1
El cachorro sin fuego
El cachorro no tenía fuego propio junto al que cobijarse. No tenía madre, ni madre de su madre, ni hermanas de su madre. No había hembras que lo reconocieran como a uno de su estirpe. Debería haber muerto, igual que ellas, cuando murió la que lo parió a poco de destetarlo. Pero no lo hizo. Tampoco cuando cada estación fría se hizo más espantosa y gélida que la anterior y fueron desapareciendo sus tías. Y resistió también, con menos comida y cuidados, más que otras crías, que fueron pereciendo una a una en medio de la hambruna y el hielo. Y cuando antes de concluir aquel invierno murieron los dos últimos cazadores que aprovisionaban aquel fuego, el viejo primero y luego el joven, que apenas sí había comenzado a salir en la fila de los hombres, solo quedaron una hembra seca y él, que ya sabía recolectar caracoles, conchas, raíces y plantas. Y cuando las siguientes nieves comenzaron de nuevo a cubrirlo todo, ya se quedó solo. Entonces, con toda certeza, debiera haber perecido. Pero resistió.
El cachorro no tenía fuego propio pero los de su clan le permitieron no morir de frío, le dejaron cobijarse en los que todavía tenían cazadores, hembras, ancianos y unas pocas crías que habían logrado seguir vivas. Era él, claro, quien había de dormir más alejado de la hoguera, por donde la cuchilla del aire se adentraba en la cueva, y quien más debía porfiar hasta por la hebra de carne más dura y más pequeña. Pero fueron, una vez más, los otros, que sí tenían quién los cuidara, quienes sucumbieron. Era, sin duda, un cachorro fuerte. Vivió porque se ganó su vida.
Tenía que ganársela cada día, y cada noche pelear por no perderla. Los cazadores y las hembras de los otros fuegos tenían que proveer a los suyos. Y no sobraba nada. Pero con todo, siempre acababan por darle alguna brizna, y él ya sabía rebuscar en los campeos qué llevarse a la boca. El jefe de la fila, el que salía el primero y al que seguían los demás en las cacerías, tenía incluso con el huérfano algún gesto de protección y de aliento, y el cachorro lo buscaba. Escurriéndose entre los demás con sigilo pero al tiempo intentando no quedarse demasiado alejado para recibir algún pedazo de carne y, más aún, lo que le hacía reír y llevaba el gozo a su mirada, algún pescozón cariñoso o un gesto amable de ese hombre. Cuando el jefe de los cazadores volvía al refugio, la mirada del niño permanecía absorta en él, pendiente de cada uno de sus gestos, de sus palabras, de sus idas, venidas, acciones y silencios. Y el jefe de los cazadores se acostumbró a ello y, lejos de molestarle, parecía ser de su agrado. De vez en cuando, como con descuido, echaba en derredor una mirada para detectar desde dónde, siempre un poco emboscado y procurando pasar desapercibido, lo observaba el muchachillo. Fue él quien un día acabó por darle nombre y le llamó el Autillo, porque como aquel pajarillo nocturno miraba desde la penumbra. Y por ese nombre comenzaron a llamarlo todos.
No hacerse notar mucho, observar cada detalle y conseguir un bocado, aprovechando el menor descuido para retirarse luego a las sombras antes de que se lo quitaran, fue su manera de salir adelante. No tenía amparo, pero tampoco demasiado que temer de los grupos de hembras, ni de sus cazadores ni de los viejos. De los que debía guardarse era de los cachorros de su edad o un poco más mayores, con quienes debía estar siempre alerta y de cuyo acoso no encontraba manera de zafarse. Ellos eran sus enemigos, sus torturadores, quienes siempre intentaban quitarle la poca comida que conseguía, quienes lo expulsaban a patadas de las cercanías de las hogueras, quienes a cada instante lo perseguían. Su abuso incansable, respaldado por la fuerza y el grupo, no se saciaba con nada, y aún menos con la sumisión. Eso lo aprendió pronto. Someterse, lejos de servirle para que lo dejaran tranquilo aunque fuera en un rincón apartado, era peor todavía. Supo que tendría que luchar, él solo contra todos, y hacerlo de tal forma, solapada y artera, que no cayeran en tropel y lo aplastaran. Así que unas veces se ocultaba y otras parecía rendirse, pero si encontraba un momento propicio, lanzaba su tarascada, patada, mordisco o arañazo.
Comprobó también que si lograba estar cerca del jefe, aunque jamás hubiera este intervenido en ninguno de sus encontronazos, solían guardarse de acometerlo o de quitarle su bocado. Por desgracia, el jefe y su fila de cazadores no paraban demasiado en la cueva, excepto cuando el tiempo comenzaba a refriar y volvía a quedarse helada la tierra entera. Por eso no quería el cachorro que llegara el invierno, porque si ahora con la hierba verde, el sol cálido y la abundancia de comida apenas si conseguía amanecer vivo cada día, estaba bien seguro de que cuando la siguiente estación fría volviera, él sería el siguiente en morir y al que se comerían. Porque, cuando había faltado totalmente el alimento, había visto cómo se comían a los que perecían y él mismo había conseguido algún despojo, y no quería ser el próximo al que devoraran. Le tenía mucho miedo a que el tiempo de la oscuridad y las ventiscas llegara, muchos más que a los otros cachorros. Ellos no lo iban a matar, y con su astucia, que crecía más rápida que sus fuerzas, iba consiguiendo librarse de su persecución. Algunos habían aprendido, incluso, a temerlo.
En la copa de un árbol muy grande y alto que se oteaba desde lo alto de la ladera donde se abría la cueva, las águilas hacían su nido.[1] El Autillo, huidizo siempre de la cercanía de los otros cachorros, había encontrado un recoveco cerca del viso del monte en el cual meterse y, oculto allí, contemplarlas a su antojo. En ocasiones se les caía algún trozo de sus presas, una porción de una liebre o de un conejo, y una vez, para su alborozo, buena parte de un urogallo, y saliendo raudo de su escondrijo conseguía echarle mano y comérselo crudo antes que acercarse a un fuego para asarlo, sabedor de que se lo quitarían de inmediato.
Por ello, y por la fascinación que su vuelo y poderío le causaban, no se cansaba de observarlas. Aprendió muchas cosas de las grandes águilas. Era la hembra, la más grande en envergadura, la que había empollado los huevos y la que daba de comer a las crías. El macho solía traer la mayor parte de la caza y se la daba a la hembra para que esta la llevara hasta el nido para repartirla. En la tribu no sucedía nada que fuera muy distinto. Los grupos de mujeres, con una matriarca a la cabeza, eran quienes se encargaban de recoger lo que los cazadores traían y disponer de ello. Los cazadores iban y venían, y en el tiempo cálido podían permanecer lunas enteras lejos. En ocasiones todos los fuegos del clan se movían con ellos. Estuvieran en la cueva o en los campamentos nómadas, las hembras recolectaban, ponían trampas, proveían, organizaban, repartían. Los cachorros, a poco que crecían, las ayudaban en las tareas cotidianas y los viejos que ya no servían para salir con la fila de cazadores también participaban en las faenas y, aunque a veces rezongaban, se plegaban a lo que ellas decidían.
Pero fue otra cosa lo que vio en el nido de las águilas, que quedó grabado en su memoria y que aprendió para siempre. Habían salido de los huevos de las rapaces dos aguiluchos. Los dos con plumón blanco, uno más grande que el otro. El mayor apenas si dejaba al pequeño nada de las cebas de los adultos, y así él fue creciendo en fuerza y vigor mientras que el pequeño apenas si crecía y cada vez estaba más débil. Además, el hermano mayor no dejaba de acosarlo, picándole de continuo hasta hacerle brotar sangre que el Autillo veía manchar su plumón blanco. Un día el pequeño ya estaba caído en el nido, ya no levantaba siquiera la cabeza, y cuando llegó el águila madre, ni siquiera intentó ya conseguir su parte de comida. Por la tarde estaba inmóvil. Ella lo observó, comprobó que estaba muerto y procedió a descuartizarlo y dárselo en pedazos al superviviente. Ella misma también engulló algún pedazo del pequeño.
Esa fue la primera lección de vida que el Autillo aprendió de las águilas, escondido en su covacha en la ladera donde se abría el Gran Portalón[2] de la Cueva Mayor, la más inmensa de todas las que había, algunas con sus entradas semienterradas, en aquel reborde de la serranía, dando vista al valle por donde corría el río, se recogían los pedernales y pastaban las manadas de grandes herbívoros.
2
Nublo
Le pusieron el nombre, Nublo, por su piel, su pelo y el color de los ojos. Ellos la tenían pálida, el pelo jaro y los ojos claros. El hijo de la Oscura, a la que capturaron al otro lado de las montañas, no lo era tanto como su madre, a la que mató en el parto, pero su piel era del color del barro claro, el pelo del de los tizones de la hoguera y los ojos, que destacaban el blanco que los rodeaba, como el del légamo.
Había nacido fuerte, con buen grito y con muchas ganas de mamar. Tuvo suerte porque una de las hembras había perdido a un recién nacido y tenía mucha leche. Fue ella quien lo crio desde su primer día. Era una de las mujeres de mayor rango, que tenía un hijo que ya cazaba y otro macho y otra hija más pequeños a su cuidado. Era muy admirada por ello, por haber sacado adelante a tres crías, y haber parido otras tres más que, como la última, se malograron al nacer o a poco de hacerlo. Las demás hembras del clan y también de los otros clanes no eran tan fértiles. Ella había contribuido a aumentar y fortalecer al grupo. No era la primera de su estirpe, pues tenía una hermana que ordenaba el fuego familiar, pero su voz se escuchaba y respetaba. Hablaba poco, solo cuando era preciso y no siempre cuando se le preguntaba. A veces respondía con el silencio y un gesto y seguía a sus cosas. Había sido así desde niña y siempre la habían mentado como la Callada.
La Callada prohijó a Nublo y este creció robusto entre los Primeros Hombres, los que tienen sus cazaderos y sus refugios en el Valle Oculto,[3] protegido por las más altas montañas que impiden el paso de los peores vientos, recorrido por el río que viene desde el pie de la más elevada, la que llaman Peñalanza,[4] y va lamiendo las faldas de todas ellas hasta que se le puede ver desaparecer desde la atalaya bajo la que se abren todos los abrigos por un último recodo. Un valle extenso y feraz en plantas y animales, no solo por el norte rodeado de montañas, sino también por naciente y por poniente, y aun por el sur, donde otra cadena de picachos algo más bajos se eleva guareciéndolo y es también abundosa en aguas y manantiales, por lo que los hombres lo llaman de los Fontanares.[5]
Peñalanza está justo enfrente de donde se abre la gran visera de roca donde el clan vive, se protege y se calienta. La punta de la gran montaña es lo primero que los ojos de Nublo, cuando aprendió a mirar las montañas, vieron y entendieron como un espíritu que los protegía. Peñalanza es lo primero que los Primeros Hombres miraban cuando se asoman al amanecer y su sola visión les daba fuerza y se sentían por ella amparados.
Toda aquella cordillera, todos los horizontes, los más lejanos y los más inmediatos, con los que topan los ojos desde la boca del abrigo o desde la atalaya, está ahora nevada y el hielo reluce en sus cimas. Es la divisoria no solo de aguas, sino de la tierra misma en la que los Primeros Hombres habitan. Más allá hay otras y lo saben, y cuentan que tras bajar por aquellas laderas se extienden inmensas llanuras, pero sus cazadores no van hace mucho tiempo por allí. Porque allí moran los Oscuros. Ellos tampoco descienden, ni siquiera conocen el valle. Ya hay que buscar relatos muy atrás y ahondar en las memorias de la tribu para hallar recuerdos de cuando los Primeros Hombres tuvieron allí sus grutas y en ellas vivieron poderosos clanes. Pero hace ya mucho, desde que los ancianos alcanzan a recordar lo que a ellos les relataron sus ancestros, desde el tiempo casi en que el hielo no era tan cruel ni tan dueño y señor de tantas lunas, que no se ha sabido nada de aquellos, ni se les ha visto ni han encontrado restos de su paso. Lo más que alcanza algún recuerdo es a relatar cuando algunos vinieron huyendo del otro lado, alcanzaron el Valle Oculto, donde ya moraban Primeros Hombres, y se establecieron con ellos. Fueron quienes trajeron las primeras nuevas de los Oscuros, unos seres que no se sabía de dónde habían llegado ni de ellos había noticia alguna, y que nunca habían visto caminar la tierra como sí lo habían hecho con el resto de los seres que en ella vivían: el rinoceronte, la hiena, el león, el leopardo, el uro, el ciervo, el corzo, el caballo, el reno, la cabra, el bisonte, el lobo, el oso, el mamut o hasta aquel tigre de dientes gigantescos que ahora ya no se veía, pero se recordaba. Unas veces los animales parecían ya no existir, pero luego reaparecían, y en cualquier caso siempre estaban en los recuerdos, pero de los Oscuros no había recuerdo ni memoria anterior alguna.
Pero ahora ya sabían de ellos y los temían. Porque eran o parecían hombres, pero no eran de la raza de los Primeros Hombres sino que los mataban. Y aquellos que habían llegado huyendo contaron que habían invadido sus territorios de caza, asaltado sus cuevas y los habían herido y muerto con delgadas lanzas que disparaban desde muy lejos.
El Valle Oculto se pobló de muchas gentes con aquellas llegadas. De los que estaban y los que vinieron. Pero hubo espacio para todos y no faltaba comida. El río que lo recorría no solo era abundoso en peces, sino que daba vida a su ribera y al entorno entero, y allí se multiplicaban los animales y crecían vigorosos y verdes las plantas y los árboles, dando a los hombres toda suerte de raíces, semillas, frutas, bayas y hojas y tallos que podían comerse.
Podían cazar en todo aquel espacio y también en las faldas de las cercanas montañas, y subir cuando lo permitía la nieve hasta lo alto e incluso atravesarlo por collados, y descender por las laderas del otro lado, aunque estas eran más frías y hostiles, e incluso, ya cuando el primer miedo a los Oscuros se diluyó en torno a los fuegos, llegar hasta las grandes llanuras que desde allí se divisaban. En ocasiones algún grupo se decidía porque en aquellos espacios había grandes manadas de caballos y de bisontes paciendo, y muchos rinocerontes, cuya carne era la más apreciada. Buena prueba era que los leones cavernarios también las frecuentaban y bajaban a cazar en ellas.
A los Primeros Hombres los leones no les daban miedo, aunque sabían que podían matarlos con sus garras y sus colmillos. Pero ellos también podían asustarlos con el fuego, herirlos con piedras o matarlos igualmente con sus lanzas. Unos y otros lo sabían y por ello, cuando se divisaban, se mantenían a distancia. En el propio valle residían dos manadas de leones, una en el extremo más alto del río y otra donde sus aguas se apaciguaban y el valle se ensanchaba. Alguna noche un cazador rezagado o una mujer que se demoraba en el retorno al campamento o a la cueva desaparecía, y algún resto indicaba bajo qué garras había sucumbido, pero no eran frecuentes los ataques; a veces también un niño podía sufrirlo de las hienas manchadas, pero si se repetía, una partida salía hacia sus guaridas, incendiaba las laderas de sus cubiles y mataba si podía algún león cavernario. Quien asestaba la última lanzada era quien tenía derecho a sus colmillos y a las uñas de una garra. Las otras tres se repartían entre todos los que habían participado en la cacería y eran motivo de relatos durante muchas noches, sobre todo cuando era tanto el frío que había que quedarse lunas enteras sin salir casi de los abrigos.
Decían los viejos que en otros tiempos había tantas manadas de Primeros Hombres como de leones. Pero ahora, en el otro lado de las montañas, ya parecían quedar apenas unas cuantas de los felinos y no haber rastro alguno de los Primeros Hombres. Los únicos que crecían en número y expulsaban del territorio a unos y a otros eran los Oscuros. Y era por ellos, y no por los leones, por lo que los cazadores del valle cruzaban los collados y descendían sobre aquellas llanuras solo si la necesidad los obligaba.
Una de las veces que lo hicieron es cuando capturaron a la Oscura, y no solo a ella, sino también a un viejo y a un cachorro ya crecido. Según contaron, mataron a un joven que blandió contra ellos una de sus delgadas y finas lanzas hiriendo a un cazador e hicieron huir a varias hembras y a sus crías, que se desperdigaron dando alaridos y se ocultaron. Podían, tal vez, haberlas cogido a todas, pero decidieron escapar cuanto antes del lugar, sabedores de que los cazadores Oscuros no estarían lejos y, en cuanto vieran lo sucedido, saldrían tras ellos e intentarían liberar a los suyos y matar a los Primeros Hombres. El jefe de la partida ordenó presto el regreso, y para cuando cayó la noche ya estaban en la ladera de la montaña, donde acamparon sin encender el fuego, y con la primera luz del día habían comenzado a remontar de nuevo y cruzaron el collado del Nevero cuando los primeros rayos del sol le sacaron destellos y brillos.
Llegaron con sus cautivos al campamento y hubo silencio y preocupación en muchas caras, sobre todo de las mujeres, pero también en las de los más avezados cazadores, pues los que habían realizado la larga expedición eran de los más jóvenes, con tan solo uno de edad y experiencia al frente, que es quien ordenó el retorno inmediato después del encuentro.
Los ancianos y los jefes de los cazadores tanto del Abrigo Grande como del cercano Cubil de las Hienas, llamado así pues a ellas se lo habían arrebatado, y de otros refugios cercanos del valle se concitaron en torno a la hoguera para conocer y discurrir sobre lo sucedido. Ya antes algunos de los mejores conocedores de los pasos de la montaña se apostaron en los collados de Peña Cabra, del Nevero y de la cascada de Navafría para alertar a todos en el caso de que los Oscuros vinieran. Pero no vinieron. Ni después tampoco, pues al siguiente día se nubló el cielo y unas nubes del color de la ceniza de las hogueras se asentaron sobre las cimas y sobre el valle entero. Comenzó a caer la nieve, aunque no era tiempo aún, pero cada vez parecía llegar una luna antes y retirarse una más tarde, y toda la montaña quedó cubierta. Los copos también cayeron sobre el valle, pero a nada se volvieron agua muy fría y menuda que calaba hasta las pieles. Retornaron los vigías y se encerraron todos para soportar la primera ventisca. Se sintieron contentos esta vez, aunque preludiara el tiempo del frío, el hielo y el hambre, porque supieron que los Oscuros no vendrían. Ni tendrían huellas ni podrían cruzar las sierras.
El joven cazador herido conservó la vida. La herida no era honda ni le había llegado a penetrar en los intestinos. La gruesa piel de bisonte que llevaba enrollada al cuerpo había logrado que la punta de pedernal del Oscuro solo le hubiera rasgado el costado. De los tres cautivos decidieron dejar vivir a la hembra. Al viejo y al otro joven se los comieron y en el festín participaron todos los clanes de los Primeros Hombres que moraban en el valle.
La hembra fue reclamada por el joven que había sufrido la lanzada y los ancianos se la concedieron pues entre los Primeros Hombres no había hembras para todos; entre los que habían llegado huyendo hubo desde el inicio más hombres que mujeres, y en los fuegos nacían cada vez menos niños. La Oscura se sometió a él y a las hembras del grupo al que pertenecía. Era una hembra muy joven que asombraba a todos, además de por su piel y su pelo crespo y rizado, por la delgadez y largura de sus piernas, su falta de anchuras y sus débiles hombros. Pero era muy resistente y aguantaba mejor que ninguna las caminatas. Sabía hacer cosas con sus manos que les sorprendían, al igual que sus ropas, cuyas piezas estaban unidas por tendones, y era muy hábil buscando comida, descubriendo madrigueras, parideras de conejas y nidos de pájaros. Habrían hablado con ella y le habrían preguntado por todo, pero no les dio tiempo pues cuando empezaban a comprender algunas cosas que decía y hacía, se murió.
A las cuatro lunas de llegar al valle se le empezó a hinchar la barriga y parió cuando de nuevo había retornado el sol y el calor y las expediciones de caza estaban en apogeo. Murió del parto. Era muy estrecha y se desangró.
Nublo no supo que una Oscura había sido su madre hasta que la Callada se lo dijo, cuando otros niños intentaron rasparle la piel y le hicieron sangre con una lasca intentando que se pusiera igual que la suya. Le dijo que los Oscuros no eran como los Primeros Hombres, pero que él sí era de ellos porque de sus espíritus había nacido, y que la próxima vez que los otros intentaran hacerle alguna cosa en la piel o en el pelo porque eran diferentes, no se dejara. Y Nublo no se dejó en absoluto. Saltó sobre el primero que repitió la intentona mordiendo, golpeando con pies y manos, y el agresor acabó huyendo y chillando hacia su fuego.
Nublo se crio fuerte y robusto en el Valle de los Primeros Hombres y cuando ya estuvo crecido, supo bien quiénes eran los Oscuros: los peores enemigos de sus gentes. Si podía, les daría caza y se los comería.
3
Ova y Ababol
Ova había parido muchos hijos, pero solo el último fue la hija que ella había deseado. De los varones, algunos habían perecido, pero dos habían llegado a la fila de los cazadores. Respetaban y querían a su madre, y cuando regresaban al campamento no le faltaba su visita y algún obsequio, pero ya estaban en otros fuegos con sus hembras. A la niña, por la que temió tanto que muriera, como lo habían hecho varios de sus hermanos, la cuidó con todo el esmero y sabiduría que ya había acumulado en sus anteriores crianzas y logró que creciera, se destetara y se convirtiera en una criatura vigorosa, ágil y esbelta. La llamó Ababol.
Ella también había sido una joven amapola sin abrir. Luego con los partos y el pasar del tiempo engordó, se hizo más lenta y pesada, y ahora ya entrando en la vejez había vuelto a perder peso, pero se estaba volviendo flácida. Sin embargo, era ahora cuando parecía más señalada y mentada por las gentes, y no solo de su clan. Su palabra, sus consejos y remedios eran guía y amparo. Su nombre y su sabiduría eran conocidos por las mujeres y los hombres de todas las cuevas, campamentos y refugios, desde la misma orilla de las aguas hasta el nacimiento de los ríos en el corazón de las montañas y, más que en ningún lugar, en la montaña Mamut, así la llamaban unos por semejar la silueta del gigantesco animal, o el monte de las Cinco Cuevas, pues hacían falta todos los dedos de una mano para contar las cinco oquedades donde los hombres moraban y se guarecían en aquel lugar, erguido sobre el río y el hermoso valle.[6] En ningún lugar había más fuegos que allí, en ningún sitio se reunía tanta gente. Eran tan numerosos que los moradores de una gruta no alcanzaban a conocer del todo a los que vivían en la ladera más alejada de la suya. Pero todos conocían la montaña Mamut y, aunque fueran de los más alejados clanes, cuando la divisaban sentían su protección y su influjo. La miraban, se la señalaban los unos a los otros y les alegraba el corazón y el paso si se dirigían hacia ella. Erguida como una señal, como el lugar primigenio del que todos se sentían parte y al que de alguna forma, aunque hubieran partido a otros valles o se hubieran establecido al lado de la Gran Agua, se seguían sintiendo unidos y a cuyo cobijo de tiempo en tiempo todos se congregaban para mantener los recuerdos comunes, anudar los vínculos y alianzas antiguas, y, a veces, los jóvenes encontraban un nuevo fuego y formaban en una fila distinta de cazadores. Y eran más por lo común quienes se quedaban que los que partían del monte de las Cinco Cuevas.
Ova oficiaba en él los ancestrales ritos de la Madre. Ella conocía los secretos del inicio de la vida, de la sangre que manaba de las entrañas de las mujeres sin ser heridas, y sabía cuándo la Diosa bendecía su vientre y cuándo este se abriría para que un nuevo ser naciera. También interpretaba los destinos, los oscuros designios de las tinieblas, y cómo había que pintar y tratar a quienes ya muertos habrían de caminar por ellas. Pero eran muchas más las cosas que la Guardiana entregaba a las gentes que venían a ella, como los remedios que obtenía de la tierra: raíces, cortezas, musgos, hongos, hojas y flores, que repartía generosamente. Con ellos se detenía la sangre en la herida, se serenaba el palpitar en la sien y se aliviaba la calentura en el cuerpo, se desanudaban los retortijones de las tripas o se lavaban los ojos. Ova, lo cuchicheaban todos al ir o volver de su habitáculo, separado del resto, tenía en sus bolsitas de cuero y manojillos colgados cosas que también podían matar o enloquecer si no sabían usarse. Pero Ova era su protectora. Alegre, cómplice, risueña con las mujeres y cariñosa con sus crías. A una le enseñaba y le daba aquella planta que sacaba espuma al frotarla con agua y servía para lavarse y desenredarse el pelo mejor que ninguna, y a su hijo, que se había desollado las rodillas, le aplicaba un ungüento que le calmaba los escozores y hacía que la costra cubriera la rozadura. A los hombres también los curaba, aunque entre ellos hubiera alguno que sabía algo de recomponer huesos y desmontar tendones. Con ellos su trato era más circunspecto, aunque amable. Había comprobado que, ya adultos, tendían a verla con cierta reverencia y lejanía al mismo tiempo. Sin llegar al temor, notaba una cierta aprehensión y envaramiento en su presencia. Además, los hombres solían acudir cuando algo ya muy grave los aquejaba, a veces sin remedio alguno, y cuando solo podía mitigar su dolor antes de que expiraran. Cuando los huesos del cráneo se hendían y los sesos se desparramaban, o cuando el cuerno o el colmillo atravesaban ciertas telas interiores o llegaban a los pulmones o el intestino, la muerte venía. Como venía por bultos internos o cuando ya las fuerzas se consumían y los pulsos se paraban. Entonces quedaba cerrarles los ojos con ocre para que volvieran a la tierra.
Ova era la Guardiana de la Madre y la Custodia de la Estatuilla Negra, que ella conservaba, por quien nacían los cachorros de hombres y bestias, por quien rebrotaban las hojas y renacía la tierra.
Antes de que naciera Ababol, Ova había sentido que sus ánimos decaían y sus fuerzas mermaban al compás, pero su llegada la renovó tanto por dentro como por fuera y todo su ser volvió a rellenarse de energía. Ababol la volvió a hacer risueña y alegre, como recordaba haber sido de joven, y su bondad se extendió a la tribu porque en todo lo que la rodeaba sentía a su propia hija y a todos como a hijos los trataba.
Ova sentía que con Ababol no volvería a estar sola, que ella no se iba a marchar jamás de su lado, como sí lo habían tenido que hacer los machos cuando dejaron de ser niños y se iniciaron, se adentraron por las entrañas de la gruta de los ritos de los Hombres, pusieron sus manos junto a todas las manos y salieron para caminar ya en la fila de los cazadores. Ababol no se iría nunca. Un día traería a alguien al fuego familiar, pero estaría siempre al lado de su madre, que sería quien un día habría de dejarla cuando la vida se le escapara. Antes le enseñaría que las mujeres y los clanes necesitan amparo y ayuda pero hay secretos que no tienen por qué conocer, y solo Ababol los aprendería. Todavía tenía los dientes de leche y ya parecía despierta y dispuesta. Bebía con los ojos muy abiertos todo lo que Ova le mostraba. Unos ojos que resultaban un tanto extraños entre los del clan, pues no eran tan oscuros y tenían reflejos verdes, y tenía también el pelo más lacio y menos negro que el de las otras niñas. Pero, y eso enorgullecía a su madre aunque no demostrara su contento ni la alabara por ello, las ganaba a todas en carrera e incluso vencía a muchos niños. Ova pensaba que se parecía más a cualquiera de sus hermanos cuando eran unos críos que a las pequeñas con las que jugaba.
Había algo, sin embargo, en lo que no se asemejaba a Ova. Era menos risueña, siendo aún una niña, que su ya vieja madre, y esta se sorprendía observándola cuando se quedaba absorta mirando en silencio hacia donde en apariencia nada había. Un ensimismamiento que fue total cuando un día la llevó hacia uno de los clanes costeros cerca de las grandes aguas, las que no pueden beberse porque queman la boca, pero contienen muchos animales que dan comida a las gentes.
Ababol se quedó mirando aquella inmensidad desde lo alto del acantilado, durante tan largo tiempo y con tal intensidad que Ova, después de mucho esperar pues entendía la impresión de su hija, tuvo que despertarla de su contemplación y hacer que siguiera caminando hasta la costa. Allí estaba la cueva del clan al que iban a visitar, pero el campamento lo tenían ahora más lejos, al borde del Gran Azul, y este se había retirado y era necesario caminar por una extraña superficie, en lenta bajada, hasta la rompiente de las olas.[7]
Allí estaban las gentes aquellas cogiendo todo tipo de conchas y cangrejos en las aguas bajas y las rompientes o escarbando en la arena. Ababol chapoteó con ellos, que la agasajaron y enseñaron cómo comerse aquellas cosas tras abrir sus duros caparazones. Le mostraban dónde se ocultaban y cómo descubrirlas por sus burbujas o sus señales y competían en ver quién de ellos lograba asombrarla más y hacerla reír mejor. Pues no solo era una niña, y todo cachorro era bien recibido y querido y cobijado por hombres y mujeres, sino que además era la hija de la Guardiana y quizás hasta un día heredaría toda su sabiduría y poderes.
La niña descubrió tantas cosas y disfrutó de tal manera de todas ellas, hasta de algún doloroso picotazo de un cangrejo, que luego las recordaría durante mucho tiempo de vuelta en la montaña Mamut. Su imaginación unió para siempre la imagen del Gran Azul a una sensación de gozo y plenitud que la acompañaría de por vida. El sabor salado al chapotear en el agua y el picor posterior de aquella sal pegada en su piel, el juego de la espuma, su caída en la ola cuando el agua socavó la arena bajo sus pies y cómo la rescataron de inmediato entre risas levantándola en el aire rebozada en arena mojada. Y para que se le pasara el susto, le regalaron un collar de pequeñas conchas que conservó por siempre, quiso llevar en las ocasiones más señaladas y lució cada vez que volvió a visitarlos.
Aquellas gentes comían del Gran Azul y jugaban con él. Pero le tenían un gran respeto. Le contaron alrededor del fuego en la noche, mientras seguían oyendo su continuo y cercano rumor, que cuando se enfurecía había que huir de su orilla y que no podían tampoco adentrarse apenas en sus aguas pues poco más allá había abismos que se los tragaban y gigantescos animales que los engullirían de un bocado. Los hombres podían cruzar ríos, vadeándolos o nadando por donde no hubiera una corriente que los arrastrara, pero no había adónde llegar en el Gran Azul y alguno que no había sabido respetarlo había desaparecido, aunque tiempo después el mar lo había devuelto luego a la orilla. Quizás hablando de aquellas cosas al lado de la hoguera buscaban asustar a Ababol, pero la niña se durmió feliz y agotada. Acunada por el ruido del mar incansable y el llegar y retirarse de las olas.
4
El Errante
El hombre que venía por la orilla del río llegaba solo y no era nadie del clan de la Cueva Mayor, pero caminaba con la decisión de quien conoce el sendero y su lugar de destino. Abandonó la ribera justo cuando era preciso hacerlo para llegar de la manera más rápida y cómoda hasta la gran boca de la gruta donde se cobijaba el clan, aunque en ese momento el grueso de los hombres adultos había partido, con la llegada del buen tiempo, a los cazaderos aguas arriba, donde confiaban en hacer una buena matanza de renos en los vados por los que cruzaban en su migración de primavera.
El que llegaba venía de aguas abajo y no era, desde luego, ningún cazador de la tribu que regresara para guiar a las mujeres y los jóvenes hasta el escenario de la cacería y los ayudara a trocear y transportar las presas. Algunos de los viejos se asomaron y resubieron la ladera para divisarlo mejor y prevenirse por si representaba algún peligro. El Autillo se escurrió como acostumbraba, sin ser notado, y se quedó en cuclillas, apostado por encima de los ancianos.
—No es nadie de los nuestros —repitió uno de ellos, pues eso ya lo habían dicho todos.
—¿Viene alguien detrás de él? Mejor tener cuidado —dijo otro.
—Hace ya mucho trecho que lo vemos; antes, cuando venía por la orilla del río, y luego, cuando ha tirado derecho hacia la cueva por campo abierto. Si viniera con mala intención, no se mostraría de esta forma. Podemos matarlo si queremos.
—No nos fiemos. Que las mujeres y los más pequeños se guarden en la gruta. Nosotros cojamos propulsores y venablos. Cuando llegue ahí debajo lo tendremos a tiro.
Lo hicieron. El hombre que llegaba parecía avivar ahora el paso y en algún momento agitó una mano en el aire en dirección a los que lo observaban.
—Saluda —dijo el viejo que decía siempre lo que todos ya sabían.
Fue cuando el desconfiado lo reconoció y dio un grito que podía incluso parecer de alegría.
—¡Es el Que Viene y Se Va! ¡Es el Errante! El que conoce todas las tribus y camina de un clan a otro.
Todos los ancianos lo conocían, también muchas mujeres, y los demás habían oído de él aunque no lo hubieran visto nunca, como les sucedía al Autillo y a los más chicos. El Errante era alguien del que siempre se contaba algo en torno a las hogueras.
—Viene de abajo, vendrá de los clanes de los Hombres de los Caballos, de los que cazan en las llanuras que lindan con las montañas donde viven los Patas Cortas, los Hombres sin Hacer del Todo. —La sola mención de los Otros hizo que algunos dieran un respingo, pero el que hablaba siguió con su cábala—: Hacía mucho que no venía. Suponíamos que lo habría matado un león o se lo habrían comido los Patas Cortas.
—Tiene muchos poderes. Es muy fuerte y muy sabio.
—La otra vez que vino traía dos a su lado. Ahora viene solo. Un día lo matará una fiera o se lo comerán los Patas Cortas —insistió el que hacía de eco.
—No se lo han comido. Nos contará de los otros clanes —concluyó el que parecía defenderlo.
Saludaron ya en señal de bienvenida y fueron a avisar a la curandera para que lo recibiera, pues el chamán de los cazadores, el Hombre Espíritu de las Bestias, estaba con la partida de caza. Las mujeres se alborotaron y salieron en tropel. Lo querían más que los viejos. Traería muchas cosas extraordinarias y nuevas de los clanes de toda la tierra, hasta de los que estaban al lado del Gran Azul, sobre los que algunos hablaban, pero nadie había alcanzado a ver, aunque entre ellos había descendientes de quienes sí que habían caminado por su orilla y algunas tenían como muy preciado adorno algunas cuentas de nácar.
El Autillo no perdía detalle. La llegada de aquel hombre era algo extraordinario, algo que no había pasado nunca en su vida. Había oído decir que había otros hombres además de los de su clan, pero nunca había visto a ninguno. Ni de aquellos Patas Cortas con que los atemorizaban ni de los de su propia estirpe, aunque de otra tribu. Ahora estaba viendo a uno y todo en él lo asombraba.
Era alto, más que la mayoría de los del clan, de hombros anchos y de andar muy poderoso. Traía a la espalda un gran morral; una lanza larga y dos ligeras sobresalían de su silueta. Llevaba el pelo largo y una barba poblada y crecida. Brillaban en su zamarra de cuero adornos de colmillos y conchas. La traía abierta en parte y descubría la parte superior del pecho. No era joven pero tampoco viejo. Aún no tenía canas ni en la cabeza ni en la barba. El Autillo se fijó en el imponente collar de garras que le colgaba del cuello y en sus rasgos más finos, delgados, más afilados en pómulos y nariz que los de los suyos. Ya había llegado hasta la entrada misma de la cueva. Y hablaba con ceremonia y respeto. Todos habían salido a recibirlo.
—Saludo a los ancianos y a las madres del clan y les pido poder compartir su cueva y su fuego.
—Sabemos quién eres. Te recibimos como amigo. Puedes entrar, descansar y descargar tu peso —le replicaron.
Se adelantó la Custodia de la Diosa, la curandera:
—El Que Viene y Se Va siempre es bien recibido en este clan. Nos alegra ver de nuevo al Errante y saber que vive. Nos contará cosas de los otros hombres y sus clanes. En nombre de la Diosa, eres bienvenido.
Todos los críos del clan, pegados a sus madres o en pequeños grupos, se arracimaban haciendo ruidos y dando gritos en torno a él, menos el Autillo, que lo observaba algo apartado, en silencio. Pero los ojos del forastero lo descubrieron. Fue un instante, pero se clavaron en él haciéndole rebullirse inquieto. La mirada del Errante parecía recorrerlo todo mientras se adentraba en la gran sala seguido por los viejos, que ya comenzaban a hacerle preguntas. Pero él solo contestó de dónde venía antes de descolgar su morral y sus lanzas y dejarlo todo apoyado en una esquina donde no había redondel de piedras que indicara un fuego.
—Vengo de las llanuras del clan de los Hombres de los Caballos. Hace media luna estuve con ellos. Traigo sus saludos. Ahora deseo hablar con la Custodia de la Madre y hacer mi ofrenda a la Diosa.
Aquello congratuló a la curandera, aunque ya lo esperaba, pues sabía que era sabio y respetaba los ritos. Al Errante siempre se le había supuesto el saber de los chamanes y poderes superiores. Solo así podía haber sobrevivido caminando solo y errante por las tierras. Su propia existencia, tan extraña y alejada de la del resto de los hombres, fuera de todos los clanes, encendía la curiosidad por donde quiera que pasara, y en todas las cuevas y campamentos era bien recibido cuando retornaba. La mera evocación de su nombre provocaba un susurro de respeto.
El forastero y la Guardiana se dirigieron a un pequeño recoveco de la cueva donde la mujer tenía su fuego, resguardado de las miradas, los manojillos de plantas colgados de estaquillas de hueso y, en una hornacina que aprovechaba una grieta de la roca, la estatuilla de la Diosa.
Sorprendió al Autillo, que los espiaba resguardado en las sombras y salientes, que quien preguntaba al recién llegado y lo escuchaba con mucha atención y hasta con gesto de clara sumisión, era la mujer a la que ellos tenían como guía y sabia. La Guardiana de la Diosa ni siquiera se comportaba con tal deferencia con el propio chamán de los cazadores, que soldaba huesos, taponaba la sangre y atraía con sus conjuros a los animales hasta las lanzas de los cazadores.
El Autillo vio que el hombre extraía de una de sus bolsitas de viaje unas cabezas de espliego ya secas, las desmenuzaba en una pequeña piedra, redonda y hueca, donde antes había puesto unas brasas