Inhumano (Doctora Kay Scarpetta 23)

Patricia Cornwell

Fragmento

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Créditos

Título original: Depraved Heart

Traducción: Ramón de España

1.ª edición: octubre de 2017

© 2017 by Cornwell Entertainment, Inc.

© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa

del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-858-7

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Contenido

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Una semana después

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Dedicatoria

Para Staci

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Citas

Definiciones legales del concepto

«corazón depravado»

Carente de obligaciones sociales y fatalmente inclinado a la maldad.

Mayes contra el Pueblo,

Tribunal Supremo de Illinois (1883)

Una indiferencia depravada con respecto a la vida humana.

El Pueblo contra Feingold,

Tribunal de Apelación de Nueva York (2006)

El dictado de un corazón retorcido, depravado y malévolo; une disposition à faire une chose mauvaise; puede ir por su cuenta o en relación a la ley.

WILLIAM BLACKSTONE,

Comentarios sobre las leyes

de Inglaterra (1769)

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Herr God, Herr Lucifer.

Beware.

Beware.

Out of the ash

I rise with my red hair

And I eat men like air.

Herr Dios, Herr Lucifer.

Cuidado.

Cuidado.

Porque yo con mi cabellera roja

resurjo de las cenizas

y devoro hombres como si fuesen aire.

SYLVIA PLATH,

«Lady Lazarus», 1965

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Le regalé el osito vetusto a Lucy cuando tenía diez años, y ella lo bautizó como Mister Pickle. Está sentado sobre la almohada de una cama tensa cual catre militar, con sábanas de aire oficial remetidas en plan hospital.

El osito siempre aquejado de abulia me mira de manera ausente, con la boca de hilo negro torcida hacia abajo, en forma de V invertida, y yo debo haberme imaginado que se sentiría contento y hasta agradecido si le rescataba. Es irracional pensar algo así cuando hablamos de un animal de peluche, sobre todo si la persona que alumbra esos pensamientos es una abogada, científica y doctora a la que se supone fríamente clínica y lógica.

Experimento una mezcla de emociones de sorpresa ante la aparición inesperada de Mister Pickle en el vídeo que acaba de aterrizar en mi teléfono. Una cámara fija debe de estar enfocando hacia abajo desde un ángulo concreto, probablemente un agujero en el techo. Puedo discernir el suave tejido de sus zarpas, los dulces ricitos de su mohair verde olivo, las negras pupilas de sus ambarinos ojos de vidrio, la etiqueta amarilla de la oreja que pone STEIFF. Recuerdo que medía veintidós centímetros, por lo que resultaba un compañero agradable para un cometa veloz como Lucy, mi única sobrina, que, de hecho, era también mi única hija.

Cuando descubrí el oso de juguete décadas atrás, estaba en lo alto de una estropeada estantería de madera llena de inanes libros de lujo que olían a moho y versaban sobre jardinería y casas sureñas en una zona pija de Richmond, Virginia, llamada Carytown. Iba vestido con un mandilón blanco que le quité de inmediato. Arreglé bastantes sietes con suturas dignas de un cirujano plástico y lo metí en un fregadero lleno de agua tibia, donde lo lavé con un champú antibacterias que no dañara el color; luego lo sequé con un secador de aire frío. Decidí que era un macho y que tenía mejor aspecto sin mandilones ni demás disfraces tontos, y luego me dediqué a chinchar a Lucy diciéndole que era la orgullosa propietaria de un oso desnudo. Me dijo que ya se había dado cuenta.

Si te quedas sentada mucho rato y muy quieta, la tía Kay te arrancará la ropa, te pasará la manguera por encima y te destripará con un cuchillo. Luego te coserá y te dejará ahí desnuda, añadió alegremente.

Inapropiado. Espantoso. Nada divertido, francamente. Pero a fin de cuentas, Lucy tenía diez años por aquel entonces, y de repente vuelvo a oír en la cabeza esa voz infantil acelerada mientras me aparto de una sangre en descomposición que luce un tono marrón rojizo y cuyos acuosos y amarillentos extremos se extienden por el suelo de mármol blanco. El hedor parece oscurecer y ensuciar el aire, y las moscas son como una legión de diminutos diablillos quejicas enviados por Belcebú. La muerte es codiciosa y fea. Nos ataca los sentidos. Dispara todas las alarmas de nuestras células, amenazando nuestras propias vidas. Ten cuidado. Mantente a distancia. Sal pitando hacia las colinas. El próximo podrías ser tú.

Estamos programados para encontrar los cadáveres desagradables y repulsivos, para evitarlos como a una plaga, literalmente. Pero inmerso en ese marcado instinto de supervivencia hay una rara excepción que resulta necesaria para mantener a la tribu sana y segura. Algunos de nosotros, los más selectos, venimos a este mundo siendo inmunes al espanto. De hecho, hasta nos atrae, nos fascina, nos intriga y nos parece algo bueno. Alguien tiene que prevenir y proteger a los que se han quedado atrás. Alguien tiene que ocuparse de las cosas dolorosas y desagradables, para deducir el porqué, el cómo y el quién y hacerse cargo adecuadamente de los restos en proceso de putrefacción antes de que empeoren y extiendan la infección.

Yo creo que esos cuidadores especiales se crean de forma desigual. Para bien o para mal, no todos somos iguales. Eso siempre lo he sabido. Dadme unos cuantos whiskies cargaditos y reconoceré que no soy normal, entre comillas, y que nunca lo he sido. No temo a la muerte. Rara vez me fijo en sus materializaciones más allá de lo que me tengan que decir. Olores, fluidos, gusanos, moscas, buitres, roedores. Todos contribuyen a las verdades que busco, y es importante reconocer y respetar la vida que precedió a esa biología fallida que examino y recojo.

Todo esto que digo es para declarar que no me molesta aquello que la mayoría de la gente considera inquietante y asqueroso. Pero no por nada que tenga que ver con Lucy. La quiero demasiado. Desde siempre. Ya me siento tan responsable como culpable, y puede que de eso se trate, pienso mientras reconozco la sencilla habitación color crudo en la cinta que acaba de tenderme una emboscada. Soy el sumo hacedor, la viva imagen de la autoridad, la tía cariñosa que colocó a su sobrina en ese cuarto. Yo puse ahí a Mister Pickle.

Está prácticamente igual que cuando lo saqué de aquella polvorienta tienda de Richmond y le di un buen baldeo, al principio de mi carrera. Observo que no recuerdo cuándo o dónde lo vi por última vez. No tengo ni idea de si Lucy lo perdió, se lo regaló a alguien o lo metió en un armario. Mi atención se desvía al oír unos potentes espasmos de tos a varias habitaciones de distancia, dentro de esta hermosa mansión en la que una joven rica ha muerto.

—¡Joder! ¿Pero esto qué es? ¿María la del Tifus?

Se trata del investigador de la policía de Cambridge Pete Marino, haciendo el ganso, hablando y bromeando con sus colegas como hacen los polis.

El agente de Massachusetts cuyo nombre desconozco se está recuperando de un «resfriado veraniego», se supone. Me empiezo a preguntar si lo que tiene no será una tos desmadrada.

—Mira, monigote, ¿pretendes pasarme tu puta dolencia? ¿Quieres contagiarme? ¿Y si te quedas allí de pie?

Más modales versallescos a cargo de Marino.

—No soy contagioso.

Nuevo ataque de tos.

—¡Joder! ¡Tápate la puta boca!

—¿Y cómo quiere que lo haga con los guantes puestos?

—Pues quítatelos, maldita sea.

—Ni hablar. Yo no pienso dejar mi ADN por aquí.

—¿De verdad? ¿Y tus toses no van esparciendo ADN por toda la casa a cada paso que das?

Me desconecto de Marino y el polizonte y fijo la vista en la pantalla de mi teléfono. Van pasando los segundos en el vídeo y la habitación sigue estando vacía. No hay nadie. Solo Mister Pickle en la cama estrecha, incómoda y de aspecto castrense de Lucy. Es como si las sábanas blancas y la manta de color crudo estuviesen pintadas con aerosol sobre ese colchón angosto y esa almohada individual esmirriada, y yo detesto las camas apretadas. Las evito siempre que puedo.

En casa, mi cama, con su mullido colchón ergonómico, sus sábanas del mejor hilo y sus edredones bien rellenos, es uno de mis lujos más adorados. Es donde por fin descanso, donde por fin tengo sexo, donde sueño o, aún mejor, no lo hago. Me niego a sentirme como en una camisa de fuerza. No puedo dormir apretada y constreñida como una momia y sin que la circulación me llegue a los pies. No es que no esté acostumbrada a instalaciones militares, alojamientos a costa del gobierno, moteles cutres o cuarteles de todo tipo. He pasado incontables horas en sitios inhóspitos, pero nunca por elección. Lo de Lucy es otra historia. Aunque ya no lleva una vida sencilla y espartana, la verdad es que no le da la misma importancia que yo a determinadas comodidades.

Puedes meterla en un saco de dormir en medio de un bosque o un desierto y no se quejará mientras tenga armas y tecnología y pueda parapetarse contra el enemigo, cosa que puede ocurrir en cualquier momento. Es incansable a la hora de controlar el entorno, lo cual constituye otro argumento en contra de que tuviese la menor idea de que estaba bajo vigilancia en su propio cuarto.

No lo sabía. De ninguna de las maneras.

Llego a la conclusión de que el vídeo se grabó hace unos dieciséis años, diecinueve a más tirar, con un equipo de espionaje de alta resolución adelantado a su época. Multicámara y megapíxeles. Plataforma abierta y flexible. Control por ordenador. Software ligero. Fácil de ocultar. Remotamente accesible. Definitivamente, investigación y desarrollo Nuevo Milenio, pero ni anacrónico ni falseado. Es exactamente lo que yo esperaba.

El entorno técnico de mi sobrina siempre va adelantado a su época, y entre mediados y finales de los noventa, se habría enterado de los nuevos desarrollos en equipos de vigilancia mucho antes que los demás. Pero eso no quiere decir que sea Lucy quien instaló aparatos disimulados de grabación en su propio cuarto mientras estaba de becaria en el FBI, todavía iba a la universidad y ya era tan irritantemente dada a lo privado y lo secreto como ahora.

Palabras como «vigilancia» y «espía» dominan mi diálogo interior porque estoy convencida de que lo que estoy mirando no fue grabado con su conocimiento. Y mucho menos con su permiso, lo cual me parece importante. Tampoco creo que fuese Lucy quien me envió el vídeo, aunque parezca provenir de su móvil En Caso de Emergencia (ECE). Eso es muy importante. Y también problemático. Casi nadie tiene su número ECE. Puedo contar con los dedos de la mano las personas que lo tienen, y me dedico a estudiar cuidadosamente los detalles de la grabación. Empezó hace diez segundos. Once ya. Catorce. Dieciséis. Someto a un profundo escrutinio las imágenes filmadas desde múltiples ángulos.

Si no fuera por Mister Pickle, tal vez no habría reconocido el antiguo cuarto de Lucy, con sus persianas blancas horizontales corridas al revés, cual tejido o piel mal doblado, una costumbre suya que siempre me ha sacado levemente de quicio. Lucy cierra de manera rutinaria las persianas con las lamas hacia donde no es, pero hace tiempo que dejé de decirle que era como ponerse las bragas al revés. Según ella, cuando las lamas cerradas se doblan hacia arriba en vez de hacia abajo es imposible ver nada. Cualquiera que piense así se preocupa porque la vigilen, la observen, la acosen o la espíen. Lucy nunca permitiría que alguien se saliera con la suya.

A no ser que no lo supiera. A no ser que confiara en quienquiera que fuese.

Pasan los segundos y la habitación sigue igual. Vacía. En silencio.

Las paredes de cemento y el suelo de baldosas son extremadamente blancos; el mobiliario, barato, en contrachapado de arce; todo sencillo y práctico y rozando una parte remota de mi cerebro, una parte de mi memoria saturada de dolor que mantengo sellada cual restos humanos soterrados. Lo que estoy viendo en la pantalla del móvil podría ser un cuarto de algún hospital psiquiátrico privado. O la habitación de un oficial de visita en una base militar. O un alojamiento temporal de lo más anodino. Pero sé lo que estoy mirando. Reconocería a ese osito melancólico en cualquier parte.

Mister Pickle siempre iba con Lucy, y mientras contemplo su inquieto rostro recuerdo lo que me ocurría durante los largos días perdidos de los años 90. Yo estaba al frente de los exámenes médicos en Virginia y era la primera mujer en acceder a ese cargo. Me había convertido en la cuidadora de Lucy cuando la egoísta de mi hermana Dorothy optó por echármela encima. Lo que parecía una breve visita improvisada resultó ser algo definitivo, y el momento en que sucedió no pudo ser más inoportuno.

Mi primer verano en Richmond lo pasé en estado de sitio, pues un asesino en serie se dedicaba a estrangular mujeres en sus propios hogares, en sus propias camas. Los crímenes iban en aumento y cada vez eran más sádicos. No podíamos atraparle. No dábamos ni una. Yo era nueva. La prensa y los políticos se me echaron encima cual avalancha. Yo era una marginada. Fría y ausente. Era peculiar. ¿Qué clase de mujer se pone a diseccionar cadáveres en una morgue? Carecía de gracia y de encanto sureño. No procedía de Jamestown ni del Mayflower. Una católica rebotada, una nativa de Miami socialmente liberal y multicultural, pero me las había apañado para ejercer mi carrera en la antigua capital de la Confederación, donde el porcentaje de crímenes per cápita era el más alto de Estados Unidos.

Nunca obtuve una explicación satisfactoria de por qué Richmond se llevaba el premio gordo en cuanto a homicidios ni de por qué a los polis les gustaba presumir al respecto. Ya puestos, tampoco entendía las reconstrucciones de la Guerra Civil. ¿Para qué celebrar tu principal derrota? Pero enseguida aprendí a no verbalizar mi escepticismo, y cuando me preguntaban si era yanqui, decía que no prestaba mucha atención al béisbol. En general, con eso bastaba para hacer callar a cualquiera.

La euforia de ser una de las primeras jefas médicas de Estados Unidos se disipó rápidamente, y la medalla moral que me había colgado perdió su brillo a gran velocidad. La Virginia de Thomas Jefferson parecía más una vieja y tozuda zona de guerra que un bastión de la cordialidad y la ilustración, y no transcurrió mucho tiempo hasta que la verdad salió a la luz. El anterior supervisor médico en jefe era un alcohólico intolerante y misógino que murió de forma repentina, dejando un legado desastroso. Ningún patólogo forense veterano con una reputación decente quería ocupar su lugar. Por eso los hombres al mando tuvieron una idea brillante: ¿qué tal una mujer?

Las mujeres son buenas arreglando estropicios. ¿Por qué no encontrar una experta forense? Da igual si es joven y carece de la experiencia requerida para dirigir un sistema de ámbito estatal. Mientras sea una experta cualificada en los tribunales y tenga buenos modales, puede acabar dominando el cargo. ¿Qué tal una italiana perfeccionista adicta a los detalles y con muchos estudios que creció en la miseria, lo tiene todo por demostrar, va a cien por hora y es una divorciada sin hijos?

Bueno, lo de sin hijos cambió cuando sucedió lo inesperado. El único retoño de mi única hermana, Lucy Farinelli, era el bebé que me encontré en la puerta. Solo que el bebé en cuestión tenía diez años, sabía más que yo de ordenadores y todo tipo de asuntos mecánicos y desconocía los más elementales rudimentos de una conducta apropiada. Decir que Lucy era difícil es como decir que los rayos son peligrosos, pues bordea la perogrullada.

Mi sobrina era y es un desafío. Inmutable e incurable. Pero de cría era imposible de civilizar. Era un genio de nacimiento, una niña cabreada, hermosa, dura, temeraria, intocable y carente de remordimientos, tremendamente sensible e insaciable. Nada de lo que yo pudiera hacer por ella resultaría suficiente. Pero me esforcé. Lo intenté incansablemente contra todo pronóstico. Siempre he temido ser una madre espantosa. Carezco de motivos para ser buena.

Pensé que un oso de peluche podría alegrarle la vida a una cría abandonada y hacerla sentirse querida, y mientras contemplo en un vídeo de vigilancia, cuya existencia desconocía un minuto antes, a Mister Pickle en la cama del antiguo dormitorio de Lucy, un leve choque del voltaje se convierte en una calma generalizada. Se me queda la mente en blanco. Me concentro. Pienso con claridad, de forma objetiva y científica. Debo hacerlo. El vídeo del móvil es auténtico. Asumirlo resulta crucial. El material no ha pasado por Photoshop ni ha sido manipulado. Sé perfectamente lo que estoy viendo.

La Academia del FBI. Residencia Washington. Habitación 411.

Intento recordar con precisión cuándo estuvo allí Lucy, primero de becaria y luego de agente novata. Hasta que se deshicieron de ella. Hasta que el FBI, básicamente, la despidió. Luego vino la ATF. Después se convirtió en una mercenaria especial que desaparecía en misiones de las que no quiero saber nada, justo antes de poner en marcha su propia empresa de ordenadores para forenses en la ciudad de Nueva York. Hasta que también la echaron de allí.

Entonces se ha convertido en ahora, un viernes por la mañana en mitad de agosto. Lucy es una empresaria técnica de treinta y cinco años, extremadamente rica, que comparte generosamente su talento conmigo y con mi cuartel general, el Centro Forense de Cambridge (CFC), y mientras miro el vídeo de vigilancia, estoy en dos sitios a la vez. En el pasado y en el presente. Están conectados. Hay una continuidad.

Todo lo que he hecho y he sido ha ido avanzando lenta e imparablemente como una masa de tierra, propulsándome hasta este salón de mármol con manchas dispersas de sangre pútrida. Lo que ha ocurrido me ha llevado exactamente adonde estoy, cojeando y con dolores en una pierna seriamente herida y junto a un cadáver en descomposición sobre el suelo. Mi pasado. Pero, más importante aún, el de Lucy, e intuyo una galaxia de formas brillantes dando vueltas y ocultando secretos en un negro y vasto vacío. Oscuridad, escándalos, engaños, traiciones, fortunas ganadas y perdidas y recuperadas, tiroteos malos, buenos y mediocres.

Nuestra vida juntas empezó con esperanzas, sueños y promesas, se fue poniendo cada vez peor hasta que mejoró y, finalmente, se convirtió en algo que no estaba mal y que acabó estando bastante bien hasta que todo se fue al demonio de nuevo el pasado junio, cuando casi me muero. Creí que esa historia de terror había terminado para siempre y que ya no ocupaba ningún espacio en la mente de nadie. No podría haber estado más equivocada. Es como si hubiera esquivado un tren en marcha para acabar atropellada por el que venía en dirección contraria.

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—¿Alguien le ha preguntado a la doctora? —la voz pertenece al agente Hyde, de la policía de Cambridge—. Me refiero a que la marihuana podría provocar algo así, ¿no? Te inflas a canutos, te colocas, se te llena la cabeza de mierda y se te ocurre algo como «¿Y si cambio una bombilla mientras estoy desnudo?» Suena de lo más cabal, ¿no? Ja, de un ingenio admirable, ¿verdad? Y te caes de la escalera en mitad de la noche, cuando no hay nadie cerca, y te abres la cabeza.

El nombre de pila del agente Hyde es Park, algo horrible a la hora de bautizar a un crío, pues le caen todo tipo de seudónimos insultantes y él responde en consecuencia. Para empeorar las cosas, el agente Park Hyde es rollizo, bajito, pecoso y pelirrojo, de un tono zanahoria que da bastante grima. No lo tengo a la vista en estos momentos, pero dispongo de un oído excelente, casi tan biónico como mi sentido del olfato (o ahí está la broma).

Imagino olores y sonidos como colores en un espectro o instrumentos en una orquesta. Soy muy buena distinguiéndolos. La colonia, por ejemplo. Hay polis que se ponen demasiada, y la masculina fragancia almizclada de Hyde se hace notar tanto como su voz. Puedo oírle en el cuarto de al lado hablando de mí, preguntando qué hago y si estoy al corriente de que la muerta tomaba drogas, era probablemente «una psicótica, una majareta, una chiflada acostumbrada a colocarse». Los polis van de un lado a otro largando en voz alta, como si yo no estuviera aquí, y Hyde dirige la operación con sus comentarios chungos y sus apostillas. No se corta un pelo, especialmente conmigo.

—¿Qué ha encontrado la doctora Muerte? ¿Cómo tiene la pierna el Zombi en Jefe después de lo que ya sabéis...? —Susurro, susurro—. ¿A qué hora vuelve la Condesa Kay a su ataúd? Mierda. Me temo que no debería decir eso, teniendo en cuenta lo que pasó hace dos meses en Florida. Vamos a ver, ¿sabemos con certeza lo que pasó realmente en el fondo del mar? Estamos seguros de que no fue un tiburón. ¿O igual se ensartó a sí misma accidentalmente? Ahora está mejor, ¿no? Y es que eso tuvo que joderla a base de bien. No puede oírme, ¿verdad?

Sus palabras y sus no muy discretos susurros me rodean cual esquirlas de vidrio que brillan y cortan. Fragmentos de pensamientos. Ignorantes y banales. Hyde es un maestro de los apodos tontos y se le ocurren pullas temibles. Aún recuerdo lo que dijo el mes pasado cuando algunos de nosotros quedamos en el Paddy, un barucho de Cambridge, para celebrar el cumpleaños de Pete Marino. Hyde insistió en invitarme a una ronda, ofreciéndome una «bebida contundente», puede que un Bloody Mary o un Muerte súbita o un Combustión espontánea.

A día de hoy, sigo sin saber en qué consistía la tercera opción, pero él asegura que incluye whisky de maíz y se sirve flambeado. Puede que no resulte letal, pero acabas deseando que lo sea después de oírselo decir cinco veces. Le encanta la comedia y a veces actúa como monologuista en clubs de la localidad. Se considera muy divertido. No lo es.

—¿La doctora Muerte sigue ahí?

—Estoy en la entrada —dejo caer los guantes púrpura de nitrilo en una bolsa roja de residuos tóxicos, mientras las botas cubiertas de Tyvek hacen ruidillos deslizantes cuando recorro el ensangrentado suelo de mármol y miro la pantalla del móvil al mismo tiempo.

—Lo siento, doctora Scarpetta. No sabía que podía oírme.

—Pues sí.

—Lo siento. ¿Qué tal esa pierna?

—Sigue en su sitio.

—¿Puedo traerle algo?

—No, gracias.

—Vamos a ir al Dunkin’ Donuts. —La voz de Hyde viene del comedor, y me lo imagino vagamente a él y a otros polis deambulando y abriendo cajones y armaritos.

Ahora Marino no está con ellos. Ya no le oigo y no sé si corre por la casa, algo muy típico. Él va a su bola y es muy competitivo. Si hay algo que encontrar, será él quien lo haga, y yo también debería estar deambulando por ahí. Pero no ahora. En estos momentos, mi prioridad es la imagen del cuatro-once, que es como solíamos llamar al cuarto de Lucy en Quantico, Virginia.

Hasta ahora, la grabación carece de gente, narración y hasta rótulos mientras avanza segundo a segundo, ofreciendo tan solo la imagen estática de los antiguos, austeros y vacíos lares de Lucy. Presto atención a los sutiles ruidos de fondo, subiendo el volumen y escuchando a través del pinganillo inalámbrico.

Un helicóptero. Un coche. Disparos en lejanos campos de tiro.

Pasos que escucho con sumo cuidado. Mi atención vuelve al mundo real, al aquí y el ahora dentro de esta histórica residencia situada en el límite del campus de Harvard.

Detecto los duros pasos de las suelas de goma de los polis uniformados que caminan hacia donde estoy. No llevan envueltos en plástico zapatos y botas. No son investigadores ni expertos en escenas del crimen, ni el agente Hyde ni ninguno de ellos. Más personal no esencial, y ya ha habido bastante entrando y saliendo desde que llegué aquí hace cosa de una hora, poco después de que Chanel Gilbert, de treinta y siete años de edad, fuese hallada muerta en el recibidor de caoba junto a la grande, sólida y antigua puerta principal de su histórico hogar.

Qué horrible debió de ser ese descubrimiento. Imagino a la asistenta entrando por la puerta de la cocina, como cada mañana, según le dijo a la policía. Debió de notar ipso facto el calor extremo. Debió de reparar en el pestazo y seguirlo hasta la entrada, donde la mujer para la que trabajaba se descompone en el suelo, con el rostro descolorido y distorsionado como si le irritara nuestra presencia.

Lo que dijo Hyde es casi cierto. Se supone que Chanel Gilbert se cayó de una escalera mientras cambiaba las bombillas de la araña de la entrada. Parece un chiste malo, pero no resulta nada divertido ver ese cuerpo, antaño espigado, en las primeras fases de la putrefacción, hinchado y con la piel pelada en ciertas zonas. Sobrevivió a las heridas en la cabeza lo suficiente como para mostrar arañazos e hinchazones, para que los ojos se pusieran más saltones que los de un sapo y para que su cabello castaño se convirtiera en una masa sangrienta y pegajosa que recuerda a un estropajo oxidado. Calculo que después de sufrir las heridas, se quedó tirada en el suelo, inconsciente y sangrando mientras se le hinchaba el cerebro, comprimiéndole la parte superior del espinazo y acabando por cargársele el corazón y los pulmones.

Los polis no ven nada sospechoso en su muerte, por mucho que discutan o afirmen de manera nada sincera. Lo que de verdad les pasa es que son unos mirones. A su manera inverosímil, disfrutan del drama y este es uno de sus favoritos. Culpar a la víctima. Tiene que ser culpa suya. Algo hizo para causar su propia e inoportuna muerte, una muerte francamente idiota. He oído esa palabra muchas veces y no me gusta que la gente cierre su mente a otras posibilidades. No estoy convencida de que se trate de un accidente. Hay demasiadas rarezas e inconsistencias. Si murió a última hora de la noche o a primera de la mañana, como sospechan los maderos, ¿por qué está tan avanzada la descomposición? Mientras trato de calcular la hora de la muerte, no deja de volverme a la cabeza un comentario de Marino.

Un desastre de cojones. Eso es lo que es esto, y mi intuición me lleva a buscar algo más. Siento una presencia dentro de la casa. Aparte de la mujer muerta. Aparte de la asistenta que apareció esta mañana a las ocho y cuarto e hizo un pasmoso descubrimiento que le arruinó la jornada, por decirlo suavemente. Siento algo que me inquieta y para lo que carezco de cualquier explicación empírica, así que no pienso abrir la boca.

Por regla general, no comparto mis corazonadas, mis arrebatos de intuición, no con los polis, ni siquiera con Marino. Se supone que no debo tener ninguna impresión que no sea demostrable. De hecho, es aún peor si se trata de mí. Se supone que no debo tener sentimientos, y al mismo tiempo se me acusa de no tenerlos. O sea, un callejón sin salida. O sea, que nunca puedo ganar. Pero eso no es nada nuevo. Ya estoy acostumbrada.

—¿Señora?

Una voz masculina que no me resulta familiar. Pero no levanto la vista mientras estoy de pie en la entrada, cubierta de Tyvek blanco de la cabeza a los pies, con el teléfono en las manos desnudas y el cuerpo de la fallecida a varios metros de distancia, junto a la escalera de la que se cayó.

Profesión desconocida. Persona reservada. Atractiva, pero de una manera adusta, cabello castaño, ojos azules, si es que era de fiar la foto del carné de conducir que me habían mostrado. Hija de una importante productora de Hollywood llamada Amanda Gilbert, la propietaria de esta onerosa propiedad y de camino a Boston desde Los Ángeles. Eso es todo lo que sé y explica muchas cosas. Dos polis de Cambridge y un patrullero del estado de Massachusetts atraviesan ahora el comedor, hablando en voz alta de las películas que Amanda Gilbert ha hecho o ha dejado de hacer.

—No la vi. Pero la otra sí, la de Ethan Hawke.

—¿Esa que tardaron doce años en rodar? ¿Donde ves crecer al crío...?

—Esa no estaba nada mal.

—Me muero de ganas de ver El francotirador.

—¿Lo que le pasó a Chris Kyle? Increíble, ¿no? Vuelves de la guerra hecho un héroe, con ciento ochenta muertos a la espalda, y se te cepilla un pringado en un campo de tiro. Es como si Spiderman muriese de una picadura de araña.

Es Hyde el que dice eso mientras él y los otros dos maderos se congregan junto a la escalinata al final del recibidor, sin acercarse a mí ni al hedor que los mantiene alejados cual vaharada de aire caliente.

—¿Doctora Scarpetta? ¿Recuerda lo que le dije? Vamos a ir a por café. ¿Le traemos algo?

Hyde tiene unos ojos amarillentos muy separados que me recuerdan a los de un gato.

—Estoy bien —digo, pero no es verdad.

Ni siquiera estoy pasable, a pesar de mi conducta, pues oigo más disparos y veo mentalmente los campos de tiro. Escucho el anodino impacto del plomo contra los blancos de metal que se incorporan. El contundente tintineo de los casquillos de metal al rebotar en dianas y bancos de cemento. Noto cómo me pega con fuerza en la cabeza el sol sureño y cómo se me seca el sudor bajo la ropa de entrenamiento durante una época de mi vida en la que todo era a la vez lo mejor y lo peor.

—¿Qué me dice de una botella de agua, señora? ¿O tal vez un refresco?

El patrullero me habla entre toses, y aunque no le conozco de nada, sé que no nos vamos a llevar bien si insiste en llamarme «señora».

Fui a Cornell, a la facultad de Derecho de Georgetown y a la de Medicina de la Johns Hopkins. Soy coronel en la reserva especial de las Fuerzas Aéreas. He testificado ante subcomités y me han invitado a la Casa Blanca. Soy la Supervisora Médica en Jefe de Massachusetts y, entre otras cosas, dirijo los laboratorios criminales. No he llegado tan lejos en la vida para que me llamen «señora».

—No quiero nada, gracias —respondo educadamente.

—Deberíamos pillar ocho litros de café en esos cartones. Así tendremos un montón de café y se mantendrá caliente.

—Menudo día para tomar café caliente. ¿Y si lo compramos helado?

—Buena idea, porque esto sigue siendo una sauna. No quiero ni pensar cómo sería hace un rato.

—Un horno. Eso sería.

Más toses terribles.

—Yo creo que ya he sudado un par de litros.

—Deberíamos acabar dentro de poco. Un accidente y nada más, ¿verdad, doctora? El examen toxicológico será interesante. Ya lo veréis. Estaba colocada, y cuando la gente va puesta, se cree que sabe lo que está haciendo, pero no.

«Puesto» y «colocado» son dos estados psicoactivos diferentes, y no creo que la hierba constituya una explicación para lo que ha pasado aquí. Pero no pienso verbalizar lo que me pasa por la cabeza mientras Hyde y el patrullero sigan intercambiando bromas y ocurrencias. Parece que jueguen al pimpón. Ahora tiras tú, ahora yo, de forma monótona y tediosa. Lo que de verdad deseo es que me dejen sola. Mirar el móvil y descubrir qué demonios me está pasando y quién es el responsable y por qué. Continúa la partida de pimpón. Los maderos no se callan.

—¿Desde cuándo eres un experto, Hyde?

—Solo explico las realidades de la vida.

—Mira. Con Amanda Gilbert de camino hacia aquí, más vale que tengamos respuestas aunque no haya preguntas. Lo más probable es que conozca a toda clase de gente importante y bien situada, de esa que nos puede causar problemas. Evidentemente, los medios de comunicación se lanzarán sobre el asunto, si es que no lo saben ya todo.

—Me pregunto si tendría algún seguro de vida, si Mamá se hizo con una póliza sobre su hija drogadicta y desempleada.

—¿Tú crees que necesita el dinero? ¿Tienes la menor idea del patrimonio de Amanda Gilbert? Según Google, ronda los doscientos millones.

—No me gusta que el aire acondicionado estuviese apagado. No es normal.

—Vale, pero a eso voy. Es exactamente la clase de cosas que hacen los drogotas. Le echan zumo de naranja a los cereales y se presentan en las canchas de tenis con zapatos para la nieve.

—¿Y qué pintan aquí los zapatos para la nieve?

—Lo único que digo es que es diferente a estar borracho.

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Hablan entre ellos como si yo no estuviera, así que sigo mirando el vídeo de mi móvil. Continúo esperando que pase algo.

Llevo más de cuatro minutos y no puedo pararlo ni guardarlo. No me responde ninguna tecla, ningún icono ni el menú, así que la grabación avanza, pero nada cambia. El único movimiento que he detectado hasta ahora consiste en unos sutiles cambios de luz provenientes de las persianas corridas.

Era un día soleado, pero debía de haber nubes que alteraban la luz. Es como si la habitación dependiera de una lámpara de intensidad variable que ahora brilla más y luego menos. Nubes atravesando el sol, deduzco mientras Hyde y el patrullero siguen cerca de la escalinata de caoba, opinando en voz muy alta, haciendo comentarios y chismorreando como si creyeran que soy una obtusa o que estoy tan muerta como la mujer que yace en el suelo.

—Si pregunta, no creo que se lo digamos. —Hyde sigue agarrado al tema de la prevista llegada a Boston de Amanda Gilbert—. Lo del aire apagado es un detalle que debemos ocultarle, a ella y a la prensa.

—Es lo único extraño en todo esto. Y me da un mal fario, ¿sabes?

Evidentemente, no es lo único extraño en todo esto, pienso, pero no lo digo.

—Cierto, y es de esas cosas con las que empiezan las tormentas de mierda a base de rumores de conspiraciones que siempre acaban en Internet.

—También es verdad que, a veces, el responsable apaga el aire acondicionado, pone la calefacción y hace cualquier cosa para calentar un sitio de tal manera que se acelere la descomposición. Si embarullan la hora exacta de la muerte, pueden hacerse con una coartada y joder las pruebas, ¿verdad, doctora?

El patrullero con acento de Massachusetts se dirige a mí directamente: cuando no tose, las erres le suenan a uves dobles.

—El calor acelera la descomposición —respondo sin levantar la vista—. Y el frío la retrasa —añado mientras entiendo por qué las paredes de la zona de dormitorios son de color cáscara de huevo.

Cuando Lucy empezó a vivir en la Residencia Washington, las paredes de su cuarto eran de color beige. Luego las repintaron. Reconsidero mi línea temporal. El vídeo se grabó en 1996. O puede que en 1997.

—En el Dunkin hay unos bocadillos para el desayuno bastante buenos. ¿Le apetecería comer algo, señora? —El patrullero de azul y gris vuelve a dirigirme la palabra: tiene más de sesenta, es tripón y no tiene buen aspecto; los círculos oscuros bajo los ojos le echan a perder la cara.

No tengo ni idea de qué pinta en la escena del crimen ni qué utilidad puede aportar al asunto. Y además, parece enfermo. Pero como no fui yo quien le invitó, bajo la vista hacia el rostro muerto y baqueteado de Chanel Gilbert, hacia su ensangrentado cuerpo desnudo con esa decoloración verdosa y esa hinchazón en la zona abdominal causada por las bacterias y los gases que proliferan en sus entrañas debido a la putrefacción.

La asistenta le dijo a la policía que no había tocado el cuerpo ni tan solo se había acercado a él, y a mí no me cabe la menor duda de que Chanel Gilbert fue encontrada exactamente así, con la bata de seda negra abierta y los pechos y los genitales al descubierto. Hace tiempo que perdí el impulso de cubrir la desnudez de una persona muerta, como no sea en un lugar público. No voy a cambiar nada en la posición del cuerpo hasta que esté segura de que todo se ha fotografiado y llegue el momento de envolverlo y trasladarlo al CFC. Lo cual sucederá en breve. Estará al caer, de hecho.

Lo siento, ojalá pudiese decírselo mientras examino unos charquitos de sangre de un rojo oscuro y viscoso que se ennegrecen al secarse en los bordes. Me ha salido algo urgente. Tengo que irme, pero volveré, le diría si pudiese, y empiezo a darme cuenta del ruido que hacen las moscas que se han colado en el recibidor. Con las puertas abriéndose y cerrándose con los polis que entran y salen de la casa, se ha producido una invasión de moscas que brillan cual gotas de gasolina, volando y reptando, buscando heridas y demás orificios en los que poder poner los huevos.

Mi atención regresa a la pantalla del móvil. La imagen no ha cambiado. Seguimos en el cuarto de Lucy mientras pasan los segundos. Doscientos ochenta y nueve. Trescientos diez. Ya llevamos casi seis minutos y tiene que pasar algo. ¿Quién me ha enviado esto? No ha sido mi sobrina. No tendría ningún motivo. ¿Y por qué iba a hacerlo ahora? ¿Por qué, después de tanto tiempo? Tengo la sensación de que ya me sé la respuesta: no quiero acertar.

Dios bendito, no permitas que esté en lo cierto. Pero lo estoy. Tendría que negarme a admitir la verdad si no supiera cuánto es dos más dos.

—Tienen bocadillos vegetarianos, si es que le gustan —me está diciendo uno de los maderos.

—No, gracias. —Sigo a la espera mientras observo, y entonces siento algo más.

Hyde me está apuntando con su móvil. Me está fotografiando.

—No va a hacer nada con eso —le digo sin levantar la vista.

—Pues pensaba en tuitearla después de colgarla en Facebook y en Instagram. Es broma. ¿Está viendo una peli en el teléfono?

Le enfoco el tiempo suficiente para pillarle mirándome fijamente. Tiene ese brillo en los ojos, el mismo que se le pone cada vez que está a punto de escupir alguna de sus gilipolleces.

—No la culpo por entretenerse —dice—. Por aquí está todo bastante muerto.

—Yo eso no lo puedo hacer. Estoy muy chapado a la antigua —dice el patrullero—. Para ver una peli, necesito una pantalla de un tamaño decente.

—Mi mujer lee libros en el móvil.

—Yo también, pero solo cuando conduzco.

—Ja, ja. Eres todo un humorista, Hyde.

—¿Cree que vale la pena eternizarse aquí? ¿Eh, doctora?

Observo que ha aparecido otro poli de Cambridge. Se pone a hablar de cómo manejar las pruebas sanguíneas. No sé cómo se llama. Pelo gris que ralea, bigote, bajito y fornido, lo que se conoce como macizo. No trabaja en investigaciones, pero le he visto por las calles pijas de Cambridge agarrando a gente o poniendo multas. Otro ser prescindible que no debería estar aquí, pero no me compete echar a polis de la escena del crimen. El cuerpo y cualquier prueba asociada biológicamente son de mi jurisdicción, pero nada más. Técnicamente.

Sí, técnicamente. Porque en general soy yo quien decide en qué consisten mi trabajo y mi responsabilidad. Casi nunca me lo discuten. Por encima de todo, mi relación laboral con las fuerzas del orden es de colaboración, y casi siempre agradecen que me haga cargo de lo que yo quiera. Casi nunca me llevan la contraria. O, por lo menos, no solían poner en duda casi ninguna de mis decisiones. Puede que las cosas hayan cambiado. Igual me están dando un adelanto de lo que han cambiado las cosas en dos breves meses.

—En esa clase de análisis sanguíneo a la que acudí, dijeron que había que recurrir al hilo de señalar porque luego habrá preguntas en el juicio —dice el poli del escaso cabello gris—. ¿Y si declaras que pasaste de esto? Pues al jurado le sienta mal. Es lo que llaman la lista de NO preguntas. El abogado defensor hace todas esas preguntas a las que está seguro de que responderás que no, haciéndote quedar como alguien que no hizo bien su trabajo. Te hace parecer incompetente.

—Sobre todo, si los jurados ven CSI.

—No jodas.

—¿Qué tiene de malo CSI? ¿En tus casos no te dan una caja mágica?

Y así siguen, pero apenas les escucho. Les digo que lo que proponen sobre los hilos sería una pérdida de tiempo.

—Ya lo suponía. Marino no le ve la utilidad —responde uno de los polis.

Me alegro de que Marino lo diga. Eso le da verosimilitud.

—Podríamos traer el equipo completo, si usted quiere. Solo se lo digo para recordarle que disponemos de esa capacidad —me dice el patrullero, y luego se pone a hablar de TSTs, de teodolitos electrónicos con medidores de distancia no menos electrónicos, aunque no usa términos semejantes.

Conozco mejor que usted sus capacidades, y he estado en más escenas del crimen de las que usted puede soñar en su vida.

—Gracias, pero no es necesario —contesto sin prestar la menor atención a los jeroglíficos de negras manchas de sangre que hay bajo el cuerpo y alrededor.

Ya he traducido lo que he visto, y usar segmentos de hilo o sofisticados instrumentos de supervisión para situar y conectar las fugas de sangre, o cepillos, aerosoles, vaporizadores y goteros no aportaría nada nuevo. La zona de impacto es el suelo que está debajo y alrededor del cadáver, y eso es lo que hay. Chanel Gilbert no estaba de pie cuando recibió las heridas mortales en la cabeza, y eso es lo que hay. Murió donde ahora está, y eso es lo que hay.

Lo cual no significa que no hubiese más cosas turbias, nada de eso. No la he examinado en busca de una posible agresión sexual. No he escaneado aún en tres dimensiones el cuerpo ni le he practicado la autopsia, y de momento me dedico a preguntar qué tenía en el cuarto de baño y en la mesita de noche..

—Me interesa cualquier medicamento que necesite receta. Cualquier pastilla, incluyendo medicaciones como la lenalidomida; es decir, terapias no esteroideas de larga duración que no sean inmunomoduladoras —explico—. Una ingesta reciente de antibióticos también podría haber contribuido al crecimiento de bacterias, y si resulta que da positivo en clostridio, por ejemplo, eso podría explicar el rápido proceso de descomposición.

Les informo de que he tenido varios casos así por culpa de una bacteria productora de gases como el clostridio, en los que vi procesos post mortem similares a estos en solo doce horas. Y mientras comento todo esto con la policía, sigo con la mirada fija en la pantalla del móvil

—¿Está hablando del diferencial C? —El patrullero levanta la voz y casi se asfixia con su siguiente sesión de toses.

—Lo tengo en la lista.

—¿No estaría en el hospital por eso?

—No necesariamente, si la cosa era suave. ¿Han encontrado antibióticos en el dormitorio y el baño, algo que pueda indicar que tenía problemas de diarrea o alguna infección? —les pregunto.

—Hombre, no estoy seguro de haber visto frascos con receta, pero lo que sí he visto es hierba.

—Lo que me preocupa es si tenía algo contagioso —interviene sin mucho entusiasmo el poli canoso de Cambridge—. No tengo ningunas ganas de pillar el C.

—¿Te lo puede contagiar un muerto?

—Le desaconsejo entrar en contacto con sus heces —respondo.

—Bueno es saberlo —comenta sarcástico.

—Lleven ropa protectora. Yo misma buscaré medicamentos, y la verdad es que siempre prefiero pillarlos in situ. Y cuando vuelvan del Dunkin’ Donuts —añado sin levantar la vista—, recuerden que aquí ni se come ni se bebe.

—No se preocupe por eso.

—Hay una mesa en el patio de atrás —dice Hyde—. Pensé que podríamos instalar ahí un área de descanso, siempre que lo hagamos antes de que lleguen las lluvias. Disponemos de un par de horas hasta que se desate esa tormenta en la que van a caer chuzos de punta, según dicen.

—¿Y sabemos que no pasó nada en el patio trasero? —le pregunto con intención—. ¿Sabemos que no forma parte de la escena del crimen y que, por consiguiente, no hay problema en comer y beber ahí?

—Vamos, doctora. ¿No cree que resulta bastante evidente que se cayó de una escalera aquí, en el recibidor, y que eso fue lo que la mató?

—Nunca llego a una escena del crimen dando por sentado que haya cosas evidentes. —Apenas si les miro a los tres.

—Pues si he de serle sincero, yo creo que lo que pasó aquí está bastante claro. Aunque, evidentemente, lo que la mató es cosa de su departamento, señora, no del nuestro —interviene el patrullero en plan abogado defensor. Señora por aquí, señora por allá. Para que los jurados se olviden de que soy el médico, el abogado, el jefe.

—Ni comer, ni beber, ni fumar ni usar el baño —esto se lo digo directamente a Hyde, pues le estoy dando una orden—. Nada de tirar colillas, envoltorios de chicle, bolsas de comida rápida, vasos de café, etc. Todo eso va directamente a la basura. No dé por hecho que esto no es una escena del crimen.

—Pero usted no cree realmente que lo sea.

—La estoy tratando como tal, y usted debería hacer lo mismo —le contesto—. Porque no sabré

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