Introducción
«Cuando uno se encuentra en medio de una catástrofe hay tres cosas que puede hacer: lo acertado, lo equivocado o nada. Las dos primeras opciones posiblemente te salvarán la vida. No hacer nada sin duda te la costará.»
¿Lo había leído en alguna parte? ¿Era algo que había dicho algún presidente de Estados Unidos o se había topado con ello en un libro sobre los supervivientes del Titanic? En plena catástrofe, el cerebro reptiliano se hace con el mando. En su mente surgió la imagen de un animal huyendo: un ratón corriendo en la casa de veraneo; huyendo de los gritos de la madre y de la escoba que blande el padre. El ratón escapó, aunque recordaba que, al principio, se había equivocado al meterse en un rincón, debajo de una cómoda que su padre retiró con suma facilidad. Dejó luego caer la escoba sobre la alimaña. Sin embargo, el ratón sobrevivió, se encogió formando una bola capaz de soportar el golpe y, en cuanto su padre aflojó su presa, dio un brinco y salió corriendo, esta vez en la dirección correcta, hacia la cocina, de donde había salido. ¿Por qué se acordó del ratón precisamente en ese momento? Porque tenía que hacer algo: lo acertado o lo equivocado, pero no podía quedarse de brazos cruzados, sin hacer nada. Nada era lo que hacían los pájaros cuando se golpeaban contra los cristales de su casa de veraneo italiana. Recordó el mirlo que había quedado paralizado, con la mirada perdida, mientras trataba de encontrar la manera de escapar de la catástrofe, cómo su corazón latía con violencia bajo las plumas.
—¿Qué hacemos? —preguntó una voz del presente.
Quien hablaba era uno de los guardaespaldas que no había visto.
—No puede quedarse aquí tirado —intervino otro.
Él, mientras tanto, intentó balbucear «socorro».
—Está diciendo algo.
Pasos mullidos sobre la alfombra. Abrió los ojos, lo justo para ver los zapatos negros junto a su cabeza.
—¿Decías algo?
—Ayudadme.
—Te ayudaremos. Saldrás de esta, ya verás.
Volvió a cerrar los ojos. No estaba seguro de quién se había sentado a su lado. ¿Lo que estaba notando era una mano que le pasaba los dedos por el pelo? Sí, una mano cálida. Una mano que le acariciaba la cabeza cariñosamente. Pensó en su madre, de nuevo en la casa de veraneo, en las baldosas, en los pies que las pisaban, silenciosos, esmalte de uñas rojo, la amaba tanto... La mano siguió moviéndose, del pelo a la mejilla, hasta meterse en su boca. Sabor a sangre, a su propia sangre. No era una mano lo que lo acariciaba sino lo que fluía de su cabeza. Tenía que hacer algo, tenía que intentar ponerse de pie. ¿Por qué tenía tan poco control sobre sí mismo? De nuevo la imagen del mirlo: el pico abierto, la mirada de terror en los ojos desorbitados, ni un movimiento salvo el del corazón desbocado. Al igual que él ahí, en la alfombra, incapaz de conectar con sus músculos. Lo mismo debió de experimentar el mirlo después de estrellarse contra el cristal: percibía todo lo que sucedía a su alrededor, veía a los niños que se acercaban corriendo, a la niña que lo cogió con la mano. ¿Fue su hermana o fue Claudia? La bella Claudia, sí, y la pequeña criatura oyó que su madre decía que debían devolverlo al jardín, pero a un lugar donde ni el gato ni las serpientes pudieran alcanzarlo.
—Si no hacemos algo ahora mismo, morirá.
Una voz susurrante que se inmiscuyó en sus recuerdos. En la voz de su hermana insistiendo en sostener el mirlo entre sus manos. Él también quiso hacerlo, pero ella no se lo permitió.
—No deben venir médicos ni policías.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—La prensa está a la que salta —intervino una tercera voz—. Es lo que esperaban para rematarnos.
¿Había alguien llorando o era él? Recordó cómo Claudia y él habían preparado un nido en un árbol para el mirlo. Con mucho cuidado y esmero, para que estuviera cómodo. Allí el gato no lo alcanzaría.
—No podemos hacer nada, al menos de momento.
—Entonces morirá.
Y ya no dijeron nada más. Como si estuvieran especulando acerca de su muerte. El significado que tendría. Quién lo echaría de menos. Su hermana. Sus padres habían fallecido hacía mucho. Volvió a evocarlos. Días dorados. La casa de veraneo. El Mediterráneo. Calor, paraíso, Claudia. «No, todavía no.»
—No quiero morir —musitó.
—Dice algo.
—Háblale.
Pasos. Alguien se detuvo cerca.
—¿Decías algo?
—No quiero morir.
—Claro que no morirás.
Volvió a abrir los ojos y vio brevemente a otro hombre que intentaba agacharse a su lado, en el suelo, pero que al final desistió o cambió de opinión. Miró los zapatos. Pasos que se alejaban. Le parecieron irremediablemente lejanos. No tenían la mínima intención de ayudarlo. Si al menos pudiera ponerse de pie, pedir ayuda. Su hermana dejó el mirlo en el nido que él había construido, le pusieron en él semillas y agua. Claudia rezó por él.
Por fin volvía a notarse las piernas, tal vez fuera lo único que hacía falta: tenía que sincronizarse con el mirlo.
—Criatura alada, haz que levante el vuelo —susurró.
No, si quería sobrevivir lo que tenía que hacer era cerrar el pico. Obligó sus piernas a moverse. Eran los movimientos de un bebé, arriba y abajo, como dos pequeños émbolos flexibles. Ahora lo único que le quedaba por conseguir era que los brazos lo acompañaran. «Sí, así.» Empezó a gatear en dirección opuesta. Si lograba salir al pasillo, habría otros dispuestos a ayudarlo. Miró hacia atrás; tenía que enjugarse la sangre que le cubría el rostro. Todavía no lo habían visto; seguramente no había llegado demasiado lejos. «Levántate, venga.»
—¿Y no podríamos llevarlo al hospital?
—¿Y qué diríamos?
—Que ha sido un accidente.
Estaba de pie. Por fin. Se limpió la sangre de los ojos. Solo tenía que llegar a la puerta, situada al otro lado de la habitación, salir al pasillo y pedir ayuda. La gente lo oiría.
—Se ha levantado.
—Tenemos que ayudarlo.
Voces que susurraban, superponiéndose. Cruzó la habitación corriendo. Se le doblaron las piernas, miró hacia atrás por encima del hombro. Alguien cerró la puerta. ¿Se habían ido los demás? ¿Estaban solos?
—Ahora no vayas a hacer ninguna tontería —dijo una voz sosegada, avanzando hacia él.
Hizo caso omiso y siguió hacia la puerta.
—Te he dicho que no hagas tonterías.
Sintió una mano que lo detenía.
—¡Socorro! —gritó. Volvió a gritar—: ¡Socorro!
Otra mano le tapó la boca. Los dos estaban de pie. La sangre seguía manándole de la cabeza, lo notaba. El otro estaba detrás de él. Le tapaba la boca firmemente con una mano y con la otra le retorcía el brazo. Con profesionalidad, fríamente. Intentó liberarse en vano; no podía, se sentía como un saco de grano, como miles de granos incapaces