La cocina de los valientes (edición actualizada)

Pau Arenós

Fragmento

Instagram, Twitter, Tripadvisor... pero ¿de verdad estamos hablando de cocina?

Hubo un tiempo en el que la gente iba al restaurante con hambre, ilusión y curiosidad. La experiencia se contaba después con los recuerdos, sin importar las imprecisiones. Solo los profesionales tomaban nota y los amantes de la fotografiaban sacaban con apuro y timidez cámaras del tamaño de camiones para imágenes que jamás alcanzarían la calidad de las de los fotógrafos profesionales, conseguidas bajo oleadas de luz. Esa minoría se ha transformado en legión y la llegada de un plato a un mantel es celebrada con alzamiento de móviles.

No retratar lo que comerás es una forma de automarginación y de insana impaciencia mientras el resto de los comensales pierde el tiempo buscando el ángulo correcto para una foto sin valor. Pero qué importa: lo relevante es la posesión del incruento trofeo para mostrar después en las redes sociales. Lo decisivo no es estar y disfrutar, sino exhibir.

¿Cómo se habría contado la plenitud de la cocina de vanguardia (1994-2011) de haber coincidido con la apoteosis de Instagram? Cuando cerró El Bulli (julio del 2011), la red de las fotos maquilladas solo llevaba un año en funcionamiento. Aquella transformación de la cocina que nominé con un nombre entre duro y tierno (tecnoemocional) y que se sostuvo durante tres lustros esplendorosos —y que sigue de un modo menos estresante— habría vivido una popularización mayor y más arrebatada, empujada entonces por los medios de comunicación tradicionales y el incipiente Twitter (2006).

Los secretos de los sacerdotes se habrían difundido con el impulso de la riada, no solo desde el coro periodístico, sino desde el pueblo, en esa demagogia populista de ciudadano-a-ciudadano que gusta y que tranquiliza pues el emisor-es-uno-de-los-nuestros y no un podrido-de-la-élite. Se acusó entonces a los gacetilleros especializados de frívolos, de banales, de estar pendientes de los humos y de los alquimistas baratos, de dar cancha a genios de mercadillo.

Resulta sencillo imaginar —solo hay que meter la cabeza en un bombo centrifugador— qué habría pasado entonces de rozarnos con la histeria actual de las fotos tuneadas de Instagram y los hiperbólicos comentarios. La rabia de Twitter y la narrativa del yo de Facebook. Yo-yo-yo: yo he comido, yo he estado, yo conozco. Y no me importa quién seas tú (receptor) porque solo me intereso yo (emisor).

Millones de voces hablando a la vez generando ruido y poca reflexión. Constato también que a uno solo le parece mal la grandilocuencia ajena, jamás la propia. Leo tuits de puros de corazón que dan hachazos a los que explican con desmesura esta o aquella comida —o tendencia, o creencia, o actitud—, cayendo en el mismo pecado gesticulador para alabar a los suyos. Porque, sí, hay una dialéctica de nosotros y de vosotros, de cocineros auténticos (¡producto, producto!) y de bastardos (¡producto e imaginación!). Lo justo es defender un todos integrador.

Twitter, Facebook, Pinterest o Instagram no han cambiado la cocina, pero sí el modo de consumirla. La ficción timonea el discurso gastro. Los platos tienen que ser bonitos o no son fotografiables, lo que da una coz a una parte de las cocinas y de los cocineros. La verdad cruda, sin afeites, ha dejado de existir. La cocina tradicional fue apeada de la pasarela de modelos, que exalta la belleza de lo fabricado en los laboratorios de las tendencias. Son las multinacionales de la alimentación, en sus muy distintas reencarnaciones, las que determinan qué nos meteremos en la boca. Deciden que nos conviene el kale, el aguacate y la espirulina, y el influencer actúa de brazo tonto de esa armada. Los auténticos superalimentos son el arroz, el trigo, el maíz, la patata, la soja, que han salvado a la Humanidad de las hambrunas.

El estilista de platos ejerce una profesión parecida a la del tanatopractor: embellece cadáveres. Desagrada lo feo e imperfecto porque nos colocan ante lo real, y lo real incomoda. La naturalidad —que no naturaleza porque cocinar es transformar— se expresa de manera brutal para la Sociedad de la Imagen Compartida. La cocina avanzada, que dedica tiempo a la escenografía, podría haberse beneficiado, aunque los instagrammer solo habrían llegado a la superficie, a los ropajes, dejando intacta el alma.

Ya nada podrá ser como antes, cuando al sentarse en un restaurante había cierto misterio. Primero los libros y las revistas, de una manera pausada, y después los congresos, de un modo tumultuoso, cambiaron el acceso a la información. Guardar secretos se consideró algo mal visto, propio de mezquinos de otros tiempos, de cocineros que deshonraban la profesión al escatimar generosidad. En algunos casos, el aperturismo fue un bumerán que, al regresar, partió dientes: dio pie a la copia loca, desmesurada e irracional (¿acaso no lo imaginaban al subir a los escenarios?) y al descubrimiento de intimidades que los disgustados con la modernidad usaron para apalear.

Propongo una moratoria: regresar a los restaurantes sin saber en qué están trabajando, curiosear en Twitter e Instagram solo después de haber comido. Ser, de alguno modo, vírgenes, pero no idiotas: siempre hay que saber dónde y a qué se va. Con las toneladas de información que circulan, ir al lugar equivocado es perderse en una autopista. Preservar el misterio es multiplicar el deleite. No habría que hacerse el listillo en el restaurante —«oh, sí, esto lo hacéis con metilcelulosa, ¿no?», «amigo, se os ido la mano con la kappa», «está kombucha está un poco pocha»—, sino regocijarse con lo desconocido, y querer saber más a continuación. Gozo más con una crítica cinematográfica después de haber visto el filme que antes. El placer completo sería leerla dos veces, antes y después.

Este prólogo da la bienvenida a la nueva edición de La cocina de los valientes (LCV), que fue escrita también con determinación notarial (2006-2011), esto es, con el propósito de registrar quién hizo qué y en qué momento. Fue prudente porque menudean los cuatreros. La memoria está hecha de espuma, así que pierde consistencia con rapidez. Nadie recuerda, a veces de manera intencionada, para aprovecharse; otras, por bendita —y oportuna— ignorancia. El caso es que si no se fija el conocimiento, este pasa a manos de los desaprensivos, que lo usan en provecho propio con desfachatez. El problema no es sacar de la bolsa común —puesto que los chefs son conscientes de que si el saber se expone es para compartirlo—, sino de tener la cara de sura de silbar y dar a entender que son los artífices.

Durante el proceso de escritura de LCV, pedí a nueve restaurantes (El Bulli, El Celler de Can Roca, Quique Dacosta, Sant Pau, Arzak, Calima —después Dani García—, Martín Berasategui, Akelarre y Mugaritz) técnicas y conceptos/filosofía desarrollados por ellos para que cada lector llegara a sus conclusiones sobre qué aportó cada uno y en qué momento. Entonces me pareció importante registrar la creatividad, ejercicio que desde alguna instancia —desde algún supraorganismo creado por los propios cocineros— debería ser llevado a cabo de forma periódica con el objetivo de servir de inventario, patente y consulta. Libro o revista anual de gran formato, una especie de catálogo. A lo mejor nos llevaríamos un susto al constatar que los que se arriesgan siempre son los mismos.

Aclarémoslo ya: son escasos los genuinamente creativos ¡en todo el mundo! El contingente de genios no ha aumentado, el talento no se fabrica en la cadena de montaje. O de montajes. ¿Quién contribuye con algo nuevo, diferente, esperanzador?

En España, se repite la alineación de 2011, refrescada con nombres que ya entonces destellaban: la salina aportación de Ángel León, el encaje del gran puzle de la cocina mundial de David Muñoz, la ecococina de Eneko Atxa, el ahondamiento en el recetario andalusí de Paco Morales, el despegue en solitario de Albert Adrià, la inmersión en los caldos de Ricard Camarena, la destilación postbulliniana de Paco Pérez o la desnudez de Josean Alija, sin descuidar a Francis Paniego, Paco Roncero y Marcos Morán, todos ellos contados extensamente en el libro Los once (2014). Hay que prestar atención a Maca de Castro, Diego Guerrero, Jordi Cruz, Mario Sandoval, Diego Gallegos, Pablo González, Miguel Ángel Mayor, Aurelio Morales, Pepe Solla, Javier Olleros, Kiko Moya, Aizpea Oihaneder, Miguel Ángel de la Cruz, Iolanda Bustos, Álvaro Garrido, Esther Manzano, Raül Balam, Andreu Genestra, Koldo Rodero, Teresa Gutiérrez, Fernando Arellano, Mari Carmen Vélez, Vicente Patiño, Nacho Manzano, Oliver Peña, Begoña Rodrigo, María José San Román, Javier y Sergio Torres, Rodrigo de la Calle, Carles Tejedor, Alberto Ferruz, Juanlu Fernández, Ramon Freixa, Jorge Muñoz, Albert Raurich y a otros que profundizan en un área determinada, convirtiéndose en superespecialistas.

¿Y en el mundo, tan grande, y tan estrecho? En Bangkok irrumpió Gaggan Anand que huella sin demasiadas sutilezas el legado bulliniano. En Copenhague, René Redzepi ha construido un nuevo Noma en una superficie de dos mil metros cuadrados con la ambición de desarrollar un campus de la gastronomía y la alimentación. Nombres y nombres, chinchetas en el mapa: Virgilio Martínez, Enrique Olvera, André Chiang, Pía León, Paul Pairet, Dominique Crenn, Helena Rizzo, Mauro Colagreco, Carlos García, Enrico Crippa, David Toutain, Pim Techamuanvivit, Edgar Núñez, Emma Bengtsson, Ivan Ralston, Carolina Bazán, Nuno Mendes, Matías Perdomo, Jorge Vallejo, Rodolfo Guzmán, Vladimir Mukhin, Kobe Desramaults, Alexandre Couillon, Manu Buffara, Sergio Herman, José Avillez, Jason Atherton, Dan Hunter...

En este circo con más leones que payasos, ¿se habla suficientemente de las cocineras?; ¿de qué cocineras?, ¿de las tradicionales o de las vanguardistas? La mina de oro de la alta cocina pertenece a hombres blancos, adinerados y prostáticos, y desde ese punto de vista con monóculo las han considerado poco más que las chicas, el aderezo que viste y realza al macho. Sin embargo, una cosa es contar a las cocineras y otra, contar-a-las-cocineras-que-inventan-cosas, en número mucho menor, al igual que pasa con los hombres.

Vuelvo a preguntar: ¿se habla suficientemente de las cocineras?, ¿de qué cocineras?, ¿de las tradicionales o de las vanguardistas? Responde la periodista Cristina Jolonch: «Se habla demasiado poco de ambas, pero algo está cambiando: las cocineras han empezado a hartarse y se están moviendo, convencidas de que hay mucho trabajo pendiente y de que su reivindicación no tiene marcha atrás, como no la tiene la movilización del 8 de marzo de 2018, aún tan reciente. Hay iniciativas, como Parabere Forum, que reivindican el papel de la mujer en la gastronomía. Y en España hace muy poco se ha activado un foro (puede ser el germen de un movimiento del que oiremos hablar) al que han empezado a sumarse cocineras y profesionales de la sala de todo el país que buscan una estrategia común para reivindicar su espacio en los medios de comunicación, en las celebraciones gastronómicas, en las guías, en las listas, en los premios o en los congresos. Lo hacen al mismo tiempo que buscan juntas una respuesta a la eterna pregunta: ¿por qué hay tan pocas mujeres al frente de restaurantes de cocina de vanguardia? Una cuestión que a su vez genera en ese nuevo espacio de debate muchísimos otros interrogantes. ¿No hemos podido conciliar? ¿No tenemos la misma manera de entender la competitividad? ¿Y si exigimos cuotas? ¿Deberíamos resaltar los valores que nos distinguen en vez de adaptarnos a un sistema pensado por hombres? El debate no ha hecho más que empezar. Pero las mujeres de la cocina han decidido hacer piña y saben que para ganar visibilidad no vale la autocomplacencia ni ir a remolque de las compañeras que han conseguido hacerse un hueco en la cima por su propuesta innovadora. Que no hay que bajar la guardia si de verdad están dispuestas a ir a por todas».

Estamos tan acomplejados a la hora de referirnos a ellas que no distinguimos entre las artesanas y las artistas, valorándolas desde una perspectiva de género más que desde un análisis riguroso. Premios como el World’s Best Female, que otorga The World’s 50 Best Restaurants, nacen de la mala conciencia, esa desafortunada forma compensatoria con la que el mundo masculino intenta dar visibilidad a las mujeres cayendo en un paternalismo-gominola.

¿Cómo se oponen a ello las mujeres de la organización, que presiden el cincuenta por ciento de las zonas en las que dividen el mundo? En septiembre del 2018, Hélène Pietrini, directora de The World’s 50 Best, hizo público un comunicado en el que reconocía la poca presencia de cocineras en la lista y daba como apaño la modificación de los mil jurados reforzado la presencia femenina y reconociendo que lo-votado-era-lo-que-había, sin que ellos tuvieran responsabilidad sobre el contenido sociológico/ideológico. A modo de reequilibrio nombraron una especie de asesoría, reunida por primera vez en Bilbao en junio del 2018, con Ana Ros, Pía León, Margarita Forés, Kamilla Seidler o Clare Smyth (mejor chef del mundo en 2018; su establecimiento no aparece entre los 50 primeros, ¡ni entre los 100!). Varias de las convocadas a aquel foro de debate comparten el liderazgo de sus casas con referentes masculinos: Elena Arzak con Juan Mari Arzak y Daniela Soto-Innes con Enrique Olvera (él es la primera referencia en la web del restaurante neoyorquino Cosme).

En Chef’s Table, la celebérrima serie de Netflix, se ha dado voz a 20 hombres y a 10 mujeres. ¿No hay suficientes candidatas interesantes, con discurso, con visión, con obra distinguible? Da igual a qué superestructura nos acerquemos. La misma niebla en la guía Michelin (en España, de 195 restaurantes con estrella en el 2018, solo 18 estaban al mando de jefas) o la menos conocida OAR: ellas apenas existen. ¿El futuro será distinto? Debería serlo. Tiene que serlo. Es necesario que lo sea. No todo se reduce al patriarcado (¿o sí?).

Según los datos del CETT, campus de turismo, hostelería y gastronomía adscrito a la Universitat de Barcelona, en 2018 se matricularon en el grado interuniversitario de Ciencias Culinarias y Gastronómicas un 50,50% de mujeres y un 49,50% de hombres; en el curso de extensión universitario de alta cocina, un 27% de mujeres y un 73% de hombres; en el de técnico en cocina, un 26,62% de mujeres y un 73,38% de hombres y en el de técnico superior de dirección de cocina, un 25,58% de mujeres y un 74,42% de hombres. Sobre la valoración de las cifras, Vinyet Capdet, coordinadora académica del grado de Ciencias Culinarias y Gastronómicas, responde: «Ha subido el número de mujeres en los estudios culinarios desde que existe el grado universitario, incluso superan a los hombres. En el caso de la formación profesional, el número más alto es el masculino, aunque ha cambiado desde hace unos diez años. Antes las proporciones eran 80-20%, en algunas promociones incluso 85-15%».

La creatividad no se expresa con una sola cara: pensamos en ese término y una lluvia radiactiva nos moja. Entendámosla de una forma amplia. Por ejemplo: ¿se ha abordado lo suficiente el modo en que se crea una carta, si se deciden los platos uno a uno, sin relación entre ellos, o el cuerpo está recorrido por el mismo nervio y narrativa? En el capítulo Propiedades tecnoemocionales (un zapeo-tapeo), al final de la entrada De vuelta al paisaje, escribía sobre el atrevimiento de crear «una carta con argumento» y hete aquí que a finales del 2015, Carme Ruscalleda comenzaba una serie de servicios novelados, dedicando un menú completo a un solo tema. En octubre del 2018, la gran dama decidió cerrar el Sant Pau tras treinta años de una cocina cabal y sutil.

Sigamos. ¿La solidaridad es rupturista? Durante la Expo Milán 2015, Massimo Bottura organizó en el Refettorio Ambrosiano de Cáritas una serie de comidas, en la que participaron estrellones planetarios. El objetivo era doble: usar los excedentes de la muestra y alimentar a un colectivo de sin techo; y, de rebote, obligar a los chefs dorados a usar el ingenio y sacar oro del carbón, o del cartón. José Andrés traslada sus cocinas allí donde la naturaleza golpea con furia, bien sea Haití o Puerto Rico. Los hermanos Roca comprometieron al banco que pagaba su gira mundial para que financiara becas destinadas a aprendices de cocinero. A través de la fundación Funleo, Leonor Espinosa rescata el patrimonio gastronómico de algunas comunidades colombianas, olvidadas por la administración y la historia, y María Fernanda di Giacobbe ha convertido la vaina de cacao venezolano en un artefacto revolucionario, pues gracias al chocolate miles de mujeres han endulzado un empleo; ambas han sido premiadas con el Basque Culinary World Price, que reconoce la labor de «chefs con iniciativas transformadoras». Actuar, influir, cambiar, mejorar.

Cuentan los enterados que la vanguardia culinaria ha muerto, barrida por el bufido de la historia. Que se superó la ansiedad creativa y el delirio tecnológico, que estamos ya en la posvanguardia (¿de qué vanguardia?) y que las corrientes confluyen a la vez. De acuerdo con la multiplicidad, que ya existía (naturalismo, perfeccionismo, conceptualismo, academicismo...) y que desembocó en el río tecnoemocional. La buena noticia es que la vanguardia se mantiene viva; y la mejor: que los que entonces la enterraron bajo el espectáculo del nitrógeno líquido siguen en la bruma.

Según dan a entender esos apocalípticos —se sintieron excluidos, o autoexcluidos, o se hicieron los interesados para sacar beneficio y ya tienen los bolsillos llenos y se permiten la deslealtad—, fue una pesadilla en la que unos chalados enloquecieron el mundo gastro con actos irresponsables, un arsenal de aparatos, algunos periodistas corruptos (por cómplices), desnaturalizando los ingredientes, y que, gracias a la labor desmitificadora de los guardianes de la decencia, han sido encerrados en un manicomio, y los demás, libres de adoctrinamiento y retornados a la Tierra tras la abducción, han enfilado al sentido común. Pues no: los mismos de entonces son los de ahora, pero se habla de ellos como si se tratara de otras personas —no hay más que ver la nómina de los chefs invitados a los congresos: se repiten los nombres desde hace veinte años—. Culpables los cocineros, pues, de reírles las gracias y agasajar y obedecer y facilitar el ganar dinero a aquellos que, a sus espaldas, los desacreditan.

El error es siempre el mismo: el uso de la palabra «vanguardia» como si fuera una e inmutable. La vanguardia ( «avanzada de un grupo o movimiento ideológico, político, literario, artístico, etc.», de acuerdo con la RAE) se sucede a sí misma, concepto difícil de atrapar por versátil, de ahí el nacimiento del término tecnoemocional, irritante para tantos como el roce de la procesionaria, pero que existe para concentrar un tiempo determinado. Tiempo que no ha acabado, que fluye, sin ser ya un río de aguas bravas.

Convoco a Andoni Luis Aduriz y le pregunto: ¿dónde estamos? «Aunque algunos hayan defendido una vuelta al producto de la manera más pura no se dan cuenta de que la tendencia es más profunda: la tendencia es, sin duda, menos es más. Y no solo es algo que se muestra desde la manera de abordar el producto como sucede en El Campero o en Etxebarri. Es algo que se ha buscado también en Mugaritz desde el principio. Menos es más solo es la expresión de una generación que vive en redes sociales y que escribe en 140 caracteres, donde no le vale lo superfluo que no añade valor. La gente no va hacia los emplatados manieristas y barrocos, ni a platos con veinte elaboraciones. Se ve en las nuevas propuestas, entre ellas Enigma. Vivimos en una época de esencias y núcleos y es ahí donde también está la gastronomía».

Convoco a Albert Adrià, que desde 2011 ha dado a luz seis restaurantes (El Barri, qué buen nombre para un grupo empresarial), en el último de los cuales, el citado Enigma, un espacio laberíntico incide en cómo comer, lo que constituye un rasgo de adelantado: «Una cosa es la voluntad de hacer uno u otro estilo de cocina, y otra, la capacidad. En estos momentos son pocos los cocineros que tienen la voluntad y la capacidad creativa al más alto nivel. La dinámica actual en el mundo lleva a cocinas basadas en la calidad del producto y en técnicas más o menos conocidas o variantes de las mismas, aparte de nuevas tendencias como los fermentados y otros conceptos. Creo que nunca se ha comido tan bien en los restaurantes como ahora. Es cierto que cada vez cuesta más encontrar nuevos productos, cada vez la influencia de otras cocinas es más globalizadora, cada vez es más difícil encontrar maquinaria y tecnología que permita hacer cosas diferentes. A velocidad de vértigo, la aparición de las redes sociales facilita la copia más que la influencia o la inspiración».

Convoco a Joan Roca, embarcado con sus hermanos en la revolución humanística/sostenible: «Un futuro sensible con la sostenibilidad de las formas naturales de vida. Mesas con comida ecológica, gustos y aromas biodiversos. La tecnología ha entrado en la cocina como un juego, que si es meramente estético no tendrá razón de ser, pero cuando plantee soluciones o explore nuevos caminos desde aquello que es natural, con fidelidad al sabor, elevará la experiencia. La cocina ha vivido una revolución tecnológica, y ahora estamos en la revolución del producto. Parece que lo que llega es la revolución sensible, emocional y sensitiva, que tendría que integrar de manera equilibrada las dos anteriores. La cocina seguirá sumando tanto como humanamente sea posible».

Convoco a Quique Dacosta, que señala la singularidad intransferible del territorio: «El concepto de cocina evolutiva está implícito en el ADN de los cocineros y cocineras. Hemos transitado por el camino de la innovación y también hemos mirado hacia otras vertientes, ya no tan tecnológicas o técnicas, porque posiblemente hemos creído que por ahí el camino en los últimos años estaba andado. Como consecuencia de ello nos hemos refugiado en valores más auténticos y menos transferibles, como el territorio: el peso de la ubicación de cada cocinero genera una identidad concreta y singular. A partir de ahí, evolucionar, siempre con nuestro compromiso con el entorno y la sostenibilidad de las especies. Hemos construido con los mismos valores que antes, siempre innovando, evolucionando desde la vanguardia. Con la visión y perspectiva del cocinero, que proporciona singularidad a la técnica, a la tecnología, a los territorios y al producto».

Y finalmente convoco a Ferran Adrià, que ha mandado un mini prólogo para este prólogo extenso:

«Desde el 2011 se ha contextualizado a nivel mundial el movimiento tecnoemocional. Durante este periodo ha surgido la generación de cocineras y cocineros mejor preparados de la historia gracias a la entrada de la gastronomía en las universidades. Ello da una nueva visión de la educación en relación con la gastronomía.

»Además, se ha mundializado la creatividad en el arte culinario. La libertad creativa es básica para cualquier cocina. Nadie marca el camino del creador si este no quiere. La creación ya no pertenece a ningún país, como lo prueba el hecho de que muchos países se han incorporado al panorama creativo mundial. Al máximo nivel, se crea en equipo. Por otra parte, la investigación se afirma como una nueva característica del proceso creativo. Se crean talleres en los que llevarla a cabo.

»El fenómeno de internet, los blogs gastronómicos y las redes sociales han cambiado por completo la relación entre comensal y restaurante en cuanto a expectativas y a conocimiento de lo que aquel se va a encontrar. La sorpresa deja de serlo, lo cual mitiga en gran medida la recepción de lo creativo. Internet globaliza el conocimiento, permite efectuar listas y clasificaciones, que se unen a las guías clásicas y aportan pluralidad. En este sentido, la guía Michelin ya no es la única referencia mundial, como lo fue durante cien años.

»En muchos restaurantes gastronómicos, los líderes y el resto del equipo tienen conciencia social en relación con la ecología, el progreso social, la salud o la alimentación, tal como promueven entidades como Slow Food, Oceana, etc. Lo autóctono como estilo es un sentimiento de vinculación con el propio contexto geográfico y cultural y con su tradición culinaria. La comunión con la naturaleza enriquece esta relación con el entorno.

»El papel de la mujer, tanto cocinera como restauradora, cada vez tiene más fuerza en la restauración gastronómica.

»En estos años han sedimentado el lenguaje y los conceptos gastronómicos del movimiento tecnoemocional. Y lo han hecho otorgando el mismo valor gastronómico a todos los productos. Eliminando fronteras entre el mundo dulce y el mundo salado, lo que ha generado una simbiosis entre ambos que ha facilitado la ruptura de la estructura clásica del menú y la jerarquía producto-guarnición-salsa.» Incorporando la informalidad y cambiando la imagen de lujo de los restaurantes gastronómicos. Fomentado un estrecho diálogo entre sala y cocina que genera nuevos conceptos de fusión en el espacio, el equipo o en la propia liturgia.

»La experiencia ha flirteado con la performance así como con la estructura de propia de la oferta, llevando al límite al restaurante gastronómico Se ha potenciado el acabado de platos en la sala por parte del servicio o del propio comensal en la mesa».

El agua y el vino ya no son las únicas bebidas que acompañan la comida: cerveza, sake, cócteles, infusiones, forman parte de la oferta de bebida de un restaurante».

«Se incorporan productos, herramientas, técnicas y elaboraciones de otras culturas gastronómicas populares a la restauración gastronómica, basándose en el arte culinario francés y el movimiento tecnoemocional.

»Las cocinas populares del mundo nunca han sido una inspiración tan importante para el arte culinario en Occidente: se introduce el concepto de pequeñas raciones en varios bocados, sea en snacks o mediante otras fórmulas. Las recetas se conciben para que la armonía funcione en raciones pequeñas.

»El diálogo con otros ámbitos y disciplinas ha sido primordial para el progreso de la cocina. La cooperación con la industria alimentaria y la ciencia ha supuesto un impulso fundamental. Compartir esta visión holística entre los profesionales de la cocina contribuye a dicha evolución.

»Antes, en los restaurantes solo había experiencias emocionales: la fuerza de El Bulli es que hizo pensar a todo el mundo.»

Repito algo largamente explicado en LCV: la técnica y la tecnología son el truco del prestidigitador, los mecanismos ocultos que permiten la magia. En el papel de comensales impetuosos, no debería importarnos cómo han hecho esto o aquello, sino deleitarnos con inocencia y pasión, de la misma manera que desconocemos la doble escritura de una novela o de una película (la literaria y la técnica). Los armazones serán de nuestra incumbencia si queremos profundizar, adentrarnos en la construcción de la creatividad, así que permitamos a los comensales puros —los que no quieren descubrir el truco— entregarse sin reservas.

A modo de ejemplo, y para no asustar al respetable, los talleres de chapa siguen abiertos. Unos pequeños y dispersos ejemplos: solo después de 2011.

El Celler de Can Roca: cocciones de caldos de verdura a baja temperatura; oscurecimiento enzimático; supercooling (destilados no alcohólicos que se congelan al instante en el plato); fermentaciones; uso de materiales termocromáticos.

Disfrutar: multiesferificación; masas aireadas al sifón rellenadas con elementos frescos; trabajos con la máquina Ocoo; solidificación al momento de jugos frescos; gelatinas de kappa laminadas; hojaldre sin harina.

Aponiente: bioluminiscencia; azúcares marinos; ablandamiento de los caparazones de los crustáceos.

Mugaritz: velos vivos; nuevos espumantes; pan de kuzu; caramelizaciones extremas; uso de los mucílagos; uso de moléculas del vino como ingrediente culinario.

Coque: gastrogenómica; hidrólisis del huevo; extracción de fluidos supercríticos; polifenoles del vino.

Enigma: airpancake; aircroissant; airwafle; cocción diferencial aplicada al mismo producto; tamal con sifón a la brasa; esféricos a la parrilla.

Quique Dacosta: atmósfera salina que permite curar productos en un ambiente sin contacto directo con la sal; la sal como método de cocción, y no solo en pescados, sino también en carnes, verduras y frutas.

Tomo la última frase de Andoni para seguir: «Vivimos en una época de esencias y núcleos y es ahí donde también está la gastronomía». Producto, nuclear y a la vista. Técnica y tecnología, nucleares y ocultas. Ideas y conceptos, nucleares y ocultos, o la vista, según qué queramos contar.

No pasemos de puntillas sobre el ingrediente. ¿Qué ingrediente? ¿Tiene más valor el pollo que la piel de pollo? ¿Por qué? El Gran Producto, según el canon clásico, es caro, escaso, insostenible, idealizado y mitificado. ¿Qué convierte el caviar en deseo, su sabor o su precio? ¿Es mejor un crustáceo cuanto más grande o cuanto más pequeño? ¿Por qué lo gigante y lo enano alcanzan precios desorbitados? ¿Por estar en los extremos? En la contrarreforma, escucho una y otra vez palabras de desprecio hacia la cocina tecnoemocional y vítores hacia la de las bestias. Es la era de los mercaderes más que de los cocineros, de los hacendados más que de los exploradores. Sí, al rodaballo, pero sí también al boquerón. ¿Acaso la alcachofa no merece alabanzas y desgarros por parte de los gurmets con pelo en el pecho? ¿Puede considerarse un restaurante de materia prima el que sirve lechuga, caballa y huevo? Demasiados prejuicios, fachada, artificio, apariencia, manierismo.

La posverdad y las fuck news —las noticias que joden— encharcan la gastronomía y hay un discurso, convenido y conveniente, que proclama que la vanguardia tecnoemocional ha patinado, ha roto las protecciones y se ha estrellado en el fondo del barranco. Falso, claro, como ya se ha explicado, y demostrado, con la supervivencia de los restaurantes implicados en el movimiento —durante una crisis que según el pronóstico de los agoreros debía haberlos fulminado, y en primer lugar—, y con los cierres de El Bulli, el Sant Pau y Dani García (a finales de 2019) por voluntad de sus propietarios. Precisamente ese cambio de actividad de Ferran Adrià es el argumento principal para la deslegitimación, pues disuelto El Bulli restaurante —que no El Bulli, remasterizado en El Bulli Foundation— se preguntan cuál es la cocina posbulliniana, como si las cosas cambiaran de un día para otro, de martes a miércoles, restando capacidad y sentido al movimiento, concluyendo que las vanguardias son ahora múltiples, frivolizándolas así, y que hay nuevos caminos, como si estos se abrieran sin esfuerzo o improvisando, solo con estar, olvidando el legado y a esa decena clara de cocineras y cocineros que investigaba, y que investiga. ¿Existirá una nueva revolución? Soy incapaz de predecirla, pero sí sé que hay y habrá una mejora de lo existente: la ligereza del restaurante, la sostenibilidad, la conciencia, la ética, la imaginación, el juego, la especialización, lo tecnonatural, la vegafilia, lo saludable, el localismo, la excepcionalidad, la feminización, la rentabilidad. Cambia la manera de contar, el modo en el que el cocinero y el restaurante se explican y son explicados en las redes sociales.

El punto 7 del decálogo tecnoemocional coloca al cliente en el centro del discurso: «El comensal no es un ser pasivo, sino activo. El acto de comer requiere, de su parte, una determinada disposición y concentración». ¿Son obligatorias la entrega y la atención? No. El comensal es soberano y puede negarse a hacer caso al personal de sala y a-coger-esto-por-aquí-o-por-allá. Peor para él o ella, que se perderá diversión. Lo que se propone es terminar lo comenzado en la cocina, una apropiación por parte del usuario. El plato solo estará verdaderamente acabado cuando el cliente interactúe. Parte determinante de la existencia de esta tipología culinaria pasa por cómo entiende el receptor el acto de comer. El espectador pasa a ser actor. La obra existe porque alguien la paladea.

Este Nuevo Cliente exige, además, personalización. Consciente de su individualidad, pese a que nos situamos ante una manifestación colectiva requiere atenciones singulares, bien por salud, conciencia, política o religión. El restaurante debe estar preparado para las restricciones, y el comensal para las ampliaciones, es decir, dejar de lado las limitaciones caprichosas e infundadas.

Dije una vez en una entrevista que tardaríamos cien años en comprender qué había sucedido en la cala Montjoi y me reafirmo. En entender qué sucede en Mugaritz y en El Celler de Can Roca, por poner dos ejemplos tradicionales, en Enigma (abierto en el 2017) y en Disfrutar (abierto en el 2014), actores que refrescan la obra, ya tanto tiempo en cartel. Siete años después de la publicación de LCV, el cuerpo tecnoemocional vibra con salud, puesto que Albert Adrià, Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas han enriquecido el patrimonio bulliniano con sus propios negocios, los ya nombrados Enigma y Disfrutar, en una clara y provechosa sucesión dinástica. Y mientras tanto... ¿qué pasa con El Bulli Foundation? Con retraso en los planes, y con ampliación de ellos, respecto a lo expuesto en este libro en 2011, así están las cosas, según explica Ferran Adrià:

«El Bulli Foundation es una fundación privada, de estructura familiar, promovida por Ferran Adrià y Juli Soler. Constituida el 7 de febrero de 2013, nace de la necesidad de transformación de El Bulli Restaurante, con una visión de futuro que se sustenta en la voluntad de seguir promocionando la innovación y la creatividad, a través del lenguaje de la cocina y de dejar un legado a la sociedad.

»El Bulli 1846 es el espacio situado en Cala Montjoi (Roses), que incluye el espacio del antiguo restaurante y la casa de Marketta [Schilling, fundadora de El Bulli]. En El Bulli 1846 se investigará y experimentará sobre creación e innovación para mejorar la eficiencia y la eficacia, con el fin de ver cómo se puede implantar un ecosistema soñado para crear. Un lab expositivo, en el que las exposiciones se emplearán como herramientas de trabajo para llevar a cabo nuestra investigación a través de la metodología Sapiens aplicada a la restauración gastronómica occidental.

»La Bulligrafía es el archivo-museo de El Bulli Restaurante, contextualizado en la galaxia Adrià-Soler y utilizando la auditoría creativa como eje narrativo. Contará con un espacio físico y otro digital. Un proyecto working progress.

»Sapiens es la metodología de investigación creada por El Bulli Foundation para comprender y analizar un proyecto, un producto, una empresa, con la finalidad de mejorar la eficiencia en innovación. Trata de comprender para innovar e innovar para comprender a través de conectar el conocimiento.

»Bullipedia es uno de los principales proyectos de El Bulli Foundation, y tiene como objetivos agrupar, generar y ordenar los contenidos necesarios que permitan crear una enciclopedia de la restauración gastronómica. Los contenidos se presentarán través de una plataforma multiformato que contará con más de treinta proyectos que se materializarán en libros, aplicaciones móviles, herramientas digitales, exposiciones y/o másteres. Bullipedia va creciendo orgánicamente».

Lo cierto es que el cierre de El Bulli como restaurante, y la retirada de Ferran Adrià de las cocinas, ha hecho que se pierda un importantísimo activo en la escena internacional. El Bulli era la liebre perseguida por los galgos: su carrera estimulaba la creatividad general —los cocineros tenían ganas de hacer para ser— y engrasaba las ruedas de muchos restaurantes gracias a las prospecciones en otros países en busca de nuevos productos —¿cuántas modas comenzaron allí?— y ya las consabidos conceptos/técnicas? Tener a Ferran Adrià en acción significaba colocar en primera línea a un magnífico explicador y propagandista. La portada de la revista Time de noviembre de 2013 certifica esa pérdida de relieve al desaparecer el delantero: The gods of food. ¿Protagonistas? David Chang, René Redzepi y Alex Atala. ¿En el interior? Trece páginas y un microperfil de Albert Adrià. Ningún otro cocinero o cocinera catalán, vasco, madrileño, valenciano... ¡Duro, eh!

El ascenso de la cocina tecnoemocional ha sido global, pero el reconocimiento es parcial. El programa Chef’s Table ha incluido a Jordi Roca en el volumen dedicado a la pastelería y a Albert Adrià en el general. Las tres primeras temporadas orillaron a la península Ibérica, no así a Francia, que tuvo un spin-off. Preocupante, por supuesto, y descorazonador. Entretanto, El Celler de Can Roca conseguía ocupar el sillón del emperador dos veces (2013 y 2015), según los votantes de The World’s 50 Best Restaurants.

Entonces, ¿qué ha fallado? ¿Los de aquí no hablan suficientemente bien el inglés para expandirse, no sueltan los tacos necesarios, no tienen tatuajes? ¿No son lo cools que requiere el mercado? El poco crédito de España como potencia cultural, la nula importancia de los medios de comunicación locales en el planeta, el negligente descuido de la Administración en sus tareas arropadoras, el estar fuera de la cartera de las agencias de propaganda anglosajonas, la no implantación de restaurantes importantes dirigidos por tal o por cual fuera de las fronteras...

Bee Wilson es una escritora gastronómica británica que ha publicado, entre otros libros, La importancia del tenedor (Turner, 2013), ameno volumen sobre la historia de los artilugios que facilitan los actos de cocinar y comer. En el capítulo octavo del libro, titulado Cocina, se abre camino ente los aparatejos de última generación —«este movimiento ha recibido muchos nombres: gastronomía molecular, cocina tecnoemocional, hipercocina, cocina de vanguardia, cocina modernista»— y se explaya sobre la baja temperatura. Si bien fue en Francia donde se desarrolló el sousvide, la trascendencia radica en el impulso que le dio Joan Roca, primero con el Roner (1997) y después con el libro La cocina al vacío (Montagud Ediciones, 2003), firmado con Salvador Brugués, en el que se explica esa técnica primordial de una manera pedagógica y minuciosa. Y es reconocido mundialmente por ello. Pues bien, Bee Wilson se extiende ocho páginas en explicar su experiencia con la cocción a baja temperatura, y la desconfianza previa, y ameniza el tránsito entreteniéndose con Nathan Myhrvold, Pierre Troisgros, Nicholas Kurti, Gordon Ramsay, Ferran Adrià y Alice Waters sin presentar a Joan Roca ni el celebérrimo Roner, más falsificado que un reloj bueno. Tampoco se refiere en ningún momento al precursor George Pralus, que en 1974 metió una terrina de fuagrás en una bolsa de vacío.

Explico una cocina que en menos de dos décadas consiguió influir en los mejores chefs del mundo y que en otras dos décadas nadie recordará de qué estamos hablando. De ahí la vigencia de un libro como LCV, que documenta qué pasó, de dónde veníamos y dónde nos encontramos. Convencido de dicha vigencia y de la oportunidad, el texto no ha sido sometido a una actualización, con todo el respeto por cierres de negocios y fallecimientos, como el del irremplazable Juli Soler, Charlie Trotter o Joël Robuchon, por citar a tres protagonistas. Cambiarlo sería falsificar la realidad después del 2011; dejarlo como está, acercarse a lo sucedido, con sus aciertos y errores.

Escribamos sobre los excesos, sobre la relevancia social de los cocineros y cómo algunos se aprovechan lo indecible de los medios de comunicación para dar brillo a sus efigies de latón, que ellos imaginan de oro. La modestia quedó en la cuneta y por mucho que destaquen la humildad como valor, no la practican. Demasías como los menús degustación (menús disgustación, según el vocabulario de LCV): tras treinta bocados, y con la comprensión de lo que se come en la planta de los pies, lo único que quiere el cliente es huir, sospechando una indigestión a la altura del precio pagado.

¿Y si todo fuera más sencillo, más barato, con menos aparataje y ganas de epatar? Hay que desterrar de inmediato esos platos de fantasía que rozan lo hortera y son tan incómodos para comer como una silla para echar una siestecita. Reducir los ejércitos napoleónicos, lentos e ineficaces. ¿Son necesarias 25 elaboraciones —y 25 manos— para un bocado? Querer hacerlo mejor no significa extenuar al pobre comensal, dejarlo con la lengua fuera, el cerebro pulverizado y el estómago como un globo aerostático. Equipos suficientes para una cocina cabal, lo que no significa exenta de inventiva. Repensar el restaurante de alta cocina para alejarlo del parque de atracciones. Recién llegados a esta orilla, la coctelería y los bartenders, que han rebuscado en el baúl molecular (es el término que se lleva, ¿no?) para rescatar humitos y jueguecitos quimicefa superados incluso por los cocineros más fantasmones.

La sala, ay, la sala: la cenicienta. Ha dado saltos de caballo de ajedrez hasta situarse al lado del rey o la reina. Son la necesaria compañía, la parte amable de la alegre sociedad, aunque sin el protagonismo y la autoridad de antaño, cuando los maîtres ancien régime personificaban la circunspecta cara del establecimiento. Algunos sumilleres se han situado en el deseado —y poco conveniente— papel de rock star, con llamativos movimientos en el escenario bajo el síndrome del pavo real. El tedio de los maridajes plato-copa contribuye a la lentitud, la exasperación, la borrachera, el embrollo, la saturación, el hartazgo, la irritante connivencia para que el menú disgustación se exprese en su decadente plenitud. Un servicio levitante pero firme, simpático sin sumisión, sonriente sin cinismo, dando lecciones de dignidad y coraje a la legión de camareros y camareras de restaurantitos y bares que llevan a cabo su trabajo sin halagos ni reconocimientos. En mi deambular cotidiano por pequeños comedores encuentro, por lo general, a abúlicos portadores de platos. Gente mal pagada que traslada el rencor a su trabajo y que se venga maltratando al cliente.

La herencia tecnoemocional no son las esferificaciones ni las aceitunas líquidas ni los panes aéreos ni los aires ni los bizcochos micro, que han perdido la función primigenia para pasar a ser embellecedores, y caricaturescos, sino algo trascendente: el llamamiento a la osadía, el orgullo por el oficio y el no-limits. Dejar que la mente se expanda porque después la realidad —lo que sí se puede hacer y lo que no se puede hacer— ya será restrictiva. Imaginar a lo grande antes de que nos domine lo pequeño. Inventar lo que necesitemos —herramientas, técnicas, metodologías— para que lo soñado suceda.

La mayoría de los cocineros se han distraído, olvidando que lo esencial no es lo matérico sino lo inmaterial: la libertad. Lo tecnoemocional no necesita de artificios para ser verdadero. Lo es sin muletas o bastones. Coronar un preparado con un aire de perejil da apariencia de modernidad, pero solo representa una forma sin contenido. En lugar de función, ese aire es solo algo vacuo y prescindible. Sé libre, pues, joven cocinero y/o cocinera. Abre tu mente, cuestiónatelo todo, actúa con valentía, sal del camino principal y explora, respeta la tradición pero no seas su esclavo, no te dejes explotar ni te conviertas en explotador, honra a quienes te precedieron, estudia (y estudia), prueba y equivócate, encuentra tu camino, busca lo singular sin precipitarte hacia lo excéntrico. Me dirijo a los ilusionados y a los currantes, a ese futuro que tiene que regenerar lo existente aunque los aprendices partan de unas condiciones desfavorables. Deseo un mañana en que la cocina sea mejor para que el mundo sea mejor. Y, siendo una aspiración naïve, puede suceder si hay acción y conciencia.

¿Cuál es la relevancia de estos establecimientos? ¿Por qué tienen que interesarnos unos palacios donde la comida cuesta un par de billetes verdes y los chefs viajan en coches deportivos? (Y muchos, seamos justos, en bicicleta: hay consentidos, claro, y hay responsables.) Porque la minoría alimenta la mente de la mayoría. Sus actos inciden de forma decisiva en los demás.

Si piensan en verde, miles de cocineros y cocineras pensarán en verde. Si se inclinan por los vinos naturales, ese sosiego llenará bodegas. Si creen en la proximidad, los agricultores darán saltos de alegría. Si dicen que tienen huerto propio (aunque sea una hipérbole), el tomate recién cosechado redoblará el valor. Si se desinteresan de la identidad y se acogen a las tendencias, los restaurantitos naufragarán en las modas pasajeras. Si se agarran a lo propio enviarán el mensaje de que lo local, con excelencia, es universal. Si usan la tecnología como exhibición, los comedores se ahogarán en humos fríos o calientes. Si deciden que los manteles desaparecen de las mesas, los fabricantes de telas llorarán en los paños. Si encargan vajillas monstruosas, los falleros encenderán cohetes. Si sacan a circular de nuevo los carros de los postres, las carreras de karts dulces volverán a las pistas. Si deciden que la parrilla es innovadora, en las fundiciones arderán los encargos. Si renuncian a la porción y se encandilan con las piezas grandes, los trinchadores serán protagonistas. Si rejuvenecen las salsas clásicas, la materia prima se bañará en viejos lodos. Si deciden que el pan será uno y grande o la oferta variada o que pasará a ser un plato más del menú, los panaderos se volverán locos intentando atender/entender la disparidad. Si ensalzan los fondos y las cucharas, los platos hondos serán los protagonistas. Si las historias forman parte del menú, los camareros se convertirán en cuentacuentos. Si el vino es un ingrediente de la cocina, los sumilleres alzarán la voz como tenores. Si los camareros calzan zapatillas, la informalidad tomará velocidad. Y así todo. Son ellos los que ponen en marcha las correas de transmisión. Son pólvora, percutor y bala.

Cuando hay tanto estruendo alrededor resulta difícil pensar con claridad. El saber gastronómico —ahora, espectáculo, entretenimiento— ha saltado del libro a la vagoneta de Netflix, de Instagram, de Twitter, de TripAdvisor y se desliza a toda velocidad por raíles no siempre firmes. Sería aconsejable buscar un área de estacionamiento para detener la vagoneta, revisar y ajustar ruedas y estructura, y volver a colocarla en la pista. Circular a menor velocidad disfrutando del paisaje. Apartarnos un rato de pajarracos y cámaras. Represar si somos hombres o mujeres libres o esclavos de las redes sociales.

Cierro el prólogo con una frase de Andoni Luis Aduriz burlándose de sí mismo y de la redes sociales: «Llevamos 13 años entre los diez primeros de la lista The World’s 50 Best Restaurants y somos el noveno restaurante del pueblo, según TripAdvisor. ¡Es que estamos en un pueblo muy bueno!».

La crueldad con la que se expresan los usuarios de TripAdvisor solo puede comprenderse desde la psicología. Individuos que escriben sobre Mugaritz, hayan ido o no, porque no hay modo de saber si el desagrado es la respuesta a una visita o a las facilidades que da esa red para que cualquiera inyecte ponzoña, y que morirían si alguien juzgara públicamente su trabajo de la misma caprichosa manera: «Decepcionante», «La mayor estafa de mi vida», «GRAN BLUFF», «Pantomima Full (o el Rey está desnudo)». ¿Quién podría soportar que su labor profesional fuera evaluada con esa brutalidad por desconocidos, anónimos a veces?

Protejámonos de la estridencia y el alboroto, la bronca y el griterío y disfrutemos sin prejuicios, de un modo limpio, apasionado y crítico, de esa cocina tecnoemocional que cambió el mundo de la gastronomía, la última revolución, y que sigue influyendo de un modo rotundo en qué comemos, en cómo comemos, en dónde comemos. Con quién comemos ya es un asunto particular, más determinante que todo lo demás.

PAU ARENÓS

Sabadell, Barcelona, enero de 2019

Para Nil y Carla, que ya saben comer y algún día, cocinar.

Para Goretti, que facilita que todo fluya.
Y para Enric y M.ª Carmen, educadores del gusto.

Tecnoemocional

TECNOEMOCIONAL

Movimiento culinario mundial de principios del siglo XXI nacido en El Bulli. Está formado por cocineros de distinta edad y tradición. El objetivo de los platos es crear emoción en el comensal y para ello se valen de nuevos conceptos, técnicas y tecnologías, siendo los descubridores o simplemente los intérpretes, recurriendo a ideas y sistemas desarrollados por otros. Con la actitud y las preparaciones, los cocineros asumen riesgos. Prestan atención a los cinco sentidos y no sólo al gusto y al olfato. Además de crear platos, el objetivo es abrir caminos. No plantean ningún enfrentamiento con la tradición sino, al contrario, muestran deuda y respeto por ella. Asumen un compromiso social, cooperando con fundaciones, universidades o entidades benéficas. Para recabar conocimiento han iniciado un diálogo con los científicos, pero también con artistas, arquitectos, dramaturgos, novelistas, músicos, bodegueros, artesanos, perfumistas, poetas, periodistas, historiadores, antropólogos, psicólogos, filósofos, diseñadores... Colaboran, en busca de la supervivencia del producto, con los agricultores, los ganaderos y los pescadores.

PRÓLOGO. Tecnoemocional. Un retrato crítico de la cocina contemporánea

PRÓLOGO

TECNOEMOCIONAL2

Un retrato crítico de la cocina contemporánea

Pensé dedicar sólo seis meses de mi vida a este libro y han sido cinco años. En cinco años, los arquitectos construyen rascacielos y yo apenas he logrado apilar los cimientos. Fui un ingenuo y un presuntuoso: creí que el amor a la gastronomía, más de una década intensa dedicada a escribir sobre dónde, qué, quién, cómo y por qué comer, la experiencia adquirida tras publicar siete libros y cuatro ideas acordonadas con mostaza eran suficientes para trazar un retrato crítico de la cocina contemporánea. Me equivoqué. Escribir mientras suceden las cosas es lo que hacemos los periodistas si bien el análisis riguroso y documentado necesita de tiempo y perspectiva, distancia, cierta frialdad y ecuanimidad por parte del estudioso. Y yo he estado cabalgando el tigre, apuntando torpemente mientras el animal intentaba bajarme del lomo, agitando la cabeza poderosa y terrible, buscando las piernas para desgarrar. He montado sin silla ni arnés, he montado a pelo y baba. He pretendido domesticar al tigre, ponerle cascabel. El resultado son estas páginas.

Los amigos y la familia, mis hijos, Nil y Carla, preguntaban: «¿Cuándo terminas?» Y la respuesta, invariable: «No lo sé. Cuando sea necesario.»

A medida que avanzaba, machete y salacot, adivinaba senderos a uno y otro lado que merecían ser recorridos, herir las pantorrillas con la maleza, reflexionar sobre el producto y su apropiación y mangoneo por parte de algunos cocineros, pensar sobre la ecocina —o ecococina—, el ecochic y la superchería; la razón o sinrazón del gusto, la complicidad con los científicos y con la fundación Alícia, los puntos en común con la moda, la deuda con lo asiático, los roces con el arte (Documenta de Kassel), la pésima reputación de los aditivos, destripar cómo los chefs tecnoemocionales han cambiado la cocina y desde lo alto de la pirámide han facilitado la mejora del sistema gastronómico general, abriendo la mente del comensal y creando la sopa necesaria en la que flota la tapa creativa y la revalorización de la costumbrista, el afloramiento del bistronómic y la regeneración de la cocina popular. Lo tecnoemocional como planeta que influye en los satélites e interfiere en sus órbitas.

Cuando pensaba que había encarrilado el trabajo, ¡zas!, otra pregunta, otra duda, otro enzarzado ramal en el que adentrarse. He chapoteado en el barro, me he ensuciado, he sufrido, y a quién le importa. Nadie me pidió que me metiera en el breñal, lo hice de forma voluntaria, apasionada e irresponsable. Me he sentido desamparado en muchas ocasiones. La cocina puede ser ingrata.

He sido lento pero cuidadoso a la hora de fundamentar los pasos para encontrar la ruta de regreso. Cientos de artículos, datos y fechas han sido expurgados y utilizados. He necesitado para avanzar en la espesura una escritura irónica, dubitativa, agresiva a ratos, pacífica y melancólica en otros, esperando ser elegante pese al sudor y las heridas. Decidirá el lector si es así.

Hago lo posible para no resultar aburrido y sortear la aspereza y acidez de la materia. Trago saliva cada vez que me preguntan de qué va esto por lo ceñudo de la palabra y lo que representa. Me escucho a mí mismo diciendo como si lo hiciera otro: «De cocina tecnoemocional.» Tec-no-e-mo-cio-nal, alta cocina, vanguardia, creatividad, innovación. Desde que acuñé el término en febrero de 2006, desde que publiqué la definición y el cuadro sobre el desarrollo de la alta cocina en Occidente, desde que redacté el decálogo, siento que las respuestas son insuficientes, que el interlocutor no acaba de comprender qué sucede en los comedores de los restaurantes más creativos y avanzados del mundo. De ahí la necesidad de este libro.

Para algunos colegas el vocablo —el bocablo— tecnoemocional es un esputo. Lo sueltan como si escupiesen. Otros han jurado públicamente que jamás lo usarán. Bien. Nunca pensé que tan poca cosa pudiera molestar tanto. La mayoría ha actuado con inteligencia: si les resulta útil para referirse a la cocina de vanguardia contemporánea lo emplean, y si no, pues nada, a otra cosa. En Brasil, México, Colombia o Argentina, chefs y aficionados lo utilizan sin complejos y bautizan negocios y experiencias. Lo leo, lo sigo en internet.

La fortuna de haber tardado tanto en publicar es que he estado a tiempo de corregir, de reescribir los capítulos a medida que sucedían las cosas. También eso ha sido pesado y frustrante, el-nunca-acabar. He descubierto que lo que en un cierto momento fue capital, ha ido empequeñeciendo su importancia, una garrapata en la pelambrera del perro que a veces pica y recuerda, pese a la nimiedad, que desangra y transmite enfermedades.

En mayo de 2008, cuando llevaba dos años con esta murga, estalló el Santamariagate como una sandía al romper en el suelo, la (supuesta) acusación sumarísima del triestrellado Santi Santamaria, de Can Fabes, contra sus colegas, a los que señaló como (supuestos) profesores chiflados entregados a la química, (supuesta) estratagema para vender ejemplares del libro La cocina al desnudo, (supuesta) rabieta que le permitió figurar en los medios de comunicación —¡y qué presencia e impacto publicitario tuvo, equivalente a miles de euros!—, (supuesto) intento de volver a cucharonazos a primera línea. Una algarada local se convirtió en un conflicto internacional, con reportajes en las primeras cabeceras del planeta. En febrero de 2011 murió el cocinero en Singapur y ya todo fueron alabanzas y olvidos.

Como consecuencia del Santamariagate, la cocina de vanguardia salió de la edad de la inocencia, de la entrega infantil a los medios de comunicación, del exhibicionismo hasta entonces inocuo entre vapores de nitrógeno líquido como magos de Las Vegas. Habían sido espléndidos y prolijos en las explicaciones, mostrando sus secretos, el fruto silvestre y la xantana, el aditivo y la naturaleza pura, y esa claridad les dañó. Hablaron demasiado, contaron demasiado, se expusieron demasiado. Otros, esos enemigos de la química que rebozan con un producto llamado levadura química, jamás han revelado qué se cuece en sus casas ni cuándo cambian el líquido purulento de las freidoras. En lugar de promover el debate y el intercambio de saberes entre conocedores y especialistas, el Santamariagate vulgarizó la alta cocina, la sacó del plato y la llevó a los platós de los programas del corazón. Recuerdo cuando un acreditado tertuliano televisivo —es un oxímoron— dijo con escándalo y desprecio que en El Bulli servían raspas de pescado refiriéndose a la espina crujiente de salmonete con barbapapá. Pobres comensales pedantes de El Bulli, obligados a una alimentación gatuna, inferior a la perruna.

Hubo en el camino otros asuntos, ardorosos mientras sucedían, luego cenizas frías. Y cada uno de ellos ocupó páginas de diario y el infinito de internet, minutos de radio y televisión, e influyó en la opinión pública y en el ánimo de los cocineros.

Pensé en comenzar con el triple doctor honoris causa de Ferran Adrià: el de química por la Universitat de Barcelona (2007), el de humanidades por la Universidad de Aberdeen (2008) y el de la Universitat Politècnica de València (2010) a dúo con el pastelero Paco Torreblanca. O con el flamígero honoris causa de Joan Roca concedido por la Universitat de Girona (2010) para recompensar su compromiso con la vanguardia y la creatividad.

Pensé en comenzar con el decálogo de la cocina italiana del crítico Enzo Vizzari (revista Apicius, mayo de 2008), que concluía con una frase temible: «Por lo tanto, los cocineros no son genios ni artistas ni actores, sino artesanos más o menos audaces: ayudémosles entre todos a seguir siéndolo.» Qué generalización: por lo que parece, quien se mete a chef es que no sirve para otra cosa, pobres asnos. Ningún genio, pues, entre miles y miles de profesionales. Será mala suerte genética.

Pensé en comenzar con la fuga del aprendiz de gourmet Pascal Henry de cala Montjoi, dejando atrás la sospecha de una muerte, un sombrero de despedida, una factura sin pagar, una libreta y el vano intento de visitar todos los tres estrellas del mundo de una sentada ( junio de 2008).

Pensé en comenzar con la intoxicación «probablemente» por ostras y navajas infectadas con norovirus —según el informe de la Health Protection Agency del 10 de septiembre de 2009— que padecieron 529 clientes de The Fat Duck y que los del apocalipsis atribuían a los aditivos como si fuera una tardía venganza de un Moctezuma metilcelulítico (febrero de 2009).

Pensé en comenzar con el incendio de Mugaritz, la reinvención del restaurante y sus ritos y el nacimiento repleto de simbología de Haritz, el primer hijo de Andoni Luis Aduriz. De Mugaritz a Haritz, morir, renacer (febrero de 2010).

Pensé en comenzar con Joël Robuchon, que se jubiló de la alta cocina para regresar como millonario y patrón de decenas de restaurantes bien retribuidos por Michelin con una paga de estrellas, crítico con los éxitos de la vanguardia española y alabador al mismo tiempo de Adrià, creando una calculada desorientación: «El único error de Adrià es el de haber comercializado aditivos bajo su propia marca, lo que empujó a numerosos cocineros a copiarlo, a menudo muy mal. La mayor parte no tiene ni su talento ni su lucidez para utilizar esas sustancias en dosis razonables» (L’Express, junio de 2009). Porque, como ya quedó claro más arriba, los cocineros son unos asnos. Robuchon colabora con la empresa Fleury Michon, que envasa el jamón dulce y las terrinas de fuagrás del chef con antioxidantes y conservantes.

Pensé en comenzar con el fallecimiento de la grandeur francesa y sus llorones y confundidos deudos, agrupados en la mesa de salvación nacional Collège Culinaire de France —los miembros de honor son los jóvenes Paul Bocuse, Michel Guérard y Pierre Troisgros— con el propósito confeso, según Alain Ducasse y Robuchon, de abrillantar la oxidada armadura («en el mundo, nuestra cocina tiene una imagen envejecida, anticuada, sin invención»), preocupados del interés mediático mundial por España e Italia, fijándose más en el marketing que en la autenticidad (marzo de 2010-febrero de 2011). Ya en septiembre de 2001, la revista Time publicó en la portada de la edición europea una foto de Ducasse y un titular basculante: «Francia. Alta cocina en crisis.»

Pensé en comenzar con Grant Achatz y el emotivo y leal artículo que escribió para The New York Times (16 de febrero de 2010) recordando su aprendizaje en El Bulli y la primera comida sentado junto a Wylie Dufresne en la primavera de 2000, perplejos ante una tempura caliente que mantenía frías, crudas e intactas unas huevas de trucha: «Es necesario un gran pensador para inspirar grandes ideas. Independientemente de lo que decida hacer en El Bulli, lo más importante que Ferran ha hecho no es lo que él ha logrado, sino lo que inspira.»

Pensé en comenzar con Massimo Bottura y el acoso lobuno que sufre (desde abril de 2009) por el berlusconismo televisivo del programa Striscia la Notizia, que lo ha convertido en un nuevo Savonarola al que quemar por el uso de aditivos, llegando a la histeria fascista de que a su hija Alexa algún niño contagiado por el miedo de los padres le grite: «Tu padre es un envenenador.»

Pensé en comenzar con los miles y miles de kilómetros, viajes de norte a sur y de este a oeste, aviones en la tormenta y hoteles para desamparados, que han sido necesarios para la escritura del libro. Cito sólo los cocineros y países más exprimidos en el texto, las vueltas por España (Adrià, Joan Roca, Carme Ruscalleda, Quique Dacosta, Andoni Luis Aduriz, Dani García, Juan Mari Arzak, Pedro Subijana, Martín Berasategui y la fundación Alícia), Francia (Michel Guérard, Michel Bras y Pierre Gagnaire), Italia (Carlo Cracco y Massimo Bottura), Gran Bretaña (Heston Blumenthal), EE.UU. (Thomas Keller, Charlie Trotter, Dan Barber y Wylie Dufrese), Japón (Yoshihiro Narisawa y Seiji Yamamoto), Dinamarca (René Redzepi) y Brasil (Alex Atala), los miles de platos comidos, las largas digestiones para comprender y materializar las intuiciones de los cocineros, reñidos a veces con el lenguaje y la comunicación.

Pensé en comenzar con una disquisición sobre las sombras y cómo las mentes creativas son capaces de anticiparse a lo que está por venir.

Pensé en comenzar con el trabajo del cronista que tiene que dar forma a esas percepciones, llevar el candil en las sombras y ayudar al cocinero a dejar el balbuceo y expresarse con claridad, e incluso descubrirle aquello que sabe pero que ignora cómo explicar.

Pensé en comenzar insistiendo sobre la creatividad, y su socia, la innovación, y la necesaria concurrencia para que la cocina siga viva, viva, viva.

Pensé en comenzar con una referencia a los jóvenes, los cocineuristas, a quien está dedicado este libro, y en quien confiamos para esa cocina en construcción, la tecno-e, la eco-e. E de emocional, e de e-mail y nuevas tecnologías.

Pensé en comenzar señalando que antes de la llegada de esta gente la cocina era otra.

Pensé en comenzar recordando que la emoción es vieja, y nueva la conciencia de sentirla.

Pensé en comenzar afirmando que si la revolución se encuentra en peligro es por culpa de algunos profesionales que no están a su altura. El enemigo interior es más potente y traicionero que el exterior.

Pensé en comenzar desanimando a los que piensan que lo tecnoemocional agoniza puesto que arriba la edad de oro de lo neopopular, un retorno a lo establecido, que es lo que sucede en los tiempos tenebrosos y zombis cuando la gente busca la seguridad de lo conocido. No niego lo segundo, pero dudo de lo primero porque este movimiento y su benéfica influencia —incluso sobre el conservacionismo y lo aparentemente inmutable— no tienen marcha atrás.

Pensé en comenzar soltando que la langosta vuelve cobardes a los cocineros, y la sardina, valientes.

Pensé en comenzar insinuando que como los cocineros no reciben subvención practican la subversión.

Pensé en comenzar preguntando a cada chef que, con la mano en el corazón, diga qué ha aportado a la cazuela común.

Pensé en comenzar inquiriendo cuáles son los límites de la cocina, si es posible trazar una cartografía, una gastrografía.

Pensé en comenzar alborotando el lenguaje y mostrar, como un pavo real, los neologismos con los que he llenado el libro, necesarios para ser comprendido puesto que esta nueva-nueva cocina requiere un nuevo-nuevo vocabulario.

Pensé en comenzar reflexionando sobre cómo el francés ha dejado de ser la lengua común —aunque aún es el idioma franco que eligen los chefs para entenderse—y que la cocina de vanguardia habla en castellano, catalán, euskera, brasileño, danés, italiano, japonés o inglés.

Pensé en comenzar con la sesión constitutiva del consejo internacional del Basque Culinary Center (26 de julio de 2010) en San Sebastián y cómo ese senado tecnoemocional (Redzepi, Bottura, Bras, Barber, Blumenthal, Atala, Gastón Acurio y Yukio Hattori) acudió a la llamada de Adrià sin cobrar un euro, un dólar, una libra o un yen. Ese G-9, G de gastronomía, G de gourmet, que es también el resumen de este libro, la representación exacta de la definición de tecnoemocional: tecnología, naturaleza, compromiso social, enseñanza, arte. Guardo para mis recuerdos el afecto y la complicidad de Adrià y Redzepi —pudiendo el catalán querer comerse los ojos del danés por sustituirlo en el Gólgota de Restaurant Magazine— durante la cena de la noche anterior en el asador Roxario.

Pensé en comenzar con los excesos, con las chapuzas, con los calcos, con los plagios, con la cocina tecnoemocional de saldo, la acrobática y la blandiblup; contra el tedio de las esferificaciones y las espumas, contra la performance, los hechiceros en prácticas y los politoxicómanos de los polvitos mágicos, insidia en ningún caso superior al hartazgo por la patética cocina post nouvelle cuisine, los carrés crudos, los parmentiers acuosos, los carpaccios soporíferos, y la ponzoñosa cocina tradicional interpretada por cocineros tal vez entrenados en una penitenciaría. Sí a lo tecnoemocional sincero, sí a la nouvelle cuisine como legado histórico, sí a lo tradicional como memoria no dogmática ni infalible. No al oportunismo ni a la falsedad ni a la manipulación.

Pensé en comenzar por la crisis y las estrategias para sobrevivir, esas segundas marcas de la jet chef, en general taperías, que les han permitido parchear la ruina del restaurante de alta cocina y, por fin, tocar dinero. Crisis, pues, beneficiosa ya que les ha obligado a salir del letargo y rentabilizar el nombre. No así para los restaurantitos de a diario, caídos como fichas de dominó.

Pensé en comenzar con el precio de la alta cocina, que guarda la respuesta en la locución: es alto, aunque menos que la entrada de 195 euros por ver sentado en una incómoda y estrecha sillita de plástico el show Varekai del multinacional Cirque Du Soleil (Barcelona, noviembre de 2010).

Pensé en comenzar con un elogio hacia el libro Contra el cambio, el hiperviaje del periodista argentino Martín Caparrós, que leo mientras escribo el prólogo, en el que delata la moralina de los ecololós, los ecopijos, que denuncian a los agricultores de la Amazonia por deforestar la selva para cultivar la miseria mientras ellos se solazan en los áticos de Manhattan con verduras mataselladas con el bonito logo ecológico producidas en un país ultracontaminante que no firma el protocolo de Kioto. Qué bello el huerto de la señora Obama en la Casa Blanca (marzo de 2009), vergel político inútil si las industrias norteamericanas siguen polucionando sin control.

Pensé en comenzar...

No me aparto de la ruta verde para pintar el cuadro de la cocina futura, que no es más que una evolución y mejora de la que está sucediendo. Tendrá, por supuesto, ya es inevitable, el índice puesto sobre la ecología, a veces de manera frívola, sin que el cocinero se detenga a pensar a quién compra, por qué compra, qué es Km 0, qué solidaridad con el tercer mundo, qué acuicultura, qué caladeros arruinados, qué vacuno insostenible y qué ecoavellana de Italia. Lo eco como moda y obligación sin crítica.

¿Cómo será el restaurante vanguardista del mañana?

* Arriesgándome a la equivocación —es lo que sucede con los pronósticos, y eso lo saben los economistas— creo que será una versión corregida y afinada del tecnoemocional, la simbiosis entre el cerebro y el corazón, entre la inteligencia y la emoción, entre el producto y la tecnología, entre la gamba y la xantana, entre la fantasía y el realismo, entre la creatividad y la contabilidad.

* El científico, el agricultor o el artista como aliados necesarios.

* Nuevas técnicas y tecnologías y, sobre todo, desarrollo y profundización en las existentes.

* El cocinero tecnonatural indagará buscando un nuevo, olvidado o poco estudiado género que le aportará esa necesaria particularidad para destacar y atraer al cliente y a los medios de comunicación.

* Materia prima que a veces será de kilómetro cero, y otro, de kilómetro 1.000, en ocasiones eco, y en otras, muda. Reinará lo vegetal, la vegafilia.

* Los periodistas, que nunca comprendieron que la tecnología servía al conocimiento, juguetearán con el concepto eco hasta que se cansen de glorificar los huertecillos de juguete de los chefs.

* La cocina compartirá un lenguaje común, pero hablará muchas lenguas.

* La sala —algunas salas— irán mutando hacia el espectáculo sensorial, el juego de luces y sonidos que facilitará al comensal penetrar en la vivencia.

* Pérdida de lo protocolario en favor de servicios más directos y nada envarados.

* Modificaciones en el menaje —en la misma función el comensal probará desde el primitivismo de usar los dedos hasta el plato electrónico— y en la mantelería, que desaparecerá de algunos establecimientos, convirtiéndose la superficie desnuda en mesa de juegos.

* Los clientes seguirán participando de forma activa en ese juego pero también demandarán menos traqueteo para que la comida no sea la versión sentada de una montaña rusa.

* Se aceptará lo tecno de forma natural dejando de interesarse el público si dentro de la cocina hay más o menos aditivos, incorporados al recetario sin histeria y con profesionalidad y saber.

* El parque de grandes restaurantes quedará reducido, pero como complemento, y recogiendo el testigo y la experiencia, multitud de jóvenes chefs se atreverán con bistronómics, casas de comida, barras o garajes.

En febrero de 2009, durante la celebración del certamen Tokyo Taste, pregunté a Massimiliano Alajmo, Tetsuya Wakuda, Yamamoto, Achatz, Blumenthal y Gagnaire los ingredientes para la supervivencia, y de lo que me dijeron extraje la siguiente receta: creatividad, singularidad, sinceridad, arte y buscar muletas con otros negocios. Pudiera ser. Alajmo respondió como un luchador («Siempre de pie. La alta cocina habla de un concepto radical. Ingredientes, dignidad, una filosofía. La crisis tendrá un efecto de purga, obligará a evidenciar los estilos. La necesidad ha llevado a los excesos. Si has comido mucho, depuras») y Gagnaire, como un nihilista lúdico («¡Soy un especialista en crisis!»).

Regreso a la letanía porque pensé en comenzar por el final que es un principio, el cierre de El Bulli (2011) y el renacimiento como fundación (2014) en una cala Montjoi reinventada y un gobierno de los mejores, un selecto grupo de chefs que construirán o cimentarán la nueva cocina y difundirán los descubrimientos y las reflexiones por la manga pastelera de internet (i-Bulli, e-Bulli, e-Bullición). Serán el MIT, la Nasa o el colisionador de hadrones, facilitando la exploración y conquista de ignotos territorios. Renovarse, refundar, rehacer, revolver, recrear, rebullinar. La partícula re como palanca o énfasis. Subrayar que la frase «todo es posible», un legado bulliniano, cobra absoluto sentido. Co-mu-ni-car, compartir, difundir, ser la Atenas del siglo XXI con Adrià como un Pericles hiperactivo. Comí con él en noviembre de 2010 y me regaló una frase con chiribitas: «El nuevo Bulli es tecnoemocional al cuadrado.» O al cubo. El Bulli Foundation. El Bulli Refundation.

Pensé en comenzar recordando que la cocina no es para cobardes, ni tibios ni pusilánimes, sino para los valientes del fuego, del nitrógeno líquido y de la brasa, del cuchillo y del robot, del chuletón y de la esferificación, comensales aguerridos dispuestos a atreverse y cocineros arrojados que quieren liberarse del dogma y la involución. Una nueva cocina, unos nuevos cocineros, un nuevo comensal, un nuevo lenguaje. Llamémoslo tecnoemocional.

Tecnoemocional al cuadrado. Tecnoemocional 2.0.

PAU ARENÓS

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