Los inocentes (Will Robie 1)

David Baldacci

Fragmento

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1

Will Robie había observado con detenimiento a todos y cada uno de los pasajeros del corto vuelo entre Dublín y Edimburgo y había llegado a la conclusión de que dieciséis de ellos eran escoceses que regresaban a su país y que cincuenta y tres eran turistas.

Robie no era ni escocés ni turista.

El vuelo duraba cuarenta y siete minutos. Primero se cruzaba el mar de Irlanda y luego gran parte del territorio escocés. El trayecto en taxi desde el aeropuerto le robó quince minutos más de tiempo. No se alojaba en el hotel Balmoral ni en el Scotsman ni en ninguno de los establecimientos hoteleros distinguidos de la zona antigua de la ciudad. Tenía reservada una habitación en la tercera planta de un edificio de fachada sucia situado a nueve minutos a pie del centro de la ciudad entre calles empinadas. Le entregaron la llave y pagó una noche en efectivo. Cargó la pequeña bolsa de viaje hasta la habitación y se sentó en la cama, que crujió bajo su peso y se hundió varios centímetros.

Crujido y hundimiento era lo que cabía esperar de un precio tan bajo.

Robie medía poco más de metro ochenta y pesaba ochenta y un kilos duros como una piedra. Poseía una musculatura compacta que dependía más de la rapidez y la resistencia que de la fuerza bruta. Le habían roto la nariz en una ocasión, por un error que había cometido. Nunca se la había arreglado porque no había querido olvidar ese error. Tenía una muela postiza, algo que había acompañado a la nariz rota. Tenía el pelo oscuro y abundante por naturaleza pero Robie prefería llevarlo muy corto, sin llegar al rape. Tenía las facciones bien definidas pero acababa pasando inadvertido porque casi nunca miraba a nadie a los ojos.

Lucía tatuajes en un brazo y en la espalda. Uno de ellos era un diente enorme de un gran tiburón blanco. El otro era un corte rojo que parecía un relámpago en llamas. Cubrían bien las viejas cicatrices que nunca habían acabado de curar. Y todas guardaban algún significado para él. La piel dañada había supuesto un reto para el tatuador, pero el resultado había sido satisfactorio.

Robie tenía treinta y nueve años y cumplía cuarenta al día siguiente. No había acudido a Escocia para celebrar una fecha tan señalada. Estaba allí para trabajar. De los trescientos sesenta y cinco días del año, él trabajaba o viajaba por motivos laborales la mitad de ellos aproximadamente.

Robie inspeccionó la habitación. Era pequeña y sencilla, pasable, y estaba situada de forma estratégica. No necesitaba gran cosa. Tenía pocas pertenencias y menos necesidades aún.

Se levantó y se acercó a la ventana, presionó el rostro contra el cristal frío. El cielo estaba encapotado, algo habitual en Escocia. Un día entero de sol en Edimburgo era motivo de agradecimiento y sorpresa para sus habitantes.

A su izquierda, bastante lejos, se encontraba el palacio de Holyrood, la residencia oficial de la reina en Escocia. Desde ahí no lo veía. A su derecha, lejos también, se alzaba el castillo de Edimburgo. Tampoco veía aquella vieja fortaleza pero sabía exactamente dónde estaba.

Consultó su reloj. Faltaban todavía ocho horas.

Su reloj interno lo despertó al cabo de varias horas. Salió de la habitación y fue andando hasta Princes Street. Pasó junto al majestuoso hotel Balmoral que dominaba el centro de la ciudad.

Pidió un almuerzo ligero y bebió agua del grifo sin prestar atención a la amplia selección de cervezas negras que se ofrecían en un mostrador situado por encima de la barra. Mientras comía, estuvo un rato observando a un artista callejero que hacía malabarismos con cuchillos de carnicero encaramado a un uniciclo mientras entretenía al público contando historias divertidas con un acento escocés pulido. Luego estaba el tipo vestido de hombre invisible que se hacía fotos con los transeúntes por dos libras.

Después de comer, fue caminando hasta el castillo de Edimburgo. Lo veía a lo lejos mientras andaba. Era grande, imponente y ni una sola vez lo habían tomado por la fuerza, sino mediante subterfugios.

Subió a lo alto del castillo y se asomó para atisbar por encima de la grisácea ciudad escocesa. Pasó la mano por cañones que no volverían a disparar. Giró a la izquierda y admiró la vasta extensión de mar que había hecho de Escocia un puerto tan importante siglos atrás, cuando los barcos iban y venían, descargaban unas mercancías y cargaban otras. Estiró las tensas extremidades, notó un crujido y luego un pequeño chasquido en el hombro izquierdo.

Cuarenta años.

Mañana.

Pero antes tenía que sobrevivir hasta el día siguiente.

Consultó la hora.

Faltaban tres horas.

Salió del castillo y bajó por una calle lateral.

De repente empezó a caer una lluvia fría y se cobijó bajo el toldo de una cafetería donde se paró a tomar un café.

Más tarde pasó junto al anuncio de una visita a las zonas habitadas por fantasmas organizada por Underground Edimburgh. Era solo para adultos y se realizaba cuando la oscuridad lo invadía todo. Ya casi era la hora. Robie había memorizado cada paso, cada giro, cada movimiento que tendría que hacer.

Para vivir.

Como cada vez, tenía que confiar en que bastara con aquello.

Will Robie no quería morir en Edimburgo.

Un poco más tarde pasó junto a un hombre que le dedicó un asentimiento de cabeza. Fue apenas una ligera inclinación, nada más. Luego el hombre desapareció y Robie entró por la puerta que el hombre acababa de dejar libre. La cerró con llave detrás de él y se adentró en el lugar acelerando el paso. Llevaba suelas de goma. No emitían ningún sonido en contacto con el suelo de piedra. Cuando había avanzado unos dieciocho metros vio la puerta a la derecha. La abrió. Un viejo hábito de monje colgaba de una percha. Se lo enfundó y se puso la capucha. Había otras cosas para él, todas necesarias.

Guantes.

Gafas de visión nocturna.

Una grabadora.

Una pistola Glock con silenciador cilíndrico.

Y un cuchillo.

Esperó y fue consultando la hora cada cinco minutos. Su reloj estaba sincronizado a la perfección con el de otra persona.

Abrió otra puerta y cruzó el umbral. Se agachó, tocó una rejilla en el suelo, la levantó y bajó con agilidad y rapidez por una serie de pasamanos metálicos clavados en la piedra. Llegó al suelo sin emitir ningún ruido, se desplazó hacia la izquierda y contó los pasos. Edimburgo quedaba por encima de él. Por lo menos la zona «nueva».

Estaba en el subsuelo de Edimburgo, donde se organizaban distintas visitas a pie relacionadas con los fantasmas. Se pasaba por las bóvedas de debajo de South Bridge y partes del viejo Edimburgo como Mary King’s Close, entre otros. Se deslizó por los pasadizos de ladrillo y piedra. Las gafas de visión nocturna le permitían verlo todo con gran nitidez. En las paredes había lámparas eléctricas a intervalos bastante regulares pero de todos modos seguía estando muy oscuro.

Casi le parecía oír las voces de los muertos a su alrededor. Según las leyendas locales, la aparición de la peste en el siglo XVII asoló zonas po

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