo cierta para nosotros cuarenta años después, acumulando riqueza y pérdida, consternación y claridad. Como todos los demás, podemos mirar atrás a vidas no vividas. Y pese a todo, sentimos que la vida que vivimos es simbólica. La fraternidad es universal. Se construye un yo, dos yoes encuentran una órbita uno en torno a otro, una sociedad los absorbe en un tejido colectivo que nunca es igual mañana que ayer. Queríamos compartir nuestro viaje con todos los que están construyendo un yo del mismo modo complejo y con frecuencia misterioso.
DEEPAK CHOPRA
SANJIV CHOPRA
HERMANOS
1
Río sagrado
Deepak
Preparados, listos, ya.
Si el sacerdote no murmuró estas palabras exactas, al menos su gesto me dijo que cogiera el palo que llevaba en la mano. Era el momento. Yo era el hijo mayor. Por derecho, el hijo mayor es el que hace un agujero en el cráneo de su padre para liberar así su alma de esta vida para que pase a la siguiente.
Solo conocía vagamente este antiguo ritual. Nunca lo había visto. Miré con vacilación a mi hermano, Sanjiv. Siendo el hijo menor, él sería el siguiente.
Esto es completamente singular.
Me guardé esa idea. El sacerdote se ocupaba de todo. Sanjiv y yo éramos casi irrelevantes: dos transeúntes modernos atrapados en las maneras ancestrales. Habíamos regresado en avión a Nueva Delhi en el momento en que recibimos la noticia de la repentina muerte de nuestro padre.
El humo de cuerpos quemados emanaba un olor indescriptible en torno a nosotros y ensuciaba el cielo. El hedor tenía que ser intenso, pero en ese momento yo era inmune a él. Cada pira ocupaba su pequeña parcela en el ghat o lugar de cremación. Las mujeres se lamentaban. Los troncos para la cremación reflejaban un orden social: madera barata para los pobres; madera de sándalo cara y fragante para quienes podían costeársela. También se esparcían caléndulas naranjas sobre los cuerpos de los acaudalados antes de que se encendiera la pira.
El sacerdote me estaba mirando, con ganas de seguir adelante; era su trabajo diario. Entretanto, sentí un extraño desapego. Siglos de tradición decían: «No debes olvidarnos», y yo obedecí, cogiendo el palo de la mano del sacerdote.
Entre las llamas, que eran transparentes a la luz del sol de mediodía, atisbaba la forma del cuerpo de mi padre. La mortaja ya se había consumido y los restos eran más esqueleto que cuerpo. No me invadió ningún horror. Parte de mi mente se quedó aparte, admirando la eficiencia del ghat. Las llamas ardían a gran temperatura y finalizaron la tarea con rapidez.
Papá estaba vivo treinta y seis horas antes. Se había sentado para ver, sin ningún entusiasmo, el juramento presidencial de George W. Bush. Era 2001, su primer mandato. Esa mañana, había hecho sus rondas en el hospital Moolchand como de costumbre, con una fila de médicos jóvenes tras él, y había mencionado a mi madre al darle el beso de buenas noches que sentía un poco de malestar. Mejor llamar por la mañana a K. K., uno de los médicos que trabajaban con él, por si acaso. Horas después había espacio vacío donde antes había vibrado la vida de una persona.
¿Cómo se definía un adulto? Alguien que conoce el valor de hacer algo que no le gusta hacer. Así que actué, clavé la punta afilada del palo en el cráneo de mi padre. Una vez leí la autobiografía de Michael Crichton que empezaba con una frase asombrosa de sus tiempos en la facultad de medicina: «No es fácil cortar una cabeza humana con una sierra de arco.» En cambio, hacer un agujero en un cráneo es fácil si este casi se ha reducido a cenizas.
¿Cuánto tiempo aguantaría tan desapegado?
Pasé el palo afilado a Sanjiv y logré mantener la atención en él sin pestañear después de lo que había hecho. Cuando estamos juntos, el tranquilo soy yo. Pero los dos ocupábamos un silencio sombrío en ese momento, y compartíamos el desconcierto.
Muerte es desconcierto. Los supervivientes se enfrentan a algo peor que la tristeza profunda, al vacío más absoluto. Un vacío en las inmediaciones del corazón que guarda un lugar para que el dolor lo llene después. En el budismo se dice que no hay alternativa al vacío; solo importa cómo lo afrontas. Desconocido para mí, lo afrontaría de una forma muy diferente a la que imaginaba.
El sacerdote asintió como si tal cosa cuando los dos hermanos terminamos de cumplir nuestro deber sagrado. La salmodia continuó durante horas. Teníamos las piernas correosas; estábamos exhaustos y adormilados por el jet lag.
Hay un pueblo nativo en las montañas desiertas de México occidental, los huicholes, que toman peyote todo el día, empezando de bebés cuando lo toman en la leche de sus madres. ¿Viven en una alucinación andante que ellos perciben como algo normal? En ese momento, Sanjiv y yo éramos dos huicholes.
Durante mucho tiempo no sabía cuándo había nacido en realidad. Mirando atrás, podría no haber importado. Ninguno de nosotros está verdaderamente presente en su propio nacimiento. Casi no estamos preparados para llegar. El cerebro de un recién nacido todavía está fabricando las conexiones neuronales a un ritmo de un millón por minuto. Tiene unos cuantos reflejos primarios, como cerrar los puños para obedecer la orden vital de «agárrate fuerte». En la sabana africana un ñu o una jirafa han de saber caminar en el instante en que caen desde la matriz a la acogedora pero peligrosa tierra. La supervivencia está en juego. La madre da unos pocos lametones para alentar a su cría a levantarse y enseguida el desfile de la vida sigue su camino, con un cachorro cerrando la marcha. Un bebé humano no es así. Es un producto a medio terminar, un esbozo en espera de ser completado. Para permanecer vivo, un bebe necesita todo el cuidado que pueda obtener.
Las familias indias han recibido el mensaje con ganas. Abrí los ojos ese día —¿abril?, ¿octubre?— para ver a media docena de miembros femeninos de mi familia; y ese grupo de tías, primas, comadrona y madre ansiosas y sonrientes sería el grupo más pequeño que vi en una sala durante muchos años. Yo era el primer hijo del doctor Krishan Lal y de Pushpa Chopra, nacido en el 17 de Babar Road, en Nueva Delhi. Quizá porque nací en medio de una multitud nunca sentí soledad existencial. Fue un placer que me llamaran Deepak, porque oír mi nombre hacía sonreír a la gente. Deepak significa «luz», y yo llegué durante el Diwali, el festival de las luces. Estallaban petardos en las calles, lo cual ayudó a enmascarar los sonidos de mi abuelo disparando al aire con su viejo rifle desde el tejado de su casa. La ciudad brillaba con miles de lámparas de aceite para celebrar la victoria del bien sobre el mal. Llamar a un bebé Deepak es una razón para sonreír.
La única angustia era que mi padre no estaba presente. En 1946, la guerra continuaba, y él había estado en el frente de Birmania, donde se creía que seguiría cuando yo nací, aunque su paradero exacto se desconocía. Pasarían otros veinte días hasta que viera por primera vez a su hijo recién nacido.
Pero no fue la confusión ni la ansiedad o superstición lo que hizo que mis padres cambiaran mi fecha de nacimiento real del 22 de octubre al 22 de abril, sino una cuestión técnica relacionada con el momento de empezar mi escolarización. Desplazar mi nacimiento a la primavera de 1947 me permitió asistir a la escuela cuando la familia se trasladó a un nuevo destino. No estoy seguro de conocer con claridad los detalles ni siquiera hoy mismo.
Es una cuestión innata en los indios considerar cualquier día como propicio o desfavorable. Haber nacido en el Diwali es lo bastante auspicioso para satisfacer a cualquiera, pero doblemente para un médico, porque el festival homenajea a Lakshmi, diosa de la prosperidad y la sanación. (La palabra «diosa» puede resultar engañosa. Me educaron para adorar a Dios en singular. Todos los dioses y diosas hindúes significan Dios, sin plural.)
Cada mañana, mi madre encendía una lámpara y recitaba la puyá diaria, el ritual religioso doméstico. Sanjiv y yo estábamos a su lado y nuestra fascinación principal se basaba en la forma en que nuestra madre entonaba sus plegarias, que era encantadora.
Nuestra casa estaba llena de visitantes y pacientes de todos los credos, y mi madre se preocupaba por todos ellos. La religión de mi padre era la medicina. A un médico del ejército como mi padre se le permitía tener una consulta privada los fines de semana. Enseguida me di cuenta de que papá era un médico especial. Los cardiólogos se fían de las lecturas de los electrocardiogramas para que les digan cómo va el corazón del paciente, pero mi padre se ganó su reputación por recopilar la misma información utilizando solo un estetoscopio y el sonido del corazón. Podía calcular de oído los intervalos entre la contracción de las cámaras del corazón —aurículas y ventrículos— hasta en fracciones de segundo. El uso del electrocardiograma solo se generalizó en la década de 1940 y, de hecho, mi padre se formó con uno de los doctores británicos pioneros cuando este hizo una gira de servicio en India. El recuerdo de un médico de esa época dice que la cardiología «no era más que tener buen oído con el estetoscopio», pero la precisión de mi padre se consideraba asombrosa.
Cuando él estaba destinado en Jabalpur, vivíamos en una casa colonial enorme con una amplia entrada bordeada de árboles de mango y guayaba. Al crecer la reputación de Krishan Lal, llegaron pacientes de todo el país. Mi madre se instalaba en la galería, tejiendo. Se fijaba en cómo llegaba cada paciente, ya fuera a pie o en coche o con un chófer. No se cobraba a nadie, pero cuando se marchaba un paciente pobre, mi madre le decía en voz baja a un sirviente, Lakshman Singh, que se asegurara de que tenía algo que comer y, si la necesidad era grande, un billete de tren a casa. Parece extraordinario, en retrospectiva, que Lakshman Singh llegara con mi madre como parte de su dote. Tenía catorce años entonces. (Ahora tendrá ochenta y tantos y ha sobrevivido a mi madre y a mi padre.)
Cuando yo tenía diez años y estábamos abandonando el destino en Jabalpur para ir al siguiente, en Shillong, una nutrida multitud se congregó para despedir a mi padre en la estación de ferrocarril, tocándole los pies, riendo y llorando. Cogí la mano de Sanjiv, maravillándome por ese estallido de humanidad, de tanta gente tan profundamente conmovida.
Mi madre vivía para sus hijos y para el trabajo de su marido. Esperaba levantada a que papá regresara del hospital y le preguntaba por sus casos. ¿Has descartado un edema pulmonar? ¿Has excluido la fibrilación auricular? Se hizo muy experta en eso, y predecía el progreso de un caso, negando con la cabeza con una mezcla de satisfacción y pena si tenía razón y el paciente no se recuperaba. También rezaba por los pacientes y se implicaba indirectamente, no solo en el trabajo detectivesco de diagnóstico, sino también en sus vidas personales. Mi padre hacía lo mismo. Yo no tenía forma de saber que esta clase de medicina no tenía futuro. Nadie conocía ninguna otra forma entonces.
El día después de la cremación, Sanjiv y yo regresamos al ghat y ayudamos a tamizar las cenizas de mi padre. El montón humeante podía tocarse con cautela, y cada fragmento de hueso que encontrábamos lo poníamos en una bolsa. La atmósfera era menos siniestra que el día anterior. Nos habíamos despertado de nuestra alucinación. Una nueva multitud de piras estaba ennegreciendo el aire. Las mujeres que lloraban tenían rostros diferentes, si es que el dolor puede tener caras diferentes. En un momento, el sacerdote levantó un trozo del esternón con dos costillas. En cierto modo le deleitó.
—¡Ah, tu padre era ilustrado! Mira, esto lo prueba —exclamó.
A su juicio, el fragmento recordaba la posición sentada en samadhi o meditación profunda.
Mi madre, que estaba artrítica y confinada a una silla de ruedas, no había asistido a la cremación. Es bastante normal que miembros de la familia muy cercanos al fallecido no asistan. Yo no había tenido tiempo de pensar en lo que se me venía encima emocionalmente, pero casi podía olerlo: una amargura acre que no tenía nombre. Quizá la actividad constante que rodea a la muerte en la India sea una antigua y sabia forma de impedir que el shock nos paralice. La única persona que se había echado a llorar desde mi llegada era Shanti, el criado que vivía en casa, que me recibió en la puerta cuando llegué en coche a la casa de mis padres en Link Road, en Defence Colony. Esa zona del sur de Delhi tenía ese nombre porque las casas fueron construidas por indios veteranos de la Segunda Guerra Mundial, a cada uno de los cuales se les había concedido una parcela en gratitud por su servicio.
Esa casa, construida en la parcela concedida a mi abuelo materno, tiene tres pisos y está hecha de ladrillo con una pared revestida de piedras de río. Mi abuelo había acampado en el solar, ordenando las piedras que quería elegir y diciéndoles a los obreros dónde ponerlas. Esa clase de fachada tenía un toque inusual entonces. Un pequeño jardín de césped bien cuidado y unos pocos rosales decoraban la parte delantera, pero no era un entorno tranquilo. Link Road está lleno de tráfico, y el ruido te presiona de forma casi constante en el interior de la casa.
La angustia de Shanti me hizo llorar cuando nos abrazamos. No recuerdo más lágrimas después de eso. (No hubo llantos tampoco en la cremación. Tenemos mujeres fuertes en la familia.) Mi madre se encontraba en el dormitorio, sentada, esperando. Como era cada vez más inválida, ninguno de nosotros había esperado que sería ella la que se quedaría sola. Había que solucionar cosas para ver dónde iba a vivir. Teníamos que afrontar los signos aterradores de la demencia. Pero nada de eso surgió esa primera noche. Mi madre estaba triste y lúcida. Solo recuerdo una frase suya: «Tu padre está arriba. Pasa la noche con él.»
Su cuerpo yacía en el suelo en un dormitorio del tercer piso. Estaba envuelto en una mortaja que dejaba su rostro al descubierto. Cuando lo vi, no había rastros de papá en la piel grisácea y la expresión de máscara. Estuve sentado hasta el amanecer, dejando que mi mente vagara por recuerdos que llegaban al azar. Mi hermano y yo fuimos niños muy queridos; ninguna de las imágenes que pasaron por mi mente era inquietante, y por esa razón ninguna era excepcional. Los campamentos militares en los que vivíamos, llamados acantonamientos. Mi madre compartiendo una comida con la cocinera; ella y mi padre no toleraban el sistema de castas tradicional. Una procesión de personas enfermas anónimas entrando por la puerta. Mi padre de joven, atractivo con su uniforme, con un derroche de medallas en el pecho. Se sentía a gusto siendo el dios de nuestra casa pese a lo modesto que era.
Sanjiv, que volaba desde Boston, llegó a Link Road antes que yo y se había ido a la cama para mitigar el agotamiento. Estaba esperando cuando yo bajé a la planta baja al amanecer. No se dijo nada dramático: de hecho, no se pronunciaron palabras. La familia extensa llegaría pronto. La mujer de Sanjiv, Amita, había volado con él, pero se acordó que mi mujer, Rita, llegaría más tarde, después de que concluyeran los cuatro días de duelo inmediato, para ayudar a que mi madre ordenara los asuntos de mi padre y ordenara sus papeles.
Al tercer día, Sanjiv y yo fuimos en coche a Haridwar, cuatro o cinco horas al norte. Los trozos de hueso de la cremación tenían que sumergirse en el Ganges. Los genes culturales tomaron el control otra vez. La ciudad de Haridwar es uno de los siete lugares más sagrados para los hindúes. El nombre significa Puerta de Dios; es donde el Ganges se separa del Himalaya y las pendientes de Rishikesh, el valle de los santos, antes de que se ensanche en las llanuras.
La ciudad es un caos sagrado. En cuanto bajamos del coche, se reunió un grupo de sacerdotes, asaltándonos con preguntas sobre nuestra familia: el nombre de mi padre, el nombre de mi abuelo, etcétera. Los templos se alineaban junto al río, e incontables personas entraban en el agua para las abluciones sagradas. Por la noche se bota una flotilla de lámparas encendidas que crea un espejo incandescente del cielo estrellado.
Una vez que respondimos suficientes preguntas, a Sanjiv y a mí nos condujeron por un estrecho callejón lleno de peregrinos, motocicletas que petardeaban y tiendas de dulces. Un sacerdote desenrolló un largo pergamino en un pequeño patio. Antes de esparcir las cenizas sobre el Ganges, la familia del fallecido marca su visita escribiendo un mensaje en el rollo. El suceso no tiene que ser una muerte. Durante siglos ese ha sido un lugar donde la gente ha venido a marcar sucesos importantes de su vida, como un nacimiento o un matrimonio.
Los días de duelo por mi padre habían dispersado mis energías. En ese momento, mirando los mensajes dejados por mis antepasados, mi mente se concentró de repente.
En esa habitación oscura y sin aire vi que las últimas entradas en el rollo de nuestra familia estaban en inglés: mi padre que acudió a esparcir las cenizas de su padre; mi abuelo al llegar después de la Primera Guerra Mundial con su nueva prometida para «bañarse en la piscina celestial». El registro pasaba al urdu y el hindi antes de eso, y si la línea familiar se hubiera mantenido con fuerza, el registro podría haberse extendido hasta uno de los primeros rishis védicos, los profetas que empezaron el linaje espiritual de India antes de que hubiera una religión llamada hinduismo.
Yo estaba inusualmente conmovido, aunque no tenía un interés real en nuestro árbol genealógico. Impulsivamente añadí un mensaje a mis propios hijos: «Respira el perfume de tus antepasados.» Ese momento perdura en mi memoria. Después se encontró en la habitación de mi padre una nota doblada que ofrecía una despedida final. No sabemos cuándo la escribió o si había tenido una premonición de que iba a morir. Igual que había disfrutado de su vida, decía la nota, no pretendía regresar. Mi mente voló a los versos del místico persa sufí Rumi: «Cuando muera volaré con los ángeles. Cuando muera para los ángeles, no podéis imaginar en qué me convertiré.»
Sin embargo, ese momento de plenitud pasó con rapidez. Si una vida está contenida entre sus momentos de máximo éxtasis y los de máxima debilidad, para mí los dos chocaron entre sí. Me quedé alicaído y abatido.
Quería hablar con Sanjiv de este sentimiento de destino. Quería oír qué diría él. Pero al pasar los días, me contuve. No era un tema con el que nos sintiéramos comprensivos al compartir nuestros puntos de vista en conflicto. Yo era el médico inconformista; él, la institución. Los hermanos pueden compartir genes, una familia y una cultura que los entrelaza en su lienzo complejo. Todo eso no se hablaba entre nosotros. Aun así, los gemelos que nacen con genes idénticos no son clones. A los setenta años su perfil genético será completamente diferente. Los genes se activan y desactivan. Escuchan en el mundo y aguzan el oído para captar cada pensamiento, deseo, temor y sueño de una persona. Los gemelos divergen tanto como el resto, aunque pueden mantener un vínculo sutil. ¿Sanjiv y yo teníamos eso? Papá nos había abandonado a nuestro sueño de vida. ¿Él se había despertado del suyo o simplemente se había desvanecido?
Una vez esparcidas las cenizas, mi hermano y yo llegamos a Link Road después de medianoche. La bolsa que había contenido las cenizas de nuestro padre estaba vacía, descartada en el asiento de atrás. De camino a casa, ninguno de nosotros había dicho lo que sentía. La familia extensa se dispersó al cabo de cuatro días. Yo pasé el testigo a Rita cuando ella llegó y, tan deprisa como había entrado en la provincia de la muerte, estaba de vuelta en casa bajo el sol de California. Pero la provincia de la muerte es portátil, al parecer. Me acosó una abrumadora sensación de oscuridad: mi padre ya no existe. No queda nada. Va a un lugar donde un día yo lo seguiré.
El despertar espiritual empieza cuando te das cuenta de un hecho simple que la mayoría de la gente se pasa la vida evitando: la muerte nos acecha en cada momento. No puedo decir que lo sienta tan vívidamente como antes de Haridwar, pero de niño había sido literalmente despertado por una muerte.
Tenía seis años entonces. Mis padres habían ido a Inglaterra para que mi padre pudiera completar su formación avanzada en cardiología. Sanjiv y yo nos quedamos con nuestro abuelo paterno y dos tíos en Bombay. (Sanjiv y yo vivíamos con varios miembros de nuestra familia cuando nuestros padres estudiaban o viajaban por trabajo, o cuando nos fuimos de casa para asistir a una escuela privada. Nuestras tías y tíos se consideraban nuestros segundos padres. Siempre había sido de ese modo en India.)
Que un indio viajara a Londres a estudiar medicina era raro en esos días. En este caso, mi padre había sido asesor médico de lord Mountbatten, el último virrey de India. En 1947 se ordenó a Mountbatten liberar el país en cuestión de meses. Los sucesos se desarrollaron con rapidez y sin apenas mirar atrás; tres siglos de colonialismo deshecho.
En la desenfrenada confusión posterior, Mountbatten no olvidó a mi padre, y fue a través de él que se alisó el camino de la formación médica de Krishan. Pero esto no bastó para superar los prejuicios arraigados. En el hospital del ejército británico en Pune, mi padre iba detrás de los médicos blancos durante las rondas generales. Estudiaba minuciosamente sus libros de texto a última hora de la noche para poder estar preparado cuando el médico le pidiera que respondiera una pregunta, pero nunca le preguntaron. Lo dejaron de lado. Se convirtió en un asistente silencioso a una procesión de superiores británicos. Sin embargo, una mañana, junto al lecho de un paciente, los otros jóvenes doctores no supieron responder ante un diagnóstico complicado. El médico se volvió y repitió la pregunta a mi padre, que conocía la respuesta. De un solo golpe, se había ganado el respeto.
Por más educados y tolerantes que eran mis padres, nunca hubo ninguna duda sobre la línea trazada entre blancos y «morenos». La mayoría de los británicos asignados a India habían salido de su país en la época victoriana para hacer fortuna o para escapar de la vergüenza. Era un momento en que el hijo mayor lo heredaba todo, el hijo mediano iba a la universidad o se hacía clérigo y el menor o más desventurado se enrolaba en el ejército. India era una ruta de escape y una oportunidad de elevarse socialmente más alto que en Inglaterra. Los funcionarios asalariados vivían como rajás. Los clubes coloniales eran bastiones de la ampulosidad, más rígidos que cualquier club de Londres. Los británicos se estaban superando.
Puede que esta jerarquía fija se hubiera desplazado cuando mis padres eran adultos, pero la actitud de desprecio e indiferencia hacia la cultura india seguía en el mismo sitio. Lo cual es comprensible cuando has conquistado a un pueblo y solo lo quieres para saquearlo y sacar provecho. India era una joya de la corona por razones mercantiles. No había una razón militar real para ocupar el país, solo un inmenso potencial de beneficio.
Los Chopra ligaban su fortuna a los británicos porque no había otro escalón que subir. Mi bisabuelo era un cacique tribal en el desierto del Territorio del Noroeste y lo había defendido con cañones antes que acceder al ejército británico cuando lo llamaron. Eso contaba la leyenda familiar. Lo mataron, pero su hijo —mi abuelo— aceptó un puesto de sargento en el ejército británico, lo cual le garantizaba una pensión. La vinculación con los colonos blancos se convirtió en algo natural. Inglaterra era el otro lugar donde el té, el chutney y el kedgeree formaban parte de la vida cotidiana. Ambos países se paralizaban cuando la radio daba los resultados del críquet y en ambos países se adoraba a las estrellas de ese deporte con más devoción que a los dioses.
Aun así, cuando mi padre estuvo listo para zarpar, mi madre, que no iba a seguirlo hasta después de un tiempo, le hizo prometer una cosa: en cuanto desembarcara en Southampton, tenía que hacer que un inglés le limpiara los zapatos. Lo hizo e informó con satisfacción de que se había sentado en una silla alta con un hombre blanco agachado delante de él. En años venideros recordaba este incidente sin orgullo, pero sin arrepentimiento. Mientras que los británicos veían un imperio benigno (nadie estuvo legalmente esclavizado después de cierta fecha), el pueblo subyugado sentía que cada día le abrían las cicatrices psicológicas.
Mi padre viajó a Edimburgo para cumplir con sus exámenes de licencia médica —era más arriesgado hacerlos en Londres, donde supuestamente el examen era más difícil—, y cuando llegó a Bombay la noticia de que los había aprobado, mi abuelo se sintió rebosante de alegría. Igual que cuando yo nací, subió al tejado de nuestra casa con su rifle y disparó varios tiros al aire. Luego nos llevó a Sanjiv y a mí a ver Alí Babá y los cuarenta ladrones en el cine, lo cual nos entusiasmó. Aún mejor, estaba de un humor tan exultante que nos llevó a una feria ambulante y nos colmó de dulces.
En medio de la noche, me desperté por los gritos angustiados de las mujeres de la casa. Los criados llegaron corriendo y nos cogieron en brazos. Sin explicación, nos dejaron con un vecino de confianza. Nuestro abuelo, descubrimos, había muerto mientras dormía. A los seis años no tenía concepto de la muerte. Mi mente confundida no dejaba de preguntar: «¿Dónde está? Alguien me lo va a decir.» Sanjiv, que tenía tres años, reaccionó con un estallido repentino de una misteriosa enfermedad en la piel. Lo llevaron al hospital, pero no se hizo ningún diagnóstico verosímil. No obstante, un doctor encontró una explicación que todavía me satisface hoy:
—Está asustado. La piel nos protege y él se siente vulnerable, por eso se está pelando.
Ese hombre predijo que Sanjiv se recuperaría en cuanto llegaran mis padres, y así fue.
Al día siguiente nos enteramos de que mi abuelo estaba siendo incinerado. No iban a llevarse a dos niños pequeños, pero uno de mis tíos asistió, regresando con un ceño amargo en la cara. Era periodista y yo sentía un respeto reverencial por él. No sabía que yo podía oírle cuando soltó:
—Bau-ji estaba festejando con los niños ayer, ¿y ahora qué es? Una puñado de cenizas en un tarro.
Soy cauteloso a la hora de asignar momentos definitorios a una vida. Demasiadas influencias giran en torno a nosotros y otras secretas nos impregnan desde el inconsciente. Los expertos en memoria dicen que es probable que los recuerdos más llamativos que tenemos de la infancia sean engañosos; en realidad, son amalgamas de muchos incidentes relacionados cuajados en uno. Los traumas se desdibujan y se juntan. Cada Navidad se suma a una sola alegría. Pero las palabras de mi tío podrían haber marcado mi rumbo. En ese caso, quedaron sumergidas durante años mientras la muerte me acosaba y yo mantenía la decisión de no mirar por encima del hombro.
No puedo dejar ese momento sin decir que las personas mayores parecen controlar el tiempo de sus muertes, como algunas investigaciones han confirmado ahora. Esperan a un día significativo, un cumpleaños o quizá Navidad. Las tasas de mortalidad entre los ancianos aumentan después de las grandes fiestas. Años antes de que ningún estadístico pensara en estudiarlo, tuve una conmovedora experiencia de ello. Un anciano y su mujer habían ingresado juntos en el hospital. El marido estaba muriendo, en las fases terminales del cáncer, según recuerdo. El estado de la mujer era mucho menos serio, desde luego nada grave. Sin embargo, ella declinó rápidamente, mientras que él parecía seguir adelante, por profundos que fueran los estragos de la enfermedad.
Yo era un joven médico asignado a revisarlo cada día y una mañana me impactó enterarme de que la mujer había muerto durante la noche. Fui a decírselo a su marido, que pareció extrañamente aliviado.
—Ahora puedo irme —dijo.
Le pregunté qué quería decir.
—Un caballero siempre aguanta la puerta a una dama para que pase primero —dijo.
Falleció al cabo de unas horas.
Ahora me he puesto a contar mi historia y cómo se cruza y choca con la de Sanjiv. Parte de mí lo considera una empresa extraña, aunque me gano la vida con las palabras. El inconveniente de estar bajo la mirada del público, lo cual también es una gran atracción, es que la gente siente que ya te conoce. He vivido mucho tiempo con esta percepción equivocada. Llegué a un hospital en Calgary en cierta ocasión para dar una charla y vi un pequeño grupo de monjes protestando con carteles que decían: «Deepak Chopra, el satán hindú.» Cualquiera puede ir a blogs de científicos escépticos, donde me fustigaron como el emperador del bla-blá (no estoy seguro de lo que significa, pero suena un poco tierno, como algo del doctor Seuss).
Otras personas me miran favorablemente y de manera sonriente me cuentan que soy un gurú (una etiqueta que nunca me aplicaría a mí mismo, no por el olor a charlatanería que tiene en Occidente, sino porque el título se reverencia en la India). Sin embargo, nadie me ha preguntado a la cara quién soy en realidad. Indio de nacimiento, estadounidense por elección. Parte de la gran diáspora de posguerra que envió a asiáticos del sur por todo el mundo, desde África al Caribe. Un médico formado en el Instituto Panindio de Ciencia Médicas gracias a la generosidad de Rockefeller y de una riada de profesores visitantes de Estados Unidos. Como le ocurre a cualquiera, mi equipaje está forrado de etiquetas de todas las paradas que he hecho en la vida desde el momento en que nací. ¿Quieres conocerme? Mira mis etiquetas.
Contar la historia de tu vida puede ser simplemente un ejercicio de pasar etiquetas. Puede ser el encuentro de la vanidad insaciable de un escritor con la curiosidad ociosa del público. He decidido que contar mi historia puede beneficiar al lector solo si compartimos algo tan profundamente que lo valoramos por igual. No se trata de amor de familia, dedicación al trabajo, una visión de la vida o incluso caminar por la senda espiritual.
Lo que usted y yo valoramos profundamente es el proyecto de construir un yo. Como un arrecife de coral, que empieza cuando elementos de organismos microscópicos flotan en el mar, fusionándose gradualmente y finalmente construyendo un edificio enorme, usted y yo hemos estado construyendo un yo desde el momento en que «yo» significaba algo. En lo que a arrecifes se refiere, el nuestro es peliagudo. Casi cualquier experiencia pasada puede apropiarse de él. No hay planos de este edificio y para muchas personas el yo está construido por accidente. Miran atrás y descubren que la persona en la que se han convertido es mitad un desconocido, mitad un jefe malhumorado. Su singularidad gobierna cada día, virando entre «Me gusta esto, dame más» y «no me gusta esto, llévatelo».
Las vidas están cimentadas en los caprichos del «yo, mi, mío», y sin embargo no hay forma de soslayar la necesidad de construir un yo y aferrarse a eso. De lo contrario podrías ser arrastrado a mar abierto. No prestaría tanta atención a India si no fuera porque me dio la sensación perdurable de que un yo está construido por una razón paradójica que es al mismo tiempo prudente, imposible, emocionante y desesperada. Construyes un yo para dejarlo atrás. Un gran filósofo resaltó en una ocasión que la filosofía es como una escalera que usas para subir al tejado y luego la tiras de una patada. El yo es exactamente eso. Es el pequeño bote en el que remas hasta que golpea en la orilla de la eternidad.
Pero ¿por qué alguien va a dar una patada a la escalera? Estamos orgullosos del «yo, mi, mío». Sí, pero también es la fuente de nuestro sufrimiento más profundo. El temor y la rabia vagan a sus anchas por la mente. La existencia puede pasar de la alegría al terror sin advertencia, en un abrir y cerrar de ojos. Cuando la vida parece una prisión, nada es más seductor que el indio que enseña que la vida es juego (o lila). Voy a contar mi historia para mostrar que llegar al estado de puro juego, que conlleva libertad, alegría y creatividad, significa que has de renunciar a las ilusiones que enmascaran la realidad. La primera ilusión es que ya eres libre. En realidad, el yo que has pasado muchos años construyendo es una prisión, igual que los organismos microscópicos que construyen un arrecife están atrapados dentro de su esqueleto rígido.
Sanjiv tiene su propia voz y su propio mundo. Sabré hasta qué punto está de acuerdo o en desacuerdo conmigo leyendo sus capítulos. Puedo prever que no estará de acuerdo con mis conclusiones sobre espiritualidad. Los indios modernos están ansiosos por romper las ataduras con tradiciones antiguas y con una cultura restrictiva. Estados Unidos se convirtió en una vía de escape para indios reprimidos: puedes sustituir la palabra «reprimidos» por «ambiciosos», «inquietos» o «alienados». He oído aplausos cuando cuento al público que son niños del universo. Esas palabras podrían no engranar con el punto de vista científico de Sanjiv.
No sabremos lo que significa salir del yo hasta que examinemos cómo lo construimos en primer lugar. He preguntado a muchos profesores qué es la iluminación, y una de las mejores respuestas —desde luego la más concisa— es que en la iluminación cambias el pequeño yo por el yo cósmico. El yo superior existe en todos, esperando a emerger. Lo que lo retiene puede verse en mi pasado igual que en el de cualquier otro. Hay que derribar los muros, sobre todo porque los construimos nosotros. Me inclino ante los budistas que dicen que no hay alternativa al vacío. Pero hay otra corriente en India, que se remonta a siglos antes del nacimiento de Buda, que atestigua lo contrario: que la vida es infinita plenitud, una vez que despiertas a la realidad y dejas caer la máscara de la ilusión.
2
Ciego por un día
Sanjiv
Me llamo Sanjiv Chopra y nací en septiembre de 1949, en la ciudad de Pune, en India. Fue más o menos dos años después de que India consiguiera su independencia del Reino Unido. El mundo entero se estaba recuperando de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, y era una época de gran cambio. Yo fui el segundo hijo del doctor Krishan y de Pushpa Chopra, y hermano menor de Deepak Chopra. Nuestro padre fue un médico legendario y quería asegurarse de que recibíamos una educación excelente. Nunca trató de influir en Deepak o en mí para que nos dedicáramos a la medicina, pero, cuando yo tenía doce años, ocurrió un incidente increíble que me puso en mi camino.
En ese momento, Deepak y yo vivíamos con nuestro tío y nuestra tía mientras asistíamos a la escuela St. Columba de Delhi. Nuestros padres estaban a más de quinientos kilómetros de distancia, en Jammu. Estaban entusiasmados con el hecho de que terminásemos nuestra educación secundaria en esa destacada escuela dirigida por sacerdotes católicos irlandeses.
Un sábado por la tarde me quedé dormido mientras leía un libro. Me desperté al cabo de menos de una hora y descubrí que estaba ciego. Abrí los ojos y el mundo era completamente negro. Parpadeé otra vez y otra vez, pero seguía sin poder ver nada. Tenía doce años y estaba completamente ciego.
Deepak estaba cerca, leyendo un libro. Le di un codazo.
—Deepak, no veo.
Él pasó la mano por delante de mis ojos y cuando no respondí, empezó a llorar. Recuerdo que llamó a nuestros tíos.
—¡Solo tengo un hermano y está ciego!